Capítulo 23. Prisión de luz
—Avalancha —gritó Emil—. ¡Avalancha!
—¿Y no puedes ocuparte de…? —A media frase, Aerys calló, tal vez pensando lo estrafalario que sería pedirle a un arquero que arrasara con toneladas de nieve a flechazos, estando él—. Ya me ocupo yo. ¡Aparta!
Así lo hizo Emil, quien al ver cómo el alud caía montaña abajo, no pudo evitar preguntarse si un santo podría sobrevivir a aquello. Se le ocurrió que el mago, responsable del desastre, debía habérselo preguntado también. ¿Por qué otra razón los transportaría a ese lugar antes de provocar una avalancha, teniendo el control de una tormenta que mataba a los fuertes de forma selectiva? Y no solo eso.
—¿La legión de Cocito obedece al mago? —preguntó Emil.
—¿Cómo quieres que lo sepa? —exclamó Aerys, con una ira tan ardiente como el aura que lo envolvía, de un tono cálido que variaba entre el rojo y el amarillo.
Poco faltaba para que la avalancha alcanzara la Fortaleza de Luz, cuando el santo de bronce lanzó tres bolas de fuego, que juntas parecían formar el disco solar. Hasta el recuerdo del frío desapareció de la mente de Emil en esa mísera fracción de segundo, pues no pasó mucho más tiempo antes de que el ataque estallara frente al campo de fuerza, que lo absorbió sin que ni una sola chispa lo atravesara.
—El portal dimensional no funciona —dijo Aerys—. El mago nos la ha jugado.
—No, eso no es posible —dijo Emil—. ¡No es posible!
Aun diciendo aquello, el santo de plata no dudó en hacer lo más práctico: salir corriendo. Lidiar con una avalancha era diez veces más problemático si el radio de acción era de cinco metros. Asiendo a su compañero de bronce, que de nuevo estaba masticando algo, emprendió la marcha solo para estamparse contra una pared invisible.
—¡La Fortaleza de Luz no me obedece!
—¡Deshazla!
—¡No puedo! ¡Te estoy diciendo que no me obedece!
—Entonces reza porque pueda lidiar con esto —susurró Aerys, contemplando con gravedad la avalancha que se les venía encima. Si le sorprendió ver cómo atravesaba la Fortaleza de Luz como si no existiera, no dio la menor muestra de ello.
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El temblor del monte Sachenka, agitado por alguna fuerza enemiga, apenas fue notado por Cristal, demasiado concentrado en el duelo de colosos que sacudía los cimientos de la innominada montaña sobre la que se encontraban. De una parte, el líder de Hybris que lo había acompañado, por si la loba esteparia, capitana de los guerreros azules, se hallaba en la ciudad. De otra, alguien a quien él mismo había visto morir.
Miró hacia arriba, así como hacía Piotr, a la cabra de negro pelaje que los contendientes habían usado como portal. La batalla no se estaba dando en el interior del frágil despacho, desde luego, sino entre las sombras que los oficiales de Hybris, como él, usaban para evitar las pesquisas del Santuario. Y a pesar de ello, tal era la fuerza de los contrincantes que la montaña se estremecía como efecto colateral de los golpes que intercambiaban allí, en un plano de oscuridad perpetua paralelo al universo físico, donde reinaban la locura y el desorden bajo la mirada de algún dios antiguo e innombrable. Tal era el alcance y la capacidad de quienes comprendían la esencia del cosmos.
—El Séptimo Sentido —murmuró Piotr—. ¿Qué monstruo has traído a mi casa, Cristal?
—El Caballero sin Rostro, Su Majestad.
—No es lo bastante fuerte para mi hijo.
—No lo es, Su Majestad.
Por un momento, el antiguo súbdito y el monarca intercambiaron una mirada cómplice, a pesar de hallarse ahora en bandos tan distintos. Poco después, el sonido del cristal haciéndose añicos les anunció el fin del duelo. Y el vencedor.
