Capítulo 18. La resolución de Akasha

Rodeado por el mar y el cielo de otro tiempo, el Argo Navis permanecía firme, en el momento en que pudiera seguir transitando aquellas aguas inexploradas. Era un gran barco hecho con materiales tan viejos como la civilización occidental, de una madera extraída de los mágicos robles de la Antigüedad y revestido por una capa de metal plateado embellecido por una serie de figuras, todas aludiendo a los héroes que un día tripularon el navío junto al príncipe Jasón. Aunque tal coraza, en modo alguno inferior a un manto sagrado, cubría la mayor parte del navío, destacando en especial las placas de oricalco en el mástil, la quilla y la popa, la proa quedaba al descubierto. Solo la magia del Oráculo de Dodona protegía esa parte del navío.

Makoto, quien se hallaba en aquella parte del barco, signo de mala suerte desde antaño, se preguntaba si podrían sobrevivir al ataque de cincuenta sirenas.

—¿Es verdad que has vomitado sobre uno de los seres más hermosos de este planeta?

Se trataba de Emil, quien acababa de subir a silencio con un sigilo encomiable. Aunque vestía el manto de Flecha, tenía el casco bajo el brazo, dejando al descubierto aquella cara morena que contrastaba tanto con el tono del cabello, blanco como la leche. Tras las gafas que solía llevar cuando no estaba combatiendo, resaltaban sus ojos de zorro, a juego con una amplia sonrisa y las orejas, de punta triangular.

—No soporto el mar —se excusó Makoto, avergonzado.

—¿No soportas el mar?

Tan pronto terminó de hablar, el santo de Flecha estalló en carcajadas. De un salto, Makoto se puso enfrente de su compañero, listo para darle un puñetazo.

—Un santo de plata, el rango medio del ejército más poderoso del mundo, ¡mareándose! —exclamó Emil, todavía riendo—. No me extraña que tuvieras tantos problemas con cuatro caballeros negros. ¡A mí no me costó nada ocuparme de los que estaban aquí!

—No podrías entenderlo, ya que nunca has llevado una armadura negra —dijo Makoto—. Nunca experimentarás ser la sombra de otro, de vestir la imitación de un manto sagrado y ver cómo tu vida se te escapa a cambio de unas migajas de poder. A quien no conoce el cosmos, la armadura negra le da fuerza, a quienes lo conocemos, como yo y Geist, nos da solo una carga, peso sobre nuestros cuerpos, opresión sobre nuestra mente y espíritu. Porque si una sombra pretende ser mejor que el original debe pagar un alto precio, así lo dictaminó Atenea, nuestra diosa.

—Vale, vale, vale —dijo Emil, haciendo exagerados gestos de disculpa con la mano libre—. No me meteré contigo por esto, Mosca. Me conformaré con recordarte tu mareo hasta que lleguemos a viejos. ¡Un santo de plata, mareándose! ¡Es hilarante!

—A mí también me parece divertido —empezó a decir Makoto, con un tono malicioso que llamó la atención de Emil—, ver a un santo de plata usando gafas.

—Solo las necesito para leer. ¡De lejos veo mejor que ningún santo!

—Estoy seguro de que así es.

—¿No me crees?

—Tú empezaste en esto de poner en duda la habilidad de otro.

—¡Qué infantil! —dijo Emil—. A ver, ¿hasta dónde llegaría tu mejor técnica?

—Un santo de plata de la pasada generación podía alcanzar una velocidad entre mach 1 y mach 5. Yo estaría en el límite superior y podría duplicar, no, cuadriplicar esa velocidad si me entrego a fondo —presumió Makoto, henchido de orgullo, pues la agilidad y la rapidez de sus ataques habían sido elogiadas muchas veces en el pasado, un pasado que poco a poco volvía a sentir suyo—. Pero mi especialidad es el combate cercano, pierdo eficacia si el enemigo se encuentra lejos.

Ante aquella muestra de honestidad del santo de Mosca, Emil no pudo sino asentir en gesto aprobador. Luego, sin embargo, sobrevino de nuevo el orgullo y espíritu competitivo de quien se afamaba de ser llamado el Arquero de Plata, cuya buena vista no tenía parangón en la segunda casta del ejército de Atenea. El santo de Flecha dejó el casco en el suelo con sumo cuidado, para después palparse el brazal derecho. Se oyó un clic, anunciando que algún mecanismo se había puesto en marcha, y en un instante el carcaj adherido al brazal se transformó en un magnífico arco del color de la luna.

