Preludio

Tercera parte. Sueños

Para Jabu, el despacho de su padre era el último sitio en el que habría pensado para cumplir la más grande misión que se le había encomendado. Por cada intento de hablar, veía algún detalle en la habitación que le recordaba su infancia con una dolorosa nitidez.

—¿Cuál será la primera pregunta, Unicornio? —Hipnos sentado en un sillón de cuero negro, idéntico a aquel desde el que Mitsumasa Kido había estudiado innumerables mitos y leyendas: viejo y muy usado, mas digno en tal antigüedad.

—¿Por qué este lugar se parece tanto al despacho de mi… de Mitsumasa Kido?

Los ojos de Hipnos, de un dorado sobrenatural, atravesaron el espacio entre los dos visitantes hasta llegar a Ifigenia, que no tardó en ponerse al lado del escritorio.

—¿Recuerdas aquella conversación que tuviste con tu amigo en el ascensor?

—Desde luego —dijo Jabu—. Tratábamos de entender el porqué de todo. Por qué aquel mundo funcionaba del modo en que lo hacía, por qué estábamos subiendo…

—Tu amigo… ¿Orestes? —Jabu asintió, aunque no escogería esa palabra para referirse al micénico—. Él estaba en lo cierto cuando dijo que todo cuanto veíais eran imágenes que vuestra mente os daba para poder comprender algo que no se supone que deba comprenderse. El Oneiroi se ha estado adaptando al durmiente, como siempre.

—¿Y seguimos bajo las mismas leyes que en el hotel de los sueños? —preguntó Jabu.

—El hotel de los sueños, suena bien —dijo Ifigenia, antes de dar un vistazo al despacho y añadir—: Creo entender que este fue el lugar donde un hombre de mucho poder y riqueza decidía asuntos importantes, puede que un comerciante. Si alguien ajeno a su círculo personal entra en una casa así solo puede ser con la intención de hacer un trato, de llegar a un acuerdo con él. ¿Podría ser que tu mente expresa tus intenciones hacia el señor Hipnos dándole esta forma a su hogar?

Ifigenia hablaba de forma algo atropellada. Era como una muchacha aficionada a las historias de detectives que trataba de resolver un misterio tal y como veía hacer a sus héroes, solo que sin la capacidad y experiencia necesarias para expresar sus conclusiones de forma adecuada. Y es que, a parecer de Jabu, aunque había cierta lógica en las deducciones de Ifigenia, también dejaba para sí mucho de lo que pensaba para llegar hasta ellas. En ese sentido, era muy parecida a Orestes.

—Quizás —fue lo único que pudo decir.

Hipnos guardaba silencio, dejándole la impresión de que no sería él quien respondería sus dudas. Jabu, aunque se sentía a gusto hablando con Ifigenia, no pudo evitar imaginar lo que había detrás de eso. Un dios menospreciando a un mortal, al punto de tal vez considerar indigno responder las dudas de un simple hombre.

—Eso es todo, Ifigenia. —dijo Hipnos de pronto—. Puedes retirarte.

Casi demasiado tarde, cuando solo un paso separaba a Ifigenia de la puerta del despacho, Jabu dio un grito sin significado. Los dedos de la mujer rozaban el picaporte.

—Espera. Necesito que me respondas otra pregunta, una que solo tú puedes responder… —En ese momento no era consciente de que estaba de pie, dándole la espalda a un dios para hablar con su sierva con una excusa terrible.

—El tiempo es oro —citó Ifigenia, a un tiempo severa y simpática—. No hay ser en la Creación a quien esa frase defina mejor que al señor Hipnos, una vez despierto.

—¿Sois enemigos de Atenea? ¿Somos enemigos tú y yo?

—No. —Ifigenia no necesitó pensárselo ni pedir la aprobación de Hipnos—. Mi señor no tiene enemigos, del mismo modo en que no tiene aliados. El sueño es, para todos los que tienen el privilegio de poder soñar, tan equitativo e inevitable como lo es la muerte para los mortales. No, ni Atenea, ni Poseidón, ni los dioses que ya no caminan sobre la Tierra son enemigos del señor Hipnos, así que tampoco son mis enemigos.

La mujer se retiró con una sonrisa, una que no era necesaria tras tan alentadoras palabras, pero de la que Jabu no pensaba quejarse.

Una vez se cerró la puerta, Jabu dio la vuelta, encontrándose con que Hipnos no parecía en absoluto molesto por la situación. Aquello, más las pocas veces que lo escuchó hablar con Ifigenia, lo llevó a preguntarse si la relación que lo unía con Ifigenia no era la de dios y sierva, sino una más familiar, la de padre e hija.

