Capítulo 13. Hacia el distante futuro

Entre el pueblo de Rodorio y el Santuario solo había un camino correcto, ahora interrumpido por un hondo valle al pie de las montañas. Sin embargo, encontrarlo requería una pericia que no estaba el alcance de cualquiera, pues el terreno era irregular, lleno de colinas y agujeros que volvían la zona una suerte de laberinto natural que se había llevado la vida de muchos hombres audaces. En teoría, esa era una de las tantas defensas que el Santuario preparó en la Antigüedad para los extraños.

En la práctica, había sido la condenación para quienes, en medio de la oscuridad de la Esfera de Plutón, se retiraron del campo de batalla y quisieron regresar al hogar.

Akasha se encontraba en el final de uno de esos desvíos, con un casco de hierro entre las pequeñas manos, que lo levantaban hasta tapar la luz del sol. Cerca, dos hombres cubiertos por túnicas de viaje ayudaban al grupo enviado por Icario en la tarea de recoger a los muertos. Los cientos de hombres que no cayeron bajo arma alguna.

A ese lugar había ido a parar Orestes, mientras reflexionaba sobre el bien y el mal que había traído al Santuario. No se arrepentía de haber ofrecido su ayuda al Sumo Sacerdote, por supuesto, esas habían sido las órdenes que recibió del dios por el que luchaba y vivía. No obstante, no tenía ninguna pista sobre lo que debía hacer a continuación. Era como si despertar a los santos de bronce fuera la única tarea para la que había vivido hasta ese momento, de modo que bien podía morir después.

—¿Es esa vuestra voluntad? —llegó a preguntarle a los cielos, ya libres de toda oscuridad. No obtuvo respuesta, como de costumbre, no había jurado lealtad a la clase de divinidad que daba a sus fieles todo hecho. El Hijo esperaba que los hombres pensaran por sí mismos y decidieran qué era lo correcto.

Sopesó lo que se ganaría y perdería con su muerte. Él, Orestes de Micenas, poco tenía que ver ya con el mundo. El país en el que nació y estuvo destinado a gobernar ya no existía; la época que vivió era ahora recordada como una mezcla de leyendas y verdades. Seguía vistiendo como entonces, cubierto por un corto quitón y calzando sandalias, porque nunca había dejado de sentir que pertenecía a ese espacio y tiempo. Hoy en día, solo con los santos de Atenea compartía alguna conexión, la servidumbre a un dios que se preocupaba por los seres humanos y un cofre metálico, colgado a los hombros, en el que estaba guardada la armadura que aquel le había concedido. Con todo, algo lo distanciaba de los santos de Atenea, no el título, sino las acciones que había llevado a cabo. Ayudó a despertar a los santos de bronce porque así le fue ordenado, no como un gesto altruista, y lo hizo a sabiendas de que el Olimpo tomaría represalias, como bien le explicó al Sumo Sacerdote cuando no había vuelta atrás.

En resumen, si el Santuario no quería una alianza con el Olimpo —y no la querrían, pues su dios había previsto no solo a quién enviarían los dioses para detenerla, sino cómo tratarían de hacerlo—, pero tampoco quería enemistarse con los olímpicos, solo tenían que dar una prueba fehaciente de que no estaban del lado de su mayor enemigo.

Y él tenía que ser esa prueba, ese sacrificio.

Akasha cayó en la cuenta de la presencia de Orestes cuando este pisó sin querer un charco de vómito. Primero lo tomó por otro enviado de Icario, por cómo miraba, cabizbajo, los cadáveres que había en el lugar. Luego hizo memoria, recordando el día en que el Sumo Sacerdote partió a los confines del mundo en busca de la salvación de los santos de bronce. Aquel hombre que se le acercaba, de prendas tan particulares y largos cabellos castaños enmarcando un rostro adusto y regio, solo podía ser quien lo acompañó. En cuanto lo reconoció, entendió que no estaba mirando los rostros desencajados de los muertos con tristeza, sino con remordimientos.

