Preludio
Sexta parte. Despertar
Cuando la fuerza de los músculos y el alcance de los sentidos han superado los límites concebibles para los seres humanos, todo cambia en el campo de batalla. Una milésima de segundo puede hacer la diferencia entre victoria y derrota, entre triunfar y ser masacrado. Los objetos que a otros pudieron servir como una digna protección, son tan vulnerables a los golpes sobrehumanos como pudiera serlo un muro de cristal ante un toro embravecido. Las armas blancas son inútiles, hasta el mejor acero ha dejado de ser algo respetable; las armas de fuego, que tanto afectaron y afectan a las guerras de los hombres, ya no son temidas, ni tampoco una opción.
Durante miles de años, incontables jóvenes fueron entrenados desde la más temprana infancia, soportando las más terribles pruebas a fin de poder superar los límites humanos. La mayoría encontraba la muerte en tales entrenamientos; de los cien hijos de Mitsumasa Kido, que fueron enviados a distintas partes del mundo para convertirse en santos de Atenea, solo unos pocos pudieron regresar, incluyendo a Jabu; su cuerpo se había convertido en la única arma en la que podía confiar, una que quienes eran semejantes a él no debían subestimar, una que los hombres comunes debían temer.
Cinco jóvenes lo rodeaban. En el mundo que le tocó vivir, cada uno también era superviviente de un entrenamiento a cual más atroz; poseedores de una fuerza sobrehumana y una voluntad inquebrantable, realizaron hazañas que aun él consideraba milagrosas, salvando en repetidas ocasiones a la humanidad a costa de ser castigados por su osadía. En el mundo en el que ahora se encontraba, uno que pudo haberle tocado, no eran más peligrosos para él de lo que sería una gota de agua para un monte.
Un rápido vistazo le bastó para conocer las intenciones de aquellos: solo Ikki y Hyoga estaban dispuestos a no contenerse, aunque sin duda cada uno tendría sus propias razones; el propósito de Shiryu y Shun parecía ser únicamente inmovilizarlo, detener el enfrentamiento; mientras que Seiya aparentaba estar algo ido, confuso, totalmente distinto al impetuoso jovenzuelo que conocía. Al saber que algunos albergaban esperanzas de que la situación simplemente se calmara, sopesó de nuevo la posibilidad de convencerlos de que vivían un sueño del que debían despertar, pero pronto rechazó esa idea: a pesar de la reticencia de Orestes, había tomado la decisión de confiar en Ifigenia, había aceptado que aquel era el único camino.
Tanto por la postura de combate que había adoptado, como por la tranquilidad que percibía en su mirada, Jabu dedujo que Shiryu tenía una cierta preparación marcial, pero no dejó que el tiempo lo corroborara. Antes de que el encargado del local siquiera lo viera venir, le asestó un rápido golpe en el pecho que lo empujó violentamente contra la barra. Para cuando Shiryu cayó al suelo, su corazón ya se había detenido.
Jabu giró veloz buscando a Shun, su siguiente objetivo, y no se sorprendió al no encontrar rencor en la mezcla de sorpresa, preocupación y temor que le blanqueaba el rostro. Shun siempre sería Shun, no importaba de qué mundo se tratase.
Vio cómo un desarmado Hyoga se abalanzaba contra él de frente, y esquivó tanto su acometida como el puñetazo que Seiya quiso propinarle desde el flanco izquierdo, provocando que los hermanos perdieran momentáneamente el equilibrio al casi chocar. Aquel doble ataque había sido coordinado por ambos con un rápido intercambio de miradas, pero incluso si él no se hubiera dado cuenta de ello, no había forma de que lo tomaran desprevenido: el ruido, tanto de los pasos sobre el suelo como de un puño alzándose, llegaba a sus oídos por muy leve que fuera.
Shun también corrió hacia donde él estaba, pero no para enfrentarlo sino para auxiliar a Shiryu, aferrándose a la creencia de que no era tarde; y si bien corría con todas sus fuerzas y era poca la distancia que los separaba, los ojos de Jabu lo visualizaban como una imagen estática. El santo de Unicornio alzó el brazo ejecutor como si fuera una espada, y apuntando al cuello del hermano que nunca le deseó ningún mal, desató el mortal golpe. Mas, antes de que llegara a siquiera rozar a Shun, cambió la trayectoria del ataque, pasando de horizontal a diagonal hacia arriba. Una de las sillas del local terminó recibiendo toda la potencia del brazo del santo de Atenea, partiéndose en dos.
