Capítulo 15. El Ojo de las Greas
Los muertos se amontonaban a las orillas de un río infinito, demasiado emponzoñado como para reflejar el cielo crepuscular del infierno. Olían el hedor a muerte y enfermedad que el Aqueronte despedía, como si aún contaran con una nariz. Veían el enfermizo color amarillo de las aguas como si aún tuvieran ojos. Pero aquellos y otros órganos se estaban pudriendo en un lugar muy lejos de donde ahora se encontraban, si es que no eran ya polvo bajo la tierra. Los seres que esperaban en aquel espacio sombrío ya no eran hombres de carne y hueso, sino sombras cuyo destino estaba ahora en manos de un ser superior, quien juzgaría cada uno de sus actos. Aquel Rey, más antiguo que el hombre, les permitía contemplar lo que para ellos era una prisión, y para él, su reino.
Entre los fantasmas, una dio un tímido paso al frente. No era distinta del resto: una silueta casi transparente y escasamente formada, como dibujada con desgano sobre el aire. Género, altura, raza, rasgos de cualquier tipo... Nada quedaba de su pasado en la apariencia de aquellas almas que esperaban su último viaje. No se reconocerían entre ellos aunque se molestaran en verse; al lado podrían tener a un amigo, un amante o un familiar, podían estar junto a tales personas esperando por siglos, sin darse cuenta de ello. Sin embargo, algunos sí que eran conscientes de sí mismos, algunos recordaban, y Geist de Ofiuco Negro era una de aquellos.
Hacía tiempo que había llegado a aquel lugar, aunque no podía determinar cuánto: el transcurrir de los días era imposible de calcular en el Hades, tan alejado de cualquiera de las tierras del mundo. Desde entonces se había fijado en el paisaje, en los incontables espíritus que, como ella, esperaban. Le sorprendió no distinguirlos, no ver nada que diferenciara a uno de otro. ¿Quiénes eran los ricos, y quiénes los pobres? ¿Importaba si eran adultos, ancianos, niños o recién nacidos? ¿Dónde estaba el justo, y dónde se encontraba el malvado, listo para sufrir la condena que no recibió en vida? Geist se llegó a preguntar si, en el lejano pasado, los hombres que ostentaban un poder terrenal que proclamaban divino podían distinguirse de campesinos y comerciantes. La respuesta era evidente, un dicho extendido y desgastado: la muerte todas las cosas iguala. No supo si aquello le producía alegría o tristeza, y extrañó el poder reír y llorar.
Un movimiento en el agua avisó a todos de quién venía, siendo escuchado solo porque el Rey así lo había dispuesto desde el día en que creó el Hades. Geist miró hacia el horizonte, donde un hombre alto, aunque encorvado, remaba desde una pequeña barcaza que se tambaleaba de un lado a otro, como a punto de caerse. Vestía una larga túnica oscura, y una capucha ocultaba su rostro. El Barquero había llegado, y todos los que lo estaban esperando al fin podrían iniciar el inevitable viaje final. Pero retrocedieron.
Nadie quería viajar, nadie era capaz de aceptar lo que le deparaba el reino más allá del río Aqueronte. Habían muerto, quizás hacía mucho, pero no deseaban que sus buenas y malas obras fueran puestas en una balanza, temían ser juzgados. Geist también sentía el mismo temor, pero algo la empujó hacia adelante, impidiéndole retroceder.
Ahí estaba el Barquero, esperando cerca de la orilla. Geist vio que le extendía la mano, una que no era más que hueso y una finísima capa de piel arrugada y pálida; los dedos, alargados y de uñas sucias, eran como las patas de un araña, y bien podrían rodear el cuello de un hombre grueso. En la palma anciana había una suave hendidura, de forma circular. Geist pensó en los hombres que morían de hambre, en los mendigos, hasta que recordó con quién estaba tratando. Se acercó al sombrío ser, y una moneda cayó de su cuerpo espectral —una parte de ella, pobre imitación de la mano y el brazo de una mujer—; el Barquero se aferró a aquel pago con la fuerza de la codicia que encarnaba.