—Lo llamo Arco Solar —dijo Emil, cuya mano derecha sostenía aquel arma con firmeza—. Se alimenta de mi cosmos, que le sirve de cuerda, para disparar flechas capaces de atravesar cualquier cosa en el mundo. Si lo tenso durante diez segundos, la velocidad y alcance del proyectil aumentan diez veces. Parece que mi mach 50 supera a tu mach 20, Mosca. ¿Qué te parece si te hago una demostración?

Por respuesta, Makoto señaló al santo, para luego señalarse a sí mismo. No llevaba un manto sagrado, como él, sino botas, unos pantalones y varias vendas en el torso. No era el mejor momento para aceptar esa clase de desafío.

—No digo que sea contra ti. ¡Le pediré a alguna de esas sirenas que coloque una perla a cien kilómetros de distancia!

Dicho y hecho. Para vergüenza de Makoto, Emil se lo pidió a todas y cada una de las cincuenta criaturas que rodeaban el Argo Navis. Ninguna respondió, como tampoco habían hablado en todo este tiempo, contrario a las leyendas que había sobre ellas, tan hermosas y cantarinas como terrible era el destino de quienes se las encontraban. Algunas sonrieron y murmuraron entre ellas, señalando al loco que les gritaba apoyado en la barandilla, con los ojos entornados y los pelos hechos un desastre a causa de un viento repentino. ¿Estaban esperando a que cayera, para darse un festín con él?

—¿A dónde habrán ido? —preguntó Makoto, buscando llamar la atención del desbocado Emil. No quería que sufriera un destino similar al de los caballeros negros. Ya fueran viejas brujas o jóvenes sirenas, todas las hijas del mar eran peligrosas.

—A discutir de política y economía, claro está. ¿Qué otra cosa iba a hacer Akasha de Virgo, general de la división Andrómeda? Aparte de salvarnos la vida.

—Sé que ni Akasha ni Azrael son unos cobardes —se defendió Makoto—. Lo que me pregunto es a dónde habrán ido, con quién estarán hablando para sacarnos de esta.

—Confórmate con saber que Akasha está probando la vía diplomática —dijo Emil, encogiéndose de hombros. Tras un clic, el Arco Solar se contrajo un par de veces hasta volverse el habitual carcaj que llevaba adherido al brazo—. Si eso no funciona, nos tocará a nosotros resolver este asunto mediante la ancestral vía del puño y la patada.

¿Vosotros lo resolveréis, santos de Atenea?

La pregunta no fue formulada por boca alguna, ni siquiera se transmitió a través del aire en forma de sonido. Tanto Makoto como Emil la escucharon directamente en sus cabezas, una voz dulce que les transmitía una sensación de completa tranquilidad, acaso adictiva. Los santos de plata se subieron a la barandilla, sin saber bien por qué.

—Claro que sí —contestó Emil, adelantándose al ahora tímido Makoto—. Yo nunca fallo y para esta misión traje un buen número de flechas. Solo tengo un problema: son cuarenta y nueve, así que no podré darte una muerte rápida. Me lanzaré a tus brazos y ambos nos hundiremos en el fondo del mar, ¡moriremos abrazados, sirena mía!

¿Pretendéis que el océano mate a una de sus hijas, santos de Atenea?

El primer intento de Emil por responder quedó en simples balbuceos. El santo de Flecha miró a su compañero, que mal que bien lograba controlarse. Qué envidia. ¡Qué envidia debía tener ese estirado japonés de alguien tan apasionado como él!

—No creo contar con esa suerte, ¡seré yo quien deba poner fin a tu vida, sirena mía! —gritaba Emil con fuerzas, con no más deseo que ahogar los latidos de su corazón, sumiso esclavo de la voz de aquella criatura.

¿Pero qué haréis si falla una de vuestras flechas? —cuestionó la sirena.

—Mis brazos son largos y fuertes, pueden recibirte a ti y a una de tus hermanas —respondió Emil, hablando tan alto como si se dirigiera a quien ya veía perdiéndose en el horizonte. Escaso de fuerzas para gritar, extendió los brazos cuan largos eran, abrazando el aire, antes de añadir—: ¡Y a una tercera, si así lo deciden los dioses!

¿Y si fallarais más de tres veces, mi marino flechador?

