Capítulo 12. Recuentos de guerra
Aun siendo consciente de que la batalla había durado solo una hora, el Sumo Sacerdote no terminaba de creérselo. Viendo a Kiki encorvado, apenas pudiendo mantener en pie aquel cuerpo tembloroso gracias a un bastón, era fácil imaginar que por él había pasado por lo menos diez años. Tal había sido el resultado de intentar entrar en la mente de alguien como Caronte de Plutón: el discípulo de Mu, tan vivaz incluso la última vez que se vieron, nueve días atrás, estaba ahora tan pálido como los soldados de la legión de Aqueronte, con unos ojos enrojecidos que pedían a gritos descansar.
—Ve —dijo el Sumo Sacerdote.
—No —dijo Kiki, sacudiendo la cabeza. Hebras rojas y blancas se le pegaron a la frente perlada de sudor—. No puedo
—Tienes mi permiso para acceder a la Fuente de Atenea. No importa que no vistas un manto sagrado, Kiki, hoy has luchado como todo un santo.
El pelirrojo soltó una débil sonrisa, echando un vistazo al bosque que había tratado de defender. Recordar la batalla intensificó el dolor que lo atormentaba. Se palpó la frente esperando ver un agujero, una herida que pudiera tratarse. No había nada.
—No creo poder vestir nunca el manto de Aries después de esto.
—Ya hablaremos de eso. Ahora descansa.
—¡No! —exclamó Kiki—. Si en verdad me consideráis un santo, debéis permitirme acabar con mi misión. El tiempo, como bien habéis dicho, no está de nuestra parte.
—Como desees —dijo el Sumo Sacerdote, sorprendido por el repentino arranque de quien fuera un alegre muchacho. ¿Era a causa de la dura batalla? ¿O tal vez uno de los efectos de ver lo que no debía ser visto?—. Habla.
Enlazar las mentes de los santos había requerido para Kiki un esfuerzo notable, por lo que ni siquiera se llegó a plantear añadir a la red a quienes luchaban en otras partes del mundo. Por fortuna, cada uno de los santos y aliados del Santuario que lucharon fuera de este contra la legión de Aqueronte había encontrado la manera de lidiar con aquel odioso ejército inmortal. Como estaba previsto, al término de la batalla los santos de Perseo y Orión, así como el rey Piotr y la líder de las ninfas de Dodona, Kushumai, se pusieron en contacto con Kiki a través de la telepatía, informándole de lo sucedido.
—¿Dejaste a Shun en un hospital? —cuestionó el Sumo Sacerdote.
—Admito que no es la más pensada de mis decisiones. Creo que no pude resistirme al aura de miedo y desesperanza que el invasor dejó en ese lugar, solo con fijarse en él.
El hombre destinado a proteger a Shun era el santo de Perseo, que ni siquiera llegó a saber que peleaba con hombres que podían revivir de un momento a otro. Práctico como era, desde un principio recurrió al escudo de Medusa, convirtiendo en piedra a más de un millar de soldados a la vez que se aseguraba de que ninguno entrara al hospital.
Ikki también se encontraba en un edificio de Japón a cargo de la Fundación Graad, el centro de investigación del Dr. Asamori. Al principio, la seguridad del durmiente santo de Fénix estuvo del todo a cargo del santo de Orión, hombre de gran fuerza que destrozó una y otra vez a todo enemigo que se le ponía enfrente. Más adelante, cuando cada uno de los humillados soldados que enfrentaba empezaba a ser un problema por sí mismo, tres jóvenes salieron del centro para ayudar. No eran santos, no habían sido entrenados para serlo. Solo contaban con un arma.
—¿El ingenio humano? —cuestionó el Sumo Sacerdote, intrigado.
—La legión de Aqueronte fue enviada para enfrentar santos —explicó Kiki—. Cuanto más poderoso es el enemigo que enfrentan, más peligrosos se vuelven esos soldados. El chico de la Fundación se encargó solo de un batallón, imaginad lo que podrían hacer tres como él, mejor equipados. No, olvidadlo, no hay nadie como Azrael.
—Demos gracias a los dioses por eso.
—¿Quién me iba a decir a mí que conocería el lado divertido de Su Santidad en un momento como este?