Aun habiéndolo visto entrar antes en el despacho, era apenas ahora que bajaba desde las sombras al reino de la tangible cuando Cristal terminó de asimilar que se trataba de él. Una armadura lo cubría por completo, distinta a las toscas corazas que llevaban la mayor parte de los guerreros azules. Las hombreras, sin aquellos picos aparatosos, bajaban en un suave ángulo, precediendo a una nívea capa que solo la realeza se permitía llevar en aquellos dominios. Diversas líneas en relieve podían verse en el peto, evocando el Viento Norte al que los Señores del Invierno rendían desde antaño gran respeto y devoción; eran de un tono más claro que el brillante y pulido lapislázuli que parecía revestir la armadura, la más parecida a un manto sagrado que se hubiese forjado jamás desde la caída del continente Mu. Todos los hombres de la Ciudad Azul podrían ir en fila armados con hachas y espadas y ni en todo el día podrían rasguñar el bien protegido brazo que Alexer extendía hacia Piotr, su padre.
El monarca miró a su hijo con clara aprobación y alegría. En la mano de Alexer se hallaba un corazón cristalizado, prueba de que había salido triunfante.
Hubo silencio en el despacho por largo rato más, pues padre e hijo no necesitaban palabras para comunicarse y Cristal no las encontraba. Sentía alegría, sorpresa, vergüenza y hasta temor por lo que veía. ¡Y qué pequeño se sentía ante aquel hombre! Justo antes de aceptar la arriesgada misión que ahora llevaba a cabo, presumió ante iguales y superiores que había recuperado la fuerza que alcanzara en sus mejores años, una fuerza que en comparación a la de Alexer acaso fuera distinta de un copo de nieve en medio de la estepa interminable. ¿Qué podía hacer ahora? ¿Qué podía decir?
Y mientras el simple mortal se atribulaba, el mundo siguió girando. Una presencia similar a la de Alexer se hizo notar en la ciudad. Poco después, apareció un hombre cubierto por ropas de viaje. Y un aro de aire gélido rodeaba al caballero negro de Copa.
—Llegas tarde —dijo Alexer, aplastando el cristalizado corazón—. Sneyder.
Oír ese nombre bastó para que Cristal agachara la cabeza. Había sido atrapado.
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Por un tiempo que Emil creyó eterno, Aerys escupió llamaradas como si en verdad fuera un río hecho de fuego, confrontando así la avalancha que no dejaba de llenar la ya inútil Fortaleza de Luz. La temperatura creció y creció más allá de lo soportable, dificultando la respiración y creando incluso anhelo por un poco de frío en el corazón del santo de Flecha, que solo podía observar a su compañero de bronce y tratar de no quemarse vivo. Logró hacer ambas cosas, qué menos, hasta que aquel asedio de la naturaleza terminó y el santo de Erídano se permitió caer al suelo exhausto.
—Gracias por sostenerme. Ha sido todo un detalle.
En el otro extremo del campo de fuerza, Emil sonrió, arrebolado.
—¡Tenía que protegerme del fuego!
—Tardé segundo y medio en caer. La afamada velocidad de los santos de plata es un engaño. A ver cómo te las apañas ahora.
Para entender las palabras de Aerys, Emil solo tuvo que seguir la mirada de aquel hombre agotado, clavada en la fantasmal criatura que llamaba mago.
La primera reacción de Emil fue apuntarle con el brazo, no solo porque era un enemigo y el billete de entrada a Bluegrad, tampoco porque acabara de echarles encima una montaña de nieve sin que siquiera le hubiese atacado, sino por una razón más infantil. ¡Le había robado la Fortaleza de Luz, en todos los sentidos de la palabra! Primero, arrastrándola hasta quedar cerca de la montaña. Luego, invirtiendo el sentido de los portales dimensionales —ahora ellos no podían salir, mientras que cualquier enemigo podría atacarles a placer desde fuera— y arrebatándole el derecho de poder deshacerla. Solo eso ya era razón suficiente para acribillarlo.
