Capítulo 22. Lamentos del lejano norte

El grupo atravesó la tundra con buen ritmo, sin poder ya distinguir la carretera del resto del terreno, del todo cubierto por un manto níveo agitado por las manos de Bóreas. Aquello dificultó la tarea de encontrar los restos del camión, en especial porque el frío debía haber extinguido las llamas después de tanto tiempo, pero el oído de Lesath era bueno, y la vista de Emil, aún mejor. Hubo poca charla en lo que tardaron en llegar.

—Si trabajas para Akasha, ¿por qué nos estabas esperando para atacarnos? —preguntó el suspicaz Lesath, dedicando una mirada entornada a su compañero de bronce.

—Porque así podía a ver dónde el espacio estaba distorsionado —explicó Aerys, para luego añadir—: ¡Y no trabajo para Akasha! Mi lealtad es con la división Cisne.

—¿Esos no son los que se encargan de vigilar a Poseidón? —terció Emil.

Antes de responder, Aerys infló el pecho, orgulloso.

—En efecto, Dragón y Cisne vigilan a los más antiguos y poderosos enemigos de Atenea, mientras que Fénix vigila a sus propios compañeros, Andrómeda rebusca en la basura y Pegaso se hurga en la nariz. Lo digo sin ánimo de ofender, ¿por qué mantener a una división de santos en el Santuario estando allí toda la guardia?

Nada quisieron decir al respecto Lesath y Emil. El papel de la división Pegaso era un misterio desde el día en que Akasha, comandante de aquella en mejores años, cayó en desgracia y acabó fundando, con la aprobación de Shun, la división Andrómeda. Ahora, todo santo que formara parte de la división Pegaso, conocida como la Fortaleza de Atenea, era incapaz de explicar qué hacía, aparte de existir y velar por el Sumo Sacerdote, el hombre más poderoso del mundo.

El respeto, la admiración y hasta el temor eran monopolizados por las divisiones de Cisne y Dragón, los Escudos de Atenea, siempre expectantes a un posible regreso de Poseidón y Hades, así como la de Fénix, autoproclamada Lanza de Atenea.

Por supuesto, ningún miembro de la división Andrómeda admitiría jamás algo así.

—¿Y dónde dijiste que se fueron tus compañeros? —insistió Lesath.

—No te he dicho que están en Thalassa1 —dijo Aerys como de pasada, un momento antes de enrojecerse—. ¡No te he dicho dónde están! ¿A ti qué te importa a dónde han ido mis compañeros? Cierra el hocico, perro, antes de que el mago vuelva en tu contra esas palabras que sueltas como si fueran gratis.

Antes de que Lesath le respondiera con algo más que palabras, Emil logró divisar lo que tanto tiempo llevaban buscando. Se bajó la capucha y señaló al frente.

—¡Ahí, ahí está el manto de Orión!

—No solo eso, elfo. Me acabo de dar cuenta de que te falta el casco.

Con una gran sonrisa de alivio, Emil se pasó la mano por la frente. Había pasado ya un buen rato desde que ocultó el casco para que Alexei y Nadia no sospecharan.

—¿Te acabas de dar cuenta? —inquirió Aerys.

—Te juro por los dioses que mi mente dibujaba el casco de plata sobre la cabeza del elfo —dijo Lesath, en defensa de sus afamados sentidos de cazador.

—Deja de decir elfo al pobre muchacho, solo tiene las orejas un poco puntiagudas.

—Tú antes me has llamado perro y yo no he dicho nada.

—Porque tú sí que eres un perro, siempre moviendo tu cola ante tu ama.

—¿Sabes quién entre los cinco generales del Santuario es elfa y tiene un perro fiel?

Aquellos dos santos siguieron discutiendo mientras el calor ascendía, permitiendo a Emil percatarse de algo por primera vez en aquel viaje. Más que una presencia, ausencia. Un agujero sin fondo bajo sus pies. Recordó entonces, demasiado tarde, la más notable debilidad de la Fortaleza de Luz. Ataques desde abajo. Del suelo níveo, que licuaba debido al choque entre Aerys y Lesath, surgió un ser de inframundo que obligó a ambos a volverse con la guardia en alto.

