Interludio

Ifigenia observaba la entrada entreabierta, dominada por la duda.

La puerta, hecha de cuerno, era una entre otras tantas que se extendían a ambos lados de un pasillo cristalino. Aquel espacio carecía de adornos en el techo, suelo y paredes del mismo azul pálido del río Lete, dispuesto para hacer olvidar a los soñadores los mundos que habían visitado en el Oneiroi, palacio de los Ensueños y el Sueño mismo. ¡Incautos ellos, que en su mayoría olvidan mantener en el recuerdo los restos que de esos mundos soñados Mnemosine les deja en los primeros instantes del despertar!

Pero Ifigenia no guardaba interés en el conocido mundo azul, cubierto de puertas en la misma medida que el cielo nocturno lo está de estrellas. Los ojos soñadores de la guardiana del Oneiroi se mantenían en el oscuro hueco que separaba la puerta hecha de cuerno, de su común estado de cierre. Ella sabía que, de no hacerlo, el sueño que poco tiempo atrás contenía, no podría ser jamás recordado. Miraba el negror infinito, hipnotizada, hasta que la dulce voz de una joven buscó sacarla del trance.

—¿Qué dolor aqueja tu corazón, Ifigenia? —preguntó la mujer de vestido blanco.

El cabello castaño, los ojos grises y la blanca piel de su rostro y brazos pertenecían a Saori Kido, reencarnación de Atenea. Sin embargo, aquella entidad nació del Zeus Onírico, y no de aquel que gobierna en la más alta cima sobre los dioses, pilares del mundo consciente al que los hombres llaman realidad. Un ente entre mil, que reina sobre los sueños que crea para reyes, héroes, y otros hombres ilustres.

—Ninguno que merezca la atención de los inmortales, mi señor —respondió Ifigenia. Y aunque la amazona no volteó, ya que aún mantenía la mirada fija en la tumba de un sueño roto, eran incuestionables su respeto y humildad.

—Oh, Ifigenia —dijo la entidad, ya más cerca de la amazona—. Llegaste a este reino como humana, casta sierva de Artemisa, protectora de doncellas. Tal es tu origen, por el que con humildad inclinas la cabeza ante los dioses, hacedores de la humanidad. Pero, ¿acaso no volviste a nacer de mi padre, Hipnos, de quien todos los sueños nacen? ¿No fue Artemisa, diosa partera, quien iluminó con luz de plata tu segundo nacimiento?

—¡Así es! —exclamó Ifigenia; el orgullo inundaba su pecho.

—Si es así, ¿no estamos unidos por el vínculo de la hermandad, aún más antiguo que los Señores del Olimpo? —Ante la pregunta de la entidad, Ifigenia asintió—. Entonces, ¿por qué temer compartir penas, así como antaño compartimos origen?

—No quiero olvidarlo —respondió Ifigenia con voz queda—. Si las puertas se cierran, ni siquiera yo podré recordarlo, ¿verdad?

—Aun tú, que tantos sueños has visitado, ¿los recuerdas una vez han terminado? —preguntó la entidad, sirviéndole a Ifigenia como respuesta—. Pero de la Muerte y el Sueño, Eros es hermano…

El último comentario de la entidad, con una voz regia y potente como solo podía proceder de los más grandes héroes y reyes, causó en Ifigenia un sobresalto. Un aro plateado con doce —infinitas— llaves colgando cayó contra el suelo azul, y la amazona se agachó presurosa a recogerlo. Una vez tocó el frío metal con los dedos, volvió la mirada hacia la entrada ennegrecida, temiendo que se hubiese cerrado al dejar de vigilarla. Al contemplarla aún abierta, Ifigenia sonrió, jugueteando con el aro de plata.

—Ha llegado —comentó la entidad. Ifigenia, sabedora de que la puerta no se cerraría por el momento, volteó con lentitud.

No se encontró con la pelirroja hermana del santo de Pegaso, ni con el envoltorio mortal de Atenea, diosa de la sabiduría y la guerra. La forma de la entidad era ahora masculina: alto, fornido y de anchos hombros; el corto cabello oscuro y la espesa pero bien recortada barba, así como los ojos grandes y firmes, evocaban el regio porte de los reyes de la Antigüedad. Vestía un corto quitón, sujeto por un cinto y fíbulas en los hombros; por encima de la prenda procedente de Oriente, lo cubría un amplio manto. Y no calzaba los zapatos propios de los hombres de la era contemporánea, presente del mundo consciente, sino sandalias. Para Ifigenia, la similitud con uno de los viajeros que hacía tan poco había guiado —no aquel a quien deseaba mantener en su memoria, sino Orestes, el callado compañero—, resultaba evidente.