—Murieron de asfixia. Más allá solo hay armaduras y ropa, los cuerpos de quienes murieron son polvo. Y quienes no lucharon están aquí.

—Aceptaré el castigo —aseguró Orestes, ya enfrente de la pequeña—. Mis acciones han costado las vidas de los santos de Atenea, quienes lucharon en una batalla que no era suya. ¡Permitid que lave con mi sangre mis faltas!

La aspirante a Virgo siguió mirando el casco, sin inmutarse. Incluso si Orestes se hubiese puesto de rodillas, ni siquiera lo habría mirado a la cara. Nada que aquel extraño pudiera hacer o decir cambiaría lo sucedido. La terrible hora que unió la noche y el amanecer ya había pasado, no había vuelta atrás.

—Ningún santo murió aquí por tu falta —repuso Akasha, recordando el sacrificio de Ichi, de Geki y de Nachi, así como la desaparición de Shaina. Fuera o no suya la batalla, lucharon en ella porque eran santos de Atenea, y no habían caído por azar, sino porque con ello podían salvar las vidas de miles—. En este lugar solo murieron soldados rasos, hombres que solo querían volver con sus familias en el pueblo. No es conmigo con quien te tienes que disculpar, Orestes de Micenas.

Orestes contempló los cuerpos que lo rodeaban una vez más. Ninguno obtuvo la muerte de un guerrero, solo un final tan cruel como deshonroso. Pensando en el pueblo que había dejado atrás, maldijo las palabras que había escogido, así como se replanteaba las decisiones que tomó en el momento en que arribó al Santuario. ¿Hizo bien en obedecer al Sumo Sacerdote y quedarse en Rodorio, por si todo salía mal? ¿Habría cambiado algo si hubiese luchado junto a los santos contra la legión de Aqueronte? Esas y otras preguntas asaltaban la mente del allende de Micenas.

Un destello tan brillante como el sol le tapó la vista por un instante. Usando una mano a modo de visera, distinguió a un par de viajeros, uno todavía envuelto del todo en una gastada túnica, el otro mostrando el brazo derecho, protegido por un escudo de plata. De pronto, Orestes notó como todo su cuerpo se endurecía, adquiriendo poco a poco un peso adicional, propio de la piedra. Antes de que la maldición de Medusa terminara de cubrir su rostro, esbozó una sonrisa amarga: él, que había desafiado el juicio divino, enfrentaría gustoso el juicio de los hombres, así fuera el de una niña.

Aceptaría el castigo.

El responsable de tal acto se acercó a Akasha, deteniéndose un momento en el camino para observar al petrificado Orestes. Un golpe de viento removió su capucha, revelando su identidad. De tez morena y sin un solo pelo en la cabeza por propia elección, se trataba de Zaon de Perseo, recién llegado desde Japón.

—Órdenes del Sumo Sacerdote. Debía hacer esto con el enviado del Hijo si todo salía mal —explicó el santo de plata—. Aun así, mi maestra Shaina siempre dijo que no deben tomarse medidas precipitadas. Ya que solo la muerte es definitiva, no tengo intención de destruirlo, sea o no posible devolverlo a la normalidad.

—¿No es demasiado tarde para hablar de decisiones precipitadas? —preguntó Akasha.

—Si vives en el pasado, nunca podrás avanzar hacia el futuro correcto. Por eso, nosotros, que vivimos para asegurar un futuro para la humanidad, no nos podemos permitir el lujo de ahogarnos en nuestros propios errores. No, no es tarde. Nunca lo es.

—Tenemos que luchar —interpretó a Akasha. No miraba al santo de Perseo, a quien apenas conocía, y su voz sonaba ausente. El casco que cargaba resbaló entre sus pequeñas manos y cayó el suelo—. Por este mundo, lucharemos con todas nuestras fuerzas, sin descanso, porque somos santos de Atenea.

