Capítulo 14. Doce años después
El hombre dio un paso al frente, un salto de fe hacia el vacío interestelar. La piedra, flotando en medio de la nada, reaccionó a la voluntad del hombre, volando presta hacia él. Otras piedras, acaso meteoritos aplanados por un espacio inclemente, le siguieron, formando una escalera a través de la cual el hombre ascendía, seguro de sí mismo.
Vestía ropas sencillas y holgadas, propias de alguien de mayor edad y altura. La máscara tribal que le cubría el rostro lo distinguía del guardia de seguridad que había aparentado ser, pero había algo más que lo hacía destacar, menos visible, eso sí. La confianza con la que pisaba cada peldaño flotante, rodeado por un mar de estrellas, no era propia de un hombre común y corriente, viviendo como una complaciente marioneta del destino, sino de aquel que dejará una huella en el mundo, si no es que la ha dejado ya. Como una última muestra de tal resolución, se quitó la máscara cuando rozaba ya el penúltimo peldaño, arrojándola allá donde decenas de constelaciones brillaban con un aire que él consideraba nostálgico. Un vistazo fugaz a la era mitológica.
Al llegar a la cima, se encontró en un suelo circular, elevado por la misma magia que la escalera que había recorrido. La imagen en relieve de una mujer de perfil, con la cabeza cubierta por un yelmo, dominaba el centro. Tres círculos la rodeaban, de bronce, de plata y de oro, fue ante este último, el más cercano, que el hombre se detuvo.
—He vuelto —dijo con voz suave, extendiendo la mano hacia el frente. Entre sus dedos, que por un momento acariciaron el vacío sobre la efigie de la mujer guerrera, apareció de pronto un báculo coronado por el ave de la victoria, rodeada por el disco solar.
El hombre atravesó el círculo dorado por el octavo de los doce segmentos en que estaba dividido. No se atrevió a pisar, empero, el rostro de la mujer del yelmo, se quedó a medio metro del centro, de modo que el báculo que sostenía ahora con ambas manos quedara a esa altura. Permaneció así un tiempo, hasta que el mundo cambió.
Doce figuras aparecieron alrededor de aquella área circular, de un dorado más brillante que la lejana e inerte luz de las estrellas. Desde el Carnero Blanco hasta los Peces, todas las constelaciones zodiacales se habían manifestado allí para oír al hombre.
—Niké es nuestra y nuestro es el camino hacia Atenea. Vayamos pues, hermanos míos, hacia un mundo dorado, más allá del bien y del mal.
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Abrió los ojos con parsimonia, presa de un cansancio para el que no tenía explicación. Se encontró con que tenía la corona papal entre las manos, más pesada en ese momento de lo que había sido en doce años portándola. ¿Por eso se lo había quitado?
—Tiene que ser eso —susurró, viendo su reflejo en el metal dorado a la vez que pensaba en la principal propiedad de aquel yelmo: proteger los pensamientos del líder del Santuario, volver insondables la memoria, las intenciones e incluso la identidad de quien ha sido elegido para dirigir el más poderoso ejército de la Tierra. Con él puesto, nadie podría adentrarse en su sueño reparador para tornarlo pesadilla, nadie podría confundirlo con visiones, fueran falsas o medias verdades, nadie excepto…
Se levantó, airado y con el casco de nuevo donde debía estar. Un nombre estaba por salir de su garganta cuando oyó una vocecilla que no venía de ninguna parte.
—¡No Plutón, Neptuno! —dijo el extraño que le había mostrado aquella visión—. ¿Quién es tu enemigo, Sumo Sacerdote? ¿Y quién es tu aliado?
Las inmensas puertas del templo papal se abrieron en ese momento, interrumpiendo la conexión con aquel extraño. Un guardia, de la casta de los vigías, cruzó presuroso la alfombra roja del salón, inclinándose ante los escalones que lo separaban del trono.
—Su Santidad, traigo noticias de la división Andrómeda. El Argo ha llegado a la isla de las Greas sin incidentes. Muy pronto recuperarán el Ojo y podrán…
—Alto —cortó enseguida el Sumo Sacerdote—. Terminar la búsqueda que ellos mismos escogieron no enmienda los pecados que los llevaron al exilio. Ni siquiera Shun, quien decidió acompañarles en tal condena a pesar de sus numerosas hazañas, está exento de cumplirla. No regresarán al Santuario. Todavía no.