Emil miró de soslayo a Makoto, aun las mejillas de aquel siervo del deber estaban encendidas como ascuas, de tal modo que destacaba todavía más la mirada perdida. En cuanto a él, quien lo viera ahora lo consideraría un adolescente calenturiento, pues nada había en él de la dignidad que exudaría cualquier otro santo de Atenea. Estaba en las nubes, embelesado sin remedio, como si los gráciles y hábiles dedos de una mujer soñada estuviesen acariciando cada parte de su cuerpo.

—Entonces habremos los dos de sentir lástima por quienes sobrevivan, sirena mía. ¡Porque una muerte por mucho peor espera a quienes pisen este barco!

Emil señaló el mástil. En el punto más alto del barco se hallaba Kiki, saludando a las sirenas y a los santos con aire despreocupado. Aquel vigía inesperado chasqueó los dedos, sacando así del trance a Makoto, rojo como un tomate.

—Ni el aire ni el agua lo sentirán, no habrá rayo que ver, ni un rastro que alguien pueda detectar. Ante los poderes de Kiki, maestro herrero de Jamir, el cerebro de cualquier ser vivo se apaga sin más —aseguró Emil con una sonrisa socarrona. En ese momento, sus pies estaban más fuera del barco que dentro.

Qué terrible augurio, mi marino flechador —dijo la sirena, recordando a los santos de plata cuán servil podía volverse su existencia—. No contar con vuestro abrazo, y en cambio ver mi conciencia y la de mis hermanas ultrajadas por un hombre que camina sobre la tierra, ¿qué creéis peor?

—¡No te preocupes, sirena mía! —exclamó Emil. Sudaba a mares, de un modo que ni siquiera habría creído posible. Makoto no estaba en mejor situación—. Así fallara todas mis flechas, me lanzaría hacia ti para darte un abrazo mortal. ¡De modo alguno me perdería la dicha de acariciar tus orejas!

Y entonces, desde lejos, una figura saltó hacia el Argo Navis tal cual un ave surcaría los cielos. Makoto y Emil esperaron el ataque sin poder mover un solo músculo.

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Akasha y Azrael, así como Altar Negro, salieron de la limusina enseguida, considerando la posibilidad de que estuvieran sufriendo un ataque orquestado por el otro. Al mismo tiempo, alguien salió del asiento del conductor, en absoluto parecido a Sorrento, quien se encontraba en el del copiloto. Era hombre calvo y cuidada barba, alto y grueso como un armario ropero, el chófer personal de Julian Solo. Lo primero que hizo fue echar un vistazo a su jefe, quien con un gesto le indicó que permanecería en el vehículo.

—Lucile.

Fue Akasha la primera en identificar a la mujer que miraba a todos, de pie sobre el hundido techo de la limusina. Más alta que cualquiera de los presentes, la cubría un vestido blanco de una pieza que se cerraba a la altura del cuello, dejando al descubierto los hombros, y se separaba por los costados de cintura para abajo, permitiendo el vislumbrar sus largas piernas. Eran del mismo color los zapatos que calzaba, así como la sombrilla que mantenía por encima de ella, dispuesta para evitar el efecto de la luz solar sobre su blanquísima piel. Destacaban dos brazaletes en el brazos, con sendas serpientes grabadas, y una máscara de oro cubriéndole el rostro.

—¡Hola! —saludó Lucile, inclinada ante el público expectante.

—Estás aquí —fueron las únicas palabras de Azrael, quien las dijo con un hilo de voz.

—Imaginaba que solo alguien como tú se atrevería a esto —comentó Sorrento, que también había salido del vehículo, armado con una flauta mágica.

—Os conozco a todos, excepto a ti —dijo Lucile, señalando a Altar Negro. Si el gesto de Sorrento la intimidó, no se molestó en demostrarlo—. No, no me digas quién eres, me gustan las adivinanzas. Más bien, dime por qué pones esa cara tan seria, líder de Hybris, pareciera que han cancelado tu fiesta de cumpleaños.

—Pretenden que me alíe con un cínico y la muchacha más idealista del mundo, ¿cómo podría sonreír? ¡Esto es demasiado estresante! —mintió Altar Negro, a sabiendas de que Lucile sabría ver más allá.

—Alianza, qué interesante —dijo Lucile, ladeando la cabeza hacia donde estaban Akasha y Azrael—. ¿Eso significa que no puedo matarte?