El hombre al que Jabu respetó y temió como el santo del Fénix en un tiempo distinto de aquel sueño, no lucía sorprendido ni por su fuerza inhumana, ni por la herida que le provocó en la garganta, de la que manaba sangre que apenas pudo contener con la mano. Sin duda la intención de Ikki no fue detenerlo, sino hacer de escudo humano para Shun, que ya había llegado hasta Shiryu.
Admirando tal coraje, Jabu sonrió para sí, incluso cuando un restablecido Seiya lo golpeó con gran fuerza en la mejilla, sin siquiera lograr moverle la cabeza un centímetro. Aunque se sorprendió de aquello, Seiya siguió golpeando, una y otra vez, a pesar de que tras cada golpe debía notar cómo crujían sus nudillos y cómo los dedos se mojaban con su propia sangre; era como si estuviera atacando a una plancha de acero, no a un ser humano. Pero si otros sentirían miedo por una situación así, Seiya siguió golpeando el rostro de quien había herido, quizá de muerte, a Shiryu e Ikki.
—Esto es un consejo que quiero que lleves a nuestro mundo cuando despiertes —empezó a decir Jabu; su rostro estaba cubierto por pequeñas manchas de la sangre de los puños de Seiya, quien no desistía—: ¡malgastas demasiados golpes!
Tras esa observación, dada a gritos, Jabu dio un único puñetazo a la cabeza de Seiya, para luego enviarlo fuera de la cafetería con una certera patada en el estómago.
Mientras buscaba de nuevo a Shun, pensando que ya solo quedaban dos de quienes ocuparse, Ikki se le interpuso. Tenía el rostro pálido y sudoroso, la camisa azul sin mangas estaba mojada y oscurecida por la sangre que bajaba desde una herida torpemente tapada con un trozo de tela que presionaba con una de sus manos. Sin mediar palabra Jabu le quiso hacer perder el equilibrio con un juego de pies, pero Ikki se apoyó en su hombro con la mano libre, agarrándolo antes de contraatacar con una patada en la entrepierna que, quizás por lo sobrehumano del santo de Unicornio, quizás por el débil estado de Ikki, fue tan ineficaz como los golpes de Seiya.
Jabu vio a Ikki tambalearse, tratando de mantenerse firme y seguir luchando pese a estar a las puertas de la muerte. Con tanto respeto por tal fuerza de voluntad como desprecio por el terrible acto que estaba llevando a cabo, completó su tarea: en un rápido movimiento del brazo derecho, decapitó al valeroso hombre. Un grito desgarrador inundó la cafetería, tan terrible que todo el cuerpo de Jabu tembló tras escucharlo. Shun, único observador de la sangrienta escena, gritaba de dolor, llanto y rabia, pero aún sin el odio que cualquier otro pudiera sentir frente al asesino de sus hermanos.
La bondad de aquel muchacho, la determinación de Ikki por protegerlo a costa de su propia vida y el espíritu indoblegable de Seiya. Consciente de que aquellas nobles virtudes no debían estar encerradas en un sueño, sino que su lugar era el mundo donde fluye el tiempo sin detenerse por nada ni nadie, Jabu halló de nuevo el sentido de su misión y, mediante aquella rapidez que el ojo humano era incapaz de seguir, se dirigió hacia donde estaba Shun, levantándolo al agarrarle el cuello.
Una cadena cayó rodeando el cuello de Jabu, sostenida desde los extremos por las manos de Shun. El santo de Unicornio decidió pensar en aquello como una simple broma del destino, pero antes de eso incluso temió por un instante que el hierro que rodeaba su garganta empezara a despedir voltaje, tal como ocurrió cuando combatieron en el mundo consciente. La situación en la que los dos jóvenes se encontraban podía ser un empate, donde cualquiera podría salir vivo o muerto, pero dos cuestiones hacían la diferencia: la superior fuerza de un santo de Atenea, y que el objetivo de Jabu no era ahogar o ahorcar a Shun, sino romperle el cuello.