Y a pesar de eso, no pudo disparar cuando el mago se acercó a Aerys y empezó a picarle con el cayado. De repente, los pálidos ojos de la criatura se le antojaron los de un niño lleno de curiosidad. ¿Era un embrujo? La idea se le pasó por la cabeza cuando cinco espectros de piel cristalina aparecieron desde el blanco exterior.
—¡No pasaréis! —gritó Emil muy seguro.
El mago pareció reaccionar a aquellas palabras, pues dejó de dar golpecillos a Aerys, inmóvil por alguna razón, para volar como un fantasma hasta donde estaban los espectros, todos descabezados. Se puso entre ellos y en la Fortaleza de Luz, quizás negándoles la entrada, y cuando uno de los cinco avanzó a pesar de ello, los batió a todos a bastonazos, con una rapidez inesperada en un ser de tan frágil apariencia.
Fueron solo necesarios cinco golpes, uno para cada espectro. Al contacto con el cayado, la cristalina piel de los redivivos guerreros azules se desintegró, así como el resto del cuerpo. Al menos, eso fue lo que Emil, de mejor vista de lejos que de cerca, entendió.
—No respires —susurró Aerys, muy débil, para luego gritar—: ¡No respires!
La advertencia llegó en el mejor momento. Emil no dejó de respirar, sino que por el contrario cruzó los brazos sobre la cara, sin un casco que le brindara protección. Al tiempo, un aura de plata lo envolvió, repeliendo el ataque que poco a poco podía distinguir. ¡Aquellos espectros habían sido convertidos en una infinidad de diminutos cristales, aun así afilados como cuchillas! Era un ataque bajo, muy bajo. Maldijo entre dientes al mago, que desde fuera de la barrera lo apuntaba con el cayado mientras la capucha subía y bajaba. Se estaba riendo de él.
Durante cinco segundos, Emil aguantó sin queja, hasta que los insignificantes, casi imperceptibles rasguños que sufría por los cristales, empezaron a dolerle como si le hubiesen atravesado el estómago con una lanza de hielo. Entonces miró a Aerys, experto en ataques de área. El santo de bronce ya se había levantado, pero en lugar de ayudarle había sacado trozo de pan y empezaba a comérselo, muy tranquilo.
—Tómate tu tiempo —dijo Emil, sintiendo los dedos cada vez más entumecidos.
—Paciencia —dijo Aerys a la vez que masticaba—. Estoy recuperando fuerzas.
Con un gruñido, el santo de Flecha dijo todo lo que pensaba de aquello. Siguió aguantando, dolorido, hasta que oyó los saltos del renovado santo de Erídano.
—No te muevas, estás en el lugar perfecto —aseguró Aerys.
—¿En el lugar…? —A media frase, Emil tuvo que callar. Lo estaba apuntando con ambas manos, juntas a la altura de las muñecas—. ¡Ni se te ocurra!
—Son seis mil grados de nada, tu manto de plata lo aguantará.
Sin dejar lugar para más discusiones, Aerys lanzó una corona de llamas hacia el santo de Flecha y el millón de fragmentos que lo atormentaba. En medio de la explosión quedaron ahogados los gritos de protesta y dolor.
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A diferencia de Cristal, sumiso prisionero del Anillo Congelante, Alexer sí que había sido consciente de los temblores del monte Sachenka en todo momento, hasta cuando combatía rodeado de tinieblas. Estaba por pedir permiso para inspeccionar la zona, por si la avalancha hubiese cobrado la vida de su gente, cuando entró Sneyder.
Llevaba, por supuesto, la túnica de viaje característica del Santuario, solo que tenía la capucha bajada. Al descubierto quedaban la cabellera, negra como una noche sin estrellas, y el rostro, pétreo y de rasgos afilados, poco habituado a las sonrisas. Verlo era como contemplar los hielos eternos de Siberia encarnados en un hombre igual de duro e inflexible, inmune por igual al paso del tiempo y la furia de la naturaleza. Con todo, un detalle lo hacía menos amenazante que la última vez que se encontraron.
—¿Qué ha sido de tu manto sagrado?