—Depende. ¿Eres un dios? —dijo Altar Negro.

—No —contestó Lucile.

Altar Negro sonrió.

—Entonces no podéis matarme.

—Oh, ¿y si hubiera un dios entre nosotros? ¿Podría matarte? —cuestionó Lucile.

—No —respondió Altar Negro, alzando la vista hacia el cielo—. O para ser más exacto, si hubiese un dios aquí, no querría matarme.

Entonces, a la vez que el chófer gritaba de dolor, con una mano en la sien y otra apoyada sobre el capó de la limusina, todos oyeron el graznido de un cuervo y miraron también a las alturas. Allí, las nubes parecían haberse convertido en una infinidad de plumas blancas que caían hacia ellos, desobedeciendo los compases del viento.

—Piénsatelo bien, Akasha —dijo Altar Negro, observando de reojo a la callada santa de Virgo—. Solo con mi ayuda podrás derrotar a Caronte.

La joven exiliada dio un respingo. Hasta ahora, había asumido que conocía la amenaza de Caronte porque lo escuchó de alguno de los miles de aspirantes que arrebató al Santuario, pero en ese momento hablaba de aquel monstruo como si lo conociera.

—¿¡Qué sabes de él!?

—Todo —dijo Altar Negro, rodeado por un remolino de plumas blancas—. Estuve presente cuando invadió el Santuario. Siento lo de la máscara, no podía permitirme que conservarais ese método de control sobre mis chicos.

Con esas palabras, el previsor enemigo del Santuario desapareció.

Todos necesitaron algo de tiempo para reponerse. En especial, el chófer, de cuya cabeza había salido una luz blanca en el momento en que el líder de Hybris desapareció, se disculpaba con Sorrento por haber sido tan descuidado.

—Ha sido mi error, Sebastián —dijo Sorrento, tan cohibido como aquel empleado, aquel soldado del reino de los mares que había venido a la superficie para servir a su señor en este mismo día—. Debí prever que él también manipularía a uno de los nuestros. ¡Ni siquiera ahora puedo entender qué medio utilizó!

Entretanto, Lucile bajaba de la limusina dando un saltito.

—No habéis hecho nada por detenerlo, al Sumo Sacerdote no le gustará —auguró, acercándose a los estupefactos Akasha y Azrael. No pudo llegar hasta ellos, pues el general del Atlántico Sur se le interpuso—. ¡Sorrento! Hola. ¿Tú también lo intentaste?

Akasha carraspeó. Lucile tendía a ser impredecible y cualquier error podía echar por tierra todo lo que había logrado en aquella reunión. De por sí, con solo estar ahí había provocado más preocupación en el líder de Hybris de lo que ella se creía capaz de lograr. Por fortuna, la personalidad de Lucile no solía chocar con la de Sorrento.

—Todo el viaje —admitió el general del Atlántico Sur—. Mi sinfonía llegó al clímax final que solo unos pocos entre mis adversarios han conocido, pero de nada han servido con ese hombre. Tampoco tus poderes han surtido efectos, ¿yerro?

—¡Qué bien me conoces! —dijo Lucile, soltando una risilla suave—. No estaba de buen humor, mas creo que eso se debe más a mi reciente interrogatorio que a mi don.

—El Sumo Sacerdote te ha perdonado —terció Akasha—. De nuevo eres la comandante de la división Fénix, la Espada de Atenea.

—Sí y no —dijo Lucile, que pasó de la alegría a una aparente tristeza en el lapso de un segundo—. Mi compatriota, Sneyder, es el mandamás de mis retoños ahora. ¿Ridículo, no? ¡Como si las piedras pudieran dar órdenes!

En ese momento, alguien carraspeó, llamando la atención de Akasha y Lucile. Se trataba de Azrael, acostumbrado a la falta de seriedad en la recién llegada.

—Hablabas de un interrogatorio —observó el asistente.

—Ah, sí, por eso vine a avisaros —recordó Lucile—, ya que sentí la presencia de la traviesa Akasha demasiado cerca de un control policial.

Otro en su lugar sonreiría ante la idea de que un par de santos de Atenea y el general del Atlántico Sur, décadas atrás uno de los campeones de Poseidón, debieran evitar contacto con la policía. Azrael, en cambio, asintió con gravedad. Fuera lo que fuese lo que Lucile había hecho, tendría como locos a la policía local de Atenas, que en espera de la intervención del Santuario estaría buscando a un culpable hasta debajo de las piedras.

