Capítulo 5. Guerra en tierra sagrada
La falange avanzó al unísono, quinientos soldados distribuidos en cincuenta líneas de ataque, cada uno protegido por el escudo que llevaba en el brazo izquierdo y por el del compañero de al lado. Lanzas que los doblaban en altura surgían por centenares, y no de madera con punta de hierro, sino del mismo metal negro del que estaban hechos sus cascos, escudos y armaduras. En conjunto, eran una marea de oscuridad en la que no se podría distinguir rostro alguno ni aunque amaneciese en ese mismo instante.
—Llevan las armaduras de la guardia —repitió Nachi con voz burlona—. Claro, de la guardia en la Edad Media. ¡Si parece que vienen de las Cruzadas!
El santo de Lobo podía imaginar cuál era el mejor curso de acción. El flanco derecho era vulnerable, si atacaba lo bastante rápido, antes de que la horda pudiese reaccionar, se desmoronaría enseguida. Pero en cuanto pudo distinguir el símbolo de Niké en los escudos del enemigo, una rabia animal se apoderó de él. Atacó al centro de la formación, acometiendo como una bala supersónica. En el último momento, cuando pudo escuchar la respiración de uno de los soldados de la vanguardia, desgarró el cielo de un solo revés de malo, generando cuarentaidós1 ráfagas de aire semejantes a las fauces de un lobo hambriento. A nadie le dio tiempo de levantar el escudo.
El Aullido Mortal de Nachi rindió cuenta de medio centenar de soldados en un abrir y cerrar de ojos. El aire era más afilado que las espadas y más potente que un martillo de guerra, decapitando los cuellos como ramitas y aplastando los pechos de los soldados bajo las pesadas corazas que llevaban consigo, las cuales se hundían y quebraban al mínimo roce. Viendo aquella masacre, Nachi sonrió, sumido en una alegría tan inhumana como la rabia que le impulsó a atacar de esa forma. Y lleno de esa emoción fue que entró en el frente recién abierto cuando los muertos, si es que a un cadáver revivido podía considerársele como tal, todavía no terminaban de caer al suelo. Se infiltró entre los lentos soldados como una bestia, desgarrando cuellos y cortando brazos y piernas a una velocidad aun mayor a la de su anterior ataque.
En medio de tal matanza, la horda, muy lejos de sentir el temor que Nachi esperaba, actuó de nuevo al unísono. Los trescientos supervivientes dejaron caer los escudos y formaron un círculo alrededor del santo, en cuyas manos, que habían dado muerte a cientos de hombres en tan corto espacio de tiempo, ni siquiera había una gota de sangre. Una docena de soldados se separó del resto, extendiendo igual número de lanzas como si fuesen las agujas de un reloj de muerte. Ninguno de ellos olía a miedo, estaban determinados a cumplir su cometido sin dudar, pero no siempre bastaba con eso para alcanzar la victoria. Con una sonrisa en la que mostraba todos los dientes, Nachi dio un salto justo antes de ser trinchado por las doce lanzas, y ya en el cielo ejecutó de nuevo el Aullido Mortal sobre el enemigo, que esta vez sí tuvo tiempo de defenderse.
Fue inútil. Si bien las lanzas eran tan sólidas como los escudos que habían dejado, frente a aquellas cuchillas de aire no duraron un solo instante. Y luego otra de las cuarentaidós que Nachi había desatado seguía su camino, atravesando sin piedad las cabezas de los doce soldados hasta llegar al pecho, donde sesgaba un par de centímetros de las corazas. La sangre brotó en abundancia, manchando el rostro decidido del santo de Lobo.
—¿Quién será el siguiente?
De aquella escena, a Ban le asombraba más la actitud de Nachi que el hecho de ver cómo cientos de hombres caían frente a uno solo. Eso era lo natural cuando se trataba de someter a un santo con simples números. Entendiendo que su compañero no necesitaría ayuda, decidió llamar la atención de los mal disimulados refuerzos: soldados más parecidos a la guardia actual, con armaduras ligeras y espadas cortas que despacio rodeaban los flancos del lugar donde Nachi combatía. Este no parecía percatarse de ello.