Antes de que Shun cayera, una botella golpeó la pared sin poder alcanzar a Jabu, a quien le bastó mover un poco la cabeza para esquivarla. La botella se quebró al instante contra la pared, impregnando el lugar de un intenso olor a alcohol. El santo de Unicornio pudo entender la estrategia de Hyoga, último de sus hermanos todavía prisioneros del sueño, cuando vio cómo este jugaba con un mechero azulado.
Un movimiento astuto, digno del que hubo de ser el santo de Cisne. Sin embargo, la astucia de un hombre mundano no tenía ningún valor allí, como supo enseguida Hyoga. Apenas había parpadeado cuando Jabu llegó hasta él, inmovilizándolo.
Para Hyoga, escéptico, negador de todo aquello que no había podido ver él mismo, ser apresado por la fuerza inhumana de un mito resultaba una broma, una broma pesada, del destino, y rio por ello con ganas y no poca dosis de cierta locura. Ya solo le quedaba algo por hacer, la más osada y desesperada jugada que un ser humano puede llevar a cabo. Fingiendo que trataba inútilmente de soltarse, dejó caer con naturalidad el mechero encendido, regalo de unos segundos padres a los que supo amar por todo lo que le dieron en vida, y sabía bien que todo el suelo en derredor estaba empapado del mismo líquido inflamable con el que había tratado de cubrir a su captor antes.
Ni siquiera se le permitió a aquel hombre de ley decidir cómo debía ser el fin de sus días. Rápido como las balas que en días mejores surgieron de las pistolas que empuñó, el asesino de sus hermanos golpeó el mechero, destruyéndolo por completo. Y al mismo tiempo, pues tal proeza no llegó a cubrir siquiera el segundo, le quebró la columna con un segundo golpe, rompiéndole el cuello en un efecto látigo.
Los más destacados hijos de Mitsumasa Kido, prisioneros de Hipnos, habían muerto. Orestes, de sentidos todavía más agudizados de lo que Jabu de Unicornio pudiera siquiera soñar, fue silencioso observador de la desigual batalla que se desató en aquella cafetería al otro lado de la ciudad. Pero no fue aquello lo que impidió que terminara con la vida de Ifigenia, principal instigadora de la matanza, cuando pudo posicionarse detrás de ella después de haberla desorientado con una luz cegadora.
Él, como guerrero que había sido, podía aprender más de alguien en el campo de batalla que en cualquier clase de conversación. La lucha con Ifigenia había sido corta, pero le bastaba para saber que aquella no había nacido bajo un hado violento. No gozaba de cada una de las batallas que libraba, ni las muertes que causaba. Sin embargo, si en el telar de las Moiras estuvieran escritos para ella un millar de enfrentamientos, los libraría del mismo modo en que ahora lo apuntaba: firme, sin temblor alguno en la suave piel blanquecina y el fino rostro, ahora turbado por la ceguera que padecía, porque aunque no era su deseo, sí que era su deber. Jamás renegaría de la vida que le tocó vivir.
Para cuando Ifigenia abrió de nuevo aquellos ojos de hechicera, Orestes ya adivinaba que aquella podía ser la más leal servidora del dios por el que luchaba, y, más importante, estaba seguro de que no sería capaz de llevar a cabo deshonrosos ardides, pese a tratarse de una mujer. En todo momento, ella había sido sincera.
Por otra parte, aún dolida por el resplandor, Ifigenia dirigió su mirada hacia la metálica vestidura que ahora cubría el cuerpo de Orestes de Micenas: por encima de las antiguas ropas que llevaba, ahora era protegido por una armadura blanca, con un intenso naranja en todos los bordes asemejando el brillo del sol en el atardecer; aquel mágico color era visible sobre todo en las hombreras, alargadas e imponentes, y ciertos detalles estelares en relieve sobre el peto, entre los que destacaba un semicírculo rodeado de pequeñas líneas que parecía representar una corona. Los brazos y las piernas estaban también cubiertos casi por completo con el mismo blanco bordeado de naranja; era poca la piel descubierta por encima de los codos o las rodillas. Y si alguien pudiera creer que la armadura no llegaba a proteger la cabeza, debía ver con mejor ojo cómo una última pieza se confundía entre el cabello castaño dorado de Orestes, como una tiara en la frente que se extendía posteriormente hasta defender los flancos del rostro.
