Capítulo 19. Todo bien en la Ciudad Azul
En un recóndito paraje de Siberia Oriental, no muy lejos del Ártico, conducía Emil un camión de carga, tarareando la única tonada rusa que conocía.
Desde que arribó a la aldea Kohoutek1, con Akasha y el resto de la tripulación del Argo en el puerto más cercano, la carga de ser a la vez espía y ladrón se había vuelto ligera como una pluma. Ya no se sobresaltaba cuando la manga de la túnica que vestía se iba muy abajo, revelando el guantelete plateado. ¿Por qué debería, si ni él podía detectar vida alguna sin importar a dónde mirara? Aquella carretera, tan transitada en tiempos de los soviéticos, cuando la existencia de Bluegrad era un secreto de Estado, había sido abandonada hacía veinticinco años, un año después de que los bosques que rodeaban y ocultaban buena parte de esta fueran arrasados por una tormenta de nieve. Si bien aquello, según le explicó Azrael a toda prisa, se atribuía al fin de la Guerra Fría, durante el cual Bluegrad pasó a ser una ciudad más en la enorme Rusia, la auténtica razón era más oscura, relacionada con la explicación no oficial detrás de la tormenta.
—Ay, un santo recibiendo lecciones de un escudero. ¿Qué diría de eso si estuviera aquí, maestro? —se preguntó Emil, acordándose en ese momento del santo de Oso, el alto, intimidante y valiente Geki, que cayó tras dar muerte al primero de los trece Campeones del Hades—. Doce —se corrigió—, solo han aparecido doce, contando a Jaki.
Por un momento, sintió un estremecimiento al recordar que había once almas en pena caminando por la Tierra, con cuerpos y vidas nuevas que los diferenciaban de las hordas del inframundo. Logró apartar ese pensamiento, no sin gran esfuerzo, al pensar en las amenazas más inmediatas: Hybris, la orden de los caballeros negros; Poseidón, el dios olímpico de más voluble e iracunda voluntad, y los guerreros azules de Bluegrad, cuyos lazos con el Santuario eran más antiguos que los que los unían al gobierno ruso.
—Y de mí depende que no se rompan. ¡Ay, Akasha, qué problemática eres a veces!
Los guerreros azules de Bluegrad eran el grupo de mercenarios más peligroso del mundo, tanto que había ricachones, organizaciones y hasta gobiernos de dudosa legitimidad dispuestos a pagar por uno solo de ellos tanto como para mantener un ejército privado durante un año. Entrenados desde muy niños por los mejores, con el objetivo de superar a sus maestros, el poder no les había caído del cielo, como sucedía con el grueso de Hybris, sino que era el fruto de riesgosos entrenamientos que el mismo Santuario aprobaría. Los que sobrevivían a pesar del fracaso, cosa nada frecuente, no eran castigados, sino promovidos a oficiales de un batallón de mil hombres, en el que se aceptaba a cualquiera sin importar cual fuera su pasado. Solo había una condición.
Lealtad incondicional a la Ciudad Azul. Si debían escoger entre Bluegrad y el resto del mundo, ya estaban tardando en ponerse firmes en la frontera de su tierra, rifle en alto.
Mientras pasaba a través de otro medio kilómetro de desgastada carretera, con una tundra de lo más monótona a uno y otro lado, Emil cayó en la cuenta de que para salir airoso de su misión debía ver la lealtad de los guerreros azules a Bluegrad no como un problema, sino como una ventaja de la que sacar provecho. A ellos no les importaban Hybris y el Santuario, tampoco Poseidón y Atenea, en tanto nadie en Bluegrad saliera herido, le dejarían marchar sin perseguirle, en el más que probable caso de que lo descubrieran con las manos en la masa. Ya luego se ocuparía el Sumo Sacerdote de limar asperezas con el rey Piotr, tal vez eso lo distraería de la idea de colgarlos a todos en la división Andrómeda, uno por uno, por el pequeño detalle de cometer alta traición.
—Es como solía decir el señor Geki —dijo Emil, ya viendo a lo lejos la montaña que le señalaba su primera parada—. «Tan cobarde como siempre.»