En Bluegrad, el ingenio humano y la habilidad adecuada en el momento adecuado pudieron unirse, permitiendo una victoria aplastante. Tal y como el rey Piotr había prometido, no escatimó recursos en la protección de Hyoga, a quien trasladó a su palacio en las montañas. Mientras que el médico real se encargaba de velar por la salud del durmiente santo de Cisne, los guerreros azules se encargaron de defenderlo. Un grupo de jóvenes que había pasado por la misma clase de entrenamiento que los santos, solo que estos se centraban en reducir el movimiento de los átomos, congelando la materia. No obstante, ya que no eran capaces de afectar al río Aqueronte, congelar a los soldados no era sino una solución temporal. Gran parte de la batalla, en realidad, consistió en emboscadas y derrumbes organizados por el ejército que lideraban los guerreros azules, formado por toda clase de mercenarios de Europa y Asia, expertos en el arte de la guerra bajo las más extremas condiciones.
—El rey Piotr es un hombre astuto —observó el Sumo Sacerdote—. Si Hyoga se encuentra en su palacio, el enemigo atacará el lugar mejor defendido de la ciudad, dejándola a salvo. Encontró la forma de cumplir por igual con el Santuario y su pueblo.
—De algo debe servir tener a mil hombres armados hasta los dientes —bromeó Kiki—. Ahora es cuando vienen las malas noticias.
—Las ninfas de Dodona.
—Encargar la defensa de Shiryu a unas doncellas que se dedican a evitar sátiros y convertirse en árboles es otra de mis decisiones menos pensadas.
—En la Antigüedad fueron adoradas como divinidades.
—En la Antigüedad necesitaban a un dios para cualquier cosa. Como ya dije, la legión de Aqueronte se vuelve más peligrosa cuanto más poderoso es el enemigo que enfrentan. Y Kushumai no es el anciano rey Piotr, la líder de las ninfas de Dodona luchó en primera línea. ¿El resultado? Ese río infernal arrasó con el bosque.
—Y piden nuestra ayuda —entendió el Sumo Sacerdote, a lo que Kiki asintió—. Bien, me parece justo. Ahora, como prometiste, ve a descansar.
—¡No recuerdo haber prometido tal cosa!
Akasha llegó a tiempo de oír aquella discusión. Tanto Kiki como el Sumo Sacerdote se habían retirado para asegurarse de que todo estaba bien en el Santuario, diciéndole que estaría segura en el bosque y que debía descansar. Hasta le encomendaron el cuidado de Seiya y Seika. Sin embargo, cuando el santo de Pegaso despertó al fin, no se fijó en ella ni en cuanto lo rodeaba, ni siquiera dijo algo que tuviese sentido durante un buen rato. Fue hasta que Seika se recuperó, tal vez por oír por primera vez en seis años la voz de su hermano, que Seiya volvió en sí. La aspirante de Virgo, sintiéndose una extraña en tal encuentro, decidió irse sin decir nada, en busca del cuerpo de Ichi.
—Tiempo muerto, Su Santidad —dijo Kiki, sabiéndose observado.
—Te dije que esperaras… —empezó a decir el Sumo Sacerdote, callando una vez vio a la pequeña. Aun él, que había hecho cargar a aquella niña rocas que partirían la espalda de un hombre adulto, le dolió ver lo que traía consigo. Un cofre metálico con la efigie de una serpiente en relieve, la Caja de Pandora en que estaba todo lo que había quedado de Ichi de Hidra—. Bien hecho, pequeña.
—Es el manto sagrado de Ichi. Lo he encontrado —dijo Akasha, colocando en el suelo aquel invaluable tesoro—. Lo he encontrado.
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El pueblo de Rodorio estaba a salvo.
Ya que desconocía el robo de los tesoros del Atenea, Icario no podía pedir más. El veterano, al frente de un grupo de agotados aspirantes y guardias, fue incapaz contener las lágrimas cuando pasó la entrada del pueblo. Lo habían logrado.