—¿Quién ha llegado? —preguntó.

—Aquel que fue liberado de la más antigua prisión —respondió la entidad.

Y sin hacer más preguntas, apretando con fuerza el aro del que colgaban las llaves del palacio, Ifigenia salió corriendo. Sabía muy bien quién había venido, y para qué.

xxx

El firmamento era siempre subyugado por la noche, el viento soplaba suave y templado, y las verdes tierras que rodeaban la cueva que se encontraba al final del camino, estaban cubiertas por toda clase de plantas hipnóticas. Caronte, vistiendo todavía las prendas que llevó en su invasión al Santuario, pasó por la invitación al sueño eterno que todos los visitantes de aquel lugar recibían. Permanecía firme, extrayendo de debajo de la chaqueta una espada invisible.

De inmediato, el invasor hizo una exagerada genuflexión, inclinando la cabeza hasta mirar el suelo. No se trataba solo de Hipnos, quien permanecía recostado a pocos metros, con la cabeza apoyada sobre las piernas cruzadas de una bella mujer. Él, que ha causado más dolor y muerte que ninguna criatura sobre la faz de la Tierra, sabía su lugar frente a los inmortales; sin embargo, la razón de su gesto era el deseo de no mirar a aquella que jugueteaba con los dorados cabellos del dios. Sabía que de levantar la mirada se encontraría con Pasítea, de sonrosada y viva piel, y un rostro siempre alegre, iluminado por una sonrisa que solo sus hermanas Cárites —y Afrodita, de todas las diosas la más hermosa—, podrían igualar. Pero, ¿tenía él, derecho a recibir bendición semejante de quien desde el alba de los tiempos, era esposa de Hipnos? ¿Se lo permitiría el padre de los Oneiros, quien solo a una había amado?

—¿Por qué te inclinas, Caronte? —preguntó Hipnos con su característica voz neutra.

—¿Cómo podría estar de pie, encontrándoos vos acostado? —se excusó Caronte, sin levantar la cabeza.

—Es mi estado natural —respondió Hipnos—. Pero te pido que me mires a los ojos, si tu deseo es hablar.

Caronte levantó cabeza, y por un segundo vio a Pasítea, con una corona de flores sobre el cabello. El rostro de aquélla, en parte oculto por el flequillo y la inclinación de la cabeza, respondió la mirada con su sonrisa eterna, y el invasor del Santuario no se extrañó al notar que ninguna alegría lo inundaba. Admiraba la belleza de la deidad —solo un loco podría negarla— pero la magia divina que a aquella y sus hermanas envolvía según las leyendas, no le afectó, del mismo modo que tampoco lo hacía el efecto somnífero del lugar, ni lo hicieron los poderes de aquel bribón pelirrojo del Santuario. Tan fuerte era la bendición de Ares, aún fluyéndole en cada gota de sangre.

—La espada de Hades —dijo Hipnos, mirando el espacio en apariencia vacío que pesaba sobre las dos palmas de Caronte, abiertas hacia el cielo—. ¿Pretendes entregármela?

—En el alba de los tiempos, los Hijos de la Noche otorgaron dones a los Olímpicos, victoriosos sobre Crono —relató Caronte—. Hipnos, quien había desposado a Pasítea, hija del Crónida, recibió de Zeus la petición de crear los sueños reales, que enseñarían el futuro a los mortales tal y como lo hacía Febo. Entonces nacieron Morfeo, Fantaso e Iquelo. Pero aquel saber sería la perdición de la raza de los hombres, y en su sabiduría, el Crónida ordenó la creación de los sueños falsos. Para cumplir tal voluntad, fueron engendrados mil Oneiros, hermanos de los anteriores. De ese modo, los seres humanos solo conocerían el porvenir cuando fuera necesario, y ese conocimiento estaría en manos de los más ilustres entre ellos, capaces de llevar tal carga.

—Continúa —pidió Hipnos. Las lagunas y malinterpretaciones propias de las leyendas que se extendían por la Tierra no le importaban, siempre y cuando permaneciera la esencia de la historia que se estaba contando.