—Es normal —decidió Ban—. Ninguno de esos soldados emite presencia alguna.
Quizás percatándose de que habían sido descubiertos, los refuerzos centraron su atención en el santo de León Menor, por mucho más paciente que su compañero. Incluso cuando el más rápido de aquellos soldados, si no es que el más loco, se abalanzó hacia él espada en ristre, Ban esperó sin inmutarse hasta el último momento, en el que de un gancho lo mandó a conocer las estrellas.
Se sucedieron más ataques, grupos de cinco, diez y hasta treinta hombres cargaron contra el santo de León Menor. Este, ni tan ágil ni tan rápido como su compañero, gozaba en cambio de una fuerza descomunal que no podía sortearse con solo aumentar los números de oponentes. Un golpe, Ban solo necesitaba un golpe para destrozar la cabeza de un soldado sin dejar rastro alguno, y por cada segundo era capaz de dar cien de esos golpes. Así, no tardó mucho en amontonar tras de sí tres montañas de hasta ochenta cadáveres sin cabeza, las cuales ahora le cortaban la retirada.
—¿Este es vuestro plan? ¿¡Queréis acorralarme a mí!?
Al son de aquel grito, un aura naranjada proveniente de lo más profundo de su alma empezó a rodearlo, resaltando los vivos colores de su manto sagrado. Un instante después, cargó hacia los doscientos enemigos que aun quedaban el pie, con la negra cabellera ondeando al viento y con la energía liberada concentrándose en el puño derecho, como un león que esperaba el mejor momento para mostrar sus colmillos.
Muy pocos soldados llegaron a estar en el camino del santo, más por accidente que porque pudieran siquiera verlo. A todos ellos, Ban los placó sin perder impulso, decidido a alcanzar el corazón de la horda del mismo modo que había hecho Nachi. Una vez allí, entre decenas y decenas de espadas que se movían con penosa lentitud hacia él, o al menos hacia la posición en la que había estado tan solo un segundo atrás, se decidió a liberar todo el poder que había acumulado.
Era un soldado como otro cualquiera el que recibió el puñetazo, pero no por eso aquel mostró el menor signo de temor. Ni siquiera cuando el peto se agrietó y encendió como el magma llegó a soltar la espada. Con gran esfuerzo logró dar un paso, un solo paso hacia quien consideraba su enemigo, y entonces estalló. Toda la energía que el santo de León Menor había acumulado se liberó en forma de explosión a partir de aquel desafortunado, carbonizando a todo aquel que se hallara a menos de cincuenta metros de distancia. Y aun más lejos, hasta donde estaba Nachi, llegó la onda de choque, tan violenta que elevó y despedazó muchos de los cadáveres que este había dejado.
El santo de Lobo, que ya se había encargado de su ración de enemigos, dejó escapar un silbido. La explosión había arrasado con la mayor parte de la horda, y aunque todavía podían escucharse gemidos en medio del humo, de rezagados que por suerte no habían estado en el centro de la explosión, Ban solo se encogió de hombros.
—Das miedo. ¿Lo sabes, no? —comentó Nachi, acercándose al santo de León Menor.
—Si te vieras en un espejo ahora mismo, no dirías eso.
—No creo que en un espejo me viera fulminando a un ejército de un solo golpe. Tu Bombardeo ha mejorado mucho en estos años, antes solo era letal para grupos pequeños y ahora… ¡Solo las lápidas quedaron en pie!
Así podía verse ahora que el humo se había disipado. Aun en el centro de la explosión, las tumbas seguían intactas.
—Son los santos de Atenea quienes entierran a sus compañeros caídos, pero según se dice es la voluntad de la diosa la que talla en piedra sus nombres. ¿Cómo podría un simple santo de bronce soñar con hacerles un rasguño?