Pero, ¿codicia de qué? ¿Riquezas, en el reino en el que moran las almas de los muertos? Hubo un tiempo en el que se pensó que sí, hubo personas que quisieron ser enterradas junto a sus mayores tesoros. Pero la realidad se presentaba por igual a todos una vez llegaban a la orilla del último viaje. Los muertos solo contaban con una cosa, y era lo único con lo que podían pagar los servicios del Barquero: esperanza, el último mal, el único bien con el que los hombres cuentan en sus peores momentos. Quienes habían descendido al sombrío Hades, creyeran o no en tal lugar, debían de aceptar en qué se habían convertido, y hacer de esa aceptación el pago para el Barquero. Una moneda era dada, y un ser humano enfrentaba su destino.
Geist vio cómo la moneda, su última pertenencia se integraba en la piel del Barquero, la cual se abrió y se cerró en el espacio de un instante, consumiéndola. Luego, de forma inexplicable, la barcaza creció lo suficiente como para que ella pudiera subirse, cosa que hizo sin un atisbo de duda; no había vuelta atrás, de todos modos. Antes de empezar a remar, el guía de los muertos dirigió su cabeza, oculta bajo el embozo, hacia el fantasma que había empujado a Geist. Aquella sombra informe retrocedió, tomando posición en un lugar que sería suyo por diez mil años más.
De forma lenta y parsimoniosa, la barcaza se fue alejando de la orilla, internándose en unas aguas desconocidas para las bendiciones de Apolo. Los mismos fantasmas que habían retrocedido, temerosos del Barquero, ahora rogaban por su pronto regreso, en silencio. Geist sabía todo aquello, porque ella misma había sido parte de ese coro irracional en varias ocasiones, hasta que otro decidió por ella.
El tiempo pasaba, aún imposible de medir, y solo el remo y los preocupantes balanceos de la barca, quizá tan vieja como el mismo Barquero, interrumpían la mudez del viaje. Geist creía escuchar dos sonidos más, aunque lejanos: un bajo e inentendible lamento en las profundidades, y la alegre emoción de una niña un día de Navidad, quince minutos antes de que todo su mundo se derrumbara. Ignoró ambos.
—Ah, esos muchachos —dijo el Barquero. La voz, propia de un anciano acostumbrado a contar historias, contrastaba con su aspecto sombrío—. Saltaron de la barca a medio camino justo al ver ese momento. ¿Qué esperaban que les respondiera? ¿Que el Rey sería misericordioso, como los débiles mortales que dicen impartir justicia?
Mientras el Barquero carcajeaba, Geist notó puntos de luz alrededor de la barca, manando de la mano brillante de aquel ser, la misma que había tomado la moneda con mal disimulada ansiedad. No necesitó centrarse en ninguno de ellos para entender que eran sus recuerdos, los más felices, los que nunca se repetirían. Pensó en su octava Navidad, en unos asaltantes demasiado borrachos como para usar bien un arma, en una niña incapaz de esperar a llegar a casa para abrir su regalo... Recordó a su abuelo, sangrando sobre la blanca nieve, y deseó llorar. No pudo hacerlo, era un fantasma.
—No soy mejor que ellos —dijo Geist, sorprendiéndose de que pudiera hablar.
—No, pero lo aceptas —dijo el Barquero, aún riendo—. Normalmente, incluso las sombras que me pagan prefieren quedarse como están, sin voluntad. Reciben el juicio sin defenderse y aceptan el castigo sin tratar de huir, porque no pueden hacer otra cosa. Luego están los que me pagan y acaban saltando de la barca, como aquellos muchachos tan ingenuos. Los terceros son los más divertidos: conservan su conciencia pensando que saben más que los Jueces del Hades, y se atreven a hablarles de justicia e injusticia. ¿A cuál de esos grupos crees pertenecer, joven sombra?
—He matado y causado daño a muchas personas, sé lo que me espera al final del viaje —respondió Geist, el Barquero soltó una risita, sobras de la anterior carcajada.
—¡Entonces de los cuartos, el tipo más raro! —exclamó, preso de una repentina jovialidad—. No quieres defenderte, solo escuchar la sentencia, saber que pagarás por tus faltas. Pero me sorprende, ¿sabes? Creía que vestías una de las armaduras negras... —detuvo sus palabras a la vez que dejaba de remar, como esperando una respuesta.