—La Muerte, gemelo del Sueño, siguió a Hades hasta el límite del Abismo donde moran los Titanes, y en aquel vacío nació el genuino reino nombrado igual que su creador. Un lugar de descanso para las almas de los muertos, mucho antes de que el hombre se envileciera como la servil mascota de Ares que hoy es. Tánatos, maravillado ante la obra de Hades, le regaló una parte de sí mismo: era invisible, como lo es la muerte para cada mortal, y adquirió la forma de espada por voluntad de Hades, para diferenciarla del tridente de Poseidón y el cetro de Zeus. Se dice…

—¿Se dice? —repitió Hipnos, tras un tiempo de silencio.

—Al desprenderse de una parte de sí mismo, Tánatos permitió a quienes no nacieron inmortales, la posibilidad de serlo a través de medios diversos. La espada de Hades es capaz de deshacer cualquiera de esos cambios; la inmortalidad obtenida con esfuerzos y argucias no existe para ella. Y se dice… Se dice que aun aquella que es natural podría ser negada, pues la Muerte y la espada son lo mismo… ¿Acaso es cierto? —preguntó Caronte al final, había llegado demasiado lejos en su relato como para no hacerlo.

—Lo desconozco. Esa espada nunca ha conocido el cuerpo de dios —respondió Hipnos, sabedor del auténtico interés de Caronte—. ¿Deseas comprobar esa leyenda, quizás?

Hipnos extendió los brazos hacia los lados, dejando al descubierto el pecho vestido en sombras. Caronte miró al dios, sorprendido, y tras unos segundos de indecisión dejó caer la espada sobre la hierba; no hizo ningún sonido.

El silencio continuó unos minutos más. Hipnos veía el tentado corazón de Caronte con aún más nitidez que el resto de aquel espacio, preguntándose si debía corregir su empobrecida versión de los hechos. ¿Tenía sentido decirle que fue él, más que Tánatos, el maravillado por los Campos Elíseos que Hades creó en el inhóspito vacío? ¿Debía saber Caronte, que fue él quien convenció a Tánatos de otorgar tan preciado don a Hades, desprendiéndose de una parte de su propio ser? ¿Y acaso podría aquel guerrero incansable, comprender lo distinto que era el lazo que unía a los Hijos de la Noche y Zeus, de la simple gratitud, respeto y devoción? ¿Cómo hablar de la importancia del Crónida a quien ha visto a reyes y emperadores corromperse y caer ante los más lamentables destinos? No, que aquel niño —pues era un niño si se le comparaba con Hipnos, observador de los reinados de Urano y Crono— siguiera inclinado ante una espada de Damocles que no existe, atraído por rebeliones imposibles. Así se movía la Creación, orgullosa de su estado de realidad y sus leyes, y así se seguiría moviendo.

—Ofrecí trece años al Santuario —dijo al fin Caronte—. Sin embargo, ahora dudo de que haya sido lo correcto.

—¿Incumplirás tu palabra? —preguntó Hipnos.

—Tengo un presentimiento —dijo Caronte, evitando la pregunta—. ¡Y aún no me he recuperado del veneno de Campe! —exclamó, pensando en la ocasión, ya lejana, en la que golpeó los colmillos de la criatura para poder escapar—. ¿Debería enviar otra legión? Tal vez Cocito o Flegetonte…

Antes de terminar sus cavilaciones, Caronte giró para detener una flecha, disparada a su corazón. Más allá, a pocos metros, una bella mujer tensaba el arco, regalo de Artemisa para las doncellas que en su nombre luchan. Aún con la flecha en la mano, el guerrero se acercó a la amazona con paso tranquilo. Por su parte, Ifigenia recurrió a su segundo mejor arte, y pronto Caronte se vio rodeado por un ejército de determinadas arqueras.

—¿A quién amas, princesa de Micenas? —preguntó Caronte tras la espalda de Ifigenia, la real. Esta giró a la vez que daba un salto hacia atrás, y disparó otra flecha que el guerrero esquivó con facilidad—. ¿Qué santo robó tu corazón? ¿Qué sueño te ha cautivado al visitarlo?

Caronte preguntaba al oído de Ifigenia, y con la flecha que aún sostenía jugueteaba con el cabello de la amazona. Esta, por momentos paralizada, se preguntó qué estaba haciendo pelando con el hombre que desde siempre había sido su amigo. Cuando lo vio en aquel lugar, inclinado, la reacción debía ser la de abrazarle tras su prolongada ausencia. Sin embargo, escuchar de una invasión al Santuario —aquella fuerza de la justicia por la que Jabu de Unicornio se había sacrificado— le provocó el deseo de detenerlo. Ella conocía a aquel hombre, y por ello sabía de lo peligroso que podía ser para el menguante ejército de Atenea.

