Capítulo 20. Cambio de planes

En la más alta cima entre las tres montañas que rodeaban Bluegrad, se hallaba el castillo que había señoreado la Ciudad Azul durante los últimos ochocientos años.

Era un signo de otros tiempos, cuando el corazón de los Señores del Invierno estaba lleno de sueños de gloria y conquista, cuando aquellos dirigían un imperio tan frágil y convulso que ni siquiera mereció una nota a pie de página en los libros de Historia. Entonces, los reyes usaban al pueblo para enfrentar enemigos imposibles, desde los gigantes en la Guerra de la Sangre, hasta sus propios compatriotas en la purga de los primeros días de la Hierocracia. De esa época oscura, mucho se había olvidado, solo se recordaban las consecuencias. El último Señor del Invierno libró una inútil guerra contra el primer Sumo Sacerdote, que propugnaba el sometimiento a una religión extranjera; muchos en ambos bandos murieron hasta que uno de los dos cayó. Una vez el rey fue depuesto, sus hijos tuvieron la sensatez de escoger el exilio por sobre una muerte inútil. Guiado por los gemelos, el pueblo de Bluegrad atravesó Europa y Asia hasta volver a sus raíces: una ciudad solitaria en las montañas, antaño construida por ocho héroes que solo querían descansar de una vida llena de guerras inútiles.

Esa era la versión popular, un cuento anti-guerra que los padres leían a los hijos para que fueran mejores personas que sus antepasados. Lo cierto era que los gemelos se separaron a medio camino, uno anhelando la paz en el Este, otro buscando la venganza en el Oeste, donde aprendió mucho de la guerra de los bárbaros escandinavos antes de fundar su propio reino en el norte del continente. Hrafnkell, el último teócrata, lo descubriría bien trescientos años después. En cuanto al hermano que abogaba por la paz, solo se le recordaba por fortificar la Ciudad Azul y levantar un castillo en las montañas, imitando a los señores feudales que despreció durante el éxodo de su pueblo. En tanto temía ser depuesto como su padre, por noble que fuera su discurso.

Ahora, la oportunidad de enmendar los errores del pasado estaba en manos de Piotr. A ello quería dedicar sus esfuerzos tras ochenta años de reinado. Resultaba irónico, incluso divertido, que los intereses de un Sumo Sacerdote lo distrajeran de ese deber.

Alguien tocó la puerta.

—Pase —dijo Piotr, rey de Bluegrad, así solo fuera de puertas para dentro. Señor del Invierno, así aquel título caduco le despertase más culpa que orgullo.

El Secretario del Rey, un hombre bajito, barbudo y bien abrigado al que todos llamaban Gigas, abrió la puerta con una lentitud pasmosa. El visitante estuvo tentado de azotarlo, entre carraspeo y carraspeo, solo conteniéndose al recordar que no actuaba por su propia cuenta, sino en nombre del actual comandante de la división Fénix.

Lo que encontró en el interior de la torre más alejada del castillo le dejó un poco decepcionado. Era austera a más no poder, con unos cuantos estantes franqueando una alfombra que daba a un escritorio, en el que estaba sentado el monarca. Llenando los anaqueles había toda clase de antiguos manuscritos, desde papiros egipcios bien conservados hasta códices medievales, los cuales eran reproducciones de historias aun más viejas, extraídas de tablillas de arcilla y piedra. ¿El resultado, en opinión del visitante? Un fuerte y desagradable olor a papel viejo. Hasta la parte más colorida del cuarto, los frescos del techo, era más obscena que interesante. Una doncella, que habría estado a la vista tal y como vino al mundo si no estuviera rodeada de animales, cubriéndola en un remedo de pudor. Un carnero, un toro, dos gemelos traviesos…

Se oyó un graznido. El visitante miró de reojo el hombro, desde donde el eidolon, con forma de cuervo, lo miraba con una inteligencia ajena al reino animal.

