Capítulo 16. La división Andrómeda
El por dos largos años llamado Unicornio Negro, contemplaba el fruto de sus últimos esfuerzos y sacrificios. El Ojo de las Greas brillaba con la luz de la superficie marina en un momento y lugar desconcertantes, demasiado temprano, demasiado lejos del Santuario. Lo que se buscaba ver con aquel tesoro, fuera lo que fuese, ya no aparecía en la pupila aguamarina, pues él mismo había interrumpido la silenciosa reunión. Debía haber causado un gran problema con sus airadas reclamaciones, pues enseguida Ban de León Menor se le echó encima, tapándole la boca e inmovilizándolo. Presa de aquel fiero hombre, el más fuerte entre los santos de bronce que no eran leyendas vivientes, solo sus ojos pudieron transmitir toda la rabia que sentía.
—Santo de Mosca. Makoto.
Ante sus ojos, se erguía Akasha de Virgo. No vestía el manto sagrado que le correspondía, sino ropas de un característico verde militar: una larga chaqueta abrochada sobre la blanca camisa, junto a pantalones que le llegaban hasta los pies, que estaban cubiertos por un par de zapatos algo desgastados. Era un uniforme similar al que llevaría un oficial del ejército griego, sin más medalla que la banda en el brazo derecho, con el dorado símbolo de Niké sobre un fondo negro punteado de estrellas.
En comparación, él, desprovisto para siempre de la armadura negra y con el pecho al descubierto, con vendas cubriéndole heridas a medio curar, se sentía indefenso. Al fin y al cabo, un santo de oro era algo de otro mundo, con o sin manto sagrado.
—Déjalo, Ban —ordenó Akasha. Su voz era serena, carente de resentimiento por lo que acababa de ocurrir. El santo de bronce obedeció de inmediato.
Al sentirse libre, Makoto dio un violento giro, buscando que aquel hombre le rindiera cuentas. Sin embargo, en cuanto lo vio entre las sombras, duro a pesar de la sobrevenida vejez, carente de heridas más allá de una fea cicatriz en el cuello, se contuvo. No era bueno enfurecer a un león, ni siquiera a uno tan viejo como Ban.
Así pues volvió la vista hacia Akasha, quien juntaba las manos enguantadas tras la espalda, lista para escuchar lo que tenía que decir. El uniforme que vestía, propio de un hombre, no bastaba para ocultar los años que habían pasado por quien guardaba el sexto templo zodiacal, para Makoto bastó un vistazo para darse cuenta. Ya no trataría con la niña que doce años atrás lloraba a los muertos, impotente, sino a la mujer que estaba detrás de muchas de sus fortunas, para bien o para mal.
—¿Sirvió de algo? Ser un espía por dos años, vestir la armadura negra de Unicornio, convertirme en el amigo de quienes debía asesinar… ¿Sirvió de algo?
—Sí —dijo Akasha—. Hemos obtenido información valiosa sobre nuestro auténtico enemigo. Y con el Ojo de las Greas en nuestro poder, no tardaremos en localizar a los líderes de los caballeros negros. Podremos desarticular la organización de un solo golpe, sin innecesarios derramamientos de sangre.
—El fin justifica los medios, ¿eh? —dijo Makoto, sin saber bien por qué. Tal vez deseaba iniciar un enfrentamiento, golpear a alguien.
—Depende del fin y de los medios —contestó Akasha—. En la práctica, los absolutos no existen, Makoto de Mosca.
En lo que el santo de Mosca se preparaba a responder, alguien carraspeó, llamándole la atención. Por primera vez notó a Azrael, siempre cerca de aquella a la que había asistido por más de una década. Llevaba el mismo uniforme que Akasha, con la única diferencia en el símbolo de Niké sobre la banda, que lucía el color del hierro. Además, como de costumbre, llevaba una pistola enfundada en el cinturón.
—Has servido a la división Fénix desde hace cinco años, ¿me equivoco? —cuestionó, continuando solo cuando Makoto, que le dirigía una mirada entornada, asintió—. Un grupo destinado a localizar traidores en el ejército de Atenea, busca, interroga e incluso tortura a potenciales enemigos internos sin ninguna clase de misericordia.
—La mitad hace eso, la otra mitad se ocupa de los enemigos de fuera —replicó Makoto, aguantándose las ganas de saltarle los dientes a aquel escudero glorificado.