Pero habían pagado un alto precio, era consciente de eso. Por ello, tan pronto concedió permiso a todos sus hombres, así como al pequeño contingente de amazonas que los había escoltado, cuidando la retaguardia, se puso en marcha para buscar a Faetón y pedirle ayuda. La necesitaría si pretendía buscar a aquellos que se extraviaron durante los eternos minutos de oscuridad que precedieron al fin de la batalla, cuando respirar era por sí misma una tarea titánica. Con ese propósito, hizo una ronda exhaustiva, sorprendiéndole ver en todo lugar al menos a un vigía —espada de gammanium, placas de hierro sobre la armadura de cuero— y un lancero —la punta del arma también de gammanium, una pesada coraza protegiéndole el cuerpo— listos para actuar en cualquier momento. Resultaba sorprendente tanta disciplina en tropas a cargo de Faetón, estaba a punto de dar un voto de confianza al jefe de los vigías cuando, pasando por un callejón, vio a Azrael lanzando mil y una maldiciones a un grupo de reclutas.
—Señor, mantuvimos la posición al principio de la batalla —dijo uno de los hombres, con pinta de ser un aldeano más, excepto por el rifle que abrazaba.
—¡Al principio de la batalla ningún enemigo había roto la línea de defensa! ¡Ni siquiera disparasteis una sola vez, he comprobado vuestras armas!
—Teníamos miedo, señor —dijo otro, más sincero de lo que se permitiría ser un guardia—. Además, nos quedamos defendiendo la entrada del pueblo.
—Muchos hombres defendieron este pueblo. Vosotros no, porque no sois hombres.
Icario creyó prudente no oír más, antes de que empezara a relacionar la intachable imagen de Azrael con el soez discurso de un oficial de película. Siguió la ronda, sin hallar el menor rastro de Faetón. Cuando se le ocurría preguntar, la gente decía seguir órdenes de todo el mundo, menos de él. Primero, Azrael, que según todos se había vuelto más loco de lo que ya estaba; luego, el aspirante al tercer manto zodiacal, que llegó incluso a amenazar con la muerte a todo aquel que siquiera cerrara los ojos un momento; al final, aunque todos estaban ya bastante alerta bajo la atenta mirada de aquellos dos, llegó un sujeto al que nadie conocía de nada a decirles que estaban a salvo. Se trataba de Orestes, el misterioso hombre que junto al Sumo Sacerdote había ido a los confines del mundo para salvar a los santos de bronce del sueño eterno en que estaban sumidos. Eso último se lo había dicho el mismo Orestes, más amable y paciente de lo que esperaba, cuando le preguntó qué hacía un extraño como él, de ropas semejantes a las de los antiguos griegos, caminando sin rumbo a esas horas.
Así que Azrael les había inculcado disciplina, el aspirante a Géminis una pequeña dosis de miedo y Orestes una inyección de seguridad. Además, aquellos últimos habían defendido el pueblo a través de medios menos naturales, que solo un santo, o un ex-santo como él lo era, podría entender en toda su magnitud. ¿Qué había hecho Faetón, el encargado de la defensa de Rodorio, en todo este tiempo? Ni siquiera le podía atribuir haber preparado la evacuación, porque nunca fue posible sacar a cualquiera de los habitantes del pueblo de sus casas, al menos no sin usar la fuerza.
—Fuerza —dijo Icario, imaginándose de pronto a Docrates yendo casa por casa, tumbando las puertas a soplidos y ordenando a todo aquel que estuviera dentro que se largara, así fuera por temor a que tamaño gigante los aplastara. Pensar en Docrates hizo que recordara que le había cedido el puesto de capitán de la guardia antes de morir, con testigos que ahora mismo debían estar extendiendo toda clase de rumores en alguna taberna—. Menuda ocurrencia la tuya, si estoy con el pie en la tumba.
Pero tenía otro en el mundo de los vivos, así que sería el capitán Icario mientras tanto, por ridículo que le sonase. Con tal autoridad, mandó al demonio a Faetón, donde quiera que estuviese, y él mismo escogió a los guardias más saludables y fuertes para que marcharan en busca de supervivientes. Antes del fin de la batalla, habían pasado varios minutos bajo una oscuridad sin fin en la que solo respirar ya era difícil, y no le gustaba nada el escaso número de hombres que llegó al pueblo antes que ellos.
El viejo capitán se permitió descansar solo cuando el grupo de búsqueda estuvo formado. Era variado, a decir verdad, los dos gemelos pupilos de Kiki, veinte guardias fornidos como osos y seis de las diez amazonas que había en el pueblo. Le pareció un buen augurio, en especial cuando todos estuvieron de acuerdo en nombrar a una de las amazonas como líder. Mientras veía partir a aquel contingente, con la espalda echada sobre un olivo en el centro de la plaza del pueblo, se le ocurrió que el batallón de aspirantes con el que soñaba Docrates no tendría por qué ser solo de aspirantes.