—Disculpadme, Su Santidad, no pretendía ser indiscreto —dijo el guardia, ya levantándose. Estaba por retirarse cuando oyó un carraspeo—. ¿Su Santidad?
—Haz llamar al santo de Libra —ordenó el Sumo Sacerdote, con un tono menos duro que iluminó la cara del guardia. Cuando este, disciplinado a pesar de la emoción, salió del recinto y cerró las puertas, se permitió murmurar para sí—: ¿Qué embrujo lanzaste sobre estos haraganes, pequeña? ¿Y por qué me afecta también a mí?
Sacudió la cabeza, formando una sonrisa que solo se permitía mostrar en soledad. Entonces recordó que podía no estar solo, que era posible que nunca lo hubiese estado y que el enemigo supiera todo cuanto iba a hacer.
—Si eso es así, solo tengo que ir un paso por delante de mí mismo.
Abrazando a tal resolución, no menor que la del hombre que vio en sueños, cerró los ojos. Aun había tiempo para meditar. Sobre el pasado, el presente y el futuro.
Si es que había un futuro.
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Lejos, muy lejos de allí, un fuego ardía sobre el centro de la caverna, iluminando un espacio que de otro modo se hallaría siempre sumido en las tinieblas.
Desde las paredes, resguardada entre las sombras, una anciana reía para recordar a dos jóvenes guerreros que ya no eran dueños de su destino. Ambos llevaban armaduras negras, eterna marca de una vida sin honor. De un lado, un japonés herido, con el cuello enrojecido y una característica cicatriz en la mejilla; sobre la tiara que le protegía la cabeza a modo de casco, lucía un cuerno partido por la mitad. Enfrente, el responsable de aquel daño daba vueltas en sentido contrario al andar de su adversario; solo su pecho gozaba ahora de protección. Encorvado, era más ágil de lo que aparentaba. Y aun más astuto. Sí, vaya que lo había sido, hasta ahora.
El japonés vio cómo se disponía a atacarle, con el rostro fiero semejante a un lobo. Después de tantas fintas y juegos, le pareció incluso decepcionante que todo se redujera a un ataque frontal. Pensó aquello mientras esquivaba el doble ataque de su oponente, una cruz hecha de viento acelerado, capaz de cortar la roca y el acero. El aire asesino se perdía en las sombras tras su espalda cuando golpeó el peto del caballero negro, destrozándolo por completo. La parte del golpe que no amortiguó aquel metal impío bastó para que el corazón de Lobo Negro se detuviera.
—Bien —dijo el japonés, contemplando cómo aquel joven caía inerte al suelo—. ¡Ya no tiene puesta la armadura negra, podéis llevároslo!
—¿Pero por qué lo matas, Unicornio Negro? —dijo la anciana en las sombras, quien pese a tales quejas aceptó el sacrificio. El orgulloso Lobo Negro fue arrastrado sin consideración por la tierra, lejos de la luz que iluminaba aquella arena de batalla.
El japonés lo observó todo en silencio, dando a la vez vueltas a aquella pregunta. ¿Por qué lo mató? Cuando enfrentó a León Negro, muy lejos de allí, ni siquiera se molestó en verificar si estaba vivo o muerto. Hacía poco tiempo, tal vez solo unos minutos, debió romperle los brazos a Oso Negro antes de poder deshacerse de su armadura, más dura que la roca y más sólida que el acero. El rostro aterrado de aquel gigante matador de bestias seguía grabado en su mente, pero más aún tenía presentes los gritos que salieron desde las sombras a las que fue arrastrado. Entonces no pudo evitar imaginar que la antigua criatura a la que rindió tal sacrificio —ya dormida, así como lo estaría pronto su hermana— devoraba los dos metros y medio de carne, hueso y sangre que habían llegado a sus manos; un hombre desprovisto de protección, pero consciente. ¿Cómo una anciana, que debía compartir un ojo y un diente con dos hermanas, podía masticar el cuerpo entero de un hombre? No tenía respuesta, pero tampoco contaba con una explicación alternativa para los gritos que escuchó de Oso Negro: en sus últimos segundos de vida, aquel valeroso adulto volvió a ser un niño indefenso, aterrado.
—Dormiré —dijo la anciana, sin dirigirse a nadie en concreto—. ¡Enio, despierta!