Era inaudito que tal criatura pudiera moverse. En lugar de piel, su carne estaba cubierta por capas de hielo envueltas en vapores fríos. La escarcha se agrietaba con cada gesto del guerrero, que miraba en derredor con gesto ausente y movimientos parsimoniosos.

—Destrúyanlo, destrúyanlo ya —ordenó Aerys.

—Tiene una armadura azul. Puede ser un enviado del rey. —advirtió Emil, cauteloso.

Como reaccionando a tales palabras, el guerrero azul se impulsó contra el santo de Flecha, que a duras penas lo esquivó. Aerys, que estaba detrás de este, no tuvo tanta suerte, recibiendo un puñetazo en la quijada que lo mandó a volar.

En el último momento, cuando el frío del exterior mecía ya los cabellos de Aerys, este se aferró con saña al brazo del enemigo, que ya venía a por él de nuevo. Clavando los dedos, prendidos en llamas, en aquella piel cristalina, apenas tardó un suspiro en carbonizar la azulada carne que había debajo. El guerrero azul retrocedió, manco y con un rostro pétreo en el que no podía leerse signo alguno de ira o dolor.

—Te creo que es enviado del rey —dijo Lesath, mirando a Emil con sorna—. Lo que no tengo tan claro es si sabes a qué clase de rey sirve.

Lejos de dejarse llevar por la burla, Emil se arrancó la túnica de viaje, dejándola a merced del viento. Luego, en un breve instante, extendió hacia su oponente un brazo argénteo, proyectando desde el carcaj a él adherido un millar de flechas que este esquivó en vano. De entre todas ellas, solo una era real, que veloz atravesó de forma limpia la armadura azul, más dura que el diamante, hasta llegar a la espina dorsal. El guerrero azul cayó al suelo, inmóvil.

—¡Dije que lo…!

Mientras hablaba, una gruesa capa de escarcha cubrió la mitad de la cara de Aerys, justo en la parte que había sido golpeada por el guerrero de hielo.

—Si de verdad es un guerrero azul, debió haberse presentado —dijo Lesath, encogiéndose de hombros ante la mirada desaprobadora de Emil. Puso la bota sobre aquella criatura—. Descansa en paz.

La bota bajó como el pie de un gigante, reventando la cabeza del misterioso enemigo. Solo Emil se sorprendió de no ver bajo el cuero sesos desparramados, sino un cráneo humano hecho de hielo, partido en dos.

Una sensación de frío recorrió la espalda de Lesath desde el momento que mató a la criatura, un frío que no podía repeler a través del cosmos. ¿Qué era aquel enemigo? Por la armadura, era un guerrero azul; por lo demás, era un muerto viviente. El sonido que escuchaba en el interior del cuerpo inerte del guerrero era el mismo que este producía en vida: silencio. Nada fluía bajo la piel de aquel hombre, ningún corazón latía en su pecho, lo que le trajo ingratos recuerdos de cierta batalla contra una horda inmortal.

Tan absorto estaba Lesath en tales pensamientos, que apenas prestó atención a Aerys, que dirigía hacia el guerrero decapitado la misma mano flameante que había usado para derretir el hielo que le cubría la cara. Un segundo después, tiempo suficiente para que Lesath se apartara, un remolino de llamas abarcó el cuerpo sin cabeza, consumiéndolo por entero, desde la piel cristalina y la armadura hasta la carne, a la vez que Aerys murmuraba un mantra más bien escalofriante sobre el fuego y la purificación.

Emil observó la escena con una mezcla de temor y admiración, pero en cuanto desapareció la última esquirla de hielo, se dedicó a sus propios asuntos. Extendió los brazos hacia los lados, con las manos apuntando hacia la semiesférica pared de la Fortaleza de Luz, luego los fue bajando con lentitud, hasta que los dedos apuntaron a sendos puntos en que el suelo y el campo de fuerza se unían, para terminar juntando las manos en un rápido movimiento, como si aplaudiera. Durante todo aquel proceso, acaso una ceremonia, lo había rodeado un aura del mismo tono plateado que su manto sagrado, la cual tiñó el suelo de aquel brillo lunar.

