Capítulo 1. Luces y sombras
En la sala de espera del hospital, un joven temblaba de forma incontrolable, dominado por un miedo que para el resto de mortales no era más que un mal presentimiento. Sobrecogido por esa sensación, se levantó de la silla y empezó a andar en círculos hasta que por fin se abrió una puerta.
El médico entró a la sala con mal semblante, apenas ocultando el temblor de las manos manteniéndolas en los bolsillos de la bata. El joven, luego de dar un suspiro, se bajó la capucha y trató de ofrecerle la mejor de sus sonrisas, sin éxito. Hacía ya tiempo que no era capaz de realizar ese simple gesto, siempre preocupado por un ataque que nunca terminaba de llegar. Si se encontrase en Grecia, esta sería la novena noche desde la última vez que sonrió, deseándole buen viaje al Sumo Sacerdote de Atenea. También era la última vez que lo vio, por lo que durante días creyó que el temor que sentía no era más que preocupación y se limitó a seguir la única orden que tenían: reunir a todos los santos de Atenea en el Santuario, tal y como se hizo en la pasada Guerra Santa.
Apenas hacía una hora, mientras se preocupaba de que cada guardia estuviera en su puesto y no holgazaneando, cayó en la cuenta de que había malinterpretado las palabras del Sumo Sacerdote, quien debía ser cauto, pues iba acompañado de un desconocido en el que solo confiaba lo indispensable. Sí, todos los santos de Atenea vivos se hallaban ahora en el Santuario, incluso un veterano que desoyó el llamado durante la pasada Guerra Santa fue arrastrado hacia allá por la mujer más peligrosa del planeta. Todos menos cinco, que dormían a solo dos pasos de donde se encontraba.
—Puede llevárselos —dijo el médico, a sabiendas de que el recién llegado, de una importancia que no reflejaban la humilde túnica que vestía, no necesitaba permiso para hacerlo—. Lléveselos.
En las gafas del médico, pudo verse reflejado con esa mueca desagradable en la cara antes siempre dichosa o decidida. Cabello rojo despeinado, grandes ojos inquietos bajo una frente sin cejas, donde resaltaban dos puntos morados. Él era Kiki, último discípulo de Mu de Aries, el mayor maestro de psicoquinesia y telepatía que hubo en el mundo. Pensar en todo eso, por vergonzoso que pudiese sonar si lo dijera en voz alta, le dio ánimos. Podía hacerlo. Si alguien quería matar a los héroes legendarios que desafiaron a Poseidón en los océanos y a Hades en las profundidades del infierno, tendría que pasar por encima de hasta el último hombre que luchaba en nombre de Atenea.
—Si me encuentro con la señorita Kido en la otra vida, no seré capaz de mirarla a la cara —dijo el médico—. Le he fallado.
—No creo que ella lo vea así —replicó Kiki—. Al igual que ocurrió después de la Batalla de las Doce Casas, ha cuidado de ellos sin perder la esperanza, manteniéndolos con vida estos años. Ese es su papel y lo ha cumplido con creces.
—Siguen en coma. No he podido cambiar eso.
—Tampoco puede entender por qué siguen dormidos, ¿cierto? Nosotros hace ya tiempo que aceptamos el estado de nuestros compañeros como un castigo divino, el precio a pagar por la victoria frente a Hades. Lo vimos así un día como este, hace ya tiempo. Ella vino al Santuario para encomendarnos el cuidado del mundo y de sus campeones, sus amigos, antes de ascender a los cielos. Ese día comprendimos que no iban a despertar así como así, que era un asunto de dioses, que solo ellos podían resolverlo.
—La señorita Kido. Fue tan inesperado.
Kiki asintió, comprensivo. En el Santuario tuvieron la oportunidad de despedir a la diosa por la que habían librado tantas batallas, mientras que quienes trabajaban para la Fundación se encontraron con esa noticia de la noche a la mañana.
—Estamos a mano. Ni la magia del Santuario ni la ciencia de la Fundación pudo despertarlos. Y como le dije, doctor, usted tuvo esperanza y siguió luchando.