—No obstante, fue Leo quien te dio la misión de investigar a los caballeros negros, y fuiste tú quien aceptó una misión tan arriesgada. Tus palabras exactas fueron: «Soy el santo de Mosca, no me importa pasar un año o dos en la basura.»
—¡Akasha y…! —Makoto calló un momento, y todos en el cuarto debieron notar que palidecía al tratar de pronunciar el otro nombre. Recordó el día en que recibió aquella misión, canturreada por aquella hechicera con piel de león—. ¡Virgo y Leo siempre han sido cómplices! ¡Que una no haya sido encerrada en el Cabo Sunion no la hace menos culpable! —exclamó, mirando a Akasha de soslayo.
—¿Cómplices? —repitió Azrael, con una expresión de pura ingenuidad—. Por supuesto que lo son. Todos y cada uno de los santos sirven a la misma causa, la diferencia solo existe en la forma en que lo hacen. La división Fénix existe para eliminar a los enemigos de Atenea y del mundo, mientras que nosotros, la división Andrómeda, nos limitamos a buscar las reliquias de la era mitológica, que serán de mucha ayuda en la guerra que se avecina. Especialización a favor de la eficiencia, Makoto, lo que no es obstáculo para que ambas divisiones cooperen por el bien común.
El ambiente se había vuelto tenso. Azrael, sonriente y con los brazos extendidos a los lados, parecía más interesado en restar importancia a la opinión del santo de Mosca que en darle explicaciones. Por otro lado, Makoto no estaba dispuesto a tragarse esa clase de excusas, los dos años que había pasado como espía le habían provocado una creciente desconfianza en sus superiores. Leo, quien dio la orden, se encontraba en el Cabo Sunion por algo no muy diferente a lo que hacían aquellos renegados, y Akasha solo fue apartada de sus obligaciones en el Santuario como penitencia por su implicación. Todo había ocurrido mientras Makoto cumplía su misión, uniéndose a los caballeros negros, volviéndose un elemento indispensable hasta que lo pusieran al mando de un oficial.
Sería esa oficial, Geist, quien le contaría los reveses sufridos por las intachables santas de Leo y Virgo. Él la escuchó en silencio, no por compartir la decepción que sentía por el Santuario, sino por aterrarle la idea de que alguien como ella hubiese perdido la fe.
—Todos los santos de Atenea luchan por la misma causa —concedió Makoto, para luego preguntar, mirando en derredor—: ¿Vosotros lo sois?
Luego del silencio más corto que había presenciado, Makoto sintió un picotazo en el ojo. Alzó los brazos por instinto, tratando de protegerse de un nuevo ataque a la vez que buscaba el origen del primero. No tardó mucho en localizar al responsable.
Aunque encorvado y apoyado en un bastón, seguía teniendo la misma chispa vital y traviesa de hacía doce años. Con los cabellos tan largos y desordenados, del mismo rojo que la barba bajo la amplia sonrisa, Kiki tenía más pinta de duende que nunca. Casi se sintió mal al dedicarle una mirada desaprobadora, un segundo antes de ver cómo una pluma, el arma del crimen, sobrevolaba muy cerca de su oreja.
—Lo siento —se disculpó Kiki, sin sonar muy convincente.
La pluma, que Kiki movía a través de la mente, voló hasta la única mesa en el cuarto, donde había varios papeles desperdigados. La mayoría estaban en blanco, pero en varios de ellos podía leerse la transcripción en tinta de una larga charla. Makoto solo podía asumir que era la misma conversación que la división Andrómeda espiaba.
—Akasha, te recomiendo que le des tú las explicaciones al muchacho —dijo Kiki a la vez que tomaba los papeles y los ordenaba—. Tu asistente es demasiado entusiasta.
—Y sin embargo, Kiki, Azrael conoce a Makoto mejor que yo —señaló Akasha, posando una mano sobre el hombro del otrora llamado chico de la Fundación—. Él es el más apropiado para hacerle entender nuestra verdad.
—Prefiero la verdad —dijo Makoto, antes de que Azrael pudiera intervenir.
—Puede ser la tuya también —dijo Akasha—, ya que tú también lo sabes. Ya sea el rango o la división a la que fuimos destinados, todos somos iguales. Como humanos hemos cometido errores, lo sabemos y aceptamos, pero como santos de Atenea, es nuestro deber compensarlos con nuestro esfuerzo. «No solo se trata de nunca caer, sino de levantarse tras cada caída.»