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Al otro lado de la montaña, un hombre despertó por segunda vez en aquella noche. La razón era la misma que en la primera vez, alguien estaba recorriendo la carretera que nadie había usado en veinticinco años, solo que en esta ocasión era un conocido. Él podía saberlo a pesar de que no lo tuviera delante, no sería digno de ser llamado santo de Atenea si no pudiera sentir la presencia de un camarada. Durante tres segundos se planteó ir a recibirlo, llegando a la conclusión de que era mejor seguir durmiendo.
—Órdenes son órdenes —soltó Lesath, entre sonoros bostezos. No era como si alguien fuera a acusarle de mala educación allí, acostado en un banco en medio del parque. Ningún buen vecino de Bluegrad estaría allí en la noche.
Y a pesar de eso, ahí estaba un chico de holgadas ropas, hurgando en la mochila que era la única posición de Lesath. Ni siquiera los insultos y maldiciones del ladrón animaron a este a abrir los ojos, mucho menos a levantarse. Tenía sueño.
—¿Es que todos los guerreros azules vivís como mendigos? ¡Aquí no hay nada! —gritó el ladrón, dejando caer al suelo cubierto de hierba todo lo que había en la mochila. Ropa vieja, utensilios de higiene personal y un libro recién comprado.
—Largo —gruñó Lesath—. Estoy durmiendo.
—Tienes que tener algo, los guerreros azules ganáis mucho dinero fuera en esta época —aseguró el ladrón mientras desenfundaba una navaja—. Dame algo si no quieres que te estropee esa cara. ¡Mírame cuando te hablo!
Ofuscado, el ladrón pateó a Lesath. Fue como darle una patada a una piedra.
—Dios. ¿De qué estás hecho? ¡Si ni siquiera llevas puesta la armadura!
—Joder.
En un abrir y cerrar de ojos, Lesath se levantó, haciendo que el chico diera un salto hacia atrás y empezara a mover una navaja en todas direcciones, como en una mala película de artes marciales. No estaba de humor para eso, así que él mismo le aseguró un blanco interponiendo la palma abierta, que el ladrón no dudó en apuñalar. La hoja se desintegró tan pronto hizo contacto con esta, también la empuñadura se derritió un momento antes de que la mano de Lesath se cerrase sobre la del ladrón, quemando el guante que llevaba y la piel. Entre el humo producido por el cuero derretido y los chillidos de aquel bribón, que lagrimeaba, Lesath sintió un tremendo dolor de cabeza.
—Joder —soltó, pateando al chico. A pesar de que se contuvo todo lo que podía, lo vio dar vueltas sobre el suelo unos diez metros, barriendo con la hierba artificial que a algún alcalde con demasiado tiempo libre se le ocurrió plantar en esa zona. En condiciones normales entendía esas excentricidades, llenar de verde la ciudad en la que durante siglos no creció ni una solitaria flor. Ahora mismo no estaba en condiciones normales, para nada—. Joder. ¡Deja eso donde está, hijo de…!
El chico desoyó la advertencia y amartilló la pistola que acababa de desenfundar, cerrando los ojos. Algunos segundos después, en los que no oyó ningún disparo, los abrió, encontrándose con que él ya no tenía el arma.
—¿Tú no eres de por aquí, verdad? —preguntó Lesath mientras aplastaba con una sola mano la pistola que le había arrebatado. Al abrir el puño, solo salió humo, para consternación del delincuente—. Las armas son inútiles conmigo.
—Mi padre siempre dice que los guerreros azules sois unos charlatanes —balbuceó el chico, poniéndose de rodillas—. ¡Perdóname! ¡No lo haré más!
—Me da igual —cortó de inmediato Lesath, antes de que empezara a contarle su vida. Debido a que seguía hablando, volvió a decirlo, haciendo énfasis en cada sílaba—: Me da igual. Así naciste, no es tu culpa. ¡Mira que tirar mi libro nuevo!
Haciendo oídos sordos al resto de explicaciones del chico, fue metiendo lo poco que tenía en la bolsa. Con el libro, de tapa blanda, puso especial cuidado.