—Si trata de levantarme los ánimos, despreocúpese. En este momento, estoy seguro de que cada segundo cuenta y no vale la pena gastar tiempo en alguien como yo.
—Usted sí que se tendría que preocupar si vuelve a sugerir que soy un buen hombre. ¡Y no me gusta que me trate de usted alguien que podría ser mi abuelo!
Después de mucho tiempo, con una cara de enfado que habría hecho reír al más serio de los soldados en el Santuario, Kiki logró formar una sonrisa. Una forzada y retorcida, como la maliciosa sonrisa de un duende listo para realizar alguna travesura.
—Si es posible, me gustaría saber a dónde se los llevará a mis pacientes.
—Rusia, Grecia y Japón. Sí, ya sé que estamos en Japón, me refiero a un lugar mejor protegido. Prefiero no decir más. Si lo hiciera, pondría en riesgo su vida.
—Es tarde para eso.
Las repentinas palabras del médico desconcertaron a Kiki, que en un esfuerzo por superar el miedo que seguía embargándolo, centró todos sus sentidos en percibir la presencia de un enemigo. No pudo encontrar nada, no sintió que hubiera nadie en el hospital, salvo él, el médico y los héroes durmientes. De hecho, no era capaz de sentir vida de ninguna clase en el barrio, como si de repente todo el mundo hubiese decidido marcharse. No, más bien, huir de un peligro inminente.
Kiki miró al médico con nuevos ojos. Aquel hombre humilde, a quien ni siquiera se había molestado en preguntar cómo se llamaba, había permanecido cerca de sus pacientes a sabiendas de que eso le podía deparar un destino peor que la muerte.
—Puede que tenga que dejar a uno de sus pacientes aquí. Si acepta, solo contaría con el apoyo de un santo de Atenea, no podemos permitirnos prescindir de más hombres.
Sin decir una palabra, el médico asintió.
—Ya le diré qué hacer cuando acabe —dijo Kiki un instante antes de desaparecer como por arte de magia. No le había dado tiempo al médico de sorprenderse cuando volvió a aparecer, rascándose la cabeza—. «Lo que hace grande a un soldado de Atenea, no es la armadura que lleva puesta, sino su fe en la diosa y su valor para defender sus ideales.» Es lo que mi hija siempre dice cuando me burlo de un guardia que está haciendo el vago, aunque creo que la mitad de una frase tan rebuscada se debe al loco que escogió como escudero. ¡No se sienta mal, doctor, porque en este día esa bata blanca que lleva brilla para nosotros con el mismo brillo que los doce mantos zodiacales!
Al terminar tan improvisado discurso, volvió a desaparecer. En la sala solo quedó el médico, quien sonriente se limitó a encogerse de hombros. No tenía tiempo para preguntarse cómo Kiki había hecho eso, tenía trabajo que hacer.
xxx
Tal y como sucedió en los alrededores de aquel hospital, la sombra del miedo se había extendido sobre un humilde pueblo costero de Grecia conocido como Rodorio. Ocurrió en el mismo momento en que Kiki se dio cuenta de la verdadera orden del Sumo Sacerdote, todos los aldeanos sintieron un repentino deseo de marcharse, que solo pudieron combatir con el amor que sentían por la tierra en la que sus antepasados habían vivido desde mucho antes de que Grecia fuera conocida como tal. Las gentes de Rodorio ganaron esa batalla a medias, que libró cada uno en el interior de su alma, pues acabaron todos encerrándose en sus casas, con todas las puertas y ventanas cerradas a cal y canto. En las calles no quedó nadie, ni tan siquiera un mendigo.
Por este motivo, cuando el barco de la Fundación, blanco como un cisne, atracó en el puerto de Rodorio, solo había cinco personas para recibirlo. En nombre de las amazonas estaba Geist, acompañada por un lancero que hacía notables esfuerzos por mantener oculta la oreja, roja como un tomate; también estaba presente Docrates, nombrado esa misma semana capitán de la guardia del Santuario, tan alto como viejo era el hombre que se mantenía a su diestra, un héroe de guerra llamado Icario, reclutado hacía tan solo unas horas. Cerraba aquel quinteto Shaina de Ofiuco, líder de facto del Santuario en ausencia del Sumo Sacerdote. Frente a las armaduras de cuero que llevaban los demás, ella vestía una coraza del color de la luna llena.