Makoto asintió: eran las palabras de Seiya, uno de los maestros de Akasha de Virgo. Podría echarle en cara haber escuchado un discurso semejante de parte de Geist, pero no quiso hacerlo. En el fondo, sabía que aquellos dos años le habían afectado demasiado, era mayor el daño en su mente que las heridas que sufrió en la batalla, ya solo cicatrices. Tenía que superarlo. Tenía que recordar quién era y avanzar.
—¿Por qué utilizar el Ojo de las Greas tan pronto, lejos del Santuario? —logró preguntar Makoto, algo que debía haber hecho desde el principio.
—Tú sí que tienes sentido del humor. ¿Te parece que tres días es pronto? —exclamó una voz, tan jovial como la de Kiki en sus mejores años. Makoto no tardó en identificarlo como Emil de Flecha—. Además, Nimrod, de la división Dragón, consintió en que se utilizara el Ojo, así fuera tan pronto y lejos del Santuario. Situaciones extraordinarias requieren medidas extraordinarias, eso dijo el abuelo.
Makoto no pudo ocultar su sorpresa. ¡Tres días! Había estado inconsciente tres días. En el espacio de un instante, pensó en las batallas que libró: el ataque sónico de León Negro, que le provocó un dolor constante e insoportable con el que tuvo que lidiar en la siguiente pelea; la fuerza sobrehumana de Oso Negro, quien por poco le dejó sin cabeza; la rapidez de Lobo Negro, a quien le debía muchas de las heridas sufridas, incluido una larga cicatriz en la espalda producto de un deshonroso pero eficaz ataque a traición. Y Geist, sobre todo la recordó a ella. La violencia de sus relámpagos, pálidas sombras de la fuerza de sus hirientes, por ciertas, palabras.
Sacudió la cabeza en un vano intento de olvidarlos, de olvidar lo que hizo. Entonces recordó el momento en que fue rescatado por la división Andrómeda, antes de quedar inconsciente. No hacía más que gritar los nombres de quienes había matado.
—La información que hemos obtenido es de importancia capital —dijo Azrael, señalando los papeles que Kiki había juntado ya.
—¿Qué habéis descubierto? —preguntó Makoto.
—Quid pro quo —dijo Kiki, adelantándose a Azrael—. Primero infórmanos. ¿Qué has logrado descubrir sobre los caballeros negros?
Todos los allí presentes —Azrael, Kiki, Ban, Emil y Akasha— centraron su atención en Makoto, expectantes. Este, decidido a soltarlo todo de una vez, empezó hablar.
—La orden de los caballeros negros renació con un nuevo nombre y propósito. Los seis líderes de Hybris, cuya identidad desconozco, se han marcado como meta restaurar el equilibrio en el mundo, para lo cual aceptan a cualquiera que desee unírseles, sea un santo, un aprendiz o un hombre común y corriente. Sin embargo, como parte del primer grupo, tuve ciertos privilegios. Ya que no necesitaba entrenamiento, nadie se molestó en adoctrinarme, me dejaron en libertad, en una de las ciudades con mayor índice de criminalidad en esos días, como un Observador. Vigilar e informar, ese fue mi papel durante seis meses, en ese tiempo vi cosas… —Por un momento se atragantó, sobreviniéndole de una sola vez lo recuerdos de aquellos días, cuando se limitaba a mirar—. Una mañana como cualquier otra, recibí la primera llamada de alguien, nunca supe quien, diciéndome que les servía mejor como Cazador. Desde entonces no dejé de recibir misiones. Matar al que mata, cortar la mano del que toma lo que no es suyo, arruinar la vida de quien ha arruinado la de otros… Así durante otros seis meses.
»Después de pasar un año como soldado de Hybris, fui reclutado por una de sus oficiales, Geist —apuntó, haciendo especial énfasis al pronunciar ese nombre que varios en el cuarto debían conocer. Como esperaba, no hubo reacción alguna, el Santuario había dado por perdida a aquella hija pródiga desde hacía mucho—. Abandoné la ciudad, dejé de recibir llamadas y me uní a un grupo enfocado en desarticular organizaciones criminales, sobre todo aquellas que traficaban con personas. En esa época entendí que mi papel como Observador fue una pantomima, entre las filas de Hybris hay más de un telépata, hijos de un descendiente del pueblo de Mu, para quienes no es un problema descubrir quién es culpable y quién es inocente. No necesitan que alguien vaya por ahí buscando entre la basura a la vieja usanza.