—Imagino que sin ella no os queda más remedio que hablar con este santo de bronce, ¿no? —espetó mientras se sentaba.

El hijo de la Noche tomó un sorbo de café antes de contestar.

—Hablar puede ser algo agotador, Unicornio, sobre todo cuando necesitas que alguien entienda lo que dices. Ifigenia sabe interpretar los sueños de los hombres, ella podía responder tus preguntas del modo en que debían ser respondidas.

—Es mejor que los mortales hablen entre ellos, ¿no es así? ¿Para qué fui hasta aquí si…? —A media pregunta, Jabu ya podía vislumbrar la respuesta en la neutra expresión de Hipnos. Era él quien se había reusado a ser tratado por la sierva en lugar del dios. El orgulloso, el que tenía altas miras y había menospreciado a Ifigenia era él

—Ya que no será Ifigenia quien responda tus preguntas, Unicornio, quisiera amenizar esta conversación. Olvidemos la diferencia entre dioses y mortales. Te concedo a ti, hijo de un hombre y una mujer, el derecho a tratarme de tú.

La propuesta del hijo de la Noche, tan franca y directa, sorprendió a Jabu. Asintió tan pronto como salió del shock, concordando en que hablar de tú a tú haría las cosas más fáciles, o al menos, todo lo fáciles que podrían ser.

—¿Cuál será la siguiente pregunta, Unicornio?

—¿Dónde están mis hermanos? Sé que en el reino de Morfeo existen sueños falsos y reales, unos no son más que fantasías e ilusiones y los otros son visiones del pasado o el futuro que los dioses dan a sus elegidos. También sé que mis hermanos han vivido un sueño real durante todos estos años, y que vos… que tú les diste ese castigo debido a algo que sucedió en la última Guerra Santa.

—Tus hermanos se encuentran en un sueño real, tal y como te dijo Orestes, solo que no se trata de una visión del pasado, el futuro o el presente. Una ucronía.

—¿Una qué? —exclamó Jabu, que lamentando la ausencia de Ifigenia, buscó respuestas en el callado Orestes. El micénico negó con la cabeza, tampoco le sonaba de nada.

—Pegaso, Dragón, Cisne, Andrómeda, Fénix y tú, Unicornio, sois hijos del mismo padre. Es por eso que el Hado te ha llevado hasta aquí, porque solo tú podrías entender mi acción. Mitsumasa Kido quería a sus hijos, tanto como amaba al mundo y al género humano. Encontrar al moribundo Sagitario con la reencarnación de Atenea en brazos fue el momento de mayor dicha y angustia de su vida.

—Gracias a ese momento conocimos a Saori Kido y llegamos a convertirnos en santos de Atenea —reflexionó Jabu.

—Desde que Zeus se sentó en el trono de Crono y reunió a todos los inmortales a su alrededor, nos hizo saber que lo único que frena el orgullo desmedido es un choque con la realidad. ¿Qué podía ser más apropiado para tus hermanos que vivir una vida sin Atenea ni su condición de santos?

—Ser santos es nuestro destino, ¿qué pretendes lograr negándonoslo? —Conforme entendía a dónde quería llegar el dios, Jabu empezaba a perder la compostura.

—No se trata de destino, Unicornio. No guardo interés alguno sobre lo que acontece en los reinos de los hombres y los dioses. Solo existe una excepción: los Campos Elíseos, la más perfecta comunión entre mi mundo y el vuestro, creado por Hades como destino final de las almas puras; el más sagrado de los reinos, mancillado por la guerra.

—¡Si la Guerra Santa debió llegar a esos extremos fue por…!

—Esperanza —interrumpió Hipnos, sereno en contraposición a la creciente indignación de Jabu—. ¿Te has preguntado alguna vez por qué vuestros mantos deben reposar en una Caja de Pandora? Son Esperanza, un bien que hace que los santos de Atenea jamás desfallezcan, por muy terrible que sea el enemigo; un mal que impide que sean conscientes de las consecuencias de seguir avanzando.

—¿Debieron rendirse a la voluntad de Hades, acaso? Yo no estuve ahí, pero de haber estado, de haber podido luchar, también habría avanzado hasta las últimas consecuencias. Para eso nací, para eso vivo.

—No, Unicornio. De haber luchado en el infierno, incluso si hubieras tenido el poder necesario para ello, habrías muerto antes de llegar a los Campos Elíseos. Eso es lo que diferencia a los santos de oro de los de plata, y a estos de los de bronce, a cuya casta tú perteneces: la esperanza de lograr el triunfo de los ideales por los que luchan, incluso cuando carecen de la más mínima oportunidad.