—Está en Jamir —contestó Sneyder. Luego, como si Alexer no estuviera presente, dirigió una intencionada mirada a Piotr—. ¿Debo dirigirme a un Campeón del Hades como si estuviera hablando con tu heredero, que murió en el pasado?
—¿Qué es un Campeón del Hades, sino un alma que atesora tal fuerza de voluntad que es capaz de salir del inframundo ahora que no hay un rey que se lo impida? No entiendo por qué tal título debería estar enfrentado con ser heredero al trono de Bluegrad, salvo aquellas diferencias y afrentas del pasado que solo a mi familia conciernen.
Así habló el monarca de Bluegrad, sin permitirle a Sneyder una forma de seguir increpándole sin ser un santo de Atenea entrometiéndose en asuntos de Estado. Aquel no mostró la menor molestia por ello, sino que tras hacer una respetuosa inclinación y saludar al rey y al príncipe por sus títulos honoríficos, procedió a marcharse.
—No, quédate, Sneyder —pidió Alexer—. Lo que aquí se dirá concierne al Santuario.
Antes de decir nada más, el heredero de Bluegrad miró a Piotr, quien asintió.
—¿Está en peligro el ánfora de Atenea? —cuestionó Sneyder.
—Nuestra tierra está en peligro. Desde la incursión de la división Cisne en el monte Sachenka —empezó a relatar Alexer, conteniéndose de hacer burla sobre aquel fracaso tan estrepitoso—, hemos recibido ataques esporádicos de un mago. Desconocemos qué le motiva a actuar, aparece allá donde le place, vuelve todo un caos y se oculta antes de que nuestros mejores hombres lleguen hasta él. Solo la tormenta conjurada por el Señor del Invierno ha podido repelerlo en el pasado, así fuera de modo temporal.
Sneyder entornó la mirada. No era ningún tonto, había entendido el mensaje implícito. La tormenta había sido invocada no hacía mucho, sin ser Piotr el responsable, sino él.
—Esta vez no ha sido así —continuó Alexer—. El mago ha visto nuestra defensa tantas veces que ya ha aprendido cómo sortearla. ¡Peor! La ha hecho suya y pretende darle una función opuesta, la de un arma que llevará a Bluegrad a un nuevo 1812.
—¿En qué concierne esto al Santuario, Su Alteza? —cuestionó Sneyder.
—Ya que hemos sido víctimas de vuestro error durante todo un año —dijo Alexer—, me creo en posición de pedir que cooperes conmigo para enfrentar esta amenaza.
—No —contestó Sneyder, seco.
—Comprendo que seas precavido, careciendo de protección.
—No me malentendáis, Su Alteza. No puedo cooperar con vos en esta empresa, así como tampoco puedo permitiros que salgáis de aquí.
Alexer enmudeció por un instante. ¿Quién se creía que era ese hombre para negarle resolver un problema de su pueblo? ¡Bluegrad ya no rendía vasallaje al Santuario!
—El monte Sachenka y otras dos montañas cuyo nombre desconozco ofrecen una defensa natural a la Ciudad Azul, defensa que vos y vuestro padre volvéis impenetrable con solo estar presentes —expuso Sneyder—. Es porque estáis aquí que yo puedo estar seguro de que el ánfora de Atenea no corre peligro. Si alguno de los dos faltara, el primero en sufrirlo sería vuestro pueblo. ¿Acaso yerro en esta suposición?
—No —dijo Alexer—. Mientras estemos aquí, la Ciudad Azul estará a salvo.
Como uno de los dos mudos observadores de aquella discusión, Cristal estaba perplejo, en oposición a la serena, sino es que fría, sabiduría del callado Piotr. Tan rápido había pasado Alexer, su viejo amigo y señor, de la vehemencia a la rendición, como veloces fueron los golpes que lanzó contra el Caballero sin Rostro.
—Los dominios de Bluegrad no se limitan a la ciudad —dijo el caballero negro, incapaz de contenerse más—. Ya no es así.
—Desplegué a algunos hombres —reconoció Alexer, que miraba a su padre en busca de aprobación—. Sesenta, por si había algún rezagado.