Siguió caminando, sin volver la cabeza cuando el Secretario del Rey cerró las puertas; Gigas era un hombre listo, no solo mantenía la boca cerrada donde otros querrían lisonjearle con charla inútil, sino que podía saber cuándo estaba por darse una conversación ajena a sus funciones. Conforme cruzaba la sala echó un vistazo a los libros que había en el escritorio, a la luz de un candelabro. La mayoría eran sobre la historia de Bluegrad, de la que él estaba mejor informado que cualquier otro en el Santuario, salvo el Sumo Sacerdote y su consentida pupila. Uno, en cambio, no le sonaba de nada: Auge y caída de los falsos dioses, por Ionia. ¿Quién era…?

—Se pudo salvar muy poco de nuestra querida biblioteca en el desastre de 1812 —dijo el rey Piotr, que por primera vez apartaba la vista de su trabajo y la dirigía al visitante. Este quedó de piedra, sorprendido de ver lo bien que se conservaba aquel vejestorio: aparte del blanco del cabello y la barba, así como arrugas en las comisuras de unos labios más que acostumbrados a sonreír a sus hijos y nietos, nadie diría que estaba camino al centenario; ni una sola mancha de piel podía verse en el rostro y las manos del monarca, si bien el resto del cuerpo quedaba bien oculto bajo la túnica.

El cuervo graznó, impaciente.

—El señor Sneyder, general del Santuario y comandante de la división Fénix, desea hablar con vos, Su Majestad. Mi eidolon servirá de puente.

El cuervo graznó por tercera vez, a lo que el monarca asintió. Ya no dirigía su mirada al visitante, sino a la criatura espectral que este tenía en el hombro. Sus ojos, legatario de la sabiduría de los años, debían poder ver a Sneyder en el bicentenario edificio que había sustituido a la biblioteca original de la Ciudad Azul, famosa por reunir sin la censura y los remilgos de otras naciones, todo el conocimiento del mundo.

«El mundo de los hombres comunes, no el de las Guerras Santas —reflexionó el visitante, de nuevo fijándose en los libros del escritorio. La biblioteca original había sido una prueba indiscutible de la alianza entre Bluegrad y el Santuario, hasta que una tormenta la arrasó a principios del siglo XVIII, junto a media Ciudad Azul. Según habían dicho siempre los Señores del Invierno, solo se salvaron los libros que la familia real había sacado de la biblioteca en esa época para un estudio detenido—. ¿Es este el tesoro que pretendes robar, Akasha? Pues te vas a llevar una sorpresa. El señor Sneyder no olvida a los traidores. Ni yo tampoco.»

—Sneyder —dijo Piotr, atusándose la barba—. Un nombre común, inesperado en un hombre con tu reputación.

—No todos los padres imaginan el destino de sus hijos al darles un nombre —dijo una voz humana, emergiendo del pico de un cuervo de ojos gélidos.

El rey asintió con gravedad. En solo un momento había entendido que no trataba con la más amigable comandante de la división Cisne, tan dada a la charla ociosa, sino con alguien directo al que no le gustaba perder el tiempo.

—¿Por qué no te presentas en persona, Sneyder?

—Me consta que un santo de Atenea exiliado ha vivido en vuestra ciudad durante el último año. Ya que la biblioteca pública es el único edificio que frecuenta, he decidido esperarle aquí y confirmar si el Santuario aun puede contar con su lealtad.

—¿Por qué razón buscarlo ahora, si lleva un año viviendo aquí?

—Porque ha recibido la orden de robar algo suyo, Su Majestad. El ánfora de Atenea.

El cuervo graznó tres veces seguidas cuando el visitante, sobresaltado, empezó a retroceder. No debía estar tan bien informado como creía de la razón que lo había traído aquí. Por su parte, aun estando tan sorprendido como aquel sujeto, Piotr supo mantener la compostura, limitándose a alzar las cejas.