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Makoto ya se había acostumbrado al repentino tránsito de aldeanos. Cientos de personas de todas las edades iban de un lado a otro, confusos y desorientados al no sentir ya aquel miedo irracional de las últimas horas. El buen hacer de la guardia, así como los lazos de amistad, respeto y lealtad que por milenios habían unido Rodorio con el Santuario, sirvieron para que la situación no se descontrolara.

La presencia de Azrael era un asunto muy distinto. No creía posible que se acostumbrara nunca al chico de la Fundación, mucho menos a sus ocurrencias.

—¿¡Pretendías gasear por completo el pueblo!? ¡De verdad que eres incorregible!

—Funcionó bastante bien en la cueva bajo la Torre del Reloj —se defendió Azrael. Ningún guardia en el pueblo había tenido el valor de decirle que tenía una mancha de sangre en el labio, fruto de la única herida que recibió durante la batalla. Le había ido bastante mejor que Makoto, que llevaba el brazo colgado al hombro mediante vendas, inútil—. Habría funcionado también aquí.

Un pequeño altercado llamó la atención de ambos. En el otro extremo de la calle en que se encontraban, una amazona discutía con una cuadrilla de guardias, todos altos y fornidos, con lanzas de punta negra, escudos del mismo material y una pesada coraza a modo de armadura. No tenían que aguzar el oído para saber de qué iría la discusión, los hombres debían estar diciéndole cómo lo habrían hecho mejor que quienes lucharon, la enmascarada debía estar planteándose si el ejército de Atenea se podía permitir que cuatro soldados quedaran inválidos de por vida. Por suerte, el nuevo capitán, de nombre Icario, solía darse cuenta de esas situaciones, no demasiado frecuentes, y aparecer justo en el momento adecuado. ¿Cómo se enteraba? Solo los dioses lo sabían.

—No saben la suerte que tienen —comentó Makoto, para luego aclarar, avergonzado—: ¡No digo que me arrepienta de haber luchado en primera línea! Me refiero a las armas que les concedieron. Gammanium, la mejor combinación entre dureza, resistencia y peso entre los metales terrestres, uno de los componentes de los mantos sagrados y el principal de las armaduras negras. Ahora entiendo por qué el señor Kiki decidió crear armas y escudos con ese material, no eran para quienes lucharíamos cerca de los santos, sino para quienes quedarían si el enemigo nos sobrepasaba.

—Estoy seguro de que vimos a varios en el frente con lanzas como esas.

—Sí, pero… —empezó a decir Makoto, callando al notar que Azrael parecía distraído—. ¿Lo de gasear el pueblo no iba en serio, verdad?

—Ya que la evacuación no era posible, ese era el plan B —respondió el chico de la Fundación, haciendo caso omiso a la escandalizada mirada del lancero—. En el mejor de los casos, sería una victoria total en un solo movimiento, en el peor, una solución temporal que nos permitiría enterrarlos. Mis conocimientos sobre la mitología griega son elementales, sin embargo, ¿no debían los muertos hacer un pago para poder cruzar el Aqueronte y llegar al inframundo, donde serían castigados o recompensados según sus acciones? Tal vez los soldados que enfrentábamos nunca recibieron un entierro digno —sugirió, con el mentón apoyado en la mano entreabierta.

—¿Pensaste en todo esto mientras nosotros peleábamos allá fuera? —preguntó Makoto, a sabiendas de que estaba siendo un poco injusto. Fue Geki quien alejó a Azrael del campo de batalla, con un puñetazo en el estómago, además.

—¡Estaba preocupado, créeme! —exclamó Azrael, cruzado de brazos y con el ceño fruncido—. Pero desde mi posición, solo podía ayudar a mantener todo en orden.

—Ya —dijo Makoto, entornando la mirada—. Varios compañeros me han dicho que parecías otra persona. Más te vale que ningún niño de Rodorio haya oído las cosas que ibas gritando por ahí a todo guardia que veías.