—Ese discurso… —carraspeó. Necesitaba un segundo para contener la furia que la soberbia del dios le provocaba. No quería gritar, eso sería admitir la derrota—. Al menos cinco santos no están de acuerdo: Seiya, Shiryu, Hyoga, Ikki y Shun.

—Piensas por ello que toda regla tiene excepciones, y estás en lo cierto. La traición de Saga de Géminis al Santuario y a Atenea condenó las vidas de cinco santos de oro. Sagitario, Acuario, Capricornio, Cáncer y Piscis. El Hado restableció el equilibrio con tus hermanos, Unicornio; ellos debían expiar el pecado de Géminis y asegurar la victoria de Atenea en la Guerra Santa.

—¿Qué…? —musitó, de pronto apagado. La verdad que Hipnos le ofrecía era un insulto a todo lo que creía, pero también era la verdad—. Ya veo. El propósito real de todo esto no es castigar, sino evitar males mayores. Impedir que la Esperanza siga motivando a esos cinco santos de Atenea a alterar más aún el orden de las cosas.

—Si un hombre supiera que el mal que aqueja el mundo podría terminar por una acción suya, es razonable pensar que debe llevarla a cabo. Mas ¿y si lo que separa tal acción del fin de todos los males es la peor y más sanguinaria de todas las guerras? Si el hombre tiene conocimiento del futuro, sabe entonces que de no hacer nada seguirá viviendo la misma vida que ha soportado, y también sabrá que esa guerra nunca se dará.

—¿Una guerra entre los dioses y los hombres? —sugirió Jabu.

—La rencilla eterna entre padres e hijos que se extiende desde la separación entre el Cielo y la Tierra nunca fue, ni será jamás, final de algo, sino avance —respondió Hipnos como sutil negación, para sorpresa del muchacho.

El silencio dominó el despacho, trayendo consigo la duda y las preocupaciones de quienes tienen tiempo para pensar. Jabu, cabizbajo, caviló sobre las implicaciones del discurso de Hipnos. ¿Podía creer que el castigo sobre sus hermanos servía para evitar un conflicto peor que la Guerra Santa contra Hades, que la rebelión de Saga y la batalla contra Poseidón? ¿Y en qué podía consistir semejante conflagración? El dios había negado que se tratara de una guerra entre el Olimpo y los hombres.

«No importa —se dijo, resuelto—. Mi misión es liberar a mis hermanos, nada más, nada menos. Solo hay una pregunta que necesito ver respondida: ¿lo harás por propia voluntad o tendré que obligarte a golpes, dios del sueño?»

Miró a Hipnos con los ojos entornados, sin encontrar el valor para formular esa simple pregunta. Avergonzado, se encontró rezando por que aceptara. No había Esperanza en su pecho que le hiciera creer que tendría alguna oportunidad si no era así.

—No habrá liberación para mis hermanos… —dijo Jabu, más afirmando que cuestionando, y a pesar de ello, se permitió creerse equivocado unos segundos más.

Hipnos tomó de la taza antes de responder, tardando esta vez algo más de lo habitual. Para Jabu, ver al dios del sueño bebiendo café resultaba más extraño e hilarante en cada ocasión. Era un gesto demasiado cotidiano —demasiado humano— para una entidad tan poderosa, tan antigua. Empezaba a preguntarse, cuidándose de no hacer ningún comentario, si tenía algún significado, como el ascensor del Oneiroi.

—No.

Hipnos no hizo ruido al devolver la taza al platillo sobre el escritorio; en realidad, nunca lo hacía, excepto cuando hablaba. Por el contrario, la reacción de Jabu generó un sonido que reverberó a lo largo de toda la estancia, como si al golpear la vieja madera hubiese provocado un terremoto; era un milagro que la mesa siguiera de una pieza.

Jabu, dominado por toda la cólera que había tratado de contener, entendió en ese momento por qué Hipnos pidió que lo tuteara: ¿qué sentido tenía cualquier otro trato, si detrás de él, en lugar de devoción o respeto hacia un dios, solo habría hipocresía? Después de todo, Jabu de Unicornio era solo un mortal más con exigencias, y toda la cortesía que estaba dispuesto a mostrar quedaba condicionada a si se cumplían o no.