—Lo hice —admitió Geist—. Eso me llevó hasta aquí.
—Una armadura que imita el manto sagrado de un santo, metal muerto que no sirve a otro dios que no sea la ambición humana —recitó el Barquero, casi canturreando, mientras volvía a remar—. Quienes buscan el poder sin merecerlo, las visten y dejan de ser ellos mismos. Pero tú eres distinta, joven sombra, tú lo merecías.
—Me convertí en la sombra de Ofiuco —cortó Geist, recordando haber visto en un millar de espejos la imagen de su maestra, Shaina de Ofiuco,
—Un camino innoble —sentenció el Barquero, y por primera vez desde que empezó a hablar, su voz fue tan sombría como él mismo—, y muy humano.
—¡Nosotros somos diferentes, Barquero! —aseguró Geist, arrepintiéndose un segundo después. El orgullo la había dominado, a ella, un simple espectro.
—Caronte —se quejó el Barquero—. Mi nombre es Caronte.
—¿¡El hombre que atacó el Santuario hace doce años!? —exclamó Geist, a lo que el llamado Caronte rio una vez más.
—Estás hablando de Ilión —corrigió el Barquero—. Usa mi nombre cuando está en la tierra de los vivos, ¿verdad? Estuve presente cuando fue ungido con el alba de Plutón y fui testigo del juramento que prestó ante las aguas del Estigio. Entonces le di mi nombre porque no lo necesito fuera del reino, ¿qué puede querer un Hijo de la Noche de los mundos bajo la luz de las estrellas? —Una tercera risotada escapó mientras Geist guardaba silencio—. Un buen amigo, sí.
—Un monstruo —espetó Geist, rememorando aquella noche nefasta, a todos los compañeros que vio morir por la voluntad de un solo enemigo.
—Como tú —recriminó el Barquero—. Bueno, tú no me debes diez mil sombras, ¿o sí?
—No te debo nada —dijo Geist, tajante. Ser comparada con esa bestia mezquina, el principal enemigo de los santos en esta era, la había herido.
«El principal enemigo de los santos.»
Resonando aquella frase en su cerebro, Geist se permitió pensar en su significado, olvidando por un momento su condición. Siempre había sido una alumna atenta y una compañera que sabía escuchar, por lo que conocía bien la historia del Santuario. En especial, todos tenían muy presente a Hades, sin importar cuántos años habían pasado desde la última contienda entre aquel, dios y creador del infierno y los Campos Elíseos, y Atenea. En parte, se debía a que nadie había esclarecido el resultado de tal batalla, ni siquiera los héroes que acompañaron a la diosa y cayeron por ello en un profundo sueño. La mayoría no tenía más remedio que seguir temiendo y esperando el regreso del eterno némesis de Atenea, mientras que algunos se aferraban al rumor de que eso nunca ocurriría. Una fantasía, tal vez ingenua, en la que Hades había sido derrotado.
Aun Geist, que nunca creyó en tales rumores, sintió dentro de sí una profunda angustia. Si el Hades seguía funcionando del mismo modo que contaba la mitología, era imposible que quien lo creó hubiese sufrido una derrota definitiva. ¿De qué otro modo se explicaba que el Barquero continuase una labor tan penosa, si no era que estaba obedeciendo las órdenes del Rey? Aceptando esa realidad, por desagradable que fuera, nuevas posibilidades quedaban en el aire: ¿Y si Caronte no era el enemigo de los santos de Atenea en esta era, sino una encarnación de aquel a quienes estos enfrentaron a lo largo de milenios? ¿Podía ser que Caronte, Ilión, fuera un dios?
Si eso era así, todo cuanto había hecho el Santuario sería en vano.
«Pero el Barquero no se dirige a él como a un rey —pensó Geist, tratando de tranquilizarse—. No piensa en Caronte como su rey.»
—¡Yo me llamo Caronte, él Ilión! —repitió el Barquero con furia. Geist, más sorprendida que atemorizada al saber que aquel podía leer la mente, encontró tal arranque de ira divertido, y recordó la risa con nostalgia—. Cuéntame. ¿En qué te diferencias de las miles de sombras a las que he guiado? —preguntó, más calmado.