—El interrogatorio salió mal, preferiría que os ahorrarais un mal trago —resumió Lucile, haciéndose eco de las preocupaciones de Azrael.

Se hizo entonces un silencio incómodo en el que nadie había querido decir una palabra, hasta que una voz se oyó desde el interior del vehículo.

—Agradecemos el aviso. Esta reunión ha terminado —informó Julian Solo.

—Sentimos los daños —se disculpó Akasha, a sabiendas que ya no podía retener al empresario, tal era el efecto que Lucile solía tener en sus planes más calculados.

—Solo es un coche —recordó Julian, mirándola de soslayo—, puede arreglarse con una llamada. No será tan fácil lidiar con lo que nos depara el futuro si te sigo robando más tiempo. Hasta pronto, santa de Virgo.

Cerca, en un caballeresco gesto, Sorrento besaba la mano de Lucile, quien la extendía tal cual habría hecho una dama de la alta sociedad.

—Me habría gustado oírte cantar otra vez —confesó el general del Atlántico Sur.

—Habrá otra ocasión, siempre la hay para el arte —aseguró Lucile.

Sorrento asintió, despidiéndose después de Akasha y Azrael antes de entrar en el vehículo. No repitió la pantomima de aparentar ser el conductor, sino que fue al asiento del copiloto, al lado de Sebastián, quien ya ponía en marcha la limusina.

—¿Ya podemos dejar de fingir? —se atrevió a decir Lucile poco después de que el vehículo se internara en una calle secundaria—. Es agotador hacerme la tonta.

Akasha dio un largo suspiro, pensando en que más bien era estresante cuando tomaba ese rol. No obstante, al hablar prefirió no alimentar el ego de su compañera.

—Me parece que entre los tres el mejor actor ha sido Azrael. Hasta yo me he creído su cara de sorpresa cuando usé mi mejor carta.

El susodicho, objeto de atención de Lucile, no se amedrentó. En buena parte, ni siquiera cayó en cuenta de que lo miraba, pues su mirada ceñuda estaba dirigida a Akasha.

—Es que fue muy directa, señorita, se suponía que tenía que ser sutil.

—El tiempo se agota —le recordó Akasha.

—Ella no debería estar aquí, lo estropeará todo —dijo Azrael entre susurros.

Lucile, por supuesto, lo oyó con la misma claridad que si hubiese hablado a gritos.

—Tú no deberías emocionarte por haberte encontrado con uno de los enemigos más buscados del Santuario, pero lo has hecho. Y yo estoy aquí, saludando, ¡los dioses son caprichosos! —dijo Lucile, disfrutando al ver cómo Akasha ladeaba la cabeza hacia al asistente. Si no tuviera que usar una máscara, estaba segura, podría ver una mirada de reproche en la cara de su compañera—. Es un niño con cuerpo de hombre, no lo culpes por eso. Aun así, estad alerta. Altar Negro es peligroso.

—Lo sé —admitió Akasha—, pero ya no puedo echarme atrás.

—No podemos —dijeron a la vez Azrael y Lucile.

Aquel par, el asistente de la general de la división Andrómeda y la antigua general de la división Fénix, intercambió una mirada larga y silenciosa.

—No debes interferir en esto —dijo Azrael.

—Está bien —dijo Lucile, traviesa—. Seré la competencia entonces.

Tras decir aquello, se dio la vuelta y se fue. Sin despedidas de ninguna clase, pues tal y como ella lo veía, podía decidir por sí misma cuándo acababa una discusión. Akasha y Azrael, acostumbrados a tan extravagante comportamiento, no se sorprendieron ni un ápice. Esa era la personalidad de Lucile, guardiana del quinto templo zodiacal.

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Tan pronto regresó al barco, Akasha percibió la batalla que en él se habría suscitado, de modo que corrió a toda prisa a la cubierta, seguida a duras penas por Azrael.

Lo primero que vieron fue a un malherido Makoto a los pies del mástil, sobre la madera manchada por sangre seca. Un par de heridas se le habían abierto de nuevo, y apenas parecía consciente, pero sonreía, triunfante.

—La dormí —murmuró el santo de Mosca—. Sin armas, la dormí.