—¿Por qué no me has matado? —preguntó sin titubear la amazona, hablando ahora con un recelo que parecía antinatural viniendo de ella.
—¿Preguntáis por qué no os he matado hasta ahora, o solo por qué no lo he hecho en este momento? –cuestionó Orestes.
Ifigenia tensaba todavía el arco con una flecha negra, y aunque no le estaba apuntando al corazón, la cabeza o cualquier otro punto vital, Orestes sospechaba que aquello se debía a que la magia detrás de la terrible saeta lo hacía innecesario.
—Ambas —respondió Ifigenia.
—No he venido hasta aquí solo para cumplir una misión —admitió Orestes—. Mi señor, a quien sin duda conocéis, no toma ninguna decisión por azar. Él, a quien el Hado le negó incluso el tener un nombre, me contó la historia de un hombre temeroso de los pecados que había cometido, más incluso que del castigo que pudieran imponerle por ello. Era tal el temor que sentía, que rogó a Hipnos, el sombrío dios del sueño, para que lo sumiera eternamente en un dulce sueño, tal como había hecho con Endimión, quien siempre contempla a Selene con unos ojos durmientes que jamás serán cerrados.
—Aquel hombre eres tú —adivinó Ifigenia, y era deseo de Orestes que así ocurriera.
—En verdad caí en un largo sueño, aunque no puedo recordar qué soñaba, como tampoco podría deciros si Hipnos accedió a mi petición o me estaba castigando por mis pecados —apuntó Orestes, forzando por momentos el ceño en un intento de hacer memoria—. Habría dormido por siempre, volviéndome entonces responsable del fin de la civilización micénica, si otro no se hubiera sacrificado para salvarme. Hipnos puede ser el gemelo de la Muerte, mas no es igual de inflexible.
—Por supuesto —intervino Ifigenia, interrumpiendo a Orestes—. La Muerte acompaña a cada ser vivo hasta el día en que muere, pero de estos solo alcanza a ver cómo viven y cómo mueren, nada más atrae su atención. Mi señor Hipnos también está con los seres vivos, ofreciéndoles el descanso reparador que extiende la vida; pero además, a través de los honorables Oneiros, muestra a esos seres innumerables mundos más allá de las vidas que viven bajo la sombra de la Muerte.
—Él ve más allá… —musitó Orestes—. Desconozco qué vio detrás de la posibilidad de despertarme, solo sé que fui liberado de un sueño, tal vez un castigo, que merecía a cambio de la vida de una persona cercana a mí. Mi señor me dijo quién era esa persona, oponiéndose a la voluntad de todos los dioses y al mismísimo Hado, mas ya no lo recuerdo. ¿Podéis imaginar por qué?
—Esa persona se convirtió en un sueño —respondió Ifigenia, siguiendo de nuevo las expectativas de Orestes. En ese momento, la amazona empezó a entender por qué el micénico se interesaba tanto en el funcionamiento del reino de Morfeo, sobre todo los sueños reales. Él había estado en la misma posición que los hermanos de Jabu.
—Aparte de lo que te he contado sé algo más, aunque es una especulación a la que me aferro, no un recuerdo. Solo un sueño puede intervenir en un sueño real, ¿y dónde, si no es en el reino de Morfeo, viven los sueños? Llegué a pensar que vos sabríais de la persona que se sacrificó por mí para despertarme, incluso creí que erais esa persona, a quien había olvidado o quizás nunca conocí.
—¿Querías pedirle perdón? ¿Acaso te arrepientes de haber sido despertado? —cuestionó Ifigenia, recibiendo de inmediato la negativa de Orestes.
—Quería agradecérselo. Si le pidiera perdón, solo insultaría su gesto, demostraría que no se logró nada con liberarme de un encierro merecido. Si alguna vez pensé de esa manera, hoy no, hoy reniego de un pensamiento tan cobarde.
—Todo esto explica por qué no me mataste hasta que nos separáramos de Jabu, a quien llamas Unicornio —dedujo la amazona, aún apuntando al imperturbable Orestes—, pero cuando él se fue decidiste enfrentarme. ¿Qué ha cambiado?