Al lancero le parecía un grupo más bien improvisado y la prueba de lo mal que estaba el Santuario en esos tiempos, pero no dijo nada. Ya bastante había tenido con que aquella amazona enmascarada lo reprendiera y trajera hasta allí de la peor manera posible. Se mantuvo quieto y callado, como una estatua, tal y como le habían ordenado, hasta que los pasajeros del barco salieron a la cubierta.
—¿Ese es Seiya? —exclamó el lancero.
—No lo es —susurró Geist—. Fíjate bien.
Salvo el hombre que dirigía la procesión, que parecía tener sendos bosques en vez de cejas, todos los que bajaban por el puente tendido entre el puerto y el barco tenían armaduras negras. Si el lancero había confundido a uno de ellos con Seiya era porque tenía la misma cara, altura y complexión, apenas distinguiéndose del durmiente santo de Atenea por tener el cabello y los ojos tan oscuros como la noche. Del mismo modo, la armadura que portaba solo se distinguía del manto sagrado de Pegaso por el color, así como la falta del brillo y la vida del original.
—Son los caballeros negros de Pegaso, Dragón, Cisne, Fénix y Andrómeda —dijo Geist, todavía hablando en voz baja—. También podrías llamarlos sombras.
—¿Sombras? —preguntó el lancero.
—A quienes visten la burda imitación del manto sagrado que no pudieron obtener, Atenea los maldice con tener la misma apariencia que el último portador legítimo. Al menos esa es la versión oficial. Ahora, calla y observa.
Un total de trece caballeros negros se dispusieron en una línea, firmes y desafiantes. El guardia que presumía haberlos traído desde la misma Reina Muerte, se preparó para presentarlos. Ya estaba apuntando a los dos de ellos con la lanza, que por alguna razón estaba envuelta por harapos, cuando Shaina dijo:
—Leda y Spica, de la isla Andrómeda. Vuestro maestro y vuestros compañeros murieron con honor en una trágica batalla, no puedo decir lo mismo de vosotros, que no solo huisteis en ese momento, sino que tampoco acudisteis al llamado del Santuario una vez terminó la Batalla de las Doce Casas. Vuestro crimen es la cobardía.
Ambos jóvenes, sombras de Andrómeda, no pudieron mantener la cabeza en alto mucho tiempo. Sabían que aquellas palabras eran tan duras como ciertas.
—Agni y Rudra, desconozco mucho sobre vosotros. Quién fue vuestro maestro, a qué manto sagrado aspirasteis y cuáles son vuestros auténticos nombres. Lo que sé, empero, avergonzaría por igual a todos en el Santuario y a vuestra gente, allá en la India. Vuestro crimen es el asesinato, ¡ni las aguas del Ganges podrían lavar vuestras manos!
Mientras que la sombra de Pegaso, a quien el lancero había confundido con Seiya, escupió a un lado, la sombra de Dragón pareció reflexionar frente aquella acusación. Shaina no se detuvo ni por un gesto ni por otro y siguió pasando revista.
—¿Cuál es tu nombre, caballero negro de Fénix?
—Llama —contestó el siguiente, caballero negro de Cisne—. El mío es Cristal.
Shaina, a quien le constaba que Llama era incapaz de hablar, hizo un gesto de asentimiento, para luego preguntar:
—¿Cuál es tu crimen, Cristal? Fuiste tú quien detuvo a Llama antes de que arrasara la aldea de Kohoutek, llevándolo en persona a Reina Muerte. ¿Por qué no fuiste al Santuario, donde te tratarían como un héroe? ¿Por qué te quedaste allí?
—Porque fallé a un amigo muy querido, causándole una muerte deshonrosa —replicó Cristal—. Ya que nadie me ha juzgado por ese pecado, tuve que hacerlo yo mismo.