De las sombras, así como habían surgido los caballeros negros de Oso y Lobo, sedientos de venganza, vino una mujer enmascarada. Las garras eran su arma, y la armadura de Ofiuco la protegía; no el auténtico manto sagrado, del color de la luna, sino una vulgar imitación, negra como los cabellos de su portadora.
El japonés palideció al reconocer a la recién llegada. Era incapaz de articular palabra.
—¿Por qué, Makoto? —dijo la mujer, lanzándose como un rayo sobre el caballero negro de Unicornio. Ni siquiera le permitió reaccionar, en un instante ya lo tenía agarrado del cuello, ejerciendo una fuerza que Oso Negro envidiaría.
—G… yo… —trató de decir Makoto.
—¡Habéis empezado demasiado pronto! —gritó Enio, no la destructora de ciudades, eterna compañera del dios de la guerra, sino la más terrible de las Greas. Makoto ignoró aquella vieja y quejumbrosa voz, tan odiosa como las dos anteriores—. ¡Rómpela! ¡Rompe solo la armadura! ¡Rómpela ya!
De eso se trataba: destruir la armadura; si era posible, sin matar al portador. Para Makoto, ganar un combate era lo mismo que sacrificar al vencido, por mucho que no supiera qué ocurría en las sombras de la caverna. Tras cada victoria, una de las tres hermanas, en ese momento poseedora del Ojo —y el único diente— que debía compartir con las demás, dormía y despertaba a otra, para que la sucediera en la misión de resguardar los más queridos bienes con los que contaban. Claro que no todo era deber en aquellas viejas malévolas, para ellas ver hombres combatiendo por sus vidas debía ser todo un espectáculo tras milenios de ostracismo. Dos batallas sin sentido, dos vidas, aquel fue el precio para saciar la sed de sangre de dos de las Greas.
Ahora solo quedaba una.
«¿Debo sacrificarla también a ella? —pensó Makoto—. No puedo.»
Pero el instinto de supervivencia se impuso a toda emoción. Dio una patada alta contra el estómago de Ofiuco Negro, quien salió volando lejos.
Oyó entonces el restallido de un látigo. Arcos de electricidad púrpura danzaban entre los dedos de la sombra de Ofiuco, transformándose en una serpiente hecha de rayos, al servicio de Serpentario. Entendiendo el peligro de aquel arma, Makoto esquivó el primer trallazo y otros más, que resonaban por todo lugar de la caverna alumbrado por el fuego central. Pronto, el japonés conocido como la sombra de Unicornio entendió que ya no luchaba con aficionados, sino con alguien tan hábil como él, que poco a poco lo acorralaría hasta que estuviera a tiro. Por suerte, contaba con una ventaja.
«Soy más rápido —recordó entre salto y salto, haciendo oídos sordos al sonido del látigo pasando por el aire, tan semejante al siseo de una víbora—. Podría hacer que creyera que he entrado en su juego y embestir en el momento en que me vea más acorralado. No, ese fue el error de Theon, no debo atacar de frente sino…»
Sacudió la cabeza, cortando tales pensamientos. ¿Atacar? No quería hacerlo. No se suponía que debiera hacerlo. Esa no podía ser su misión.
No tardaría en lamentar tal indecisión.
—¡Solo la armadura, mujer! —exclamó Enio desde las tinieblas.
El caballero negro de Unicornio entendió demasiado tarde el significado de tales palabras, justo cuando la mujer lo ató desde los pies hasta los hombros, inmovilizándolo. Fue fácil ver que alguien como Geist no fallaría tantos ataques a propósito, así como que ni siquiera ella podría acercarse de esa forma sin que la viera venir. Había estado empleando la magia por la que desde hacía tiempo la llamaban Bruja del Caribe: una ilusión, tan semejante a la realidad que un batallón de hombres veteranos podría pasar todo un día luchando con fantasmas sin darse cuenta de ello.
—¡Este hombre me traicionó! —exclamó la mujer—. ¡Nos engañó a mí y a mis amigos, mis hermanos! ¡Nos trajo a este lugar como corderos de sacrificio! ¿Acaso los dioses no me permitirían hacer justicia?
—¡Solo la armadura! ¡Solo la armadura! —repetía Enio con ansiedad.