—¡Estaban demasiado inquietos! Para combatir el miedo antes de que se adueñe de tus tropas no basta la amabilidad, tienes que infundirles confianza, seguridad y disciplina. Y hubo alguien que fue más duro que yo. ¡Debiste estar allí! Arthur comandaba a todos como si no estuviéramos a punto de ser invadidos por un ejército de miles de hombres. Fue de mucha ayuda, cubrió con creces el puesto de Faetón.

—Arthur es inhumano —comentó una voz, demasiado aguda para provenir de Makoto. Tanto este como Azrael se sorprendieron al encontrarse a una niña detrás de ellos.

—¿Lo dijo como si fuera algo bueno o es cosa mía? Bueno, ya me estoy acostumbrando a la gente extraña de todas formas. Soy Makoto, soldado raso, mucho gusto.

—Yo me llamo Akasha, aspirante a Virgo. Gracias por cuidar de Azrael. ¡Me han contado que os habéis hecho muy buenos amigos!

—Yo no diría tanto —dijo Makoto, estrechando la mano de la pequeña.

—¡S-Señorita! No la había visto… ¡Estaba muy preocupado! —exclamó Azrael mientras bajaba y subía los brazos, sin terminar de decidir si estaba bien abrazarla.

—¿Preocupado? —repitió Akasha—. ¡Eres tú el que está sangrando!

—Azrael fue muy valiente —aseguró Makoto, asintiendo varias veces—. Cargó contra una horda entera y…

—Me mordí la lengua —interrumpió Azrael, cabizbajo—. Geki me cargó sobre los hombros desde la Torre del Reloj, a toda velocidad, y yo no paraba de hablar. Ya se imaginará lo que ocurrió. Cuando llegamos al campo de batalla, Geki me dijo que debía quedarme en Rodorio y preparar alguna locura de las mías. Oh, lo siento, señorita.

La muerte de los santos de Lobo y Oso era solo un rumor, de momento, uno que ninguno de los supervivientes que regresaron a Rodorio había desmentido o confirmado. Sin embargo, Azrael supo ver tristeza más allá de la máscara de la aspirante. No necesitaba más para imaginar el destino de sus queridos amigos.

—No es nada. Estoy bien —dijo Akasha, sacudiendo la cabeza—. Sé que fuiste muy valiente. Los dos lo fuisteis. Quizá un día podríais convertiros en…

—No —cortó Makoto en redondo—. Tuve mi momento y fracasé. No fui digno de vestir un manto sagrado. En cuanto a Azrael, es demasiado mayor como para empezar a entrenar desde cero. Un candidato a santo es entrenado desde la niñez.

—Fui un niño soldado, ¿eso cuenta como experiencia? —repuso el empleado de la Fundación, el rostro iluminado ante la sola posibilidad de llegar a ser un santo.

—Y Arthur empezó a los dieciséis —añadió Akasha—. Nos entrena el mismo maestro, solo que él aspira a Géminis y yo a Virgo —le explicaba a Makoto, distraída, mientras una idea empezaba a venirle a la mente—. Tal vez pueda ayudarme. Si llevamos juntos la sugerencia al Sumo Sacerdote podríais tener una nueva oportunidad. ¡Y no solo vosotros! Muchos de los que lucharon hoy podrían.

—Los santos no gasean pueblos —masculló Makoto entre dientes—. Cuando un aspirante abandona el entrenamiento o fracasa en la prueba final, es porque así debía ser. Y la edad… ¡El cosmos no es algo que se aprenda por arte de magia! La tradición dicta que entrenar desde la infancia es vital para que el cuerpo se acostumbre.

—Algunas cosas deben ser preservadas, otras no —dijo Azrael.

—Esta tradición debe mantenerse.

—¿Por qué?

—¡Porque así ha sido siempre!

—Eso ocurre con todas las tradiciones que se han abandonado.

—Seguiremos hablando en otro momento —dijo Akasha de repente, disipando el tenso ambiente que se iba formando entre los dos jóvenes.

—¿Ocurre algo, señorita?

—Tengo que disculparme con alguien. Creo que lo he visto pasar por allí —dijo Akasha, señalando más allá de donde una cuadrilla de soldados problemáticos era reprendida por el capitán Icario—. ¡Hasta pronto!