Por un momento, Cristal se permitió abrigar esperanzas.
—Sobrevivirán. Son supervivientes —dijo el monarca, antes de mirar a Sneyder y añadir—: ¿Qué hay de los hombres a los que perseguían? ¿No irás a salvarles?
Sneyder ni siquiera se molestó en contestar.
—Habla —exigió Cristal, quien sabiéndose inmovilizado no se molestó en tratar de dar un solo paso—. Así como te satisface ver manchadas la dignidad de un rey y un príncipe, de igual modo alimenta mi curiosidad. ¿Qué ha sido de los santos de Atenea de antaño, intachables defensores de gente?
Por supuesto, sabía la respuesta. Era la razón por la que él, Geist y muchos otros se apartaron del Santuario y escogieron otra forma de proteger a los hombres. Para el Santuario, lo importante era el mundo, la humanidad, no el individuo, la persona. Si podían impedir que Poseidón fuera despertado, tanto daba que sesenta hombres fueran sacrificados. Y Piotr y Alexer no estaban siendo mejores, preocupándose solo por la Ciudad Azul cuando la amenaza que rehuían podía causar estragos en el país que los había acogido. Dos veces decepcionado, el caballero negro de Copa esperó la respuesta.
—No me considero defensor de la gente —dijo Sneyder—. Nunca lo he pretendido.
—Entonces, ¿por qué luchas? —dijo Cristal, irritado—. ¿Por Atenea?
—Por ningún hombre y por ningún dios —dijo Sneyder—. Sirvo a aquello que está por encima de todos los seres, mortales e inmortales. La justicia.
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Lo que nadie en el castillo podía saber, era que Sneyder estaba bien enterado de lo que ocurría en la tundra, pues un eidolon invisible había seguido los pasos de los santos de Erídano y Flecha desde hacía mucho, sobreviviendo incluso a la pugna entre el primero y la avalancha. El siguiente despliegue de llamas, empero, lo consumió mientras posaba las patas de cuervo sobre el hombro de un aterrado Emil.
—¿Ves que no ha sido para tanto? —dijo Aerys.
—¡Con amigos como tú, quien necesita enemigos! —gritó Emil, todavía con los dos brazos cruzados ante la cara. El resto del cuerpo había repelido bien el fuego, gracias al manto de Flecha—. ¿Ya no hay peligro?
Aerys, muy orgulloso de lo que había hecho, quiso hacer un gesto de asentimiento, pero se quedó a medio camino. Se palpó el costado donde estaba el zurrón, en busca del pan, solo para que su puño de metal rojizo saliera por un agujero abajo.
—Mi pan.
—Sí.
—¡Mi pan!
—Un mago lo hizo.
—¡Maldita sea! —gritó Aerys—. ¡Maldita sea el maldito mago!
El santo de Erídano hizo amago de agacharse y rebuscar en la nieve. Un gesto inútil, pues si los cristales que él mismo desintegró eran los responsables de cortar el zurrón, todo lo que contenía debía ser ya polvo, por lo menos. Fuera como fuere, no pudo ni doblar las rodillas antes de que un movimiento brusco lo hiciese volar hasta el techo.
También Emil acabó separado del suelo y volando de un lado a otro, debido a un viento furibundo que de repente había entrado en la Fortaleza de Luz, aquella barrera impenetrable de la que no podía escapar. Entre choque y choque, tiritando por el frío que le bajaba desde las heridas en los brazos hasta el alma, el santo de Flecha cayó en la cuenta de que no habían tenido que preocuparse de la tormenta en un buen rato. ¿Cuánto? ¿Desde que Aerys terminó de incinerar la avalancha? No, antes de eso, cuando el mago invirtió los portales dimensionales, encerrándolos, había caído tan poca nieve en la zona que ni tan siquiera la había tenido en cuenta.