Sneyder expuso el problema de forma sumaria. La división Andrómeda, a donde iban a parar los santos de Atenea que no gozaban del favor del Santuario, tenía un tesoro; Poseidón les exigía devolverlo. Tan grande era el deseo de la división Andrómeda de conservarlo, que su comandante bien habría podido ofrecer a cambio la libertad al dios de los océanos. A Piotr le habría resultado absurdo de no ser porque veía similitudes entre la historia de su pueblo y la de aquellos muchachos.

—¿Cómo puedes saber con tanta seguridad que esa es la intención de tus compañeros?

—No soy yo quien lo sabe —dijo Sneyder—, sino el Sumo Sacerdote. Él conoce bien a la comandante de la división Andrómeda, su pupila. Sabe de lo que es capaz.

Piotr suspiró. De nuevo un Sumo Sacerdote perseguía a su gente por no seguir sus órdenes al pie de la letra. ¿Cuándo aprenderían los hombres a apartarse de la religión? Miró hacia arriba, donde el fresco del techo representaba a los seres que sus antepasados adoraron como dioses. Allí obtuvo una respuesta a su pregunta: nunca.

—¿Y ese santo de Atenea, vendrá?

—No.

—Entonces, si me permites volver a la primera pregunta, ¿por qué permaneces allí? La biblioteca no abre a estas horas. Has sacado a un buen hombre de su casa por nada.

Por un rato, ningún sonido humano salió del pico del cuervo. Sneyder no debía haber imaginado que Jacob, un simple guardia de seguridad, le importaría tanto a él, Señor del Invierno, como para que le recriminara usarlo como señuelo. ¡Menudo necio! Si para algo servía que hubiese aún un rey en la Ciudad Azul, era para proteger a sus súbditos.

—Solo detecto a cuatro guerreros azules en la zona —observó Sneyder.

—Cuatro a la vista, cuatro ocultos —aclaró Piotr.

—Considerad entonces, Su Majestad, que por esta noche contáis con diez. Si se lo permitís, Hugin de Cuervo ayudará a vuestra guardia en el castillo. Creedme, vale la pena, no encontraréis mejor vigilante entre los santos de plata.

Por segunda vez, Piotr quedó sorprendido. Se podrían decir muchas cosas del comandante de la división Fénix, excepto que le podía el orgullo. Asintió, tanto aprobando aquel gesto cuanto aceptando la oferta. El eidolon desapareció en ese mismo instante, convirtiéndose en una lluvia de plumas negras que caía sobre el visitante.

—¿Y bien? —dijo Piotr, volviendo la vista a los libros del escritorio—. ¿A qué estás esperando para cumplir tus órdenes, Cuervo?

—¿Es evidente, no? —dijo el visitante, Hugin, que sonreía como un niño al que le hubiesen dado una golosina—. ¿Dónde está el ánfora de Atenea?

La pregunta tenía sentido, incluso podría argumentarse que era pertinente, ya que proteger la Ciudad Azul era un gesto considerado por parte de Sneyder. Como santos de Atenea, ellos habían venido aquí a ocuparse de un potencial traidor y evitar un robo.

—No es de tu incumbencia —dijo Piotr, a pesar de todo—. Lárgate.

Hugin de Cuervo así lo hizo. O era más respetuoso de lo que le había aparecido a primera vista, o durante esa noche trataría sus órdenes como si vinieran de su comandante. Tanto daba una opción u otra, sería útil.

En cuanto supo al visitante lo bastante lejos, se recostó en el asiento reclinable. El único lujo de la nueva era de Bluegrad del que disponía en el castillo. Una vez más, sus ojos recorrieron al fresco en la pared. El carnero, el toro, los gemelos, el cangrejo… Solo la cabra, negra como un mal augurio, le devolvió la mirada, antes de que dos figuras emergieran desde ella, atravesando el portal que separaba la luz de las sombras.

xxx

El último tramo de la carretera, pasado el glaciar, fue la parte más pesada y extraña de todo el recorrido que Emil, improvisado camionero, había hecho desde Kohoutek.