Ambos se encogieron de hombros, aceptando aquello como un milagro más, y se lanzaron en direcciones opuestas para buscar a los supervivientes. Los mil hombres de la horda, tan temibles en un principio, habían sido derrotados en unos pocos minutos.
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Una situación similar ocurría en cada área defendida por los santos de Atenea.
En el exterior del templo de Aries, Marin caía como un águila sobre la horda enemiga, protegida por un techo formado por un centenar de escudos, los cuales estallaron al primer ataque como si estuvieran hechos de cristal. Luego, un relámpago púrpura golpeó a aquellos soldados y a los que se hallaban detrás, en una larga columna que llegaba hasta más allá del primer peldaño de la Eclíptica. El solo roce de cada chispa bastaba para desintegrar el metal y calcinar la carne. Al final del ataque, de veinte líneas de soldados solo quedó el polvo, mientras que en otras veinte más atrás, quien no quedó despedazado como un árbol golpeado por un rayo, murió colapsando por el voltaje. Tal masacre había desatado Shaina con solo mover un brazo.
Apenas era posible distinguir al santo que protegía el bosque que se extendía a la sombra del monte Estrellado. No porque fuera más rápido que Nachi, el más veloz entre los santos de bronce, sino porque nunca se quedaba quieto mientras estaba al aire libre. Seguía una rutina estricta: salir de entre los altos árboles, golpear a cuantos enemigos pudiera en el viaje de ida y vuelta, descansar un momento y luego volver a la carga. Mediante aquella estrategia, de indudable eficacia, derribó a doscientos soldados sin que una sola gota de sangre cayera al suelo.
Entre las hordas que había en el cementerio, la entrada de la Eclíptica y las cercanías del bosque, podían contarse casi tres mil soldados. El número quedaba completo una vez se veía a los trescientos que atacaron la entrada del Santuario, la mitad con lanza y escudo, la otra con espadas cortas y armaduras más ligeras. Si bien allí estaban Docrates e Icario, hombres de gran fuerza, estos no pudieron contener por sí solos a la horda, que implacable avanzaba hacia Rodorio. En tal empeño se les interpuso un muro de lanzas de punta negra, a la vez que unos jóvenes desarmados saltaban hasta situarse en la retaguardia del ejército. Y así se dio la batalla más dura de todas, diez minutos de gritos y choques de metal contra metal en los que la habilidad de cada hombre se puso a prueba. Los aspirantes derribando a los enemigos más peligrosos, la guardia pinchando cada zona desprotegida que veían y Docrates partiendo cráneos, con Icario siempre cuidando la espalda de aquel bruto descuidado.
Había alguien más allí, una mujer enmascarada, también parte de los santos de Atenea, que era capaz de camuflarse con el entorno hasta el punto de volverse invisible a ojos mortales y sentidos extraordinarios. Pero no tuvo necesidad de intervenir.
Después de todo, al final de esa batalla, todos los hombres vivos siguieron estándolo, victoriosos sobre un manto de cadáveres.
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Todas aquellas batallas inundaban los sentidos de Azrael, quien había podido contemplar cómo una guerra tan desigual en términos de números, miles de soldados bien pertrechados contra seis santos, se convertía desde el primer momento en una matanza a favor de los últimos. Todo gracias a la red psíquica de Kiki.
Si bien estaba agradecido de conocer de primera mano la fuerza de los santos, sentía que se estaba desperdiciando un recurso invaluable. La red que lo unía con los santos que luchaban en primera línea permitía que todos supieran lo que pasaba en las áreas que no estaban defendiendo. Segundo a segundo, la experiencia de cada uno se traducía en información en tiempo real a la que el resto tenía acceso en todo momento. Así, incluso si alguno cayese inconsciente sin poder contactar a un compañero, los demás lo sabrían en ese mismo instante. Era un sistema magnífico, pero innecesario en una batalla tan desnivelada a favor del ejército de Atenea.
—¿No hablas? —preguntó Geki, esa montaña de músculos a la que Azrael había aprendido a respetar desde hacía ya algún tiempo.