Entretanto, el ladrón trataba de escabullirse, lo hacía con encomiable sutileza si se tenían en cuenta los huesos rotos tras el golpe y que la mano debía arderle como mil demonios. Lesath no tenía paciencia para dejarlo huir, así que lo mandó a volar de un puntapié, acabando el ladronzuelo a los pies de un carrito de la compra.
—Esta juventud —lamentó Lesath antes de meter el libro en la mochila y echársela al hombro—. Siempre fiándose de las apariencias.
Aun en Bluegrad, no era extraño que muchos desconfiaran sobre las leyendas en torno al poder de los guerreros azules, que al fin y al cabo seguían viéndose como el resto de mortales. Y si ya era difícil confiar en aquellos hombres que ostentaban brillantes armaduras, debía ser imposible imaginar que alguien como Lesath pudiera ser un peligro. No se afeitaba desde el mes pasado y llevaba aún más tiempo sin poner cuidado en el cabello, que le llegaba hasta los hombros, lo que no servía para maquillar las décadas que tenía encima. En lugar del manto sagrado que le correspondía como uno de los santos de Atenea, vestía como si fuera un vagabundo. En eso sí que se parecía a los guerreros azules, los de hacía un par de siglos, no los matones del gobierno de ahora. Él llevaba una vida austera. Tenía poco, porque necesitaba poco.
—Y porque la jefa aún no me ha perdonado —susurró, recogiendo al chico inconsciente y dejándolo caer en el carrito—. Ni siquiera yo puedo.
Mientras buscaba el teléfono que le regalaron entre los incontables bolsillos y agujeros que tenía en el abrigo, Lesath empezó a recordar por qué había un carrito de la compra en medio del parque. Él lo había traído esta misma tarde, tras arrastrar a un grupo de asaltadores de bancos que detuvo desde el otro lado de la ciudad hasta la comisaría que conocía, un poco porque no se le ocurrió buscar dónde había otra y otro tanto porque el comisario de allí, el bueno de Mikhail, no le molestaba con interminables discursos sobre los derechos civiles y a veces le dejaba comer gratis en la cafetería. ¡Hasta le habían dicho que les llamara si necesitaba que recogiesen a un criminal!
—Al final va a resultar que no tengo una vida tan humilde —murmuró en cuanto sacó el teléfono, de esos difíciles de manejar, con pantalla táctil y mil aplicaciones que solo los dioses sabrían para qué servían—. A ver, el número era…
Contestaron enseguida. No Mikhail, sino otro agente que se le había presentado unas mil veces; no tenía ni idea de cómo se llamaba. Enseguida le convenció de que tener a un civil recorriendo las calles de Bluegrad con un hombre en un carrito de la compra no era una buena idea. Mandarían a un agente a buscarlo y él podía volver a casa.
—Gracias, agente. Si no es mucha molestia, ocúpese también de devolver el carrito.
El policía estaba a punto de recordarle cómo se llamaba cuando colgó.
«La próxima vez que me manden a ver cómo crece el pasto artificial de la ciudad más fría del mundo, pediré dinero para alquilar una casa.»
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Llevaba apenas cinco minutos caminando cuando el teléfono empezó a sonar. Lo cogió enseguida, sabiendo que solo un hombre en toda la Tierra lo llamaría a esas horas, pero tardó un poco en contestar, un pequeño gesto de rebeldía.
—Buenas tardes —saludó Lesath—. ¿Eso es correcto donde estáis, no? Y no vuelvas a decirme que estás solo. Tú no te despegarías de la jefa ni volviendo a nacer.
—Estamos más cerca de lo que crees, pero no puedo darte las buenas noches.
—Ah, sí. ¿Vas explicarme por qué tengo que seguir aquí sin hacer nada? No, mejor, ¿vas a explicarme por qué tengo que seguir las órdenes de un escudero?
—Asistente.
—Como sea. ¿Qué quieres? ¿Un informe de cuánto ha crecido el pasto?
—Si quieres redactar uno, sería mejor que tratara sobre la diferencia entre tus actividades y la cacería de los caballeros negros.