Contrario a la monotonía de antes, había varios soldados andando sin rumbo por la estepa, cosa harto difícil de notar debido al uniforme blanco que vestían, desde las botas hasta el pasamontañas, a juego con los copos de nieve que empezaron a caer del cielo sin previo aviso, tiñendo de un blanco puro los ennegrecidos cráteres que abundaban por la zona. Aun así, Emil tenía buena vista y no necesitaba esforzarse para distinguirlos, ya fuera que estuviesen charlando, fumando un cigarro o participando en una estrambótica mezcla de partido de tenis y competición de lanzamiento de cuchillos. Aquello le daba mala espina, por lo que empezó a disminuir la velocidad para fijarse bien en el terreno; donde estaban los mercenarios de Bluegrad, tendría que haber presente al menos un guerrero azul. Tan lenta pasó a ser su forma de conducir, que otro vehículo que iba en su misma dirección cruzó un kilómetro de carretera en lo que él solo cubría la mitad, alcanzándolo. Ya que el vehículo, una destartalada camioneta con una ametralladora montada, se detuvo, él hizo lo mismo, para no levantar sospechas.

Los ocupantes de la camioneta se presentaron como la coronel Nadia y el sargento Alexei, por supuesto miembros destacados del ejército de Bluegrad. La mujer, abrazada a un rifle de francotirador que Azrael habría adorado ver, le dirigió una fugaz mirada que le heló la sangre y obligó a ocultar las manos bajo las mangas de la túnica, a pesar de que estaban hablando a través de las ventanillas de sus vehículos. Por suerte, fue el hombre quien siguió hablando, en un inglés muy claro y fluido. Primero con las preguntas de rigor, si tenía problemas, si necesitaba que lo escoltaran hasta la Ciudad Azul, si había visto un mago por el camino…

—Le aseguro que no es ninguna broma —dijo Alexei, en cuyos ojos quedaba reflejada la cara a un paso de la risa que Emil había puesto.

Con una profesionalidad encomiable, el sargento le describió al mentado mago, así como las actividades que había estado realizando. Al parecer, un fantasma era responsable de todos los desperfectos en los medios de transporte de la zona. Para Emil fue extraño de oír. ¿No llevaba Bluegrad ochenta años siendo una ciudad moderna? La gente debía estar ya acostumbrada a la tecnología, sobre todo los soldados que la protegían. Aun así, se esforzó por no reírse del hombre.

—No, no lo he visto.

Hablaron un poco más sobre la razón que los había traído aquí. Emil explicó, tal y como le ordenaron, que era un empleado de la Fundación Graad trayendo víveres, ropa y otros bienes de primera necesidad, como compensación por el incidente de la pasada Navidad. El oficial, no sin antes darle mil gracias por ese gesto, aunque él solo fuera un recadero, le dijo que se podía sentir seguro, que el gobierno había desplegado sesenta buenos hombres para vigilar el territorio, no tenía nada que temer del mago.

—Ni del hombre del saco —susurró Emil, incontrolable. El sargento no se lo tomó a mal, incluso repitió el chiste a su compañera, en ruso.

—Ha sido un placer Emil —dijo Alexei—. Espero que volvamos a vernos.

—Es improbable —dijo el santo de Flecha—. ¡Trabajo por todo el mundo!

Ambos pusieron sus vehículos en marcha a la vez, pero mientras Emil siguió adelante, Alexei y Nadia tomaron un desvío fuera de la carretera. Durante los próximos cinco minutos, no dejaría de preguntarse por qué, si era porque lo habían descubierto, porque se les ocurrió que los magos eran alérgicos a las vías públicas abandonadas o porque querían presumir de tener un coche con tracción a cuatro ruedas, idóneo para atravesar terrenos nevados como el que había alrededor.