No era como si ese día fuera el primero que compartiese con los míticos santos de Atenea, sino que era ahora cuando los veía dar todo de sí. Golpes capaces de despedazar hombres con facilidad, seres humanos generando relámpagos y explosiones sin necesidad de recurrir a ninguna clase de herramienta… Y, bueno, Geki mandando a volar mil metros por los aires a todo enemigo que se le pusiera delante. El santo de Oso solo quería llegar a la Torre del Reloj, de modo que ni se molestaba en entablar combate. ¿Había tres soldados entre él y el resto del camino? Geki daba a cada uno un suave manotazo y seguía caminando sin mirar hacia dónde los mandaba.
Con todo, la paciencia de Geki tenía un límite, como la de cualquier hombre. Ocurrió que mientras esperaba una respuesta de Azrael, un soldado, más sigiloso que los anteriores, lo atacó por detrás espada en mano. Geki, de sentidos agudos, volteó en el último momento y le detuvo el brazo con solo un par de dedos.
—Es extraño. ¿Por qué late el corazón de un cadáver andante como tú? ¿Qué necesidad tienes de respirar como lo hacen los vivos? ¿Te estás burlando de nosotros? —preguntaba el santo de Oso a la vez que ejercía más y más presión sobre el brazo. No tardó en oírse un crujido de huesos y el repique de la espada en el suelo—. ¿También puedes hablar? ¿Quién eres? ¿Quién te envía? ¿Hades? ¿Cómo has podido vender tu alma al rey del inframundo? ¡Responde!
El soldado no habló. Tampoco mostró signos de miedo o dolor, tal y como ocurría con los demás. Por el contrario, incluso trató atacar con el brazo que tenía libre, condenándose a sí mismo. Geki ni siquiera se molestó en detener el ataque, y mientras oía cómo el puño del enemigo se reventaba al chocar contra su manto sagrado, lo agarró del cuello y se lo quebró con la misma facilidad que habría roto una ramita.
—¿Seguimos? —dijo Geki una vez dejó caer el cuerpo, que rodó a través del empinado sendero hasta chocar con una roca. Azrael observó el movimiento en silencio, con cara de circunstancias—. ¿Qué ocurre? Ya has visto cadáveres antes, ¿no?
—Así es. Una bala, una vida. Ese fue mi mantra hasta que la señorita me encontró. Por supuesto, sé que matar con tus propias manos es distinto a hacerlo con una pistola.
—Matar es matar. Uno siempre siente algo cuando lo hace, si es que está cuerdo.
—¿Y usted siente algo?
—¡Esa es una pregunta muy directa para el chico de la Fundación! —exclamó Geki, risueño solo por ese instante—. Te ha impresionando ver a los salvajes de Nachi y Ban despedazar a cientos de hombres poniendo esas caras de locos. ¿Es eso, verdad? Bueno, Ban ha estado un poco tocado desde hace ya unos cuantos años. Así es la vida. Un día tienes el ego por las nubes y al siguiente te meten el Puño Fantasma entre ceja y ceja. Desde que le pasó, se convirtió en el taciturno del grupo, salvo cuando pelea y deja escapar toda la rabia que tiene dentro. Y Nachi pasa demasiado tiempo con él.
—Según la señorita, los cuatro siempre estáis juntos.
—Ah, no me mires como si fuese un mal ejemplo para ella. Estos soldados ni siquiera están vivos. Lo estuvieron, hace mucho, pero ahora solo son enemigos.
—Muy astuto. Si ves a tu enemigo como a algo inferior a un ser humano, resulta más fácil matarlos. Ese es un truco muy viejo en la historia humana.
—Oye, ¿puedes dejar de hacerme sentir mal? ¡Solo quería darte conversación! Ser nuestro enlace te debe de estar trayendo unos dolores de cabeza olímpicos ahora mismo. Es bueno distraerse un poco de vez cuando.
En el caso de Geki, distraerse significaba machacar a media docena de soldados que saltaron desde las rocas circundantes. Tan rápido actuó el santo de Oso, que a Azrael no le dio ni siquiera tiempo de adoptar una postura de combate.