—Solo necesito encontrar un nombre que no aluda al desastre de las Termópilas.
—¿Tiene algo en contra del rey de Leónidas, capitán?
—Aparte de que era un patán y que arruinó la estrategia de los griegos, nada —masculló Icario, reconociendo enseguida a quien le había hecho esa pregunta—. Tú eras uno de los que recogimos en el puerto, ¿cierto?
—Así es —corroboró Cristal—. Estaba buscándole y por casualidad oí su comentario.
—No te preocupes. ¿Cuántos años podrías tener? ¿Cuarenta? ¿Treinta? Sea como sea, desde luego no eres un colegial que deba disculparse por haber sido indiscreto.
—Más bien el contrario, capitán. He venido porque se aproximan tiempos convulsos, una era en la que los aliados no podrán permitirse guardar secretos entre ellos.
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En cuanto la batalla terminó, el miedo que oprimía el corazón de Faetón, al igual que el de muchos hombres, se esfumó sin más, como si nunca hubiese existido. En ese momento, antes que maldecirse por delegar en Azrael y un simple aspirante a santo la autoridad que tenía sobre la guardia en Rodorio, pensó en un detalle que no le cuadraba. Un miembro de la tripulación del barco de la Fundación Graad, todavía atracado en el puerto del pueblo, se había dejado ver cuando el resto prefería estar a puerta cerrada. Hasta había despedido, de forma amistosa, a Azrael y los caballeros negros, de quienes el resto de tripulantes recelaron durante toda la travesía.
En manos de ese hombre había dejado la seguridad del único tesoro de Reina Muerte, la máscara de Rangda. No creía que Shaina se hubiese molestado en sacarla del barco. Ningún enemigo que se atreviese a invadir el Santuario necesitaría esa clase de herramienta para controlar a los caballeros negros. Eso significaba que seguía donde la habían dejado. Tan pronto llegó a esa conclusión, corrió hasta el puerto, atravesó el navío con tanto sigilo como le era posible —seguía trayendo, como amuleto de buena suerte, la lanza cuya punta había sido impregnada con el veneno de Lerna— y se detuvo cerca de la puerta del camarote que aquel extraño había escogido para descansar.
Estaba entreabierta.
—¿Los habrías ayudado? —preguntó un hombre. Solo viendo través de la rendija, a Faetón le habría resultado difícil distinguirlo como aquel a quien buscaba de no ser por un pequeño detalle. Llevaba puesta la máscara de Rangda.
—No me necesitaban —contestó una mujer.
—¿Y por qué razón el Santuario fue en busca de reclutas a Reina Muerte?
—Porque había catorce caballeros negros. Yo solo era uno de ellos. Si de verdad crees que fueron a buscarme a mí, es que no conoces al Santuario. El honor no es algo que una mujer al servicio de Atenea puede perder dos veces.
—Por suerte, Hipólita, no lo creo, lo sé.
Escuchar ese nombre puso en alerta todos los sentidos de Faetón, pero antes de que pudiera retirarse e informar, la puerta ya estaba abierta del todo.
Tenía delante a una réplica exacta de Marin de Águila, solo que con el cabello y los ojos tan negros como la armadura que portaba.
—¿¡Alguien como tú se ha unido a los caballeros negros!? —exclamó, con la lanza envenenada al frente—. No permitiré que salgas de aquí.
—Tenemos que hacer algo con ese nombre —dijo el sujeto enmascarado, colocándose entre el arma y la mujer—. La orden de los caballeros negros suena desfasado.
—Es lo que sois.
—En eso te tendré que dar la razón.
El jefe de los vigías trató de atravesar a aquel sujeto con la lanza, sin éxito. La punta se detuvo a un centímetro de su pecho, atravesando un carnet de identidad que había sacado para presentarse. Era de alguien importante dentro de la Fundación, Faetón lo recordaba por alguna que otra conversación con el capitán del navío.
—Ese hombre murió hace dieciséis años.
—Y luego nací yo, con la venia de los dioses. Dulce sueños, quienquiera que seas.
