Capítulo II.
— ¿Otra vez por aquí? — preguntó el hombre albino al ver llegar al joven inglés.
La última vez que se habían visto, el rubio, en súbito, había caído sobre sus rodillas y comenzó a escupir una gran cantidad de agua, ahogándose sin control. El cuerpo helado comenzó a temblar de frío y poco después de eso, su figura se había desvanecido dejando únicamente una estela de burbujas.
— Supongo que no estoy completamente muerto, pero tampoco estoy del todo vivo — contempló decepcionado.
Aquel deje de amargura no pasó de ser percibido por el rey blanco.
— ¿Querías morir?
La mirada dorada penetró hasta los huesos de William, quien, guardó silencio, meditando en la respuesta. Necesitó pensarla, no solo por el hecho de que hablaba con un perfecto extraño; sino que, aunque fuera por un segundo, Sherlock le había hecho dudar.
— Pensé que, si lograba deshacerme de todos los demonios, yo sería el último sobre la tierra. Si moría, la maldición se levantaría. Y eventualmente los corazones de las personas se limpiarían.
El hombre de blanco dirigió sus ambarinos ojos hacia los suyos. Analizando lo que acababa de decir. Buscando, qué tan seria era su ingenua respuesta. De alguna forma, algo decidiría en ese momento.
William supuso, que la sinceridad era una cortesía que el otro esperaba, pero también, una que probablemente no estaba dispuesto a brindarle. Así que se fue con cautela.
Entonces, el copo de nieve respondió:
— ¿Realmente crees en lo que dices?
El rey rojo guardó silencio. Esa era una puerta que no quería abrir. Él genuinamente deseaba un mundo mejor. Pero también, una parte de él, la más oscura y sangrienta, meditaba en algo más. Y se percató que el rey blanco lo sabía.
— …¿Pensaste o quisiste pensar que sería así? ¿Qué es a lo que tú llamas demonio? ¿Es el que brinda la llave o el que brinda los grilletes?
Inquirió inclemente. En tanto, el rey rojo decidió concederle una respuesta relativamente sincera.
— Aquellos que arbitrariamente eligen y desprestigian a los demás, sometiendo a los débiles. Quienes persiguen y violan sus derechos con base en su nacimiento. Formo parte de ambas facciones — meditó — Y al mismo tiempo, no pertenezco a ninguna.
Fue como escucharse a sí mismo. Su situación no era tan distinta en realidad. Él también era pecador y santo, para el sistema que lo había creado. No obstante, algo percibía diferente en el soñador rey rojo. Y sabía qué era.
— Aquel que sirve a dos amos termina por no servir a ninguno. ¿Eres Fausto o eres Mephisto?
William se limitó a sonreír, para después contraatacar.
— Una visión binaria y cerrada para alguien que habla con tal elocuencia.
El rey blanco iluminó su rostro con la respuesta. Lejos de molestarle el comentario, le provocó sosiego. Respetaba a todo aquel que no temiera a la soledad.
— "Cuando miras largo tiempo al abismo, él te mira a ti" ¿no es así? — recitó felicitándole por haberle eludido con tal eficacia.
— ¿Qué hay de ti?
Esta vez fue William quien tomó la iniciativa. También estaba interesado en su interlocutor, pero más aún; ese controlador lado suyo, le impedía dejar que el rey blanco llevara la batuta en la conversación. Por supuesto, era algo que no le gustaba admitir del todo.
— ¿Qué deseas saber? — le concedió el rey de las nieves.
— ¿Por qué estás aquí?
— Mis convicciones y las de un cierto hombre colisionaron — comentó con la mirada fija en una imagen de su asesino.
— ¿Qué tipo de convicciones?
— Respecto a lo que hace un ser humano, humano.
William recibió esas palabras con una sensación de erizamiento en su nuca.
— Creo que las personas solo tienen valor cuando actúan por su propia voluntad. No hay valor en aquel que sigue un mandato, como ganado siguiendo a un pastor al matadero. Ansío ver el brillo del alma humana que actúa por voluntad propia.
El rey rojo analizó aquella confesión. Las palabras de ese hombre tenían un doble filo. Sonaba como un paladín mesiánico de la voluntad humana. Pero también, como un anticristo que buscaba extraviar corderos.
No le fue difícil percatarse de la oscura aura que le rodeaba. Si leía entre líneas, ahí, escondidas entre sus palabras, se encontraba una cruel verdad. Realmente eran tan parecidos y tan opuestos.
Ser un demonio que rechaza convertirse en santo por el bien de sí mismo y la sociedad o ser un santo que decide transformarse en demonio por la misma razón. Eran la cara de una banda moebius.
No se sentía con el derecho a juzgarlo, de juzgar a nadie en realidad. Pero algo le decía, que le estaba dando permiso de hacerlo. Sin embargo, se sabía humano, pese a que todo lo que había hecho hasta ahora, había sido emitir sentencias ante inexistentes juicios, no se sentía con el deseo de seguir haciéndolo.
— Dices que actuar por voluntad propia es lo que hace brillar las almas de las personas, sin embargo, ¿con eso te refieres a su verdadera voluntad o únicamente la que tu admites como su voluntad?
El rey blanco meditó la pregunta. Sin duda, era un excelso conversador.
— "El destino es el que baraja las cartas, pero nosotros somos los que jugamos"
Los autores de las citas y referencias: Shakespeare, Goethe, Nietzsche, Carroll.
Una banda moebius es una superficie con una sola cara y un solo borde que tiene la propiedad matemática de ser un objeto no orientable.