Entretanto, Makoto repasaba sus opciones. De nada le servía en ese momento su afamada velocidad, pues tenía los brazos y las piernas atados de tal forma en que no podía moverlos ni un centímetro. Tampoco la fuerza le serviría en esas circunstancias, no había sido maniatado por un látigo que pudiera cortar, sino por una serie de rayos que imitaban la forma de una serpiente letal; el mero roce con aquella víbora hacía que una corriente eléctrica le recorriera el cuerpo, causándole una dolorosa parálisis. Pasó poco tiempo antes de que entendiera la realidad: no podía hacer nada, había sido atrapado como un estúpido. Lo único que le quedaba era escuchar en silencio los gritos de la mujer, reproches aún más dolorosos que la constricción que lo aprisionaba.
—¡Exijo justicia! —exclamó Ofiuco Negro.
No debió hacerlo.
La luz que iluminaba el centro de la caverna se extinguió por un instante. Al regresar, Makoto ya no estaba a merced del látigo relampagueante, sino el extremo de la arena contrario a aquel en el que se encontraba la mujer, tan aturdida como él.
—Justicia —repitió Enio desde las sombras.
La victoria lograda con malas artes se había deshecho, dejando paso a un combate justo, sin trucos. Así lo entendió Makoto cuando la mujer volvió a la carga, formando de nuevo aquel látigo hecho de electricidad un instante antes de tratar de golpearlo.
De nuevo la situación original, de nuevo las dudas y la indecisión.
Rogó a los dioses una salida mientras esquivaba con holgura los ataques de su adversaria. Y recibió una respuesta.
Un tercero había aparecido entre los combatientes. El caballero negro de León Menor.
—¡Tú! —exclamaron a un mismo tiempo Makoto y la mujer.
—Sí, yo —dijo el recién llegando, acariciándose el cuello con aire distraído—. Así que nunca dejaste de ser el perrito faldero del Santuario, después de todo.
Por primera vez desde que los caballeros descubrieron, o más bien presumieron, sus auténticas intenciones, Makoto no titubeó ni dio un paso atrás. Asintió, sombrío, a la vez que una vil esperanza nacía desde lo más profundo de su corazón. Enio exigía un sacrificio humano antes de dormir, en cuanto se retirara dejaría el Ojo sin protección. Tenía que mancharse las manos con la sangre una vez más si quería cumplir su misión, pero podía escoger. Todo había cambiado, así lo sintió antes de atacar.
El por largo tiempo conocido como Unicornio Negro cargó de frente, tal y como había hecho Lobo Negro. Mientras se acercaba, con el puño en alto, hacia León Negro, decidió que él no era mejor que aquel hombre impetuoso.
Pero algo cambió antes de que golpeara al caballero negro de León Menor, no la falta de reacción en este, pues se sabía más rápido que cualquiera de sus compañeros, sino algo más. La mujer más brava que había conocido no estaba haciendo nada más que mirar en ese momento, había dejado que otro luchara la batalla que era solo suya.
Makoto maldeciría aquel sexto sentido suyo durante mucho tiempo, empezando en el momento que golpeó la cabeza de León Negro. ¡Qué ilusión más realista era aquella! Oyó el crujido de los huesos, los sesos chocando contra el cráneo, la respiración de un guerrero tan joven como necio deteniéndose… Pero como esperaba, Enio no le recriminó haber matado a su presa, no dijo nada, pues la magia de una mortal no podía engañar a una de las Greas, poseedoras del Ojo.
Un hombre común habría caído en la trampa, despojando a un fantasma de una armadura inexistente y quedando a merced de su auténtica adversaria. Makoto no era un hombre común, él gozaba de una fuerza mítica que solo unos pocos entre los mortales podían despertar, la cual ardió desde sus entrañas y recorrió el brazo y el puño que mantenía extendidos, para liberarse como un estallido de luz. El fantasma de León Negro se deshizo de inmediato, atravesado por un millar de lucillos que siguieron su camino hacia la mujer. A esta no le dio tiempo de ejecutar el ataque que ya preparaba, mucho menos defenderse, los lucillos la picotearon como un enjambre de moscas que hubiesen sido bendecidas con una fuerza sobrenatural.
—¡La máscara también! —ordenó Enio una vez la armadura negra de Ofiuco se hubo hecho añicos—. ¡Solo la máscara! ¡Solo la máscara!
Asqueado de sí mismo, Makoto vio el resultado de sus hazañas, con las que tantas veces soñó de niño. El enemigo que tenía enfrente no era un monstruo, un gigante o un dragón, sino una mujer a la que había desprovisto de todo honor y orgullo.