Faetón se echó hacia atrás, preparando un bajo ardid con tal de distraer a aquel enmascarado y luego atravesarlo junto a Hipólita, que seguía tras él. Incluso si escupir al enemigo no era algo por lo que ningún héroe sería recordado, a él eso le importaba poco o nada, tragó saliva… Y cayó al suelo de bruces.
No entendía la razón. Seguía pudiendo oír, ver y oler, pero de repente no tenía el menor control sobre su cuerpo. ¿Qué clase de hechizo habían lanzado contra él?
—¿Esto está envenenado de verdad? —preguntó el enmascarado, que en el espacio de un instante había arrebatado a Faetón la lanza, salvándole de una muerte absurda.
—¿Tú lo profetizaste, no? —dijo Hipólita.
—Así es, me la llevaré de recuerdo. ¿Nos vamos?
—Creía que esperabas a alguien.
—Yo en cambio sé que solo quería ir de crucero contigo.
Usando de escudo tan descarada mentira, el enmascarado se acercó a Hipólita, abrazándola con un brazo a la vez que el signo de Aries brillaba sobre su frente.
Mientras luchaba por no perder la consciencia, Faetón trató de hacer memoria. Estaba seguro de que un signo distinto había aparecido antes de que aquel sopor le sobreviniera. Sin embargo, incluso esa clase de esfuerzo era agotador tal y como se encontraba. Cerró los ojos, apenas viendo cómo aquellos dos se esfumaban.
Como si nunca hubiesen estado allí.
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—A ver si lo he entendido bien —dijo Icario una vez Cristal terminó de contarle el pequeño secreto que él y Llama habían traído desde Reina Muerte—. Tu amiguito no pensaba arrasar la aldea Kohoutek, no había razón para que fuera encarcelado, ni tampoco para que tú lo acompañaras. Todo este tiempo habéis actuado en nombre de Bluegrad, como guerreros azules retirados del servicio, para llegar a esa isla dejada de la mano de los dioses como un par de desconocidos. Y todo porque vuestro rey, como sea que se llame, estaba convencido de que un hombre trataría de reclutar a quienes el Santuario dejaba allí prisioneros. Una sospecha nada infundada si se tiene en cuenta que ese mismo personaje había tratado de usar a los guerreros azules con fines nada lícitos. ¿Hasta aquí voy bien? Porque te has liado mucho.
—No podía revelar mi identidad estando presentes otros caballeros negros. Como ya le he explicado, ese hombre vino justo el día anterior a la llegada de los enviados del Santuario. Profetizó la muerte del guardián de la isla, convenció a Hipólita…
—Y se la llevó volando —completó Icario, de pronto ocurrente.
—Más bien ella se lo llevó volando a él —repuso Cristal—. No sabía que los santos de Atenea pudieran volar como los pájaros.
—Será porque no podemos… Oh, nos estamos desviando. ¿Dices que ese sujeto ordenó a los caballeros negros unírsenos y esperar el momento para matar a los aspirantes?
—Solo a los que aspiran a un manto zodiacal.
Aun Cristal, que hasta ese día había conocido el Santuario de oídas, sabía lo que aquello implicaba. No era exagerado decir que hoy en día solo uno entre un millón tenía el potencial de ser un santo, así como que entre los pocos escogidos que daban la talla, rara vez superando la media centena, había clases. Los que despertaban el cosmos en seis años, eran santos de bronce, quienes tardaban menos de tres eran conocidos como santos de plata, superiores e incluso maestros de aquellos. Y después estaban los aspirantes a santos de oro. Por cada generación, solo nacían trece con semejante destino, para quienes despertar y hacer uso del cosmos era como respirar. Sin un rival que batir, gozaban de forma natural de un poder ilimitado, que aprendían a controlar bajo la tutela del Sumo Sacerdote en persona. Se decía que los más grandes héroes de la mitología pudieron ser candidatos que el Santuario no pudo reclutar. Diamantes sin pulir.
Estaban, pues, llamados a ser los más capaces protectores de la Tierra; había pocas excepciones al respecto, siendo las hazañas de Seiya y sus compañeros las más recientes y conocidas. Sin embargo, seguían siendo hombres mortales.
—Ah, ya, ya —susurró Icario mientras cerraba los ojos y bajaba la cabeza. Por un momento, Cristal creyó que se había quedado dormido, hasta que volvió a hablar—: Docrates luchó por ser el santo de Hércules. Heraclidas. Es un buen nombre.