»No puedo culparlos porque me pusieran a prueba. Aun si nunca concibieron que el Santuario usara a un santo como espía, la máquina engrasada que se hace llamar Hybris depende demasiado de la confianza entre compañeros y para con los ideales de la orden. Nuestro… su dogma —se corrigió, avergonzado de lo que estuvo a punto de decir—, es lo que les permite eliminar solo a quienes deben ser eliminados, sin provocar daños indeseables en familiares, amigos o personas que estaban en el lugar y momento equivocados. «Los justos prosperan y los malvados son castigados.»
—Vigilantismo barato —dijo Azrael.
—O del caro —propuso Emil de Flecha.
—Sugerí la búsqueda del Ojo de las Greas a Geist, tal y como me ordenaron mis superiores —dijo Makoto, mirando a Akasha—. Ella le transmitió mi idea al líder de los Cazadores, a quien debió interesarle mucho contar con ese tesoro, ya que nos concedió el mejor recurso con el que Hybris cuenta, quiero decir, contaba.
En aquel cuarto, a pesar de lo tenso del momento, un par no pudo contener una risa traviesa, pues aquel barco mítico estaba ahora en manos de la división Andrómeda, junto a todos los datos de navegación que Hybris había reunido hasta el momento.
—Hubo problemas durante el viaje —prosiguió Makoto—. Mis compañeros aventuraban que Poseidón nos ponía a prueba. Sea como sea, llegamos con vida a nuestro destino. La mitad del grupo se quedó para cuidar el barco, mientras que Geist escogió a cuatro, incluyéndome, para ir a la isla. Desde ahí todo es confuso… La isla era en sí una serie de cavernas laberínticas y no tardamos en separarnos. Para cuando me reencontré con León Negro, este me reclamó haberlos traicionado. Ahora imagino que fueron las Greas quienes le revelaron esa información, para divertirse, pero entonces no entendía nada. Combatimos, logré vencer y seguí adelante, internándome más y más en el interior del laberinto hasta que llegué a una cueva.
Contó lo que restaba con menos reservas, pues era tan reciente que aún la culpa lo consumía. El sacrificio exigido por cada una de las Brujas del Mar, los combates contra los tres caballeros negros, la muerte de Geist, el robo del Ojo de las Greas y su huida.
Terminado el informe, dejó escapar un suspiro de alivio. No se fijó en las reacciones de cada miembro de la tripulación, quienes intercambiaban miradas llenas de curiosidad.
—¿Eso es todo?
Makoto tardó en responder. Tal y como había hecho esa pregunta, Akasha sonaba decepcionada. ¿Qué era lo que esperaba escuchar?
—Han sido dos años y no soy de los afortunados que cuentan con memoria fotográfica —apuntó, mirando a Azrael—. No recuerdo todos los detalles.
—Los caballeros negros de Oso, Lobo y Ofiuco murieron —dijo Akasha—. ¿Qué hay del caballero negro de León Menor?
En ese momento, la desconfianza dejó de oprimir el pecho de Makoto. ¡De eso se trataba! Miró a Ban de reojo, en cuyos viejos ojos captó un brillo de ansiedad.
—No lo sé. Cuando escapaba de la isla no encontré su cuerpo, creí que habría huido al barco y lo habríais atrapado. Tal vez, las Greas…
—No debe saberlo —interrumpió Ban—. ¡Por favor!
Akasha ladeó la cabeza hacia el santo de bronce, uno de sus más leales compañeros. Su rostro, oculto bajo una máscara de oro, parecía frío en comparación al de Ban, dominado por una desesperación insólita en el viejo león.
—Para tu hija, amigo mío, su hermano siempre será un fiel santo de Atenea.
Mientras Ban cabeceaba, formando una sonrisa a medias, Makoto se dio cuenta de lo poco que había llegado a saber de sus compañeros. Fuera de Geist, a quien conocía bien, el resto habían sido completos desconocidos, gente que hacía que el trabajo fuera más fácil. Jamás se habría imaginado que León Negro fuera el hijo de Ban.
«Por supuesto. No soy un caballero negro, nunca lo fui. Soy un santo de plata, Makoto de Mosca —dijo para sí, como tratando de convencerse a sí mismo.»
—Bueno, ahora nos toca a nosotros contarte nuestros hallazgos —dijo Kiki.