—Una debilidad menos: no más ataques bajo tierra —afirmó Emil, sonriendo de oreja a oreja—. Porque si algo nos ha enseñado el Santuario es que donde hay un soldado de Hades, hay una horda entera esperando.

—Tómatelo con calma, Emil —dijo Lesath—. No existe la defensa absoluta.

—Estoy de acuerdo con el perro, a medias —dijo Aerys—. Esa cosa no nos estaba esperando, acababa de ser reanimada. Si hay más en las profundidades de la tierra, al menos ahora las podremos ver venir cuando ataquen.

Ante aquella tardía revelación, Lesath se sintió aliviado. De alguna forma, saber que un nuevo problema era provocado por las fuerzas del inframundo, tan dadas a dejar escapar a los muertos en la última década, era mejor que añadir un enemigo desconocido a la larga lista de problemas que enfrentaba el Santuario. Por otra parte, Emil reaccionaba de modo opuesto, con clara preocupación en los ojos que ahora fijaba en él.

—¿Hay más guerreros azules enterrados aquí?

—¿Por qué me miras a mí? ¿Me ves cara de arqueólogo?

—Te contaron mucho sobre Bluegrad.

—Olvidé la mitad. La otra mitad no creo que abarque mil años de historia.

—En realidad —intervino Aerys—, Bluegrad ha vivido ochocientos años de historia, si nos limitamos al período en el que fue una ciudad-estado.

—He aquí a tu arqueólogo. Apréndete bien la lección mientras yo voy en busca de tu casco, no vaya a ser que salgas de tu refugio y te resfríes —dijo Lesath, burlesco y hastiado, antes de salir de la barrera sin que nadie pudiera evitarlo.

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En cuanto respiró el aire frío e hiriente de Siberia, Lesath sintió que estaba de nuevo vivo. Enemigos enfrente, a la derecha y atrás, todos guerreros azules vistiendo la misma armadura, caracterizada por la coraza hecha de ocho placas en forma de cuña y unas hombreras picudas que no servían ni para dar miedo. De momento, los ignoró a todos, lo que ansiaba de verdad estaba delante, bajo un montículo de nieve.

Los guerreros azules, en quienes ya pensaba como espectros, se prepararon para atacar. No eran como los soldados de Aqueronte, sino que gozaban de una fuerza y velocidad formidables, si cargaban contra un santo de bronce común. Lesath no lo era, estaba muy por encima de eso, como quedaba reflejado en el aura que lo envolvía, de un vistoso carmesí que siempre había contrastado con sus compañeros de plata, fuera en la pasada generación, comandada por Misty, o en la actual, que Marin dirigía. Aquel cosmos se extendió como una herida sobre el blanco mundo en que se encontraba, encendiéndolo, transmitiéndole el agobiante calor del desierto. Los enemigos atacaron a la vez.

«Tú, Emil, acabarás como estos muertos vivientes —pensó Lesath que andaba hacia adelante, evitando cualquier ataque con movimientos simples—. Tu vida y juventud la desperdicias entre los muros de un refugio seguro, tus puños y piernas anquilosados por la comodidad no servirán de mucho a Atenea en la guerra que está por venir.»

Aquella certeza le llenó de rabia, porque sabía que el chico se esforzaba, solo que en la dirección equivocada. Como de costumbre, tornó la ira en fuerza, alzando la bota de su pie y pisando el suelo tal que habría hecho un gigante de la mitología. En ese mismo instante, la tierra entera fue sacudida por una oleada de calor antinatural. Nieve y roca se derritieron a la vez que daba un salto hacia lo que había quedado del montículo.

No le costó mucho encontrar lo que buscaba entre lo poco que quedó de los restos del camión. La caja de Pandora, con la efigie de un hombre barbudo puesta en relieve, estaba intacta y a la vista. ¡Hasta las tiras de cuero habían quedado a salvo, apenas lamidas por el fuego! Las asió con una mano mientras tomaba el casco de Emil, a los pies del único guerrero azul que había ido a por él a pesar del calor asfixiante.