—¿Capitán?
—Para el batallón de aspirantes. El batallón de Heraclidas. Los mejores guardias, amazonas y aspirantes podrán unirse, no se hará distinción entre ellos.
—¿Pretende seguir confiando en ellos?
—A menos que tengas una buena razón para no hacerlo, sí, eso pretendo.
—Estaría convirtiéndose en una marioneta más del enemigo. ¿Sabe lo que nos contó el guardián de la isla cuando escuchó la profecía sobre su muerte? Que él llevaba muerto seis años. En esa época, siendo líder de los caballeros negros, fue derrotado por el santo de Fénix y arrojado la Montaña de Fuego, el único volcán activo de Reina Muerte. Nosotros no podíamos creer que hubiese sobrevivido a ello por sí mismo y no estábamos equivocados. Sobrevivió porque alguien se había negado a que muriera, alguien había manipulado el destino de ese hombre estos seis años.
—Qué rápido pasó nuestro hombre de profeta a charlatán —comentó Icario, para luego añadir, recordando la conversación con Orestes—: El Santuario le ha dado una patada en el trasero al destino esta noche. Los jóvenes que desafiaron al rey del inframundo debían pasar sus vidas en un sueño eterno y ahora han despertado.
—No importa si es un profeta, un charlatán o un mago, lo que importa es que es previsor, que ha estado moviéndose en las sombras durante años.
—Muy previsor no será si pretende que un grupo de caballeros negros mate a Akasha y Arthur. ¡Ya quisiera verlos intentándolo!
—Entiendo que ellos son los aspirantes a santos de oro —dijo Cristal—. Siento la rudeza, pero si ni siquiera lucharon en la batalla, ¿cómo puede tenerlos en tanta estima?
—¿De verdad crees que puedes decir algo sobre quienes no lo dieron todo en la batalla, muchacho? —cuestionó Icario, severo—. Arthur estuvo con la gente de Rodorio en todo momento. Es un hombre peculiar que da el mismo peso a todos los que sirven a Atenea y da la casualidad de que aquí vive la mayor parte. En cuanto a Akasha, esa pequeña apenas ha descubierto hoy que los santos no son seres invencibles.
—Es por eso que insisto en que debe hacer algo.
—Contéstame una pregunta, Cristal. ¿Por qué Arachne enfrentó a Jaki?
—Porque era su deber. ¡No! Eso no tiene sentido.
—Claro que lo tiene. Docrates no mezcló a los recién llegados con los que ya estaban por azar, lo hizo porque algo sabe sobre tener espíritu de cuerpo. Desde el momento en que todos luchamos juntos, nos volvimos compañeros. Arachne vio a los demás como tales y ellos hicieron lo mismo. ¿Por qué otra razón algunos se desviaron del camino al pueblo para enterrar el cuerpo de un extraño?
—No sé qué decir —tuvo que admitir Cristal. Seguía creyendo que Akasha y Arthur necesitaban protección, pero no encontraba las palabras para argumentarlo.
—¿Qué te parecería ser mi lugarteniente? —lanzó Icario.
—¿Lugarteniente? ¿Piensa confiar también en mí?
—Eres un guerrero azul retirado, yo soy al parecer el capitán de la guardia. Creo que puedo contratarte como líder de los Heraclidas. Con paga, por supuesto. Dos comidas al día y alojamiento de por vida en los barracones de los soldados. ¿Qué me dices?
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Para cuando los santos supervivientes se reunieron con el Sumo Sacerdote, este ya había logrado que Kiki se fuera a descansar, así fuera para servir de ejemplo a Akasha. Lo consideró una buena decisión, pues Ban y June cargaban a sus espaldas con nuevas tragedias: las Cajas de Pandora de Oso y Lobo, que en silencio colocaron junto a la de Hidra. Marin, tras una exhaustiva búsqueda, llegó con las manos vacías. No había rastro de Shaina, ni del manto de Ofiuco, por lo que cabía la posibilidad de que hubiese sido herida por las armas mortales de la legión de Aqueronte.