Fue en ese momento, cuando Jabu amenazaba en vano al imperturbable Hipnos, cuando Orestes decidió intervenir:

—Vos no sois un hombre. Vuestro papel no es el de impedir la Gran Guerra, ni tampoco auspiciarla. Ese dilema solo existe para alguien regido por la Esperanza o la Desesperación, un ser humano en otras palabras, y no en un dios que alegremente vive la eternidad sumergido en pura e ineludible Necesidad. Lo que deseáis es esto.

Un destello dorado llenó la habitación, cegando a Jabu. Fue un instante fugaz, como si se hubiese encendido y apagado el interruptor de la luz. Aquel fenómeno, del que Orestes era causante, provocó un nuevo cambio en el despacho: a los pies de los visitantes había dos cofres metálicos; el primero, junto a Jabu, tenía la cabeza de un unicornio en relieve, mientras que el que apareció a la diestra del micénico mostraba una corona, y estaba abierto. De este último emergió un pergamino.

—Asegurar que la Gran Guerra no afecte a la pervivencia de este reino, que se dé en el momento y lugar adecuados. Ese es vuestro papel. ¿Me equivoco?

Apartado del escenario, Jabu observó cómo Orestes desenvolvía el pergamino sobre el escritorio sin esperar una respuesta de parte de Hipnos. Trató de leer el texto, de tinta color esmeralda y brillante, pero acabó desviando la mirada hacia la hoja, finísima y de un color más parecido al de la piel humana que al papel al que estaba acostumbrado.

Hipnos leyó el manuscrito con la serenidad que lo caracterizaba, tan cercana a la pereza y el desgano de los hombres, aunque sin llegar a ese grado de vulgaridad. Conforme lo hacía, tomó otro sorbo de café, sin apartar la mirada del texto. Al final de la lectura, a Jabu le pareció ver una sonrisa tan tenue como fugaz en el rostro del dios. El contenido del pergamino parecía haber llamado la atención de Hipnos, quizá lo suficiente como para ser el pago adecuado para la liberación de los santos que había maldecido.

Al menos, eso era lo que Jabu quería creer.

Con rapidez, sin por ello perder la elegancia, el dios tiró de uno de los cajones del escritorio. Jabu escuchó de repente sonidos que le recordaron incontables amaneceres golpeando un despertador en la vieja posada de la ciudad de Orán, antes de que pudiera despertarse por sí mismo. Resultaba extraño: hasta ese momento, ya estuviera alzando o bajando la taza de café, o acomodándose en el desgastado asiento, Hipnos no emitía más ruido que el de las palabras que pronunciaba, y ahora ese silencio, ya fuera fruto del poder o de la habilidad, se rompía con un ruido incesante, parte metal chocando contra la madera, parte timbre. No creía que se debiera a la torpeza del dios, desde luego, sino que, lo que fuera que estuviese buscando, sin duda había sido creado para causar ruido.

—Otro —susurró Jabu. Tras el constante golpeteo metálico en el cajón del escritorio, esperaba cualquier otra cosa antes que ver cómo Hipnos dejaba que un pergamino se extendiera hacia los dos visitantes. Era casi idéntico al que Orestes había sacado, solo diferenciándose en el color de la letra: tan dorada como los ojos del dios.

—Acepto el trato del dios de Orestes de Micenas, Unicornio. Mas solo tú puedes aceptar lo que yo ofrezco a cambio, pues eres el Soñador.

—¿Y qué ofreces, si se puede saber? —inquirió Jabu. Hipnos señaló el pergamino, siendo suficiente una ojeada para que el contenido se insertara en la mente del santo.

—Dejar de ser el Soñador para convertirte en parte del Sueño —contestó el dios—. Esas son las condiciones del trato que te ofrezco, Unicornio.

—Es la única forma de lograr el despertar de los santos de bronce —apuntó Orestes, buscando reforzar las palabras de Hipnos.

Jabu reflexionó por un momento, observando los dos viejos pergaminos sobre el escritorio, tendidos a distintos destinatarios. Para Hipnos, el instante en que observó el que Orestes había traído le bastó para decidir aceptar, pero era imposible estar seguro de cuán diferente era la forma de pensar de un dios frente a la de un hombre, cuántas posibilidades podía concebir en un solo segundo. Él, un humano de corta vida, solo podía seguir el camino que había escogido, donde aquella decisión ya estaba tomada.

—¿Con qué se supone que debo…?

—Con la mente —indicó Hipnos, apoyando tres dedos sobre la sien.