—Mejor dejemos lo de hablar para otro momento. ¡En marcha!
Azrael asintió, sonriendo al ver cómo Geki ahora caminaba zancada a zancada. Le iba a costar seguir el ritmo, como sin duda le costaría explicarle luego que en ningún momento había pensado en dilemas morales, sino en el abrumador poder de los santos.
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Todo cuanto Geki había dicho llegó a los oídos de Nachi y Ban, que ya estaban a punto de celebrar la victoria donde el resto de combatientes se mantenía expectante.
—¿Me está llamando loco el mismo grandullón que fortaleció sus músculos ahorcando osos a centenares? ¿De verdad?
—Si quieres te acompaño después a PETA y le exponemos su caso. Oh, ¿ese no es…?
Un soldado corría hacia el par de santos desde el cementerio, que aquellos estaban abandonando al no detectar ya ningún enemigo. Ya de lejos Nachi lo había reconocido como el vigía, aunque mucho más cansado y atemorizado que la última vez que hablaron. Cuando estuvo frente a Ban, quien le ofreció un hombro en el que apoyarse, el pobre hombre estaba empapado en sudor y respiraba con dificultad.
—La batalla terminó, puedes descansar —dijo Ban, ejerciendo por primera vez la autoridad sobre los soldados rasos que tenía como santo de bronce.
—Creo que quiere hablar —apuntó Nachi.
—Se están recuperando —dijo el vigía, sosteniéndose el pecho, que subía y bajaba de forma irregular, con la mano derecha—. Los hombres que habéis derrotado se están recuperando. Las heridas se cierran, los miembros vuelven a unirse e incluso las cabezas crecen. ¡Lo he visto! ¡Juro por Atenea que lo he visto!
Sería lo último. Los ojos de aquel hombre perdían su brillo poco a poco, a la vez que se iba el color de la temblorosa piel. De no estar Ban sosteniéndolo, era claro que se habría caído al suelo, pues ni siquiera le quedaban fuerzas para tenerse en pie.
—Te creemos —fue lo primero que Ban quiso decirle—. Agradecemos el aviso, pero desde ahora nos ocupamos nosotros. Tú debes descansar.
—Es tarde. Ya no me queda mucho tiempo —dijo el vigía, mostrando a los santos la palma de la mano. Había allí una herida insignificante, un mero rasguño que sufrió mientras veía cómo la horda se recomponía. Quien no pusiera suficiente atención, no podría verla—. Fui descuidado. Y ahora mi alma quiere salir de este cuerpo marchito; no voy a contenerla por más tiempo.
—Oye, estás en el Santuario. No existe mal en el mundo que no podamos curar, salvo la muerte. ¡No pierdas la esperanza!
—Nachi, él está resignado a morir —dijo Ban, a lo que el soldado asintió como pudo—. Soldado, dime tu nombre, dímelo para que no seas como los perros que maté y mataré mil veces, para que sea Atenea misma quien lo escriba en piedra en esta tierra.
Tras un susurro, el cuerpo del vigía se deshizo en polvo. Liberado voló su espíritu, el de un hombre corriente con un nombre común que Ban no olvidaría jamás.
—No debemos dejar que esas armas nos rocen. Y aunque los matemos se volverán a levantar —dijo Nachi, cuyos ojos aún veían el lugar en el que había estado el vigía solo un segundo antes—. Si peleamos como hasta ahora, moriremos.
—Todo lo contrario —repuso Ban, de nuevo cubierto por un aura del color del magma. Era la expresión de su rabia. ¿Por la muerte de un compañero o por encontrar tragedia donde debía estar el fruto de su victoria? No quiso pensar en ello.
—Ya veo, vas a utilizarlo —dijo Nachi—. Nemea.