Makoto señalaba dos cuerpos situados a un par de metros de distancia. Una mujer de piel morena, cubierta por una armadura escamada, se encontraba encima del santo de Flecha, en una posición muy comprometedora. Akasha indicó a Azrael con un gesto que se ocupara de Makoto, a la vez que se acercaba al balbuceante santo de Flecha.

—No es lo que parece —aseguró Emil, realizando toda suerte de intentos por librarse de la mujer que tenía encima. Ninguno resultó creíble.

—Caísteis bajo el influjo de la nereida que comanda a las sirenas, os atacaron. Makoto no tuvo oportunidad al estar desprotegido, pero tú pudiste salvarlo en el último momento. Con alguna técnica que desconozco, Makoto logró dormir a esa mujer justo cuando la estabas enfrentando. ¿No es eso lo que pasó?

—Bueno, sí, sí es lo que parece —admitió Emil, soltando una corta y traviesa risa.

Pero Akasha ya no prestaba atención al santo de Flecha, sino a la sirena que no terminaba de quitarse de encima. Sendas saetas atravesaban sus piernas, que al contacto con el agua del mar se transformarían en una cola de pez, el único medio de aquella criatura para poder regresar con sus hermanas.

Al quitarse los guantes y ver las cicatrices en sus manos, recordó el dolor físico; acercarlas a la piel de la sirena, llenándola de un cosmos dorado que de inmediato desintegró las negras flechas que la atravesaban, la remontó a uno más profundo y angustioso, el de ver a alguien morir y no poder hacer nada por evitarlo. Supo en ese momento, mientras repelía el mal que las flechas de Emil habían inoculado en aquella criatura que ya no era la niña que vio morir a Ichi de Hidra, sino en alguien capaz de repeler cualquier clase de veneno. Resultaba irónico que tal habilidad la hubiese desarrollado en compañía de alguien que buscó todo lo contrario, la aspirante a Escorpio, durante su siempre inútil búsqueda de un veneno capaz de matar a un dios.

—Devuélvela al mar —pidió Akasha, volviendo a ponerse los guantes negros.

Azrael, que se había acercado en silencio, sin ánimo de interrumpirla en aquella labor, alzó a la sirena con ambos brazos. Tras unos pocos pasos, llegó hasta el borde de estribor, donde se encontraba una mujer de insólito cabello azul, esperando.

Gracias —escuchó Azrael en su mente, al tiempo que entregaba a aquella criatura, acaso una nereida, el cuerpo durmiente de su compañera.

Tan pronto terminó su tarea, Azrael volteó, arrebolado. Un simple agradecimiento había bastado para acelerar su corazón y ponerlo a sudar como un niño enamorado. Al escuchar cómo las criaturas caían al agua, suspiró de puro alivio.

—Los santos no gasean pueblos.

Ante las palabras del delirante Makoto, Azrael no pudo más que sonreír, mientras que Emil, todavía tirado en el suelo, rio con ganas. Akasha se encontraba al lado del santo de Mosca, y ambos eran rodeados por un aura solar, bajo la cual se cerraban las heridas del japonés. Azrael esperó a que terminara antes de formular la pregunta incómoda:

—¿Cuál será nuestro próximo…?

—¿… destino?

Fue Kiki quien terminó la pregunta, apareciéndose de la nada como era su costumbre. Con todo, la presencia del maestro herrero de Jamir tranquilizaba a Azrael, no podían contar con los caballeros negros que hasta entonces se habían encargado de conducir el Argo en nombre de Hybris. A falta de ellos y de cualquier clase de experiencia manejando un barco tan mítico como mágico, estaba él, el talentoso psíquico y herrero al que sus hijos llamaban con cariño duende pelirrojo.

—¿Alguna vez habéis estado en Rusia? —preguntó a Akasha a modo de respuesta.

Mientras todos, incluido Azrael, negaban con la cabeza, Makoto soltó un último sinsentido, ya sumido en un sueño profundo.

—No necesité gas, pude hacerlo solo.

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Lejos de aquella escena, aunque atento a los acontecimientos, el último miembro de la división Andrómeda leía un libro bajo la luz de una lámpara de aceite. Cubierto de cintura para abajo con las sábanas de una vieja cama y llevando una camisa que le quedaba demasiado grande, casi sentía vergüenza al ver a su compañera tan preparada.