—¿Con qué motivo? —cuestionó Geist, desconfiada.
—Curiosidad. Pero algo sé de trueque y comercio: te daré algo de igual valor a cambio.
Geist calló por poco tiempo. Los puntos de luz seguían rodeando la barca, como ventanas al pasado de quien ya no tiene futuro. Ella no quería mirar atrás, no tenía sentido para alguien incapaz de reír o llorar. Así que solo le quedaba el lamento bajo las aguas y el preocupante balanceo de la barca, que bien podría hundirse en cualquier momento. No había nada que hacer ahora, ni sería distinto después.
—Los santos protegen el mundo, pero pocos conocen de su existencia —empezó a relatar Geist. Sabía que Caronte la estaba escuchando, aunque no diera seña alguna—. En esencia, protegen a la humanidad de fuerzas que no está preparada para enfrentar, como los dioses que buscan condenarla a la extinción. Han intervenido en conflictos históricos, pero solo para contener y derrotar a algunos poderes sobrenaturales que podrían inclinar la Historia misma hacia el más absoluto caos. Aunque participaron de la caída de los grandes imperios, no castigaron sus excesos desde un principio, e incluso hoy eso no ha cambiado. ¿Por qué?
»La guerra y el crimen son solo un medio para que unos cuantos indeseables se enriquezcan del sufrimiento de sus semejantes. Si el hambre y la enfermedad siguen persistiendo en el mundo, se debe en parte a esa codicia insaciable. La humanidad es un jardín a merced de un sinfín de malas hierbas que nadie quiere arrancar, y si alguien quisiera, no podría, no tendría ayuda. Nosotros lo haremos. Somos la Espadade Damocles que pende sobre los males de la Tierra. En esta era en la que los dioses han caído y nuestra Atenea ha ascendido a los cielos de los inmortales, es tiempo de acabar con todas las Guerras Santas del único modo posible.
»Pero no nos engañamos. Incluso si no las compartimos, entendemos las razones del Santuario para permanecer neutral ante el curso de la Historia y las malas acciones de los hombres comunes. Es por eso que renunciamos al camino de los santos y decidimos vestir armaduras negras. Cambiaremos este mundo corrompido ahora, así tengamos que convertirnos en el último mal de la Tierra. Al final, cuando todo haya acabado, desapareceremos, así como lo hará el Santuario, así como lo hicieron los dioses hace miles de años. No como una leyenda que sea digna de ser celebrada, sino como un terror antiguo y olvidado, una prueba del inevitable coste de la maldad humana.
De repente, una risa explotó en medio de aquel río, conquistando desde el lamento de las profundidades, hasta el silencio del cielo crepuscular. Geist enmudeció, limitándose a observar cómo el Barquero se tambaleaba con mayor regularidad que su barca. Creyó que, en la interminable risotada, el único guía de las almas soltaría el remo —que ya apenas sostenía con tres dedos—, se dejaría caer en la antigua madera, y se retorcería al son de las carcajadas que escapaban sin descanso de su boca. Nada de eso ocurrió: la capucha de Caronte subía y bajaba, los pliegues de la túnica se movían como oleaje de un mar oscuro, y el dedo más largo del Barquero seguía adherido al remo.
—¡Oh, señor Zeus que estás en las alturas! ¡Olvida las fronteras de tu reino y ven a mí, Caronte, y fulmíname con tu rayo! —rogó sin parar de reír. Luego invocó otros nombres, algunos desconocidos para Geist, y todas sus palabras sonaban a blasfemia.
En los escasos intervalos en los que no reía, se escuchaba el rechinar de dientes, como la hoja de un cuchillo rasgando la pizarra. Geist imaginó bajo la capucha un rostro esquelético, con pocos mechones de pelo blanco sobre una fina capa de piel arrugada. Tendría dos cuencas bajo la frente, vacías, y en el fondo de ambas, sendas luces harían las veces de ojos. Tal imagen se le antojó detestable, pero no más que el burlesco carcajeo y la dentera que le provocaban los frecuentes chirridos.