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El descubrimiento de Nachi y Ban, o más bien del fallecido vigía, fue como un balde de agua fría para todos los santos. Los soldados enemigos no habían presentado problema, pero la capacidad de regenerarse incluso de las peores heridas, no importando si se trataba de un cuerpo decapitado, hecho pedazos o carbonizado, ya bastaba para convertirlos en un problema a considerar a largo plazo, incluso sin contar la descubierta letalidad de las armas. A partir de ese momento, cada grupo buscó elaborar una estrategia distinta; no estaban dispuestos a fracasar de nuevo todos a la vez.
—El poder de Kiki es el de la mente —le dijo Geki a un atento a Azrael. Ya casi habían llegado a su destino, la Torre del Reloj estaba a tiro de piedra—. Engañar a los sentidos, observar lo que ocurre en lugares lejanos, sugestionar a una persona para que pueda superar sus miedos y construir una red telepática que conecta los pensamientos de ocho personas. Todo eso está a su alcance, es la herencia que recibió del pueblo de Mu.
—¿Ocho?
—Te estoy incluyendo a ti y a la chica invisible que está apoyando a la guardia.
—¿Por qué, si mi función en esa red no es la misma que la de los santos?
—Que lo entiendas me ahorra la mitad del trabajo. Necesitamos un enlace ajeno a la batalla, alguien que pueda mantener a salvo la información y guiarnos en caso de ser necesario. El poder que Kiki ha desarrollado estos seis años le impide ser ese alguien, así que se le ocurrió trasladar el papel de enlace a otra persona. Por primera vez.
Azrael sopesó la explicación por un momento: enlace, una persona que recibe la información que otros tantos recogen a través de la experiencia, aquel que puede utilizar esa información sin verse influenciado por la emoción del combate y sin correr peligro de perecer y dejar al resto a ciegas. Era posible que se tratara de un concepto más complejo, pero supuso que lo que sabía era suficiente para fines prácticos.
Cuando empezó el viaje hacia la Torre del Reloj, la idea que le vino a la mente fue posicionarse sobre esta, sirviendo como un francotirador que vigilara la Eclíptica. Entonces no imaginaba que Shaina y Marin se bastarían para contener todo un ejército sin que ni un solo rezagado pasara de largo.
—Ni te molestes —le dijo Geki entonces—. Esa montaña recibe las bendiciones de Atenea incluso cuando no está presente. Solo alguien que la recorra desde el primer peldaño hasta el último puede atravesarla, seas un hombre o un proyectil. Mi discípulo, que se negaba a creer que hubiese un tiro imposible para su arco, lo aprendió de primera mano. Claro que mi discípulo tiene diez años. Eso debe influir.
Fuera cierto o no que aquella montaña fuera infranqueable, Azrael descartó la estrategia en cuanto vio la Torre del Reloj de cerca. Bastaba con imaginarla rodeada de un ejército como los que habían enfrentado los santos para saber que no era fácil de defender, no desde el exterior al menos. Así entendió que se le llevaba allí confiando en que entrara en la torre, protegida por alguna especie de fuerza sobrenatural, y se mantuviera a salvo.
—Creía que este no era nuestro modo de hacer las cosas.
—Eso dijo Kiki, ¿verdad? Se refería a nosotros, los santos de Atenea, no a ti. Sé que lo entiendes, siempre dices que la guerra no se resuelve solo con ideales y que hay más de una forma de luchar. Bueno, la tuya será aguantar el mayor tiempo posible como enlace.
—El dolor de cabeza —dijo Azrael.
—Solo irá a peor —confirmó Geki—. Si la batalla se extiende demasiado, morirás. Ahora que sabes eso, ¿nos ayudarás?
Contrario a lo que solía ocurrir con el correcto y servicial Azrael, esta vez no asintió como un robot a la orden dada. En lugar de eso, se agachó, abrió el maletín que había traído hasta allí y sacó un par de máscara antigás. Geki, con un ojo pendiente de que vinieran enemigos, frunció el ceño de tal forma que bien podría partir nueces en él. La confusión fue mayor cuando le enseñó una botella de material opaco, lo último que sacó del maletín antes de volver a cerrarlo.