—¡Estorbas! —gritó Lesath, dándole un revés de mano. El enemigo salió volando, pero el dolor del golpe solo lo sufrió él—. ¿Por qué? ¿Por qué siento tanto frío?

El casco de Emil resbaló entre sus dedos, débiles tras el contacto con el enemigo.

«No puede ser una coincidencia —decidió el santo de Orión, quien tras volver a tomar el casco lo guardó en un bolsillo del abrigo. ¡Qué ridículo se estaba viendo! Cuando se reencontrara con Emil…—. ¿¡Dónde demonios está!?»

La Fortaleza de Luz, según había dicho Aerys vistosa entre nubes de vapor y huellas humanas que dejaba a su paso, había desaparecido bajo la furia de la tormenta, que ya había llenado el suelo ardiente de hielo y nieve. Ahora los guerreros azules —ocho, llegó a contar, uno con la mandíbula desencajada y quebradiza— lo rodeaban.

—Esta vez no me vais a pillar.

Cargaron a toda velocidad, rasgando el cielo con unos puños envueltos en vapor frío. Lesath, precavido, evitó todos los ataques y buscó al eslabón débil del grupo, ¡hasta entre los muertos vivientes debía haber uno! Una vez lo encontró, con una malévola sonrisa iluminándole el rostro, saltó hacia él, caja de Pandora en ristre, para amartillar su cráneo helado e inexpresivo con aquel pesado cofre metálico. Una y otra y otra vez, hasta que lo hizo añicos y pudo encargarse de otro par de enemigos.

Así prosiguió una lucha tan absurda como salvaje entre Lesath, armado con la caja de Pandora, que revestía del volcánico calor que irradiaba su cosmos, y los perros de caza de algún antiguo Señor del Invierno. Con la insólita arma, quizá blasfema, Lesath bloqueaba los puños y patadas de los enemigos, aprovechando luego para hacer un violento contraataque que mantuviera alejados a los más robustos. La fuerza de los golpes desplegados en el combate dispersaba la nieve en la tierra y el cielo, que rugían y temblaban como en una tormenta eléctrica.

Cuando un perdigón de hielo rasgó la pierna de Lesath, un instante después de cortar una de las tiras de cuero de la caja de Pandora, este pensó que habría dado un brazo por tener que lidiar con truenos y relámpagos en lugar de hielo.

—¡Se acabó el calentamiento! —exclamó a los tres enemigos que quedaban. Hablar le dolió horrores, era librar una lucha entre el descanso que le pedía el cuerpo y la victoria que exigía a modo de tributo su mente de cazador. Para colmo, los cinco espectros a los que había reventado la cabeza de cristal, se habían levantado de nuevo, como personajes de un cuento de terror. Lesath dejó caer al suelo la caja de Pandora—. ¡Orión, viste de nuevo a este viejo orgulloso que tan grato te ha sido por treinta años!

El cofre se abrió enseguida, liberando un destello del color de la sangre al mismo tiempo que una enorme roca de hielo caía sobre el santo de plata.

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En la Fortaleza de Luz, Emil ya no podía distinguir al santo de Orión. Tampoco habían aparecido más enemigos, al gozar ahora de una protección impermeable frente a cualquier ataque por aire y por tierra. Así se lo hizo a saber a Aerys, que asentía con irritación mientras le explicaba cómo podían atacar desde dentro sin que nada que el santo de Flecha considerase peligroso pudiera entrar desde fuera.

—Así que tienes una barrera que además funciona como capa de invisibilidad y portal dimensional, con el extremo entrante en el interior y el saliente en el exterior.

—En resumen, sí, así es.

—Pues debiste explicarlo así. Es más rápido.

—¿Ah, sí? —dijo Emil, frunciendo el ceño—. ¿Y por qué has tardado tanto en explicarnos que el guerrero azul que parecía un espectro…? No, mejor no lo hagas.

—¿Te has dado cuenta de que eres un poco bruto, verdad? —acusó Aerys con saña—. Salta a la vista lo que son, rescoldos de nuestro fracaso.