Sin dar tiempo a Azrael y Makoto para siquiera despedirse, la aspirante de Virgo salió corriendo. Ambos se miraron, confundidos. ¿Con quién se tendría que disculpar?

La tregua entre aquel par duró el escaso tiempo que le tomó a Akasha perderse en las calles de Rodorio. Un momento después, ya estaba Makoto enumerando las razones por las que ninguno de los dos podría convertirse en santo nunca.

—¿Alguna vez has sentido arder tu cosmos?

—¿Qué es el cosmos?

—¿Siquiera te planteas convertirte en santo y no sabes lo que es?

—Lo cierto es que no —admitió Azrael.

—Es fácil, el cosmos es… ¿Ese que viene es el capitán? ¿Quién lo acompaña?

Resuelto allí el asunto con los guardias alborotadores, Icario se acercaba hacia ellos acompañado de la amazona, quien resultó ser una conocida. Saludando con una mano a aquel par, Geist usaba la otra para mantener sobre unos hombros a una niña que no paraba de palparle la máscara, llena de curiosidad.

—Qué casualidad, Makoto, esta pequeña me estaba haciendo la misma pregunta que Azrael ahora mismo. Quiere saber lo que es necesario para ser un santo de Atenea.

—Señora… Quiero decir, Geist, ¿usted también?

—Y yo —dijo Icario, cuyas manos estaban todavía rojas tras las bofetadas que había repartido entre sus subordinados—. Cuéntanos.

—El cosmos es una fuerza universal… —Makoto empezó a rascarse la cabeza, tratando de recordar lo que le habían dicho con exactitud. Todos, hasta la niña, asintieron, llenos de curiosidad—. Es como si hubiese un universo en nuestro interior, que despertamos a través del entrenamiento y expandimos en el combate, si nuestra causa es justa y nuestra voluntad férrea. ¿Lo veis? Es muy fácil.

—Un universo —repitió Azrael, palpándose el pecho—. ¿Aquí?

—¿Tú lo has entendido? —dijo Geist, mirando a la pequeña, que negó con la cabeza.

—Si no puedes explicárselo a un niño… —dejó caer Icario.

—Pues es muy sencillo. Al principio, el universo era más pequeño que un átomo… Ah, me rindo, mejor explíquelo usted, señora… Geist, quise decir, Geist.

—¿Yo? —repitió la amazona, convirtiéndose en el centro de atención—. Nunca presté demasiada atención a la teoría. En el momento en que lo necesité, cuando mi vida corría peligro, lo di todo en un solo golpe. Mi cuerpo, mi alma, mi mente. Así fue como sentí por primera vez el cosmos arder en mi interior.

—Qué cursi. ¿Y así se queja de mi explicación, señora Geist?

Makoto se tapó la bocaza un par de segundos demasiado tarde, cuando ya había dicho demasiado donde todos preferían guardar silencio. Geist, de aspecto implacable gracias a la máscara, tomó la herida mano del lancero y empezó a moverse, trayéndole malos recuerdos a la vez que la niña reía sin parar.

—Ay, ay, ay. ¡La mano no! ¡La mano no!

—Si tienes tiempo de hacerte el gracioso, también lo tendrás para ponerte a trabajar.

Mientras veía a aquellos dos marcharse, Azrael todavía trataba de entender qué era el cosmos y cómo podía despertarlo, para así poder ser más útil a Akasha. Tan ensimismado estaba, que no notó que Icario se había quedado mirándole, muy serio.

—Es extraño verlos reír tras tantas desgracias, ¿verdad?

—Las lágrimas son la bebida preferida de Hades, la risa es el sonido milagroso que no le deja dormir bien. Que rían todos, por los vivos y por los muertos.

—Entonces, ¿qué ocurre?

—Dime la verdad. ¿Quién derrotó al guardián de Reina Muerte?

—¿Qué vencedor supondría un ejemplo a seguir para el ejército de Atenea, en su mayor parte formado por soldados rasos? —preguntó Azrael, a modo de respuesta.