Al sentir la flecha sobre la oreja, Ifigenia saltó de nuevo, al tiempo que incontables proyectiles impactaron contra Caronte, desapareciendo al llegar a su cuerpo. El guerrero podía ver más allá de aquellas ilusiones, y la única saeta real la bloqueó con la que tenía en la mano. Entonces, Caronte volvió acercarse a la amazona, y la abrazó. Ifigenia miró al guerrero, una sonrisa dominaba su rostro, distinta a la de ella o la señora Pasítea o el resto de las Cárites. Él sonreía como debían hacerlo los demonios: astuto, pero con una cierta picardía que sustituía la acostumbrada crueldad.

—Oh, vamos —dijo Caronte, restando importancia a los ataques de Ifigenia. Acercó la punta de la flecha a los labios de la amazona, para luego dejarla caer hasta apuntar a la altura del pecho—. ¿Por quién late el corazón de la princesa de Micenas? Dímelo, para así poder perdonarle la vida, dejando por cuantas décadas permita la inflexible Átropos, las puertas de sus sueños entreabiertas para ti.

A Ifigenia no le extrañó lo errado que estaba Caronte: ¿cómo podía saber de Jabu y su sacrificio, si ya no era más que un sueño que Mnemosine dejó partir? Tras liberarse del abrazo, dio lentos pero firmes pasos hacia atrás, y en cuanto el guerrero pretendió seguirla, hizo que la flecha que esgrimía estallara en plumas negras. Pronto, un embrujo de ensueño asaltó todo el cuerpo de aquel hombre, al tiempo que un disimulado hilo de aguas del Leteo —Ifigenia había bañado sus flechas en él antes del primer disparo— navegó por los pliegues de sus ropas y la piel, adentrándose en el oído en busca del cerebro. Ninguno de aquellos intentos dio resultados: no era posible controlar al que un día fue siervo de Ares, como tampoco un campeón del Olimpo podía olvidar su misión.

—Todos —dijo al fin Ifigenia, sabiéndose derrotada.

—¿Todos los santos? —preguntó Caronte, casi sin creérselo.

—Quiero que perdones las vidas de todos los santos de Atenea —reiteró Ifigenia—. No ataques el Santuario ahora, ni dentro de seis meses o un año. Eso pido.

—De acuerdo —respondió Caronte de inmediato, sorprendiendo a Ifigenia por un instante—. Pero, ¿qué debo hacer si los dioses me piden lo contrario?

La pregunta no estaba dirigida a Ifigenia, sino a la entidad que ahora la respaldaba, adoptando la forma de un rey de antaño. La mirada de Caronte, entornada, atravesaba a aquella apariencia con una furia tan inmensa, que la amazona pensó en volver a tensar el arco. Detrás, sin haberse movido de su cómoda posición, Hipnos decidió intervenir.

—¿Ofreciste trece años de tregua sin el permiso de los Olímpicos? —preguntó Hipnos. La crítica atravesó a Caronte, y la mejor espada no habría sido igual de letal—. Solo cumple tu palabra, y de esa forma honrarás a quienes sirves.

—¿Será lo mejor? —preguntó Caronte, sin dirigirse a nadie en concreto. Dejó el tiempo pasar, sin que nadie dijera nada.

—La maldición de Campe —empezó a hablar Ifigenia, rompiendo el incómodo mutis—, ¿si la elimino, volviéndola sueño, harías caso a mi petición?

—Tanto poder no está en tus manos —dijo Caronte—. No puede…

—En Ifigenia se encuentra mi fuerza, como en todos mis hijos —apuntó Hipnos, lejano; sus ojos posados en el resplandeciente rostro de su esposa.

—Dunamis —murmuró Caronte, y luego asintió—. Acepto, Ifigenia, ningún santo morirá por mi mano durante los próximos trece años, en la época y la Tierra de la que he regresado, siempre y cuando no vuelvan a tener trato con el Hijo y sus siervos, tal y como han asegurado, y se limiten a su labor. ¿Os parece aceptable?

Ifigenia asintió enseguida, aunque el silencio de Caronte la impulsó a añadir una cláusula más a aquel pacto, después de recibir la aprobación de su señor.

—Una alianza entre los santos de Atenea y las fuerzas del Hijo activará nuestro trato. La maldición de Campe empezaría a menguar desde ese momento. Así lo juro.

Fue hasta ese momento que Caronte asintió, conforme.