—¿Debemos? —intervino Azrael—. Considera a la señorita Akasha una traidora por los errores del pasado, ha puesto en duda nuestra lealtad a Atenea. Si él no confía en nosotros, ¿cómo podemos confiar nosotros en él?
—Estoy aquí, ¿sabes? —dijo Makoto—. La confianza se gana con hechos, no con palabras, así que no me pueden pedir que confíe a ciegas en quienes viven en el exilio por orden expresa de nuestro Sumo Sacerdote. En todo caso tendrían que demostrármelo. Y contarme lo que sabéis sería un primer paso.
Así habló Makoto, con una seguridad que no tenía reflejo en su mente revuelta. Akasha estaba dispuesta a dejar que Azrael le respondiera, pero entonces Kiki entregó a Makoto los papeles en los que había apuntado la conversación entre Geist y el Barquero.
—Sabes mucho de la guerra, pequeña, pero nada de hombres. Estos dos acabarán matándose entre sí si te empeñas en enfrentarlos, sin darse cuenta de que lo hicieron por ti —oyó Akasha en su cabeza, a lo que no pudo menos que asentir. Solo Kiki era capaz transmitir sabios consejos con ese tono pícaro y cercano.
Entretanto, Makoto leía con avidez la transcripción, descubriendo así el complot que se formaba en las profundidades del mundo.
—Caronte, los caballeros negros y ahora esto. El ejército de Hades marchando hacia la Tierra, quizá encabezados por el rey del inframundo.
—Menudo golpe te diste en la cabeza, Makoto, Hades está muerto —observó Emil—. Y los muertos no se levantan, excepto cuando Hades… ¡Oh, por Atenea!
Hasta ese momento, Emil de Flecha no había concebido la futilidad de su razonamiento, lo ingenuo que era creer un rumor sobre la muerte de un dios. Su cara, al igual que la de Makoto, palideció hasta parecer una luna entre al sombras.
—Es solo el peor de los casos, pero sí, es posible —dijo Azrael—. Como puedes comprobar, Makoto, nuestros enemigos son poderosos y toda la humanidad vuelve a estar en peligro. Se acercan tiempos de guerra en los que los errores del pasado dejarán de tener importancia; ya no podemos darnos el lujo de desconfiar entre nosotros. Solo hay un ejército de Atenea, y si no queremos fracasar, debemos proteger esa unidad.
—Escoges bien tus palabras, Azrael, pero… —Makoto calló, mirando con reticencia la mano que aquel hombre, el antaño chico de la Fundación, le ofrecía.
—Necesito que confíes en nosotros, Makoto —terció Akasha—. La generación que nos precede sobrevivió a una guerra civil, pero la nuestra no contará con tanta suerte, no teniendo el enemigo a las puertas. Me pregunto, ¿cómo podríamos ganarnos tu aceptación, por lo menos?
Makoto miró en derredor. Akasha de Virgo, Emil de Flecha, Ban de León Menor, Kiki y Azrael, ninguno de los presentes llevaba menos de una década sirviendo a Atenea, y un par lo había hecho por más tiempo que él mismo, por lo que no debería haber razones para desconfiar de ellos. Y, sin embargo, el mero hecho de que Akasha le pidiera que confiara en ella era lo que lo hacía desconfiar. ¿Qué esperaba de él, un soldado más, la exiliada santa de Virgo? ¿Qué esperaba la división Andrómeda, tan dispuesta a cargar con la culpa de esa joven? Por mucho que lo pensaba, no terminaba de entenderlo. No creía que fuera a entenderlo nunca.
—Tus crímenes están perdonados —dijo Akasha de pronto, sobresaltando a más de uno, incluido Makoto. Hasta Azrael bajó la mano y la miró con los ojos bien abiertos.
—¿Qué quieres decir?
—Lo que he dicho. Sigo teniendo el rango de general en el ejército de Atenea. Aun si no soy tu superior directo, puedo condonarte por todo lo que tuviste que hacer como uno de los caballeros negros. Y lo haré.
—Puedes lavar mis manos manchadas de sangre —dijo Makoto con parsimonia, a lo que Akasha asintió—. La banda de ladrones que vi reducida a cenizas porque yo revelé que existía, el traficante que decapité a las puertas de Bluegrad, las vidas que segué entre mis compañeros…
—Era tu misión —dijo Akasha—. Está perdonado.
—Maté a Geist —dijo Makoto, en un grito ahogado.