—Desde luego, si Faetón pudo hacer eso, ninguno de mis hombres querría ser menos —convino Icario—. ¿Sabes que lo encontraron en el barco, inconsciente? Robaron la máscara de Rangda delante de sus narices, estoy esperando a que se recupere para darle una buena reprimenda. Tú viajaste con él a esa isla del demonio, ¿tienes alguna idea de por qué volvería al barco sin pedir ayuda a nadie?

—¿Para quedarse con el mérito?

—Eso ya lo imagino yo solo. Y deja de responderme con preguntas.

—Todos los tripulantes certificaron ser empleados de la Fundación Graad, me aseguré de ello cuando emprendimos el viaje. Al final no fue posible, todos se encerraron en cuanto el barco atracó, salvo uno. Era japonés y se llama Mei… Mei… No recuerdo el apellido, tampoco el rostro. Llevaba siempre una gorra. ¿Le sirve de ayuda?

—Más o menos —dijo Icario—. Solo una cosa más.

—¿Sí?

—Vuelve a dar una sola orden a mis hombres y la aspirante a Virgo tendrá una nueva asistenta. ¿Ha quedado claro?

—¡Señor, sí, señor!

—Grecia necesita más hombres como tú. Anda, ve a descansar.

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La persecución llevó a Akasha por medio pueblo, hasta un pozo en el que al fin encontró a quien buscaba. Un muchacho de lo más común, de camisa roja sin mangas, vaqueros azules y una cara que lo decía todo sobre lo que pensaba. La había hecho correr a propósito y eso le divertida. ¡Vaya con el héroe del Santuario!

—No ha tenido gracia.

—¿Y sí la tuvo pasar detrás, sin avisar de que te ibas? Admito que la primera vez fue mi culpa, acababa de despertar, de reencontrarme con mi hermana, no sabía qué era real y qué un sueño. Y de repente me encuentro con que Kanon es el Sumo Sacerdote y me ordena que escolte a Rodorio a la sucesora de Shaka. Bien, puedo lidiar con eso, ¡si la niña a la que debía escoltar no se hubiese ido corriendo sola!

—Creía que querías estar solo. Te vi ahí, delante de Ichi, Nachi y Geki.

La imagen le vino a la mente. Seiya murmuraba algo frente a las tres Cajas de Pandora, tal vez una oración, quizás solo una disculpa. No se atrevió a interrumpirle.

—Fue duro saber que habían muerto. Nunca crucé muchas palabras con ellos, incluso después de saber que eran mis hermanos de sangre. Llegamos a pelear en el pasado.

—Lo sé. Geki dijo que te dio una paliza.

—¡Será mentiroso! Eso es algo que me espero de Ichi, ¡Geki era un buen hombre!

—¿No mandó a Hyoga al hospital?

—Por supuesto que… Espera, ¿me estás tomando el pelo, verdad?

—Si lo notas, es porque los conoces. Ellos me hablaron mucho y muy bien de vosotros, querían celebrar una gran fiesta cuando despertarais. Pero no pude protegerlos hasta que llegara ese día. No pude salvar a Ichi, ni siquiera estuve junto a Geki y Nachi cuando…

—¡Espera un momento! —interrumpió Seiya, mostrando por acto reflejo la palma abierta—. Somos nosotros quienes os hemos fallado, no tú, ni nadie que haya estado luchando mientras éramos prisioneros del reino de los sueños.

—No luché —dijo Akasha, cabizbaja. Se sorprendió al sentir la mano de Seiya sobre su cabeza. Buenos recuerdos aparecieron en su mente, demasiado buenos para ella, que nada había hecho por cambiar las cosas—. ¡No hice nada!

—A tu edad, has hecho suficiente. Yo también tuve seis años, ¿sabes? Y lo único que hacía era llorar porque me habían apartado de mi hermana. Seika, ¿la conoces?

—¡Se pondrá bien! Está viva y su mente no fue dañada. Solo necesita reposo.