No temblaba de miedo, por supuesto, alguien como ella no podía permitírselo frente a un enemigo. Sin embargo, había bajado la guardia y hasta deshizo el látigo de rayos. Un último siseo se oyó en el lugar, seña de que aceptaba la derrota.
—¿Por qué ha tenido que ser así? —preguntó Makoto, ya frente a ella, mientras tocaba con suavidad la máscara que le cubría el rostro, lo único que la distinguía como algo mejor que la escoria conocida como los caballeros negros—. ¿Por qué?
—Vaya preguntas haces —dijo la mujer, riendo a su pesar—. Es porque tu causa es justa y tu voluntad férrea.
Makoto asintió solo movido por la nostalgia. Un monstruo como él, que no derramaría lágrimas incluso ahora, no merecía esas palabras. Tomó la máscara con mucho cuidado, cerrando al mismo tiempo los ojos. No quiso ver los labios que besaba.
En otro tiempo, a la vez cercano y lejano, él descubrió lo que aquella máscara ocultaba y se creyó enamorado. Ahora, roto por dentro y libre de la ilusión del primer amor, no podía contemplar el rostro tras el frío metal, no sin verse obligado a aceptar la muerte. Cuando los labios de los dos enemigos se separaron, el sonido de un cuello roto asaltó la caverna. Makoto dejó caer sus manos, asesinas de amigos.
No se quedó a ver cómo el cadáver de la mujer era arrastrado a las sombras, tampoco se molestó en escuchar las quejas de Enio. Haciendo caso omiso del resto del mundo, Makoto centró su mirada en la única luz de la caverna, muda centinela de tres combates deleznables. Tuvo una idea, puro instinto. Decidido a seguirla, saltó hacia la luz con la mano extendida, tomando aquello que ocultaban las llamas.
Cuando volvió al suelo, tenía quemaduras superficiales en la mano, pero pudo callar el dolor al ver lo que había cogido. Una esfera, semejante a un ojo humano, con una pupila aguamarina que le evocó aquel tono azul verdoso que a veces presentaba el océano.
Buscó una salida, importándole poco si las batallas que libró le hacían digno de aquel tesoro o era un ladrón preparando su huida. Solo un loco esperaría que cualquiera de las Greas despertase para preguntar algo así, y él no se consideraba uno. Decepcionante, inhumano y asesino, sí, pero cuerdo. Y, por eso, algún día respondería por sus actos.
«Algún día, no ahora. Ahora no puedo fallar.»
Motivado por ese pensamiento, Makoto se internó en la laberíntica red de caminos que conectaba la caverna con el resto de la isla. De algún modo, el solo sostener la brillante esfera en la mano le permitía saber qué camino seguir en cada bifurcación. Corría a la velocidad de una bala supersónica, envuelto en un aura distinta a la del tesoro sagrado que había recibido —o robado, pues creía estar oyendo los gritos airados de una de las ancianas—. Durante el último tramo, el más largo, temió encontrarse con León Negro esperándole al final. Por fortuna para su espíritu herido, nada pasó.
Al salir por la única y cambiante salida del laberinto —de entre noventa y seis caminos principales, que se encontraban y separaban en incontables bifurcaciones— Makoto se dejó caer, sumergiéndose algunos metros bajo el agua antes de regresar a tomar aire, quizá tentado con la idea de ser autor de su propia muerte. Y entonces lo vio.
El barco de los héroes, el navío de la esperanza. Argo Navis.
Notas del autor:
Shadir. ¿Pueden los mortales estar del todo preparados de las intrigas de los dioses? Supongo que la respuesta a esta pregunta es lo que nos impulsa a seguir las historias de Saint Seiya. O por lo menos esta.
Seph Girl. Ya me conoces. Siempre hallaré la forma de emplear los mitos griegos, de una forma o de otra.
¿Qué decir en defensa de Ifigenia? Miles de años en un castillo con acceso a todos los sueños de los hombres pueden ser muy duros si no tienes con quién compartirlos. Y no es lo mismo tener aventuras con alguien nuevo que con tus hermanos, aunque sean mil.
Ya sabes, Caronte, todo lo malo que pase en esta historia será culpa… Tuya, porque Ifigenia solo te lo pidió, tú mismo aceptaste. ¡Nada de echar la culpa a otros!
