Estoy aburrido.
Esa es la única razón por la cual he comenzado a escribir en este cuaderno. No aspiro a convertirlo en una suerte de diario personal donde ocultar mis más oscuros secretos. Eso suele darse, en absurda contradicción, cuando existe la amenaza de que alguien pueda revelarlos, que acaba sucediendo tarde o temprano.
No tengo a quien esconderle mis confidencias porque hoy hace ya dos años que vivo solo en este pedazo de vivienda. El lujo no está presente, tampoco es un chiquero de trastos de muy mala calidad, pero tiene espacio suficiente para uno sentirse cómodo no con lo que cabe, sino con su propia soledad.
La soledad es, por cierto, mi única compañera, la única que podría leer esto de tener un cuerpo físico. En estos dos años hemos disfrutado una relación estable, salvo por esos días en los que invita a los recuerdos, esos amigos acérrimos de ella que tanto me fastidian. Es la única piedrecita que entorpece nuestra relación, ese capricho suyo que, según he aprendido de ella, es el precio de su compañía: su presencia siempre implica la ausencia de algo.
Al minuto de comenzar este párrafo, por ejemplo, es la ausencia de ánimo, lo que sin duda me ha llevado a caer en el aburrimiento, y vagando en él al punto de ponerme a escribir esto, he caído en cuenta del poder que tiene ese sentimiento para generar un cambio, y hacer que este polvoriento cuaderno gris se convierta hoy en un espacio donde arrojar mis pensamientos cuando ya se han cansado de dar vueltas y vueltas en mi cabeza.
En fin, me ha dado hambre y ya va más de una página. Eso es todo.