—Será mejor que te pongas esto —dijo Azrael, ofreciendo a Geki una de las máscaras. Él ya se había puesto la otra—. No creo que te vayan a excomulgar por esto.
Geki tomó la máscara sin saber bien qué decir o hacer. Se quedó quieto, esperando a que Azrael explicara qué había en la botella. Puede que fuera a hacerlo, pero empezaron a oírse los pasos del enemigo y los dos se pusieron alerta.
Lo que apareció por el camino que habían recorrido no era una horda formada por los soldados revividos, como ocurría en otras zonas del Santuario, sino un único y enorme hombre que Geki reconoció enseguida. Tres metros y medio de puro músculo, cicatrices dentro de las cicatrices del pecho, los brazos y las piernas, que cubría con poco menos que un taparrabos gris. La única pieza de metal que llevaba encima era un casco negro que ocultaba el poco pelo que tenía, aunque nada podía hacer con la mandíbula que le desencajaron de un mal golpe o los ojos, hundidos bajo una frente sin cejas.
—Está visto que la muerte no cura la fealdad, Jaki.
A Azrael le bastó aquella baladronada de Geki para entender que ese hombre era peligroso, pero en lugar de correr desde un principio, lanzó la botella que tenía a mano y tomó el maletín, seguro de lo indispensable que este era para alcanzar la victoria.
Entonces, de un puntapié, Jaki abrió la tierra. Desde donde estaba hasta la misma Torre del Reloj se abrió una gran grieta, tragándose a Azrael a la vez que Geki lo maldecía. ¿Cómo se le ocurría preocuparse por un simple maletín en esas circunstancias? Pensando en la de golpes que le daría por temerario, el santo de Oso saltó hacia la grieta con toda intención de atrapar a Azrael antes de que cayera al fondo, pero fue él quien fue atrapado al vuelo. ¡Atrapado por el cabeza hueca de Jaki, nada menos!
Por un momento, la reacción primaria de Geki fue la desesperación, buscando liberarse de la manaza que le cubría buena parte de la cabeza. El forcejeo le permitió ver entre los gruesos dedos de Jaki aquella cara tan fea que tenía, fea y adormilada, con los restos de la botella que Azrael le había lanzado aun entre los dientes. El muy animal la había triturado, quizá pensando que contenía algo sólido.
—Creo que ya entiendo lo que querías hacer, Azrael —dijo Geki, sonriendo incluso cuando Jaki apretó aún más fuerte, dispuesto a aplastarle la cabeza—. Y creo que también pillo la ironía. Cuando se lo cuente a Seiya se va a echar unas risas.
Podía decir esa clase de cosas porque ya sentía que Azrael estaba vivo, aferrado a un saliente en las profundidades de la tierra y contándole el peor plan de todos los tiempos.
Nota del autor:
Shadir. Como dice la canción, Poseidón "… es como su hermano o tal vez peor. ¡Poseidón!". En cuanto a la amenaza para la que se prepara el menguado ejército de Atenea, pronto se revelará, esperemos.
Ulti_SG. Eran buenos tiempos cuando cada capítulo que publico era una parte de un todo mayor, sí. No obstante, creo, y hago énfasis en que creo, que hacerlos más cortos me ha ayudado a contar más cosas en menor espacio de tiempo.
Es curioso, creo que nunca me había planteado la situación de los santos de bronce de ese modo, a menos que en próximos capítulos alguien lo diga, rompiendo la cuarta pared de nuevo. Pero es bastante cierto, ¡denle una cerveza a esta estimada compañera del foro! Sobre sus defensores, sin duda es un grupo singular, pero siguen siendo guerreros de Atenea y lo demostrarán. Esperemos.
Los S.T.A.R.S. deberían enfrentar a los zombis, no los santos, pero a falta de esa unidad especial en la policía griega, tendremos que confiar en los portadores de mantos sagrados. Curiosa forma de describir al nuevo enemigo, tan misterioso él. ¿Sabremos su identidad pronto? Sea como sea, lo que es seguro es que nos espera una larga batalla.
1 El número de dientes de un lobo.