Entonces, la bonita nevada se convirtió en tormenta. Un fuerte viento que hacía vibrar todo el vehículo, un frío que le alcanzaba los huesos a pesar de estar dentro de un camión de carga y vestir el plateado manto de Flecha bajo la túnica de viaje.

Cada vez que movía el volante y pisaba el acelerador para apartar la escarcha que se formaba sobre ambos, avanzando un par de metros más, pensaba en el mago.

Cuando lo encontrase…

xxx

En cuanto supo que Sneyder estaba en la ciudad, esperándolo en su lugar favorito, Lesath entendió que el plan de Akasha había caducado, tenía que improvisar.

Dejó sus escasas pertenencias —un teléfono tal vez roto, un libro recién comprado y una mochila llena de cachivaches— al bueno de Jacob, se despidió de Natasha con tanta amabilidad como le era posible y salió como alma que lleva el diablo. Tardó un par de minutos en atravesar la laberíntica Ciudad Azul y otros tantos en pasar por el monte Sachenka1, sin olvidarse de agradecer a los soviéticos por aquel pasaje oculto que de oculto ya no tenía nada. Allí lo detuvieron unos conocidos.

—¿Nos abandona, señor Lestat? —dijo Alexei mientras se bajaba del vehículo.

Nadia estaba de pie en su asiento, apuntándole con el rifle.

—¿Qué tienen los rusos en contra de mi nombre? ¡Y baja eso de una vez, mujer, que conmigo no te va a funcionar hacer de soldado!

A modo de respuesta, Nadia se encogió de hombros y bajó al suelo de un salto, agrietando sin querer el suelo bajo las botas. Mientras se echaba hacia atrás el cabello, clavó en Lesath aquellos ojos tan azules como la armadura que portaba cada vez que el rey en persona se lo requería. Seguía logrando ponerle los pelos de punta, incluso si hoy en día era más conocida por ser una de las diez mejores francotiradoras del mundo que por otra cosa. Por suerte, no llegaba a gustarle, de tan parecida que era a la bruja de Leo, además, si su tipo de hombre había sido un hombrecillo como Jacob, él no habría tenido oportunidades con ella ni en un mundo en el que no hubiese nacido santo de Atenea.

—¿Qué ha pasado con Natasha? —dijo Nadia.

Lesath no pudo creerlo cuando lo oyó. ¿Acaso todas las rubias eran brujas?

—Salió sola de noche para darle un abrigo a su padre. No te preocupes, yo la llevé hasta la biblioteca y ahora está a salvo.

La intención de Lesath fue tranquilizar a la mujer, pero logró todo lo contrario. De una patada volcó la camioneta. Luego, sin darle explicaciones a su compañero, inmerso en un silencio de lo más profesional, salió corriendo en pos de su par de puntos débiles.

—¡Espere, coronel! ¡Debemos informar! —dijo Alexei, también poniéndose en marcha. Sin dejar de correr, dio un amistoso golpe en la espalda del santo de Orión—. ¡Ha sido bueno tenerte en la ciudad, Lestat! ¡Esperamos volver a verte!

Lejos de enfadarse, Lesath soltó un suspiro de alivio. Ni a él mismo se le habría ocurrido usar a Nastaha para librarse de un incómodo interrogatorio. No obstante, la tranquilidad era un bien que solo atesoraban quienes vivían en la ignorancia. Él, de oído fino, captó una corta conversación entre Nadia y Alexei.

Resultó que Emil se había dejado ver por una guerrera azul encargada de proteger al rey y el yerno de Sergei Kalinin, el militar de más alto rango en todo Bluegrad.

xxx

Llegó a tiempo, gracias a los dioses.