—¿Por qué necesitamos a esta gente? —preguntó el lancero mientras veía a Shaina acusar a otro caballero negro de Fénix de usar niños para robar en distintas ciudades de Grecia—. Los que no tienen las manos manchadas de sangre, son unos cobardes en los que no se puede confiar. ¿Estos serán nuestros refuerzos? ¡Son todo lo contrario a lo que un santo de Atenea debería ser, incluso si un día aspiraron a serlo! Solo velan por su beneficio personal y seguro que nos traicionan a la primera de cambio.
Soltando un bufido más propio de animal que de hombre, Docrates dirigió al lancero una mirada furibunda. Estaba por propinarle un buen coscorrón con aquel puño tan grande como una cabeza humana cuando Geist se le adelantó.
—¡Ay!
—¿Qué te he dicho? Calla y observa.
—¿Es que usted confía en esa gente?
—Confío en el criterio de los santos de Atenea. Y en el de Shaina más que en el de ningún otro. Llevamos ya varios años de paz, es comprensible que nuestras fuerzas estén mermadas y que necesitemos reunir gente de donde sea, aunque no nos guste.
El lancero, todavía con reservas, cabeceó para dar a entender que estaba de acuerdo.
Para entonces, Shaina ya había terminado las deshonrosas presentaciones y volvía a ignorar los intentos del guardia de la lanza envuelta por tomar protagonismo. Faetón, que así se llamaba, dirigió una mirada furtiva al barco, como esperando algo.
—Si queréis mi opinión, muchos de vosotros no sois más que basura —exclamó Shaina, como haciendo eco de las quejas del lancero—. Aspirasteis a ser santos de Atenea, a vestir un manto sagrado. ¿Cómo pudisteis caer tan bajo? ¿Es que el fracaso enturbió vuestras almas? Doble sería la vergüenza entonces. Docrates pugnó con Algethi, el santo de plata de mayor fuerza física de mi generación, por el manto sagrado de Hércules. Y ahí lo tenéis, no a una bestia con piel de hombre, como vosotros, sino a un soldado de Atenea que ha acudido al llamado del Santuario para luchar una vez más.
Desde el momento en que Shaina lo señaló, Docrates había empezado a sonreír. No solo por el halago, sino por las miradas de pavor que algunos de los caballeros negros le dirigían, temerosos de un hombre que de sobra doblaría en altura al más alto de los presentes. Con tal de ver esas caras de niños asustados, había valido la pena que le recordaran que había fracasado en convertirse en santo hacía tantos años.
—Sea como sea —continuó Shaina en cuanto entendió que Docrates no diría nada—, ahora estáis aquí, de vuelta en el Santuario. Se os otorga la oportunidad de volver a luchar en nombre de Atenea, siempre que renunciéis a las armaduras negras.
Si las reacciones de los caballeros negros a las acusaciones de Shaina habían sido diversas, en esta ocasión todos asintieron al unísono. Ya en el viaje habían sido informados de la condición que debían acatar para ser liberados, no de la culpa, ya que esta persigue a los hombres hasta el día en que mueren, sino del infierno en la Tierra al que habían sido recluidos. La isla conocida como Reina Muerte.
—El hombre del que os he hablado os dirá qué puesto os corresponderá el resto de vuestras vidas. Sed mejores de lo que fuisteis y peores de lo que seréis.
De nuevo, los trece asintieron, dirigiéndose hacia donde estaban Docrates y los demás.
—Seré claro. Ya no me acuerdo de vuestros nombres, tendréis que ganaros uno nuevo en la próxima batalla —exclamó Docrates, sin dejarse impresionar por la disciplina con la que aquel grupo se había movido—. En el momento en que pisasteis este suelo, renunciasteis a portar armas y armaduras. Sí, habéis oído bien, lucharéis con nada más que vuestros cuerpos, como según se cuenta hicieron los primeros santos. Veréis vuestros puños sangrar con cada golpe, pues en cada golpe estará en juego vuestra vida y la de hombres mejores que vosotros. El abuelo que tengo a mi derecha será vuestro capitán. ¡Ni se os ocurra subestimarlo porque parezca poca cosa! Icario luchó como un santo de Atenea contra los alemanes en la Primera Guerra Mundial.
—En realidad, fue en la segunda —aclaró Icario.