Ante aquella revelación, se esfumó el malestar de Emil por el hosco trato de aquel santo de bronce, no mucho más amable que su compañero de plata. Aerys de Erídano era miembro de la división Cisne, estaba hablando del fracaso de los suyos. ¿Podía él, un arquero que siempre miraba de lejos, sonsacarle tal secreto a un desconocido?

—¿Sabes lo que es un Campeón del Hades? —dijo Aerys, como leyéndole la mente—. Claro que sí, tu maestro, Geki, murió luchando contra el primero. Un alma que escapa del Hades y recibe una nueva vida. No sabemos por qué, para qué y sobre todo si sirven a alguien aparte de a sí mismos, como presumen, solo podemos estar seguros de que son once y que a veces el reino de los muertos y el de los vivos se mezcla allá donde uno de ellos resucita, encabezando un ejército de espíritus condenados a servirle. La legión de Aqueronte, de soldados pestilentes dadores de muerte; la legión de Cocito, de almas cristalizadas hasta la rotura, apartadas todas del ciclo de la reencarnación. Nosotros tuvimos que lidiar con eso después de la aventurilla de tu amigo el perro.

—Lesath no nos había dicho nada —intervino Emil, extrañado.

—Ha pasado un año desde entonces. El río Cocito se manifestó en el monte Sachenka, trayendo consigo una legión de espectros de piel cristalina. Los destruimos. ¿Qué otra cosa podríamos haber hecho, estando tan cerca Bluegrad? Y entonces las almas derrotadas se unieron en una sola entidad a la que denominamos Abominación, la cual designó como avatar del río de las lamentaciones al único ser que había llegado a la Tierra por propia voluntad, el duodécimo Campeón del Hades.

Con un asentimiento, Emil le indicó que le escuchaba y que podía seguir, deseoso de escucharlo hasta el final. No era la primera vez que oía de un caso tan similar a la batalla en que Geki de Oso y otros valientes murieron, ya había ocurrido antes, con tanta exactitud que Akasha denunció el caso al Sumo Sacerdote como un acto de guerra de parte de Caronte, si bien no pudo probarlo y fue ignorada. Puesto que había pasado un año desde que los hechos contados por Aerys sucedieron, la opinión del Sumo Sacerdote debía ser la misma. Elegir la defensa por sobre un ataque injustificado.

—Nos derrotó a todos —prosiguió Aerys, ajeno a las cavilaciones y recelos del santo de Flecha—. Él solo, después de convertir la Abominación en un arma que usó para repeler los envites de nuestra comandante. Desde ese momento en el que el amo se convirtió en siervo y el siervo en amo, todos nos convertimos en una carga para ella y hasta tuvimos que aceptar la ayuda de otro para no morir esa noche. Por lo menos, logramos disipar la influencia de Cocito con la destrucción del arma. Ese era nuestro consuelo.

A pesar de que la tormenta ocultaba todo lo que estaba más allá de la Fortaleza de Luz, a ambos les bastaba imaginar aquellos guerreros azules de piel cristalina para entender que no era así. Cocito seguía presente en esa región, por un motivo que se les escapaba.

—Siento no haberos dicho nada —susurró Aerys—. Al verlo recordé el frío.

Después de aquella disculpa, sacó un trozo de pan del zurrón y empezó a masticarlo.

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Los espectros miraron sin interés el glaciar que uno de ellos había arrojado sobre Lesath, una expresión que no varió en absoluto cuando el hielo se resquebrajó.

El santo de Orión apenas había dado un paso más allá del glaciar cuando un haz de luz chocó contra él. Atrás, cincuenta metros de hielo siberiano sufrieron el mismo corte limpio que partió en dos la tierra. ¿El responsable? Dos metros y medio de carne envestida de cristal y metal azul, con un hacha de doble hoja que parecía obtener poder de la tormenta. Contrario a los otros guerreros azules, al menos los que conservaban la cabeza, aquel nuevo mostró lo más parecido a una sonrisa que un muerto podía formar: a la altura del labio, el hielo se quebró en una línea curva, llena de malevolencia.