Emil estaba encerrado en el asiento de conductor, tiritando de frío. Alrededor de él, todo era hielo, el vehículo de la Fundación Graad tenía más pinta de glaciar deforme que de camión. Lesath no perdió tiempo: reventó la puerta más cercana a Emil, tiró de la túnica con fuerza calculada y lo arrojó lejos de ese espacio surgido del mismo Cocito.

—La Fundación Graad lleva todo este año mandando ayudas a las víctimas del terremoto —dijo Lesath, poniendo especial énfasis en la última palabra. Allí donde estaba, la temperatura era tan baja que en un par de segundos ya le colgaba escarcha de la barba. Tenía que hacer algo al respecto. Con solemnidad, posó la mano, revestida de un cosmos brillante, sobre el camión congelado.

El aire rieló en derredor, una capa de calor lo cubrió todo, tornando poco a poco el hielo en columnas de vapor. Lesath creyó oír algo, acaso un quejido de Emil. Lo ignoró.

—Pensabas usar mi fracaso y la buena voluntad de esa empresa, súbdita del Santuario, para tus propósitos. ¿Cuándo planeaste esta operación? ¡Menuda hija de…!

Una explosión ahogó las palabras de Lesath, despertando también a Emil.

—¡No soy un santo de Atenea! ¿Cuándo habéis visto a un santo de Atenea con gafas?

Luego de proferir tan bochornosa excusa, Emil empezó a ser consciente de dónde estaba. Había conducido en medio de una tormenta inexplicable, trataba de avanzar cuando empezó a entrarle sueño… ¿Quién lo había salvado?

La respuesta llegó en forma de un soplo de aire caliente, rescoldos de la explosión provocada por el ardiente cosmos de Lesath. A un mismo tiempo, Emil sintió deseos de agradecérselo y estrangularlo. El humo se disipaba, devolviendo el ambiente al frío y los numerosos copos de nieve que lo acompañaba. Detrás de la cortina apareció Lesath, con la barba y el pelo decorados de escarcha y una cara de pocos amigos. A un par de pasos de él, justo donde debía encontrarse el camión, Emil solo encontró un lago de hielo derretido rodeando una montaña de escoria en llamas.

—Cambio de planes —dijo Lesath, acercándose a él.

Emil se incorporó antes de que llegara, en absoluto dispuesto a recibir más ayuda de aquel bárbaro. Pero el santo de Orión no venía a echarle una mano, sino un puñetazo que voló hasta su cara perpleja a velocidad supersónica.

—¿Qué demonios estás haciendo? ¿¡Sabes lo que estás haciendo!?

—Es para que entres en calor —dijo Lesath, ignorando la sangre que bajaba de la nariz de su compañero—. Alexei y Nadia no se creyeron tu historia. Gracias a mí tardarán un poco más de lo normal en consultar si existe un elfo entre los guerreros azules.

Consternado, Emil se pasó la mano por la frente, cayendo solo en ese momento en la cuenta de que Nadia era algo más que un soldado con un arma vistosa. Notó otro detalle más: no llevaba puesto el casco, se lo había dejado en el camión.

—Este es el nuevo plan —prosiguió Lesath, clavando una bota sobre el pecho del santo de Flecha—. Uno de los dos recibirá una paliza y esperará a que el ejército lo recoja, cure e interrogue. El otro aprovecha la distracción para tener una audiencia no muy formal con Su Majestad, sin que el Santuario meta sus narices.

—Genial. Siempre he tenido don de gentes.

—Conozco Bluegrad como la palma de mi mano, elfo. Además, tú podrás contarles a las enfermeras cómo un desalmado destruyó tu camión navideño.

Emil tensó la mandíbula. Era difícil decirle que no al santo de Orión. Aunque no vestía su manto sagrado, sacárselo de encima era como querer mover una montaña. Y la situación solo empeoraba si se tenía en cuenta que podía elevar la temperatura del ambiente hasta simular las condiciones del corazón de un volcán. Echó atrás la cabeza, preparándose para asentir, decidido a cumplir la misión que le encomendaron del modo que fuera, pero no terminó el gesto. Una idea mejor le vino a la mente.