—¿Hubo…? —estuvo a punto de preguntar Docrates, carraspeando a media frase para librarse de la metida de pata—. Luchó contra los enemigos en la Segunda Guerra Mundial. Y está aquí de nuevo, en el frente, porque los soldados de Atenea no conocemos la palabra jubilación, nuestro único descanso es la muerte.
—Te estás yendo por las ramas otra vez —susurró Icario, que echó un vistazo a los reclutas de armaduras negras en busca de algún signo de hastío. No lo encontró, claro, nadie cuerdo querría regresar a Reina Muerte después de ganarse la libertad.
Aunque Docrates era un hombre de temperamento fuerte, no se enfadó con la intervención de aquel abuelo, más bien se echó a reír. Solo un santo de Atenea tenía los arrestos de decirle algo a una montaña de músculos como él.
—Os uniréis a un batallón formado por aspirantes. Desde ese día, eso diréis que sois. El que lo haya entendido, que me siga. El que no, que se suicide.
—No has explicado nada. ¡Qué desastre de capitán! —se quejó de nuevo Icario mientras Docrates ya daba media vuelta y se ponía en marcha.
El lancero, habiendo aprendido a las malas que a veces era mejor quedarse callado, vio cómo aquel grupo de malhechores se convertía en un abrir y cerrar de ojos en parte del ejército de Atenea. Él, que había sido entrenado para convertirse en santo, solo pudiendo saborear la hiel del fracaso, llegó a ser informado del batallón que Docrates estaba organizando, uno al que podía unirse todo aspirante que no hubiese usado alguna vez en combate arma alguna. ¿Era posible que aquel honor, que ni siquiera soñó recibir al no creer que lo mereciera, recayera en asesinos, ladrones y cobardes?
—Ya puedes hablar —dijo Geist mientras los caballeros negros se retiraban en fila, con Docrates e Icario a la cabeza—. ¿Te ha impresionado lo de que un santo luchara en la Segunda Guerra Mundial, a que sí?
—¿A quién se le ocurrió que era buena idea reclutar a esta gente?
No parecía la clase de decisión que pudiera tomarse estando el Sumo Sacerdote fuera del Santuario, por mucho que se hubiese declarado la alerta máxima. Quien hubiese propuesto algo así, debía ser el más audaz de los hombres. O un loco.
En lugar de mandarlo a callar de nuevo, Geist señaló hacia al barco, donde un último pasajero se hacía ver. No vestía ninguna clase de armadura, solo una sencilla camisa blanca, pantalones con tirantes color verde militar y la clase de botas que llevaría un soldado. Y como un soldado saludó a todos los que estaban en el puerto, con la mano extendida sobre la sien, muy serio.
—A él se le ocurrió —dijo Geist—. El escudero de la aspirante a Virgo, Azrael.
Notas del autor:
Ulti_SG. Los mitos son una fuente infinita de inspiración, ya lo demostró Masami Kurumada al crear el universo del que tanto ha surgido, y otros muchos también. Pocas cosas me inspiran más a escribir que ellos, lo que es un poco preocupante. ¡Debo expandir mis horizontes o me estancaré en las aguas del Aqueronte!
A pesar de lo que hablamos, siento que la canción que debería venirte a la mente con este capítulo es la de Hades (de Pascu & Rodri, para lectores indiscretos), pero creo que con esa disfuncional familia es normal estar a la sombra de Zeus. No debo quejarme.
En cuanto a los propósitos educativos de este capítulo, desde luego es un buen examen tratar de identificar todas las referencias que me negué a nombrar. Por ello no hay notas aclarativas en este capítulo, ni las habrá, pienso que es parte del encanto de este prólogo que abre las puertas al primer arco de La última Guerra Santa.
¡Primer arco que empieza hoy mismo!
Shadir. A buen seguro que fue, o es, una buena historia. ¡Lo bueno es que regresaste!
Jabu ya ha tenido oportunidad de enfrentarse a una dura decisión antes. ¿Podrá encarar esta con la misma decisión? ¡Veremos!
En FFnet tengo el problema de que me desaparece los espacios y asteriscos que separan una escena de otra, imagino que eso hace el cambio bastante brusco. ¿Sabes si hay alguna solución para eso?