—¡Basta! —ordenó Geist, recordando la furia. Caronte siguió riendo y remando, aunque poco a poco bajó la intensidad de las risas.
—Solo hay uno como yo en el Hades, desde el inicio de los tiempos. ¿Imaginas, joven sombra, cuántas veces he escuchado esas palabras de los hombres? Entre los mortales que he recogido, muchos cayeron tras atestiguar los daños que provocaron en su cacareada búsqueda de un bien mayor, algunos juran haber fracasado por causas ajenas y ruegan por una segunda oportunidad, otros se vuelven unos cínicos muy divertidos. Dicen: mi causa era justa, pero no hay salvación para la humanidad —parafraseó el Barquero, riendo otra vez, aunque por poco tiempo.
—La humanidad puede salvarse —aseguró Geist..
—Con guerra y crimen. Eres idéntica a más sombras de las que podrías imaginar, creyendo que la auténtica justicia puede nacer a partir de la injusticia humana... Pero admito que eres distinta a los caballeros negros que han subido a mi barca los últimos siglos. Sigo sintiendo curiosidad: ¿todos tus compañeros piensan del mismo modo? La sombra que te empujó, por ejemplo.
Geist no respondió. La crítica que recibía no era algo nuevo, sino que repetía lo que tantas veces había escuchado de la voz de su conciencia, antes y después de librar al mundo de alguno de sus peores habitantes. Desde el día en que dio la espalda al Santuario, cinco años atrás, ese había sido su sino. Pero la risa, la burlesca risotada que Caronte disparó inclemente ante su última esperanza, era algo que no quería volver a escuchar. Deseaba que el silencio, acompañado de los buenos últimos recuerdos que se le presentaban, dominase el resto del trayecto. Vio hacia uno de los más lejanos puntos de luz, donde descubría la identidad del caballero negro, un joven guardia atolondrado al que había salvado más de una vez y que entonces la salvó a ella, en un momento en que necesitaba saber que había alguien con sus mismas inquietudes y temores. ¡Qué tonta había sido! Ella misma le había inculcado los valores del Santuario cada vez que lo pilló escaqueándose o a punto de rendirse, repitiéndole palabra por palabra lo que Shaina le había dicho siendo ella una niña. Al pensar en su maestra, no pudo evitar cuestionarse cómo habría reaccionado al escuchar sus explicaciones, sus excusas, sobre por qué decidió dejar de ser una impotente centinela. No se reiría de ella, quien había tomado una decisión y vivía con ello, tampoco la engañaría y manipularía como había hecho Makoto, fuera aquel joven una marioneta del Santuario o un astuto zorro con piel de cordero. No, Shaina escucharía, atenta, sin emitir juicio alguno.
Después la mataría, de un solo golpe, como habría hecho con cualquier enemigo.
—No vas a responder, ¿verdad? —dijo el Barquero de repente—. Soy demasiado honesto, ¡y no se puede hablar con honestidad a quienes se dirigen al Hades! Bueno, bueno, me has contado algo divertido, así que te daré algo a cambio: trece días.
—¿Qué? —dijo Geist, hasta el momento abstraída de aquel espacio sombrío.
—La guerra que esperan los santos durará trece días. Se está anunciando un cónclave que reunirá a todos los Señores del Hades: los ríos, las Benévolas, los Jueces... ¡Puede que incluso la señora Estigia asista! —exclamó con entusiasmo.
—¿Un cónclave...? ¿¡Para qué!?
—Los vivos bajaron a la tierra de los muertos, ¿esperabais que no hubiera represalias? ¡Algunos allá arriba incluso creen que el Rey ha muerto! Como si los dioses pudieran morir —soltó su acostumbrada risotada, aunque ahora carente de alegría—. A la humanidad le espera algo más que diez mil sombras.
—¿Planeáis conquistar la Tierra? —dijo Geist.
—Planearán. Yo nunca he pisado la superficie, ni tengo deseo de hacerlo. Y no se trata de conquista, sino de vuestra ley del talión: vida por vida, ojo por ojo, diente por diente. ¿No era así? Los justos heredarán la Tierra, y los malvados la abandonarán para siempre. El discurso que tantas veces me han dado, al fin será ejecutado con la firmeza y rectitud de la que los hombres carecen. ¿Te gustaría ser parte de esto, joven sombra?