A través de aquellos santos, el líder del Santuario pudo conocer a grandes rasgos lo que había ocurrido. Cientos cayeron en los sucesivos combates y un número similar de desaparecidos los llenaba de preocupación. Ya había sido informado por Marin, a través de la telepatía, de que los tesoros de Atenea habían sido robados, pero eso no hizo más insultante que tal cosa sucediera delante de sus narices. Mantuvo las formas por la posición que ahora ocupaba y por respeto a sus subordinados, que a pesar del agotamiento seguían ahí en pie, tan tercos como Kiki, tan obstinados como todo santo de Atenea solía ser. En esa conversación, todos pudieron visualizar mejor los recursos y debilidades del río Aqueronte, añadiéndose algunas suposiciones que Marin había pensado al sentir una aglomeración de almas en la cima del Santuario.
Solo un detalle parecía fuera de lugar. Jaki. El Sumo Sacerdote no conocía todos los detalles sobre lo que el hermano de Docrates había hecho, solo lo que le sucedió después de ser encerrado por Shaina. Ya que no había un líder al que se pudiera acudir, las amazonas decidieron tomar justicia por su mano, con pocas excepciones como Geist, que partió en busca de June. La portadora de Camaleón llegó tarde: Jaki había sido asesinado mientras dormía y los restos despedazados fueron arrojados a las bestias. Tiempo después, regresando de un viaje tan fatigoso como inútil, fue informado de tales sucesos, pero aun entonces no se sentía digno de que Atenea lo hubiese elegido. No castigó a las amazonas, para empezar, no creía que lo merecieran.
Y ahora, como un recordatorio de su desidia, Jaki había venido del infierno apoyándose en las fuerzas que le daban forma. Fue derrotado, pero se llevó consigo a tres buenos hombres. ¿Era aquello el precio a pagar por no haber obrado con justicia? Podía ser, como también era posible que fuera una consecuencia inevitable por desafiar a Hades. Si en verdad el reino de los muertos se había quedado sin soberano, era posible que algunas almas escaparan del inframundo y resucitasen en la Tierra.
—¿Se fue sin más? —dijo Marin, una vez el Sumo Sacerdote terminó de contar lo sucedido en su encuentro con Caronte.
—Regresará una vez transcurra el mismo tiempo en que mi hermano ocupó el trono papal, es decir, trece años. Entonces volverá a proponer una alianza.
—O la guerra —apuntó Ban, con una voz grave que apenas parecía suya. En realidad, poco en él era reconocible, todavía tenía media cara morada, debido a un golpe recibido por Jaki. Tardaría un tiempo en poder abrir de nuevo el ojo derecho y por las canas en el cabello, cualquiera habría dicho que aquel joven estaba entrando en la vejez.
—Estaremos preparados para cualquiera de esas opciones —dijo el Sumo Sacerdote—. Santos de Atenea, deseo aprovechar este momento para pediros disculpas.
—Su Santidad, no es necesario… —quiso decir June.
—Lo es. No estuve allí cuando fui necesitado, os dejé desamparados, negándome a creer que era digno de tomar el papel que la misma Atenea me dio. Rehuí de mi deber durante años, en busca de jóvenes que llegaran a ser mejores hombres que yo. Durante mis viajes, por omisión, dejé que tragedias sin cuento mantuvieran entre penumbras este Santuario. De todas ellas me responsabilizo, pues ninguna mancha veo en vosotros, ni en todos aquellos que lucharon esta noche, aun careciendo de un manto sagrado. Y si con la mano izquierda tomo los pecados del pasado, usaré la derecha para despejar las brumas del futuro. Sed testigos de mi juramento, santos de Atenea: Estamos aquí. De esta caída nos levantaremos, más fuertes que nunca, como siempre hemos hecho.
—Podéis contar conmigo, Su Santidad —dijo June.
—También conmigo. Puede que no haya nacido siendo un santo, pero moriré como tal.
—Menuda ocurrencia la tuya, Ban —dijo una voz conocida, adelantándose a la repuesta de Marin—. Nadie nace siendo un santo, ¿alguna vez has visto a un bebé llevando armadura? ¡Por supuesto que no lo has visto!
—¡Seiya! —dijeron, a un mismo tiempo, todos los presentes. Ninguno había esperado que el santo de Pegaso se recuperara tan pronto, mucho menos que saliera del bosque por su propia cuenta, tan relajado, tan optimista. Tan, bueno, Seiya.
—¡Ese soy yo! ¿Puedo unirme a ese nuevo Santuario que crearás, Kanon?