—A ver, explicadme, ¿qué tienen que hacer los guerreros azules para ser enterrados en este lugar? ¿Os olvidasteis de pagar los impuestos?

Diciendo tales sinsentidos, Lesath de Orión volvió a salir del glaciar, al que había sido arrojado por la fuerza del impacto, protegido desde los pies a la cabeza. Ni una sola abolladura podía verse en el peto, allá donde el haz generado por el hacha del enemigo le había dado de lleno. Por supuesto, así debía ser, un espectro que actuaba sin el fuego de la vida en las entrañas nada podía hacer contra la hermandad entre su cosmos carmesí y el manto de plata, invencible tras treinta años de combates.

«No te confíes —se dijo Lesath, más conocido por la agudeza de sus sentidos que por la fuerza de sus músculos—. Hay más, muchos más.»

Diez, veinte, treinta… Estaba seguro de que había al menos cuarenta guerreros azules pendientes de él, ocultos bajo ilusiones visuales que algunos orquestaban manipulando el ambiente. Todos manipulaban el frío y el hielo, en eso habían sido adiestrados, pero aquel arte combativa podía ser dúctil en una mente capacitada. Los ocho que enfrentó al principio y tenía más cerca luchaban mano a mano, con puños congelantes; el grandullón gozaba del poder para cortar el más duro de los hielos. Otros podían crear ilusiones, mover objetos con la mente, fabricar armas y proyectiles de hielo…. Entre otras cosas más creativas y letales en las que no caía ahora mismo.

Estaba en problemas. ¿Treinta años de lucha constante? Sí, nunca había sido un hombre pacífico. ¿Treinta años de combates dignos de ser recordados? No, había pasado un lustro desde la última vez que sintió auténtica emoción en un enfrentamiento, en el que además la ventaja numérica estaba a favor de su bando. También era más joven y tenía los músculos menos entumecidos que ahora, tras un largo año en que se dedicó a atrapar ladrones de poca monta, eliminar monstruos que decían ser seres humanos y quedar perplejo ante la fuerza y tesón de las abuelas rusas.

El enemigo más grande batió el hacha, descargando un nuevo haz de luz que Lesath bloqueó con el antebrazo, deseoso de mostrar fuerza a aquel lobo hambriento.

—Busca y destruye —murmuró Lesath, recordando la última orden que recibió del Santuario—. ¿Eso es lo que hago, no? Buscar y destruir.

Y eso es lo que haría. Acometió hacia los espectros como una bala de plata en llamas, pensando en cada puño como el garrote del mítico gigante bajo cuya constelación había nacido. Pasó con un gran salto por encima de los más débiles y lentos, ignorando los perdigones de hielo que le picoteaban la piel, los tirones de telequinesis y la gélida lluvia que caía del cielo, congelada hasta temperaturas bajísimas. También ignoró los engaños visuales, que su fino oído detectaba como falsos.

Cayó a los pies del más grande, el que había partido en dos el terreno de un solo golpe de hacha. Antes de que aquel grandullón batiera el arma por tercera vez, él golpeó el brazo armado hasta oír el maravilloso crujido del hielo roto. El primero de muchos.

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Al sentir que el combate librado por Lesath se encrudecía, en una región en la que se respiraba más muerte que vida, Emil y Aerys decidieron avanzar, así tuviera que ser a ciegas, de modo que el santo de Orión pudiera detectarlos y regresar con ellos.

Lo que ocurrió, empero, fue que varios guerreros azules cargaron contra la Fortaleza de Luz, unos dándole tan fuertes puñetazos que hacían añicos sus propios nudillos, otros creando a partir de la tormenta bloques de hielo a cada cual más grande que arrojaban sobre el campo de fuerza. Emil chistó. ¿Debía dejar que aquella defensa, que tanto lo enorgullecía, fuera puesta a prueba por primera vez?

Aerys no debía pensar lo mismo, pues enseguida extendió la mano hacia un enemigo que azotaba la barrera con unas manos sin dedos, lanzándole una bola de fuego que lo mandó a volar muy lejos, ya consumiéndose.