—¿Ser...? ¿Unirme a vosotros? ¿Servir a Hades?
Caronte dejó de remar. La barca se había detenido sobre las aguas más profundas del río Aqueronte; ni la vista más aguda podría vislumbrar tierra alguna, o siquiera determinar norte o sur, si es que tal cosa era posible en el Hades. El guía del infierno volteó por primera vez desde que empezara el viaje, irguiéndose. La visión de aquel gigante de tres metros, cubierto por una túnica oscura sobre la que posaba la mano que no sostenía el remo, provocó que Geist olvidara las risas y el parloteo con el que Caronte la había atosigado durante el viaje. La sombra de Ofiuco temió, sin saber por qué.
—Eres una sombra. Serás juzgada y pagarás por cuanto mal has causado, nada podrá remediar eso. Sin embargo, dices que sí lo hay para la humanidad, que merece otra oportunidad. Bien, en este reino existen quienes pueden dársela, ¿te gustaría hablar ante ellos? ¿Me representarías en el cónclave?
—No —respondió Geist, sin permitirse un momento de duda—. Incluso en el camino que he elegido y por el que seré condenada, me debo Atenea, mi única señora —aseguró. Caronte hizo ademán de querer aplaudir, pero se detuvo al darse cuenta de que iba a dejar caer el remo en las aguas.
—Aún así, me gustaría que asistieras. —distraído, llevó su mano libre a las sombras bajo la capucha, tal vez para acariciarse la barbilla.
Entonces, antes de que Geist pudiera ser consciente de su situación, fue empujada por un golpe seco, cayendo al río no muy lejos de la barca. De las aguas del Aqueronte surgió un centenar de sombras como ella, algunas buscaban arrastrarla a las profundidades, mientras que otras solo observaban. Geist trató de mantenerse en la superficie, pero en cuanto llegó a la barcaza, el remo de Caronte descendió sobre su ser con fuerza insospechada, arrebatándole toda esperanza.
Solo cuando aquella joven y prometedora sombra desapareció en las profundidades del Aqueronte, el Barquero decidió volver a remar.
—¿Me tomáis por un idiota, santos de Atenea?
xxx
Sintió la vieja mano sobre su corazón, los dedos de araña apretándolo con fuerza, pero no desfalleció. Permaneció firme, imbatible, tal y como había escogido ser desde que la envistió el manto sagrado de Virgo. Miró a su alrededor, cerciorándose de que ninguno de los hombres que se encontraban en la misma habitación habían sufrido lo mismo que ella. Al comprobarlo, sonrió tras la máscara de oro.
Apenas bajaba la mano en el pecho, sobre el aún palpitante corazón, cuando dirigió la mirada a la única fuente de luz en la estancia: el Ojo de las Greas, para el que ningún lugar en el mundo era un secreto, ante el que ninguna barrera, truco o distorsión de la realidad, podía ocultar lo que se deseaba ver. Uno de los preciados órganos de las Brujas del Mar, que según la leyenda vivían en los confines del mundo. La esfera ya no mostrara el viaje de Geist, sino el mágico verde azulado de los océanos, como una pupila en medio del blanco de la espuma. Resultaba decepcionante, habían estado muy cerca de obtener la información que buscaban.
Por suerte, habían descubierto algunas cosas: por ejemplo, quiénes serían los enemigos de Atenea en la próxima Guerra Santa Lo único que lamentaba era no haberlo sabido antes, cuando sobraba el tiempo y podían prepararse, pero seguía siendo información relevante que el Sumo Sacerdote debía conocer de inmediato. Que la guerra duraría trece días no le parecía igual de importante: informaba de cuánto pretendían que durase la defensa de los santos, si es que no creían directamente que todo sería un juego hasta el golpe final; tales predicciones solían ser más una muestra de arrogancia que de genio estratégico. Sin embargo, hablaría a su maestro también de aquello; desechar cualquiera de las palabras de Caronte y Geist como algo superfluo, era tanto como considerarse a sí misma mejor que el líder de los santos de Atenea.