Lesath sonrió a la vez que se internaba en un callejón. Esta vez lograría sacarlo de quicio. A la jefa podía perdonarle que lo tratara con la punta del pie, a él no.
—Yo solo cumplo con mis deberes cívicos como ciudadano de Bluegrad.
—Eso son patrañas.
—Me sorprende escuchar eso de alguien tan educado como tú. ¿Ha ocurrido algo en este último año? ¿La jefa también está molesta contigo?
—Si no puedes ser claro, directo y preciso en esta conversación, tampoco lo serías redactando un informe. Espero que tus sentidos sí estén a la altura de nuestras expectativas, Lesath, santo de Orión.
—He detectado al elfo francés cerca de aquí. No hace mucho de eso. ¿En serio este es mi premio luego de dos años de exilio dentro del exilio?
—Tuviste una misión hace un año.
—Hice lo que pude, había cuatro Campeones del Hades implicados.
—Y no fuiste capaz de contener a ninguno de ellos, de modo que el incidente, que solo concernía al Santuario, quedó en manos de los guerreros azules y hasta un par de caballeros negros. Fracasaste aquella noche, Lesath de Orión. ¿Será lo mismo en esta?
Antes de responder, el santo de plata alejó el teléfono un momento para dar un largo suspiro. Ojalá pudiera decirle a ese patán que se equivocaba, que en aquel solsticio de invierno había sido todo un héroe. Los recuerdos de un par de desastrosos combates le vinieron a la mente, uno en plena ciudad, en la que un barrio entero quedó en ruinas, el otro en el más pequeño monte de la zona, que él mismo redujo a cenizas por nada.
—A menos que tenga que enfrentarme de nuevo a una adolescente hiperactiva y mi doble, creo que podré apañármelas. ¿Qué tengo que hacer?
—Reunirte con Emil…
—Eso no me gusta —interrumpió Lesath, más por causar molestias que porque de verdad le disgustara. Ya estaba harto de que solo se acordaran de él para hacer trabajos sucios en solitario. Quería trabajar con un compañero, hacer lo correcto…
—… y ayudarle a infiltrarse en la residencia del rey Piotr. Tu objetivo es el ánfora de Atenea, donde el alma de Poseidón sigue sellada.
Lesath tragó saliva. Si alguna vez había pensado que reclutar a cuatro Campeones del Hades era la orden más arriesgada que recibiría de Akasha, debía ser el hombre más ingenuo de la Tierra. Esa chiquilla no tenía límites.
—No es casualidad que hayáis ideado esta operación en el solsticio de invierno, cuando los guerreros azules de la Ciudad Azul viajan por el mundo en busca de dinero para regalar a los niños una dichosa azulada Navidad —bromeó Lesath, en parte por molestar a aquel hombre, en parte para despejarse. ¡Le estaban pidiendo robar el ánfora de Atenea, por todos los dioses!
—Nadie debe saber nada de esto. El Santuario no interviene en los asuntos de las naciones humanas. Desde hace ochenta años, eso incluye a Bluegrad.
—Entiendo —susurró Lesath, que por pura inercia había cruzado unas cuantas calles hasta acabar en medio de ninguna parte. Descansando la espalda sobre un muro medio derruido, disparó el veneno que llevaba rato guardándose—: El problema no es que no deba intervenir, sino que la jefa no quiere que intervenga. ¿Por qué no me lo dices sin más? Podéis confiar en mí.
—Ella ya no confía en ti.
—Eso son patrañas —espetó Lesath—. No estaríamos hablando si así fuera.
Por largos segundos, a través del teléfono no volvió a oírse nada más que susurros del hombre y una muchacha. Susurros que Lesath pudo entender a la perfección.
—Emil se encontrará contigo a las puertas de la ciudad. Te reunirás con él allí.
A la vez que asentía, Lesath saboreó otra pregunta envenenada que no llegó a formular. Oyó que venía alguien corriendo, con la agitada respiración que delataba a un delincuente primerizo. Apuntó hacia el otro lado del callejón en que se hallaba, con el dedo extendido y contando hasta cinco. Entonces disparó, una ráfaga invisible cruzó en un instante la distancia hasta la pierna de un ladrón de poca monta, que cayó al suelo entre chillidos lastimeros. A un par de metros quedó un bolso de señora que no parecía ser suyo, considerando los gritos de abuela malhumorada que Lesath podía oír de lejos.