La respuesta de Akasha no fue inmediata, hubo un momento de duda en la mujer, que abría y cerraba las manos enguantadas. Sin embargo, cuando empezó a hablar, Makoto entendió lo que diría solo con escuchar la primera sílaba.
Salió del cuarto, corriendo a ninguna parte.
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De algún modo, como si todavía fuera guiado por el Ojo de las Greas, llegó a la cubierta del barco. Desde allí, fue hacia el borde de estribor y vomitó.
Por su cabeza, más confundida que nunca, pasó la idea de que no debía haber tenido nada que vomitar tras varios días sin probar bocado. Entonces miró abajo por acto reflejo, hacia el mar infinito que rodeaba el navío, quedando boquiabierto con una visión de película. Había allí decenas de mujeres, que se alzaban hasta que el agua les cubría el nacimiento del pecho. La forma de los cabellos era tan diversa como los vivos y exóticos colores de las pupilas, la piel se intuía finísima bajo la capa de humedad, y de los labios, suaves o carnosos, grandes o pequeños, una melodía surgía dispuesta para embelesar al más grandioso de los hombres.
—Sirenas —susurró Makoto, viendo que los despojos que había expulsado fluían por el azulado cabello de una de aquellas criaturas.
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Nadie cuestionó el gesto de Akasha, pues todos allí eran conscientes del duro revés de los acontecimientos y de la innegable necesidad de mantener unido el ejército de Atenea. Así, incluso los santos de oro debían actuar de forma desesperada, corriendo toda clase de riesgos. Que Akasha, estando en el exilio, pensara antes en la carga de otro que en la suya propia debía haber sido una prueba de confianza palpable, pero no era el momento. Al menos, así pensaba Azrael.
—Nos atacan —dijo Kiki de repente, como si no hubiese ocurrido nada—. Al menos cincuenta sirenas nos rodean.
—Julian Solo —adivinó Akasha.
—Era de esperar —terció Emil de Flecha—. Más bien, me extrañó que no fuéramos atacados cuando Makoto robó el Ojo de las Greas. ¿Nos concedieron tres días de uso a cambio de los tres sacrificios?
—Esto es serio —advirtió Kiki, entornando la mirada—. Una vez vi a una sirena batiéndose en duelo singular con Shaina. Y ahora son cincuenta.
—Lo sé, lo sé. Si no fuera porque contamos con Akasha yo ya…
Emil de Flecha no pudo acabar la frase, pues al buscar a la santa de Virgo y su eterno acompañante, no encontró más que un espacio vacío. Miró en derredor, y al encontrar seriedad en el siempre risueño Kiki y preocupación en el callado Ban, dejó escapar el temor que había tratado de contener.
Notas del autor:
Shadir. ¿Un buen uso para el Ojo de las Greas, no crees? A ver qué otras estrategias ponen en marcha esta nueva generación de santos de Atenea.
Ulti_SG. Nunca te comas nada allí, a menos que quieras pasar seis meses junto a Hades mientras Deméter se pone muy triste y hace que no crezcan las plantas.
Pasan auténticas maravillas cuando escribo a un personaje sin pensar que vaya a gustar, o siquiera a importar, al lector. Debo hacerlo más a menudo. Y sí, desde la primera lectura que te gustó mucho, tanto como para no recriminarme que hubiera alguna que otra discrepancia con el material original. Bueno, ¿quién hace eso hoy en día?
Los caballeros negros y Kira son el elefante en el salón, señorita. ¡Nadie habla del elefante en la habitación!
Uno se vuelve más duro cuando crece, salvo Alistair, ese es el Modo Peluche hecho guardia gris. Muy emocionante no debe ser la reunión que habrá, o no, si el Barquero prefiere mandar a un alma meditabunda antes que ir en persona, claro que nadie es tan diligente como el Barquero. Es un tema interesante, ¿si era posible destruir a Hades, eliminando el inframundo de paso sin consecuencias, salvo que consumas lo mismo que el autor de la trilogía G y no te vayan las soluciones sencillas, por qué no se hizo antes? Lo bueno es que todos saben cómo soy yo con el tema de los dioses y no tengo que explicar nada. ¡Solo sigan disfrutando esta historia!
Makoto, de guardia holgazán a caballero negro traidor, ¿qué será lo siguiente?
¡Cuidado! No bueno, sino excelente. ¡Los detalles importan!