A su lado tenía a un hombre de memoria sobrehumana, que había estado tan atento al último viaje de Geist como ella. Pero quería recordarlo todo también, considerar hasta el más mínimo detalle. Pensó en la corta conversación sobre Caronte —Ilión, según el Barquero—, y en la curiosa cifra: diez mil sombras; el mismo número de soldados que invadieron diversos rincones del mundo doce años atrás. ¿No habían regresado al Hades? Durante los primeros días tras aquella noche nefasta, llegó a fantasear con la idea de que las almas habían sido liberadas, pero solo había un más allá, con un solo Rey que no conocía la compasión. ¿Qué ocurrió con las almas de los guardias? ¿Fueron destruidas, sin opción entre el Hades y los Campos Elíseos?
Un tercer detalle, tan importante como los anteriores, provocó que dejara aquella pregunta para más tarde. Fueron muchas las razones por las que emprendió la búsqueda del Ojo de las Greas; la que presentó al Sumo Sacerdote fue la de localizar a los líderes de los caballeros negros, pero la que realmente la motivó, fue la firme creencia de que el Hades seguía funcionando. Había considerado la posibilidad de que el inframundo estuviera más allá de los alcances del Ojo, pero en el momento decisivo supo encontrar una solución: utilizar a Geist. Por mucho que los dioses condenaran a la humanidad, el alma humana era divina, y podía utilizarse como un medio para un instrumento igual de divino, como lo era el Ojo de las Greas.
Fueron unos días de espera bastante decepcionantes. Geist, a quien había escogido por considerarla la única que no desfallecería durante el viaje, no se atrevía a dar el paso. En el tercero, si llevaba bien la cuenta, se le ocurrió llamar a un viejo amigo, el misterioso santo de Cáncer, sin tenerla todas consigo.
Y resultó, de alguna forma, Nimrod había logrado dar el empujón que necesitaba.
Todo estaba saliendo bien. Si el Barquero no se hubiese dado cuenta… Fuera como fuese, así había ocurrido, no tenía sentido usar otra alma en pena estando aquel ser en alerta. Debía conformarse con lo poco que sabía: los posibles enemigos del Santuario, la duración que habían estimado para la guerra, las diez mil almas perdidas, la posibilidad de que Hades siguiera con vida... Pensó que Geist, que se decía fiel a Atenea, habría considerado todas aquellas cosas, sobre todo la última. La sola idea de que el rey Hades dirigiera a las infinitas huestes del infierno, hacía trizas todos los planes que los santos, ella incluida, habían hecho para proteger al mundo. Aunque era el peor de los casos, requería una contramedida, por muy temeraria que fuera.
—¡Akasha de Virgo!
Oír su nombre la sacó de sus cavilaciones. Buscó el hombre que la había llamado entre sus allegados, algunos portadores de un manto sagrado. Detuvo su búsqueda en Ban, santo de León Menor, quien retenía a alguien contra la mesa, con la cabeza apoyada cerca de varios folios llenos de anotaciones. Akasha miró a aquel hombre, Makoto, quien había irrumpido en la habitación en el menos oportuno de los momentos. Quien fuera llamado Unicornio Negro, alzó la cabeza a pesar de la fuerza de Ban.
En la mirada de Makoto, Akasha solo encontró furia y decepción.
Notas del autor:
Shadir. Justo eso ha pasado. Y muchas más cosas, con toda seguridad. Muy certero lo de competir con Aracne, considerando a quién representa este Sumo Sacerdote.
Ulti_SG. Me confieso culpable.
El tiempo funciona de forma extraña en la ficción, cinco minutos pueden ser horas de animación y doce años pueden ser siete días de espera, ¿por qué no? Los mitos griegos son geniales, ahora, ayer y siempre. Por eso nunca escatimo oportunidades para hacer referencia a ellos, aunque seguro nuestros protagonistas no me agradecen haberles envuelto en la oscura cueva de las Greas.
Makoto, caballero negro y ladrón, ¿quién lo diría? Bueno, de lo segundo había precedentes en la película de Eris, si recuerdo bien.
Confiemos en que los nuevos argonautas estén a la altura de los originales.