—¿Tus deberes cívicos como ciudadano de Bluegrad?
—Para haber fracasado en tu entrenamiento como santo, tienes un sexto sentido muy agudo —comentó Lesath, siendo el primer halago que dedicaba al vocero de la jefa, hasta donde podía recordar—. Espera un segundo, tengo que…
Calló a media frase, sin poder creer lo que veía. Una señora que debía estar cerca del centenario, con los pelos desatados y cargando un paraguas, corrió hasta el ladrón derribado y empezó a golpearlo al ritmo de unos insultos de lo más variopintos. Lesath no dio un solo paso. Por mucho que no pudiera soportar ver cómo cometían un crimen enfrente de él, en ese momento no sabía a quién debía detener.
—¡Granuja! —terminó la señora a la vez que recuperaba el bolso. Al final la anciana y el ladrón se fueron por direcciones opuestas, una fingiendo un andar lento, lleno de achaques, el otro dolorido, arrastrando la pierna rota.
—Parece que otra ciudadana de Bluegrad se ha ocupado de mis deberes cívicos.
La sonrisa de Lesath desapareció poco después. Gracias a los agudos sentidos que poseía pudo oír algo, no en ese edificio ni en esa calle, lejos. Era la voz de una niña que se negaba a seguir a un hombre que le gritaba, ya perdiendo la paciencia.
—Tengo que irme.
—Tienes una misión que cumplir, Lesath. No pierdas de vista tu deber por una caduca fantasía de superhéroe.
—Es un buen consejo. Tú tampoco deberías perder de vista a la jefa. Es posible que necesite tu ayuda para encontrar el baño o limpiarse el culo.
Colgó y apagó el teléfono con tal enojo que la pantalla táctil se agrietó. No sabía si eso se podía reparar y la verdad no le importaba en ese momento. Ni siquiera estaba pensando ahora en la misión que le encomendaron. Siempre había sido así con él, pensaba en el momento y actuaba. Si veía a alguien dañando a otra persona, tenía que ayudarla. Y si alguien trataba eso como algo secundario, lo mandaba al demonio.
¿Durante cuántas noches se había dedicado a patrullar la ciudad en el último año? Las suficientes como para que un ladrón de poca monta lo confundiera con un guerrero azul esta noche. ¿Cuántos crímenes se habían cometido en la ciudad a pesar de esas patrullas? Los suficientes como para que no se enorgulleciera por lo que hacía. No importaba nada de eso, cuando veía algo que no estaba bien, lo que había hecho y lo que no había hecho antes pasaba a segundo plano, un borrón de detalles imperceptibles como lo fueron las calles y los edificios de alrededor en el segundo que tardó en llegar hasta donde la niña pedía ayuda entre sollozos.
Una niña de cabello trenzado. Como Ethel.
—¡Un guerrero azul! —exclamó el hombre que agarraba la mano de la niña. Alto y calvo, abrigado como si fuera a ir a una excursión al polo norte. Tenía una mano en el bolsillo y una sonrisa dibujada en el rostro—. ¿Cuánto…?
—Mucho —interrumpió Lesath, fingiendo una sonrisa codiciosa—. Mucho, mucho dinero. Podemos acordarlo en ese callejón de allí, lejos de oídos indiscretos.
El hombre asintió, dejando a la niña donde estaba, inmóvil y temblando. Lesath la miró de reojo, le sonaba de algo, aunque no sabía de qué. No importaba, el presente venía primero, el futuro vendría después. Siguió al hombre al callejón.
Una vez la oscuridad los envolvió, Lesath le tocó la frente.
—Esto no es mi deber cívico como ciudadano de Bluegrad.
—¿Qué? —exclamó el secuestrador.
—Soy un santo de Atenea destruyendo el mal que hay en el mundo —sentenció Lesath, más para sí que para el condenado. Una luz salió del dedo antes de que este pudiera terminar de entender lo que pasaba, reduciéndolo a cenizas.