—¿Ves que sí has hecho algo? Te preocupaste por ella, por Ichi, Nachi y Geki. Yo ni siquiera era capaz de escuchar las lecciones de mi maestra sin quedarme dormido. Necesité seis años de entrenamiento para dejar de quejarme de mi suerte y aprender lo que tú ya sabes. Todos tenemos un destino, una misión en la vida. Pero no solo se trata de aceptarla sin cuestionarnos nada, ¿sabes?

—¿Acaso deberíamos rebelarnos contra el destino escrito en las estrellas? —cuestionó Akasha, a lo que Seiya negó con la cabeza.

—Nosotros forjamos nuestro destino. Y eso también está forjado en las estrellas.

Al ver cómo Akasha no decía nada, Seiya quiso buscar una explicación menos poética, más clara. Mientras se rascaba la barbilla, la voz de alguien surgió en su mente como un vago recuerdo. Trató de dar forma a quien emitía esas palabras, pero se encontró observándose a sí mismo. No era la primera vez que le ocurría. Desde el momento en que despertó, cuanto había soñado, una vida entera, se empezó a derrumbar, cayendo en el olvido para dejar paso a la vida que en verdad había vivido.

Para cuando el santo de Pegaso volvió a hablar, aquel pensamiento se había esfumado de su mente, tal y como ocurre con los sueños después de despertar.

—Un hombre y su destino, no existe diferencia entre ambos. No se trata de aceptar algo impuesto y ajeno, sino…

—¿Propio? —completó Akasha.

—Y flexible. Nuestro destino no solo depende de cosas que no podemos controlar, sino también de nuestra voluntad. No eres culpable de lo ocurrido hoy. Y sé que Ichi, Nachi, Geki… y Shaina. Todos ellos coincidirían conmigo, los conozco. Escúchame —pidió, dirigiéndole la mirada; ella se la devolvió, expectante—: No dejes que la culpa te consuma, no te quedes esperando lo inevitable sin hacer nada para remediarlo. Debes volverte fuerte, porque el destino de un santo no es un regalo ni una imposición, ¡es algo que debemos crear con nuestras propias manos!

Un silencio se formó entre ambos, corto y frágil, pues pronto quedó roto en pedazos. Cerca, una madre y su hija rompían en llanto, precediendo a una oleada de murmullos y gritos. Curiosos, familiares y amigos conquistaron el ambiente con el dolor de la pérdida, extendiendo por el pueblo de Rodorio la verdad sobre los desaparecidos.

Akasha tembló, recordando el encuentro con Orestes. También Seiya sintió un estremecimiento, no pudo evitarlo, no al oír lo que contaba el grupo de Icario.

—Yo podría ayudarte —dijo el santo de Pegaso, recurriendo a toda su fuerza de voluntad para mantenerse sereno—. Sé fuerte. ¡Volvámonos más fuerte que todas las generaciones que nos precedieron! ¡No permitiremos que esto se repita! Lo…

Un juramento iba a salir de la boca de Seiya, en nombre de la diosa en la que creía y de las estrellas bajo las que tantos héroes habían nacido, pero no le fue posible; Akasha se había aferrado a él. Al abrazar a la pequeña, sus manos notaron al fin que estaba temblando, y supo de ese modo que aquella no era solo la valiente sucesora de Shaka, sino una niña de seis años que había encarado por primera vez la guerra y la muerte. Escuchó en silencio el llanto, dándole palmaditas en la espalda, comprendiendo lo poco que, en ese momento, aquella necesitaba saber del destino, el futuro y la culpa.

Con la cabeza contra el estómago de Seiya, la máscara aun cubriéndole el rostro bañado en lágrimas, Akasha repetía las mismas palabras una y otra vez:

LO SIENTO.

Notas del autor:

Por diversos motivos, el próximo lunes no me será posible publicar, así que decidí darles una doble publicación el día de hoy. ¡Con este capítulo culmina el primer arco de esta historia, muchas gracias a todos por su apoyo!