Primero se imaginó firmando aquel pergamino; no ocurrió nada. Luego, no sin dificultad, trató de pensar en sí mismo como si, en lugar de Jabu de Unicornio, fuera tan solo el efímero sueño de otra persona. Eso era lo que aceptaba al firmar aquel papel que, como el que Orestes había ofrecido a Hipnos, le inspiraba la extraña idea de que estaba hecho de piel, acaso la del dios del sueño. Notó que en la parte inferior de la antigua y fina hoja se dibujaban nuevas letras de brillo violáceo; no necesitó poder entenderlas para saber lo que decían: Jabu de Unicornio.

—Vuestro turno, Hipnos —dijo Orestes. La desconfianza imperaba en el azul de sus ojos, pero el dios se limitó a señalar el pergamino de letra esmeralda para demostrarle que lo había firmado al mismo tiempo que Jabu firmó el otro—. Debía cerciorarme.

El dios asintió, comprensivo. Enrolló el pergamino de Orestes, cuyo contenido sería siempre desconocido para el santo de Unicornio, y lo dejó caer en el cajón del escritorio aún abierto, esta vez sin hacer ningún ruido. Jabu pensó que con aquel acto el trato había terminado de cerrarse. Ya solo quedaba el último paso de la misión que se le había encomendado; no supo qué debía sentir, si excitación o temor.

—¿Cómo es posible que los humanos necesitéis tantas palabras para expresar ideas tan simples? —exclamó Hipnos con franca serenidad. Mientras esperaba la respuesta de Jabu, decidió tomar un último sorbo de café.

—Así nos hicieron, ¿no? Y creo que he entendido muy poco de nuestra conversación.

—Has comprendido lo fundamental, lo sé. El resto no son más que adornos de los que no he podido prescindir. ¿Ifigenia?

La voz de Hipnos, sin perder el tono neutro ni la característica tranquilidad, adquirió la misma fuerza que Jabu había sentido en la guardiana del Oneiroi. La puerta del despacho se abrió, e Ifigenia entró casi de inmediato. Jabu no pudo evitar sonreír, en parte por volver a verla, en parte por imaginársela pegando la oreja a la puerta.

—Nuestros visitantes tienen mi permiso y mi bendición. ¿Deseas acompañarlos?

Ifigenia asintió enseguida, y Jabu supo dentro de sí una ya conocida alegría por ello. El santo de Unicornio, buscando evitar a la mujer de momento, vio cómo Hipnos extraía un último objeto del cajón del escritorio antes de cerrarlo. A primera vista era un simple aro plateado con doce llaves de diversas formas y tamaños colgando, pero cuando la mirada de Jabu pasaba de la primera a la segunda, surgía una tercera entre ambas, y así sucedía una y otra vez, hasta que pareciera que en el aro había cien, mil, o incluso millones de llaves. Entonces volvía a mirar el llavero como un conjunto, y de nuevo solo se trataba de una docena de llaves. Todo un dolor de cabeza.

Al sentir la mano de Hipnos, cerrada formando un puño, en el hombro, Jabu tuvo un sobresalto. Ni siquiera lo había oído levantarse.

—Los sueños, por maravillosos o terribles que sean, siempre son efímeros. Aprovecha tu oportunidad, Unicornio. —Al abrir la mano, el dios reveló un montoncito de arena con granos violáceos. En la mesa ya no estaba el pergamino firmado por Jabu.

Hipnos dejó caer lo que primero había sido algo metálico y ruidoso, para terminar siendo simple arena. Y como hiciera el Sandman en las viejas historias, envió a Jabu a un sueño, aunque no uno propio.

El dios, envuelto en tinieblas, contempló el despacho vacío. Orestes e Ifigenia habían seguido la senda del otrora Soñador, ahora Sueño.

Notas del autor:

¡Muy buenas, Ulti_SG! En efecto, como les dije, hay detalles de la historia que ocurrieron de diferente forma al original, en especial durante los tomos 13, 27 y 28. ¿Hasta qué punto? Lo sabrán leyendo, por supuesto.

Uf, ¿recordar a Leteo? ¿Eso no es una paradoja? ¡Si es el río del olvido! Bueno, desde luego, más dura es la tarea que tienen nuestros héroes por delante. A pesar de los años (y todo escritor sabe lo mucho que pesan los años a la hora de leer lo escrito tiempo atrás), todo lo referente al Reino de los Sueños, incluido el aspecto del lugar en el que se encontrarían nuestros héroes con Hipnos, me sigue gustando y me alegra que sea compartido. Sin embargo, no creo ser capaz de poner a un dios griego con un Iphone, esa clase de libertad creativa se la dejo a Rick Riordan.

¡Nos vemos el lunes que viene!