Esta vez Orestes no respondió de inmediato. Avanzó hacia el borde de la superficie sobre la que ambos se encontraban; sin duda, incluso para los hombres que realizaban proezas milagrosas, caminar en una nube era una experiencia curiosa. Miró hacia el horizonte, donde se encontraba la cafetería en la que cinco hermanos enfrentaron a un sexto que había venido a matarlos. Pasados unos segundos, volteó, diciendo:
—He decidido confiar en vuestro honor, guardiana del Oneiroi.
Satisfecha con la respuesta, pese a que fuera más escueta de lo que había sido la anterior, Ifigenia bajó al fin el arco. Para Orestes no pasó desapercibida la alegría que la amazona sintió al saber que no tendría que seguir peleando inútilmente.
Ante la mirada de Jabu, el sencillo restaurante había quedado reducida a escombros, bajo los cuales se hallaban enterrados los cadáveres de sus cinco hermanos.
—Cuatro —se corrigió el joven, notando detrás de él cómo Seiya tambaleaba.
Incluso antes de darse la vuelta, ya estaba asombrado de lo obstinado que podía ser el santo de Pegaso. Pese a tener la nariz torcida y el rostro ensangrentado desde las heridas en la frente, así como varias costillas rotas, Seiya permanecía de pie, desafiante.
—¿No ha sido algo exagerado? —fue lo primero que dijo Seiya, intuyendo no solo que Jabu destruyó el local a golpes, sino que sus hermanos ya habían muerto para entonces.
—No quise dejar nada al azar —contestó Jabu—. Si dejara a cualquiera de vosotros vivo aquí, no solo permanecería en este sueño de por vida, sino que además tendría que cargar con la muerte de sus hermanos a manos de un asesino que no podrán recordar.
—Y sin embargo, nos dejaste una oportunidad, aunque mínima —apuntó Seiya, tratando de mantenerse firme—. ¿Sabes? Dijiste que utilizabas el sarcasmo para contener tu rabia, pero yo creo que no es así.
—¿Ah, no? —Jabu, acercándosele poco a poco.
—Pienso que pretendías esconder tu miedo —completó Seiya con suspicacia. No parecía amedrentado, ni por asomo—. Incluso si aceptara que este mundo no es más que un sueño, me podría preguntar qué sentido tiene que tengas que matarnos para liberarnos. Matar a tus propios hermanos a sangre fría, sin siquiera tratar de convencerlos por otros medios; no parece la misión de un héroe, precisamente.
—Por eso soy yo quien debe realizarla —dijo Jabu, a escasa distancia de Seiya—. Tal vez no sea agradable, pero es necesario, y estoy dispuesto a nunca arrepentirme de ello. ¿Tuve miedo? ¡Quién sabe! Pero no os mentí cuando dije que lo que trataba de contener era rabia: rabia contra cinco héroes verdaderos que jamás perdieron la esperanza, y que sin embargo ahora veo que han pasado años viviendo un sueño sin cuestionarse nada.
Seiya retrocedió en un rápido movimiento, pero no para huir. Poniéndose en guardia, estaba dispuesto a caer peleando aun si la batalla estaba perdida, y no solo dudaba de lograr una victoria por su estado físico, sino porque él mismo ya empezaba a aferrarse a la esperanza que Jabu le estaba ofreciendo: todo aquello era un sueño del que iba a despertar. No era posible que la muda tristeza en los ojos de aquel hermano fratricida fuera producto de la simple locura.
Al mismo tiempo que Jabu se cubría de un aura violeta, toda la zona empezó a temblar, como ocurrió en el restaurante, aunque con mayor intensidad. El santo de Unicornio hizo memoria, sopesando la posibilidad de que estuviera a punto de emplear su cosmos en aquel momento, como lo hacía ahora. El fenómeno, empero, no lo estaba provocando él de forma consciente. No se trataba de un temblor de tierra, sino que también el aire, las nubes y el cielo empezaban a reaccionar del mismo modo que el cristal ante un estridente sonido. Y por supuesto eso era lo que ocurría: algo sonaba con la suficiente intensidad como para que el todo estuviera a punto de colapsar, un ruido que para él no era más que un pequeño dolor de cabeza, pero que probablemente era más que eso.