—Pero me sigo preguntando: ¿quién es el hombre que te ha movido a pedirme algo así, princesa? Ninguno de los que murieron esta noche, espero.

—No soy una princesa —dijo la amazona. Caronte estaba cerca de ella; las manos, frías como la nieve en invierno, sobre las hombreras—. No fue ese el hado bajo el que nací.

—Pero las hijas de los reyes son llamadas princesas —dijo Caronte—, aun si son sus propios padres quienes le niegan ese destino. —La mirada volvió a tornarse furibunda, directa a la entidad que custodiaba a Ifigenia, o más bien a la forma que había adquirido—. Ahora debo irme, ¿no guardas alguna sonrisa para un viejo amigo? Son preferibles a las flechas, ¿sabes?

Desconociendo por qué, Ifigenia se apartó, sin corresponder aquella petición. Caronte la miró con la clase de rostro que enemigos y aliados, amantes y odiados, jamás podrían ver, y desapareció. Dentro de trece años volvería, buscando el pago por el pacto que había aceptado con tan pocas reservas. Atacaría a los santos, si es que estos no hallaban en aquel período un tiempo de reflexión. Sí, si no tomaban la decisión correcta, el Santuario conocería por última vez el auténtico significado de la desesperación, y esa idea la angustiaba. Ella, admirada por la determinación de Jabu, no deseaba que su sacrificio fuera en vano, y con esa angustia había tensado el arco frente a un amigo.

—¿En verdad necesita ayuda para liberarse de la maldición de Campe? —preguntó la entidad con forma y voz de rey.

—No, se habría recuperado por sí mismo; él es uno de los Astra Planeta —respondió Hipnos—. Pero en los reinos de la vigilia, siempre es necesario dar y recibir para que nadie quede inconforme, así el pago sea simbólico.

Hipnos seguía acostado, e Ifigenia, tranquilizada al ver resuelto el conflicto, se le acercó para devolverle las llaves del Oneiroi. Incluso ella, guardiana del palacio, no debía tenerlas siempre en mano. El dios tomó el aro sin levantarse, mirando a la amazona.

—¿Tienes algo que decirme, Ifigenia? —preguntó Hipnos, suspicaz.

—Guié a Unicornio y él salvó a los santos de bronce —confesó Ifigenia con voz entrecortada. Detrás, la entidad de regia forma negó con la cabeza, formando una enigmática sonrisa.

—Eso podría jugar en contra o a favor de los reinos de la vigilia, pero ya no depende de nosotros —dijo Hipnos—. Unicornio, Jabu, hijo de Mitsumasa Kido. Deseas que Mnemosine lo mantenga para ti, a él que ha dejado de existir —adivinó.

Ifigenia notó un diminuto peso extra en la mano y, antes de responder, vio una de las llaves de plata del palacio. Recordó el negro vacío tras la puerta entreabierta, y el sueño que antes contenía.

—Te concedo el derecho de cerrar esa puerta, o de mantenerla abierta por siempre, si es tu deseo —dijo Hipnos, y ni entonces su voz dejó la natural neutralidad, ni su rostro volteó. Solo los ojos, cerrados ahora, le daban una apariencia distinta.

—Yo… Pero… No obedecí… —decía Ifigenia, temblando. Sus blancas mejillas se vieron empañadas por hilos acuosos, naciendo de la felicidad que la embargaba. Mientras aquella puerta siguiera abierta, así hombres, dioses, y el mismo tiempo lo hubiesen olvidado, ella recordaría a aquel valeroso muchacho.

—Tal vez Ifigenia se pregunte qué debe dar a cambio —sugirió la entidad.

La guardiana del Oneiroi giró levemente, y por fin pudo recordar en la forma de la entidad la olvidada imagen de su padre, Agamenón de Micenas.

—En los reinos de la vigilia, siempre es necesario dar y recibir. Pero aquí —la voz de Hipnos se alzó como rara vez ocurre, al tiempo que el dios abría sus ojos dorados—, todos mis hijos han de saberlo: no hay más ley que mi capricho.

Sí, en verdad los hijos de Hipnos sabían bajo qué voluntad existían. El ente con la apariencia de Agamenón, y la amazona bañada en lágrimas de felicidad, sonrieron ante aquella verdad. Y así como en el mundo que muchos llaman realidad una niña pedía perdón entre llantos, Ifigenia da las gracias a su señor, su segundo padre.