—Se supone que ahora debes dirigirte a mí como Su Santidad —dijo aquel, sonriendo. En distintos rincones del mundo, notó que Shun, Ikki, Shiryu y Hyoga también habían despertado y se preparaban para partir al Santuario.
La llama de la esperanza volvía a arder. Y él se encargaría de que nunca volviese a apagarse. Por Atenea, por la humanidad, e incluso por sí mismo.
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—¿Ese era Seiya? —preguntó Akasha—. Parece tan normal.
—¿Y qué esperabas que fuera? ¿Un superhéroe? —dijo Kiki.
Akasha iba a replicar cuando vio acercarse al Sumo Sacerdote. Por un momento, sintió ganas de correr hasta allá y abrazar a sus viejos amigos, que lo acompañaban. Ban, June… ¡Hasta a Marin, la misteriosa portadora de Águila! Sin embargo, algo lo detuvo. Ausencia. Un vacío hondo e interminable entre cada uno de los santos que en un instante devoró la chispa de alegría que se permitió sentir.
—Akasha —repitió el Sumo Sacerdote por tercera vez—. Responde, ¿nos acompañarás hasta la Fuente de Atenea o prefieres volver a Rodorio?
—Pues… yo… ¡Ban, estás…!
—Me recuperaré, pequeña. Soy un santo, ¿recuerdas?
—¿Saben quién no es un santo y lleva un montón de horas esperándote? —intervino Kiki, carraspeando—. ¡Azrael!
—Azrael —dijo Akasha, llevándose las manos a la cabeza—. ¡Azrael!
Se levantó de un brinco, llena de preocupación, y habría atropellado a más de uno si se hubiese puesto en marcha de inmediato. Sin embargo, antes de dar un solo paso, Kiki le pasó la mano por el cabello, alborotándolo. Tres manos más le siguieron, una tras otra. June, Marin, ¡hasta Ban, que tenía ahora una cara más sombría que nunca! Todos, salvo el líder del Santuario, se unieron a esa pequeña y vieja broma.
—Seiya está cerca, tiene órdenes de escoltarte hasta Rodorio. En estas circunstancias, nadie debe viajar solo —dijo el Sumo Sacerdote, antes de ponerse en marcha.
Al ver cómo todos se adentraban en el bosque. Akasha solo pudo lamentar que en aquella ocasión, tal vez la última, no fueran seis las manos que la hacían enojar, ni estuviera Shaina, con esa voz tan autoritaria, culpándoles a todos de comportarse como niños. Extrañó los tiempos que se iban, y temió al incierto futuro.
Notas del autor:
Shadir. Fue una de las batallas que más me costó escribir, debí hacerla varias veces hasta quedarme conforme. ¡Me deja muy contento que te haya gustado y te pareciera a la altura de tan tremenda guerrera! Nuestra maestra de serpientes.
Tal vez sea la sangre que corre por sus venas, tal vez solo el espíritu de un genuino santo de Atenea, pero el oso no iba a ir al infierno sin llevarse a ese asesino.
Ciertamente, ahora que la batalla ha acabado, es tiempo de recontar los daños y prepararse para el futuro. ¿Qué les deparará a nuestros héroes?
Ulti_SG. No estoy autorizado para expresar el destino de Shaina, tendrán que leerlo en la historia cuando toque, pero sí para confirmar que le tocaba brillar como la luna en el firmamento. Me sorprende lo rápido que vinieron a mi mente varias de las técnicas de este arco y lo mucho que me costó pensar otras más adelante, ¿las musas todavía no estaban exigiendo sus merecidas vacaciones tras años de esclavitud, tal vez?
Tramposo, ladrón… ¿Tiene más que ver con Hermes que con Hades ese tipo, no? Sea lo que sea lo que pretenda hacer con el guardarropa de Atenea, como venderlo por Amazon, una cosa es segura.
Dirá que la culpa es de los demás, por no tenerla a buen recaudo.
Ese lado macabro de Saint Seiya debía estar, y era lo menos que se merecía Jaki según nos revela en su epifanía, ¡la montaña que camina ha hecho un estupendo trabajo!
Amor y obsesión. ¡No, Naraku de nuevo no! No parece que podamos saber sobre eso, ya que Geki nos hizo el favor de sacar a Jaki de la plantilla. En cuanto a Hipólita y sus muy respetables gustos, solo queda esperar a ver qué dice la historia.