«Ha estado afectando este mundo desde que llegué —pensaba Jabu, sin poder disipar el aura que lo rodeaba, la cual intensificaba el apocalíptico sonido más allá de toda medida—. Hipnos arrojó sobre mí algo para introducirme en este sueño, para hacerme parte de él: un contrato convertido en arena… No, antes era otra cosa, lo único que causaba ruido en el hogar del más silencioso de los dioses…»
De pronto, la respuesta le llegó, tan obvia como absurda.
—¡Un despertador! —exclamó Jabu, pudiendo imaginar ahora la auténtica forma de la herramienta que el dios del sueño sacó de su escritorio. Un tesoro divino capaz de traer la destrucción a un sueño real, usándolo a él como medio de transporte—. ¡Primero una taza de café y luego un despertador! Tu humor es extraño, Hipnos.
«Ahora sí te volviste loco.»Eso es lo que Seiya habría espetado en cualquier otra circunstancia semejante, pero no ahora. Seguía en guardia, determinado a librar la última pelea, o quizá solo la primera de otras tantas peores; imposible de saber en aquel momento. Todo cuanto podía ver empezaba a llenarse de sutiles grietas, no solo las cosas sino también el mismo espacio entre ellas, pero ni eso lo distrajo. Después de ver el poder de un santo de Atenea, ¿qué otra cosa merecía sorprenderle? No estaba en un estado en el que pudiera permitirse malgastar energías, después de todo.
Para Jabu el próximo fin de aquel mundo tenía más de un significado. ¿Era una treta de Hipnos para eliminar a los santos de bronce? ¿Acaso Ifigenia habría enfrentado los designios del dios del sueño al llevarlo por el único camino posible, evitando que él, ingenuo, buscara mil y una alternativas mientras todo se iba abajo? ¿Qué habría pasado si el despertador hubiese roto aquel sueño antes de que él lograra sacar a sus hermanos de él? ¿Morirían? ¿Despertarían? Estas y más preguntas azotaban al santo de Unicornio, pero este decidió confiar en Ifigenia por encima de toda duda, fuera el despertador un ardid de Hipnos en su contra o a su favor.
—Esto es todo mi cosmos —dijo Jabu; el cuerpo brillando con luz propia, al punto que parecía estar ardiendo—, el cosmos de un santo de bronce; el poder del hombre que asesinó a tus hermanos, el poder de tu hermano.
—Estos son mis puños —respondió Seiya, mostrando nudillos cubiertos de sangre seca—, los puños de un boxeador y nada más que eso.
Jabu sonrió ante tan sencillas palabras, y sin más esperó a que él hiciera el primer movimiento. Cuando Seiya se lanzó en su contra, más rápido y más fuerte de lo que había sido durante los años vividos en aquella vida onírica, el santo de Unicornio saltó, cayendo sobre él como un bólido cuyo mortal extremo era el pie. La patada aérea, técnica que Jabu se enorgullecía de llamar Galope del Unicornio, llegó a Seiya con una violencia inusitada, pero fue incapaz de escuchar el momento en que el corazón de aquel valiente estallaba ante la presión de su cosmos violáceo, pues todo aquello sucedió en un movimiento que rompió la barrera del sonido.
En aquel instante, o un poco antes, el mundo entero estalló como el cristal en derredor del santo de Unicornio, antaño soñador, y ahora sueño.
Notas del autor:
¡Buenas, Ulti_SG! Ifigenia como guerrera satélite fue uno de los guiños que pensaba hacer a Next Dimension en aquella época lejana en el que empecé esta obra, a falta de poder considerar la secuela al estar incompleta, pero los años pasaron y la historia no avanzó tanto como creía. ¡El Hyoga policía no podía faltar! En cuanto al escenario, probablemente sí pensé en Ranma ½ entonces, al ser el escenario que pensé en un principio demasiado pomposo para el relato.
¿La Venganza de Jabu no era de 2005? Ahora nos toca El Ascenso de Kido, según yo. Oh, diablos, creo que estoy confundiendo franquicias de nuevo.
¡Hola, Shadir! Lo que se venía preparando desde hacía algunos capítulos concluye aquí, pero nuestra historia apenas ha empezado. ¡Espero que siga sorprendiéndote!