Donde unos minutos antes estaba la suave piel de una mujer, ahora se hallaba el azul metálico del manto sagrado. Por encima de los brazos que con tanta ternura lo habían rodeado, destacaban unas hombreras picudas, casi tan amenazantes como el látigo que colgaba junto a la cintura que solía acariciar sin mesura. Incluso el cabello rubio perdía brillo al enmarcar la fría máscara de metal, símbolo de las santas de Atenea.

—Te dije que podrían solucionarlo —comentó el hombre, con una afable sonrisa.

—Siempre debemos estar preparados para lo peor. —La mujer giró, cruzada de brazos. Unos brazos fuertes, dignos de una guerrera—. El límite entre la gentileza y la debilidad es tan fino como el que separa la valentía de la temeridad.

—Usas las palabras de nuestro maestro en mi contra, una táctica digna de June de Camaleón —advirtió el hombre, riendo sin reservas al imaginar un ceño fruncido tras la máscara de metal—. Nos preparamos para enfrentar batallas inevitables, no para provocar enfrentamientos innecesarios. Si es posible solucionar un problema sin violencia, ¿por qué recurrir a ella?

—Esas no son palabras de nuestro maestro —dijo June, dejando caer los brazos a los costados—, sino de Shun de Andrómeda. ¡No has cambiado en todo este tiempo!

Aunque sí lo había hecho. Las sirenas debían agradecer que el problema se hubiera resuelto sin que aquel hombre gentil tuviera que acudir a la cubierta.

—No subirás a cubierta —dijo June, no era una pregunta. Shun cerró el libro y la miró por un instante, en silencio—. Desearía saber cómo logró Akasha arreglar esto. No imagino a Julian Solo escuchando las propuestas de Azrael sobre cómo un dios debería equipar a sus soldados rasos. —Mientras hablaba, se dirigía a la salida, sin mucha prisa.

—No bajarás aquí —afirmó Shun.

La santa de Camaleón tenía la mano sobre el pomo, pero volteó por un instante. Shun la miraba con la serenidad de quien había vivido trece años de relativa paz, dejando para otro momento los difíciles tiempos que pronto todos deberían enfrentar. En aquel afable rostro, hecho para la paz, no encontró una sonrisa pícara, como cabía esperar de Kiki o Emil de Flecha, pero ni un héroe veterano como el santo de Andrómeda podía ocultar cierto anhelo en su mirada, el del enamorado.

Por un segundo, June desplazó hacia un lado la máscara que había llevado desde que tenía uso de razón, y Shun sí que pudo encontrar la picardía que él rara vez se permitía mostrar. Luego, conocedora del sentir del santo, June abrió la puerta, y salió.

—Nos preparamos para enfrentar batallas inevitables —repitió Shun, casi en un murmullo. Abrió de nuevo el libro, sabiendo que todo estaba en orden.

Notas del autor:

Shadir. Creo que lo digo mucho, pero una vez más no importa, ¡fue genial escribirlo! Saint Seiya tuvo muchos de estos duelos verbales y esta historia no podía ser la excepción, no en vano sus personajes luchan por diferentes dioses con diferentes formas de destruir a la… Ejem, diferentes puntos de vista sobre cómo debe ser el mundo.

Al fin y al cabo es Azrael, el asistente de la santa de Virgo. Conociéndole, casi que me espero que lo que cayera al coche sea un robot y Altar Negro tenga los días contados.

Más le vale a Makoto que haga caso a esa recomendación. O que no se acerque a la víctima de sus lamentables modales nunca. Vivir o morir, ¡tú decides, Makoto!

Ulti_SG. No tarda tanto, con el Misophetamenos es posible llegar vivos a la explicación sobre tan curioso evento.

A mí también me ha gustado de siempre la idea de que los ejércitos de Poseidón y Atenea trabajen juntos, incluso antes de saber que era algo bien recibido en el fandom, pero se dice que Atenea fue tajante en cuanto a liberar a su tío. Tendremos que conformarnos con una alianza muy humana con el muy humano Julian Solo.

Es como tardar tanto en buscar a Wally que él decide salir de la pantalla y encontrarte a ti para hablarte del tiempo. O de las virtudes de ser un vigilante.

Con el tiempo supe que el asunto de las armas de fuego y el cosmos era polémica dentro del fandom, ya sea en parodias y hasta en temas de reflexión que me tocó leer, pero para escribir esta historia me mantuve en mi idea inicial.

Azrael es un hombre entre hombres.

Yo creo que podemos decir a favor de Sorrento que su protegido vive. De momento.