—Poder controlar el fuego es muy popular en nuestra generación —observó Emil, quien no queriendo quedarse atrás, disparó sobre todos los demás una andanada de flechas, reales e ilusorias—. ¿Hay alguien más aparte de ti y Lesath?

—No juzgues nuestras habilidades por la misma vara.

—¿Cuál es la diferencia?

Aerys dirigió la mirada hacia los tres enemigos que Emil había mandado al suelo, con las cabezas atravesadas por tres flechas. Los cuerpos se prendieron al mismo tiempo.

—El perro necesita hacer contacto con algo para generar el calor de un volcán. Yo puedo crear llamas que equiparan el devastador poder de un rayo y la superficie de nuestro sol, en cualquier punto que pueda alcanzar con la vista.

—Entendido —dijo Emil, casi tartamudeando. ¡Qué rápido pulverizaba aquel hombre aquellos cuerpos, a pesar de la protección que vestían!

—El calor de un volcán —prosiguió Aerys, despectivo—. Mi maestro no me dejó vestir el manto de Erídano hasta que pudiera bucear bajo el magma. ¡Erídano representa el río en el que murió el hijo del dios Sol!2

Los ojos del santo de Flecha se abrieron como platos, pero prefirió seguir derribando a los veloces enemigos, dejándolos a merced de aquel pirómano de bronce, antes que seguir parloteando mientras su querida Fortaleza de Luz se estremecía bajo aquellos soldados del inframundo. Gracias a los dioses, aquella era una dura tarea solo a medias, pues era tan escaso el valor que el enemigo tenía por su renovada y gélida vida, que no encajaba los ataques como lo haría un ser de carne y hueso, como lo eran los auténticos guerreros azules. Solo tenían fuerza para golpear, una fuerza estancada, detenida en el tiempo por no haber fuego alguno que la encendiera.

—En verdad la afamada velocidad de los santos de plata era un engaño —observó Aerys, incinerando a los últimos de los ocho asaltantes de piel cristalina.

—Los santos de plata son rápidos. Yo soy lento —admitió Emil sin pena—. Ya que soy bueno apuntando y mis flechas son rápidas, no tengo que moverme en el campo de batalla. ¿Cada quien tiene sus fortalezas y debilidades, no?

—Usted también es un mago —dijo Aerys, dirigiéndole una mirada divertida.

—El carcaj es mágico, por lo menos, como el escudo de Perseo —empezó a explicar, antes de empezar a quedar paralizado.

Tenían al mago delante de la Fortaleza de Luz, palpándola con el cayado a la vez que los miraba con aquellos ojos fantasmales. Alrededor de él, todo el espacio pareció curvarse y al momento Emil y Aerys estaban viendo el monte Sachenka, muralla natural de Bluegrad. El mago lo señaló, soltó un murmullo inhumano y desapareció.

Entonces, toda la nieve de la montaña empezó a descender.

Notas del autor:

Shadir. Me alegra verte por aquí, en estos tiempos de pandemia uno siempre se pone en lo peor. Todos estamos bien, ¡muchas gracias por preocuparte!

Desde luego que son rebuscados estos santos de Nueva Generación, parecen políticos y no en el buen sentido. Esperemos que el tiempo simplifique las cosas y todo esto acabe en buen puerto, es el mundo lo que está en juego.

Ulti_SG. El rey de Bluegrad es fuerte, pero contra los magos no siempre sirve la fuerza si no has estado entrenando la defensa mágica. ¡Leyes de RPG al poder!

Bueno, mientras no le tumben la barrera con una piedra, todo estará bien.

Se explica más adelante, descuida, no te has perdido nada.

Hay niveles en todas las sociedades, hasta en una secreta y mitológica como lo es el Santuario. Atenea y sus maldiciones creativas, ¿dónde queda todo eso de perdonar los errores a la humanidad? ¡Exijo una…! Oh, pues sí, alguien entró en la sala, ¿quién será?

No sabía que Flash tenía que comer para eso, ¿será Aerys igual de rápido? Desde luego, para el problema que tienen nuestros héroes, lo necesitará.

1 Isla en la que sucede el videojuego de Saint Seiya Omega.

2 Faetón, hijo de Helios.