La razón de aquel cambio en el clima y el involuntario baile de los santos estaba lejos, pero ya visible. Un aura negra emergía de grietas hondas y extensas, acaso hechas por un gigante afilando el hacha que usaría para talar montañas, para luego serpentear hasta las alturas alrededor de un tifón inmenso. Al verlo, con una claridad que creía imposibles en aquella tierra de invierno eterno, Emil tuvo la sensación de que no era un fenómeno atmosférico, de que aquella columna de oscuridad que arrastraba hacía sí el mundo entero, era asunto de la tierra. Había nacido de las profundidades, de algún volcán subterráneo que en lugar de magma expulsaba tempestades.
—Es el alma de un gigante —dijo Aerys.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Emil.
No obtuvo respuesta. El santo de Erídano, de rostro cada vez más pálido, siguió mirando con gran temor lo que sucedía. Nieve y hielo, tierra y roca, todas las cosas eran atraídas por el tifón. Hasta la Fortaleza de Luz se movía a merced del viento conforme el suelo bajo el campo de fuerza desaparecía. Y en medio del desastre había personas, espectros de piel cristalina siendo absorbidos por la oscuridad, hombres vivos que no duraban en el cielo ni un parpadeo antes de ser despedazados. De cuando en cuando se veía un vehículo, como conduciendo por un sendero invisible a pesar de que el conductor era ya solo una estatua de hielo.
—Menos mal que Alexei y Nadia se retiraron a tiempo —dijo Emil, sin sentir rencor por quienes, según Lesath, habían echado por tierra su tapadera.
—Me importa muy poco lo que le pase a esa gente —dijo Aerys.
—Tanto como a mí me importa tu pan.
—¡Estupendo! Ahora que nos hemos sincerado, sáquenos de aquí antes de que esa cosa nos convierta en manchas de sangre en las paredes de su inútil campo de fuerza.
—¿Cómo sabes que va a venir hacia nosotros? —quiso saber Emil
—Porque el mago así lo quiere —dijo Aerys, señalando al tifón—. Si yo puedo verlo, tú también puedes. Se está riendo, el muy granuja.
En efecto, ahí estaba, confundiéndose como otro desdichado más arrastrado por el viento, solo que él permanecía estable, incluso dándose el lujo de apuntar al monte Sachenka con el cayado mientras ladeaba la capucha hacia la tormentosa oscuridad.
—¿Qué crees que está diciendo?
—El Olimpo está por ahí.
—¿El Olimpo, en Rusia? —dijo Emil, desconcertado.
—Es un chiste —se defendió Aerys—. Ya sabes. Es el alma de un gigante y va contra una montaña. Por fin sabemos lo que quiere hacer el mago.
—Atacar Bluegrad. ¿Por qué?
—Porque está aburrido. ¿Qué importa? Deje de ser tan quejica y preguntón y sáquenos de aquí de una vez. ¡Y ni se le ocurra decirme que no puede!
—En primer lugar, deja tú de hacer chistes sin sentido. En segundo lugar —continuó Emil, doliéndole tener que repetirlo—, te vuelvo a decir que no puedo. El mago la ha hecho suya, no puedo deshacerla, ni siquiera soy capaz de alterarla.
Contrario a lo que esperaba, Aerys no lo golpeó ni dijo algún otro comentario inútil, sino que le puso la mano en el hombro en gesto tranquilizador.
—Dígame, señor plateado, ¿quién creó este campo de fuerza? ¿El mago? No, fue usted. Usted fue quien la hizo y quien la llamó Fortaleza de Luz, de modo que usted y solo usted es señor de estos cinco metros de nada. ¿Me he explicado bien?
—Lo he entendido, pero… —trató de decir Emil, recibiendo, ahora sí, un buen golpe en la cara—. ¿A qué ha venido eso?
—¡Para que entre en calor y haga algo de una puñetera vez, señor plateado!
El santo de Flecha, airado, se preparó para decirle que él también debería usar la cabeza, pero abrir la boca solo le sirvió para tragar el aire más helado e hiriente que había sentido jamás. Creyó morir cuando la fuerza del tifón se adentró, una vez más, en el interior de la Fortaleza de Luz a la vez que la atraía más y más hacia el oscuro corazón de la tempestad. Él y Aerys chocaron mil veces, perdiendo la consciencia.