—¿Y si llegamos a Bluegrad como héroes?

—¿Te quieres unir a los guerreros azules, elfo? —preguntó Lesath con claro disgusto—. Además de cobarde y deshonesto en el combate, vas a resultar ser un traidor.

De nuevo, la temperatura comenzó a subir.

—Me refiero a detener la amenaza que ha obligado al gobierno de Bluegrad a mandar soldados fuera de la Ciudad Azul —aclaró Emil—. Cazar al mago.

—¿Qué mago? —preguntó Lesath.

No fue Emil quien respondió, sino el mundo, un río de acontecimientos que empezó a fluir hacia atrás. El hielo derretido y la montaña de escoria se transformaron de nuevo en un camión congelado. El santo de Flecha, hasta ese momento bajo su bota, volvía a estar sobre el asiento del vehículo, soñando, dejándose morir.

Lesath dio un paso al frente solo para ver de nuevo el camión tal y como lo había dejado, incluso pudo contemplar el proceso de su destrucción una vez más, en un abrir y cerrar de ojos que le exigió hacer uso de todos sus sentidos pues él mismo sintió que se movía como marioneta de fuerzas que no podía comprender. Atrás, Emil se levantaba, con una sonrisa triunfante que bebía sin querer la sangre que le bajaba de la nariz.

—¡Ese mago!

La criatura a la que señalaba no era un viejo carcamal con un gorro ridículo, sino un espectro, un fantasma hecho de aire cuya forma solo se distinguía por la capa que llevaba encima. Dos luces pálidas, a modo de ojos, flotaban bajo el embozo, siempre fijas en los hombres que lo miraban boquiabiertos. Cerca de la criatura, acaso sostenido por un brazo invisible, estaba un cayado que golpeaba la ardiente montaña de escoria. El fuego no consumió la madera, sino que por el contrario, la madera repelió al fuego, tratándolo como si fuera una masa de arcilla más.

El mago transformó las llamas en un meteoro que se oponía a los fuertes y gélidos vientos que azotaban la zona, tal vez también conjurados por él. Tal era el calor que desprendía aquel sol en miniatura, que incluso Lesath sintió preocupación.

—¿Dónde está el manto de Orión?

—¡En el camión!

—Por los dioses que si salgo vivo de esta te arrancaré la cabeza.

—¡Espera, Lesath, va a atacar!

Pero el santo de Orión hizo caso omiso a la advertencia. Él no era un arquero cobarde, él luchaba con sus puños y piernas. Si tenía que quemarse un poco para volver a sentir cerca su manto sagrado, aquella segunda piel tan querida, que así fuera.

Un segundo después, el mago dejó caer el meteoro sobre la tierra.

Notas del autor:

Ulti_SG. No es fácil ser el sucesor del hombre que flechó a su propia diosa, pero Emil hace el intento. Por lo demás, Lesath no juega al caballero negro, sino que cumple con sus deberes cívicos como ciudadano de Bluegrad, y Akasha no es de esa constelación, sino la de Virgo. Es una santa, literalmente. Ju, ju, ju.

La idea era que el ladrón contara el final del libro, sin nombrar a los personajes, y que los que lo hubiesen leído entendieran la referencia. Pero tuve malas experiencias con los estados de SSF, que me destripaban la séptima temporada de GoT y deseché la idea.

Azrael también lo está. Todo ejército debe modernizarse con el tiempo.

Guardia de seguridad, con esposa e hija, un gran tipo Jacob, aunque no se aprenda el nombre de su amigo.

¿Cuánto tiempo habrá que esperar para que salga el famoso Sneyder? Conociéndome, no más de veinte capítulos.

Como dijo Lesath, esa chica no tiene límites. A ver si luego no le pesa.

1 Variante femenina de Alexander en ruso.