Mientras, Hipnos dirigía su mirada al negro firmamento de las Tierras del Sueño, tan lejano y a un tiempo tan cerca del mundo de los hombres mortales, donde brillaba una inmensa y brillante esfera. Extrajo un manuscrito de sus ropas, extendiéndolo hacia aquella luna lejana, mostrándole el contenido firmado con letra esmeralda. Y el dios dijo algo, hablando de los tiempos que vendrían.

Pero nadie pudo escucharlo.

Notas del autor:

Respuestas Capítulo 12:

Shadir. Fue una dura batalla, sin nuestros héroes de siempre, pero otros ocuparon su lugar y lucharon como los grandes, aun a costa de sus vidas. Ahora queda a los que sobrevivieron seguir protegiendo este mundo, como siempre harán los santos de Atenea.

Sí, es la misma. Hipólita de Águila Negra, antaño aspirante al manto de Hércules.

Ulti_SG. Era la idea, doble publicación para dos semanas sin capítulo. Me alegra que haya gustado la idea, ¡no podía dejarlos esperando justo en este momento!

No había presupuesto para grabar los cinco minutos, así que Caronte… Ah, todavía no llegamos a eso. Sí, el escudo de Medusa es tan útil que se siente un desperdicio que nunca tengamos un protagonista santo de Perseo, ¿por qué no podía tener Saint Seiya Omega Santos de Atenea de protagonistas, si dos de ellos eran Orión y Águila? Aparte de repetir a Pegaso, claro está. Sobre el sentido de oportunidad de Kiki y el propio Perseo, ¿qué puedo decir? Nadie espera que tu próximo enemigo sea un ejército de zombis inmortales, armas de muerte instantánea y aguas que te roban cosmos. Y es mala cosa concentrar demasiados guerreros con un cosmos poderoso donde se manifiesta el río Aqueronte, como bien supieron las ninfas de Dodona.

Mantengo la idea de que los caballeros negros se parecen a los portadores originales de las armaduras negras que ellos visten, por eso Hipólita se parece a Marin, la santa de Águila de esta época. En cuanto al hombre que se robó la máscara, ¿quién será, aparte de otro ladrón más? ¡Puros ladrones enfrentarán los santos de Atenea!

Jaki solo pudo hacer cosas terribles. Es Jaki, al fin y al cabo.

Caronte es la clase de persona que mataría a toda tu familia y luego te echaría la culpa por no llegar a tiempo para negociar la renovación de tu seguro del hogar.

De nuevo voy a usar el sacrosanto manga original como barrera y decir que Seiya hizo lo mismo en el arco de Poseidón, levantarse de un coma de un mes sin ser consciente para salvar a… No, espera, lo hizo para resolver un problema que no debía existir para empezar. Olvidemos que esa escena ocurrió, y por tanto neguemos que tenga cualquier clase de justificación más que decir que… Veamos, ¡fue el cosmos! ¡El cosmos lo hizo! Y el hospital claro, no hay mejores médicos que los de la Fundación Graad.

Los capítulos de desarrollo son los más divertidos de escribir, y eso lo digo como fan de toda clase de acción, dan mucho juego y menos estrés.

Respuestas Capítulo 13:

Ulti_SG. Bueno, si Perseo sigue vivo en próximos capítulos, significará que lo hizo por deseo expreso de Kanon, o que Kanon es un buenazo que lo perdona todo.

Tuve más presente todo el dilema que se armó para que Anakin pudiera ser entrenado como Jedi, pero el ejemplo y la franquicia son lo mismo. Makoto tiene la ventaja de que ya tuvo entrenamiento, cuando menos, aunque si acabó como un vigía holgazán es que Azrael tiene tantas posibilidades como él. ¿Lo lograrán los dos? ¿Lo logrará solo uno y el otro tendrá que ver desde la distancia? Solo leyendo podrán saber.

Es el protagonista, claro que es buena gente, salvo que hablemos de la época en la que vivimos, donde el héroe puede ser un narcotraficante financiando un golpe de Estado. Veremos si también tiene algo de pesado en el futuro, si sí, culparé de ello a la misma existencia de ELDA, porque, ¿quién querría responsabilizarse de sus propias decisiones? Es un tema denso el de cruzar a los originales de una historia con nueva generación con los personajes adaptados, sobre todo cuando tras estos últimos hay un peso tan grande, pero en este caso todavía recuerdo que las palabras solo fluyeron.

Dejaré que decidan los lectores la respuesta a esa incógnita, no me llevo bien con forzar ese mensaje como se hizo en otra historia. Sobre lo otro, definitivamente, Caronte, aparte de fuerte, es más tramposo que el mismo Yugi.