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Cuando Lesath regresó de las sombras, la niña seguía donde estaba, vestida de blanco y con un gorro ruso del mismo color. Cargaba un abrigo de hombre adulto, demasiado pequeño para el grandullón al que acababa de mandar al Hades.
—Decía que quería que saliera en una película —dijo la niña, mirándole con ojos nubosos—. No dejaba que me fuera, no me soltaba.
Lesath torció el gesto. Era el problema de esa ciudad. Había leyendas de que si alguien derramaba la sangre de un ciudadano de Bluegrad, todos los guerreros azules vendrían allí y lo perseguirían hasta el mismo infierno. Era algo que sonaba bien hasta que caías en la cuenta de que muchos crímenes podían ocurrir sin que la sangre de nadie fuera derramada entre los muros de la ciudad. Lo que vio en los ojos del secuestrador decía mucho sobre el tipo de películas en las que pensaba meter a la niña.
—No tendrías que estar fuera a estas horas. ¿No ves que hace frío?
—Mi papá está trabajando —musitó la niña, extendiendo el abrigo.
—Será mejor que regreses a tu casa con tu mamá. ¿Tienes mamá, no?
—Podría resfriarse —insistió la niña.
Tras resoplar, Lesath empezó a rascarse la cabeza.
—Dime dónde está tu padre y te llevaré.
—Mi papá es amigo suyo, señor Lestat.
—No será amigo mío si tiene una hija que no sabe cómo me llamo.
—Lestat, Giant Man —repitió la niña—. Usted le dijo a mi papá que no era un guerrero azul, sino un superhéroe como los de las películas. Giant Man.
—¿¡Eres Natasha, la hija de Jacob!?
En cuanto la niña asintió, moviendo a la vez el cabello trenzado, Lesath empezó a recordar. Un camión descarrillado, un padre paralizado por el miedo y un hombre empeñado en meterse donde no lo llamaban. Detuvo el accidente de la peor manera posible y el camionero sobrevivió de milagro. Pese a la situación en que se encontraba, Lesath se echó a reír, ¡la mocosa seguía sin saber cómo se llamaba!
—Si tu padre es Jacob, está en la biblioteca pública, ¿no?
—Sí, un señor muy importante vino a casa y le pidió que abriera la biblioteca. Era tan tarde que se le olvidó ponerse el abrigo.
—¿Y ese señor tan importante tenía algo que ver con el calvo?
—No lo había visto antes —explicó Natasha—. No sabía cómo llegar a la biblioteca de noche ni cómo regresar a casa y él me dijo que me ayudaría. Era un mentiroso.
—Ya no dirá más mentiras —aseveró Lesath, sintiendo enseguida culpa por decirle eso a una cría. Aun si ahora no lo entendía, tarde o temprano podría imaginar lo que había pasado—. Bien, vamos con tu papá. Sígueme.
«Emil no ha llegado a la ciudad —pensaba Lesath mientras andaba—. Supongo que puedo encargarme de mis deberes cívicos un rato más, jefa.»
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La biblioteca de Bluegrad se hallaba en el centro del casco antiguo de la ciudad, rodeado de edificios a medio construir. En teoría, había sobrevivido de milagro a un terremoto el año pasado, así lo explicaban los medios de comunicación, al menos. La verdad era, empero, más fantasiosa y mundana a la vez. El terremoto era en realidad cuatro muertos que habían vuelto a la vida; la salvación de un edificio concreto, obra de Lesath, que agradecía a los libros que contenía haber sobrevivido a miles de horas muertas. Fue un acto interesado, impropio de un santo de Atenea, por lo que nunca se sintió orgulloso de esa hazaña, aceptando el premio del gobierno solo porque consistía en no tocarle las narices. Ni la policía, ni el ejército, ni los guerreros azules.