—Pan, pan, pan…
Los desesperados chillidos de Aerys lo despertaron, ya tan cerca del tifón como para que empezara a preguntarse dónde se había metido Lesath.
—Pan, pan, pan —insistía Aerys, rascando el suelo de la Fortaleza de Luz.
—El suelo —dijo Emil, levantándose de pronto. Todo el cuerpo le dolía, solo mover los brazos lo cansaba hasta el punto de querer echarse a dormir de una vez. Buscó dentro de sí la chispa que era solo suya, aquella que solo conocía de forma superficial, como un romance de verano. La halló, la vio arder y logró así caminar hacia su hambriento y pálido compañero de bronce—. ¿Eres un genio, lo sabías?
—Me lo dice a menudo —contestó Aerys, mientras era zarandeado—. ¿Está seguro de que no es que usted es un poco tonto?
—¡Lo has solucionado!
—¿El qué?
Pero Emil no tenía tiempo de dar explicaciones. El tifón no tardaría mucho más en arrastrarlos y escapar entonces sería imposible. Después de haber experimentado una fracción de su fuerza, había entendido que en aquellos vientos se concentraban la furia de la tormenta y el frío de las profundidades del infierno, Cocito.
Con mucho, muchísimo esfuerzo, dirigió cada brazo a un lado, los bajó con solemne lentitud hasta que apuntaron al punto en que la semiesfera se unía con la base de la Fortaleza de Luz y luego trató de juntar las manos como si estuviera aplaudiendo. Justo en ese momento, los brazos le fallaron, congelados hasta los huesos.
—No puede manipular su propia técnica, necesita ayuda para generar un campo de fuerza… Sí que es un poco tonto, sí —se quejó Aerys, que pese a todo caminaba hacia su compañero para extinguir el hielo que mantenía inmóviles los brazos. Solo entonces, cuando los tocaba con dedos llameantes, entendió lo que ocurría—. ¡Claro! Usted creó la capa protectora del suelo al final, para defendernos de ataques desde el suelo. No hay un portal de entrada y otro de salida que el mago pudiera invertir. ¡El mago ignoró esa parte del campo de fuerza cuando la transformó en esta cárcel!
—Sí, solo hay un portal de salida, el que necesitaba para mantener ocultos nuestros cosmos —completó Emil, que veía agradecido cómo los brazos recuperaban movilidad, si bien los pequeños cortes seguían exigiéndole un sueño de mil años—. Esa es la razón por la que la tormenta nos arrastra. El punto que nos une al suelo es sólido. Si logro crear un portal de entrada aquí en el momento justo…
Por tercera vez, los poderosos y oscuros vientos del tifón llegaron a la Fortaleza de Luz. Emil, ya con los brazos ya móviles, completó el ritual y convirtió el suelo en la entrada de un agujero de gusano, que en un solo momento engulló a los dos santos.
Notas del autor:
Shadir. Lesath lleva un buen tiempo libre de cualquier control y aparte lo levantaron en plena madrugada, para el resto no tengo excusa y en realidad puede que ni el santo de Orión la tenga. Que luego no se quejen si les van mal las cosas.
Muchas gracias por el dato, siempre es bueno saber algo bueno. Lástima que Aerys no sea tan rápido como Flash, le sería de mucha ayuda.
Ulti_SG. ¡Directo al corazón! Sí, lo admito, empecé a ver esa famosa serie justo mientras escribía el segundo arco y no pude evitar la tentación.
Al principio pensé en que tenía que contar lo que hacía cada división desde el capítulo en el que vemos a la división Andrómeda, pero se me antojaba poco orgánico y preferí ir dando información poco a poco. Creo que quedó mejor así.
Hay pocos guerreros azules en la ciudad y se limitan a protegerla. Piotr no es nada tonto y deja el asunto de las legiones del inframundo a los santos de Atenea.
Recemos porque el resto de Campeones del Hades sean mejores que Jaki.