Él también había hecho como si no hubiese tenido nada que ver con ese incidente. De hecho, se mantuvo alejado del edificio durante un par de meses, hasta que un buen día se volvió a encontrar con Jacob, muy orgulloso de su nuevo empleo como guardia de seguridad. Acordaron encontrarse en el trabajo, donde con una cara de mendigo sorprendido que ni él se creía, le preguntó de pasada por qué una biblioteca en una remota ciudad de Rusia parecía más bien construida en la Antigua Grecia.
Bajando las escaleras que unían la plaza con el edificio, imponente sobre un terreno elevado, estaba Jacob, con esa mirada de profesor de Historia frustrado que le tuvo toda la tarde arrepintiéndose de haberle hecho esa pregunta. ¿Qué tanto le costaba decir sin más que entre los ocho fundadores de la Ciudad Azul había un griego amante de la buena lectura? Por suerte, esa noche aquel truhán no podría engatusarlo, tiritando como estaba bajo el uniforme de guardia seguridad. ¡Ni siquiera había traído un gorro!
—¡Natasha! ¡Señor Lestat!
—Lesath, Jacob. Me llamo Lesath —aclaró el santo, poniendo mala cara. Algo le había incomodado desde antes de llegar, una presencia ominosa, como una montaña de hielo, que parecía abarcar la totalidad de la biblioteca. Quiso advertir a Natasha que tuviera cuidado, pero la niña ya se acercaba a su papá dando saltitos, encontrándose ambos en el último peldaño de las escaleras—. ¿A qué viene lo de Lestat?
—Perdone, señor. Es un nombre tan extraño. ¡Perdón! —se volvió a disculpar el guardia, avergonzado de lo que acababa de decir. Eso mitigó un poco la molestia de Lesath. ¿Quién tenía derecho a decidir cuándo un nombre es extraño o no?—. Después de lo que ha hecho por mi hija. ¿Cómo podría compensarle? ¿Desea tomar algo?
—Tengo sueño, no hambre —contestó Lesath—. Y yo no he hecho nada bueno por tu mocosa, deberías darme un buen puñetazo solo por haberla dejado caminar por la ciudad a estas horas. —Jacob, siempre tan blando, bajó la cabeza—. Creo que ambos tenemos trabajo que hacer esta noche, así que me despido por hoy. Adiós, familia.
En ese momento, cuando el cuadro no podía ser más encantador, con Jacob poniéndose el abrigo y la niña sonriendo al superhéroe Giant Man y despidiéndole con la mano, a Lesath se le ocurrió la peor idea posible: abrir la boca.
—¿Quién te ha hecho abrir la biblioteca a las tres de la mañana, Jacob?
—No fue una molestia, se lo aseguro. Mi mujer había salido media hora antes y yo no lograba volver a quedarme dormido. ¡Siempre es un placer a ayudar a uno de los suyos!
—¿Uno de los míos? —repitió Lesath, quien seguía sintiendo a Emil lejos, muy lejos.
—Sneyder, de la división Fénix. Dijo que le gustaría leer algo mientras le esperaba.
Notas del autor:
Shadir. En comparación con su predecesor es prudente, aunque eso no es mucho decir, si tenemos en cuenta la historia de Ptomely. Uno no bromea con cincuenta sirenas si una sola ya es un peligro, pero al menos las cosas salieron bien.
Sobre todo para Makoto, ese muchacho no creía posible que alguien atrajera la atención de esos seres más de lo que él hizo sin querer. Un chico con suerte, sin duda.
Ulti_SG. Sí, que la santa de Virgo haga su movimiento para formar una alianza entre Poseidón y Atenea, ¿qué podría salir mal?
Buena labia tiene Emil, ¿le irá igual de bien en el campo de batalla?
¿Ves, Makoto? ¡Un santo de Atenea puede tener gafas! No tiene nada de malo.
Poco a poco iremos conociendo a la nueva generación de santos de Atenea, como debe ser, aunque esta Lucile ya apunta maneras y ni qué decir de Sneyder, que con solo mencionar su nombre ya deja su huella. ¡Alístense todos, que viene…!
¡Muchísimas gracias! Por acordarte, y por el pastel, muy bueno y temático . Aquí seguimos como siempre, a pesar de todo, vivos y con ganas de escribir.
1 La aldea en la que vivía Jacob.
