Capítulo 26. Mundo de hombres, mundo de bestias
El niño necesitaba una salida.
Todo sucedió tan deprisa que ni siquiera había pensado en ello. A sus pies podía sentir a la muchacha, aun temblando de miedo, pero a su alrededor solo contemplaba los árboles secos y cuerpos sobre el suelo, cada uno con un certero disparo en la frente.
El silencio los envolvió a ambos hasta que el rumor del bosque creció para convertirse en el inconfundible susurro del monstruo. Trató de huir pero se detuvo tras un paso, sintiendo cómo la chica se le aferraba con fuerza. Tal vez pensaba que él no le temía a quien los perseguía tanto como ella. Se equivocaba. El niño no quería volver con el monstruo, deseaba ser libre. Inútilmente trató de convencerla para levantarse y correr hasta que escuchó a alguien hablar con el monstruo en un idioma que pudo entender. La voz no podía ser de alguien mucho mayor que él, pero cargaba un aire de autoridad que le causaba admiración.
—Con Jango en coma y Fénix derrotado el Santuario no volverá a pensar en los caballeros negros en unos cuantos años, así que es mi deber ocuparme de que los supervivientes de Reina Muerte no causen demasiado alboroto. Cuento con cinco de ellos, solo me falta la sombra de Camaleón, último heredero de quienes construyeron las armaduras negras. Un aliado indispensable, ¿no crees? Podría pedirme el mundo y yo tendría que apañármelas para dárselo. En tanto estimo a ese viejo genio, que en cambio solo quiere recuperar a su hija.
El monstruo rio y habló en aquella lengua que solo él y los suyos entendían, seguramente burlándose del chiquillo que se atrevía a dirigirse a él.
—He venido hasta aquí creyendo que eras un hombre razonable —dijo el chico—. ¿Qué os reporta retener a una jovencita asustada? Solo migajas. Si la investigación del profesor Asamori es financiada, pronto la bomba atómica será cosa del pasado. —Tosió varias veces—. ¡Apaga ese puro ahora mismo! ¿No ves que hay niños cerca?
El chico y el monstruo aparecieron frente al par. El primero era un señor de la guerra que vivía de saqueos y secuestros, y de quien no quedaría recuerdo alguno en la Tierra, salvo acaso el de su risa burlesca y sin compasión. El segundo, a su lado, era en efecto un varón de no más de diez años, de largos cabellos negros y ataviado con una elegancia casi absurda. Fue él quien, aplastando el puro encendido con la mano desnuda, miró al niño con mayor interés.
— ¿Qué ha ocurrido aquí? —dijo al acercarse.
—Unos hombres querían llevársela —respondió el niño de cabellos sucios—. Ella les dijo que no y le golpearon en la barriga. No me gustó.
Señaló a los cadáveres, a lo que el recién llegado asintió complacido.
Entretanto el monstruo avanzó hacia el niño a zancadas, arrebatándole el arma de un manotazo. Parecía complacido de verla, como si hubiera temido otra cosa. Con él una veintena de soldados entraron en el claro y los rodearon.
—Has actuado como un verdadero hombre, aunque a costa del alojamiento —intervino de nuevo el chico bien vestido, guardando en el bolsillo un guijarro cubierto de sangre que recogió del suelo— Por fortuna, los dioses me han traído aquí para ayudar a tu amiguita. ¿Podéis caminar?
A la muchacha le costó separarse de la seguridad que encontraba en el niño, pero aceptó la mano ofrecida y se puso de pie. Era la más alta de los tres.
El monstruo se enfureció. Su voz, por primera vez clara, advertía al visitante que dejara las cosas como estaban, mientras sus hombres, llenos de ira, levantaban los fusiles hacia ellos. Pero el chico no se inmutó. Indicó con un gesto al niño y la muchacha que lo siguieran y se puso en marcha, diciendo:
—Y yo te aconsejo que te suicides.
El niño quedó tan perplejo ante la respuesta que ignoró el rugido de las armas que se detonaron entonces. También el otro chico lo ignoró, caminando sin siquiera mirar a los soldados. Disparos y una explosión precedieron a la caída del monstruo, ahora convertido en un hombre que gritaba, enfermo de dolor, odio e impotencia. Con él cayó también el miedo que los había paralizado a él y a la chica, y ambos siguieron a su extraño visitante sin que una sola bala los tocara. Poco después, con nadie ahí nadie para verlo, el último soldado murió.
—Esto no está bien —musitó el niño, por momentos aterrado por lo que había hecho. Sus cadenas estaban rotas, pero con ellas también la seguridad que le habían supuesto por tanto tiempo.
—Está bien —replicó su salvador—. Para ellos, solo los fuertes merecen vivir. Y créeme, Azrael, tú eres fuerte.
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Despertó, agitado. Los recuerdos le martillearon la cabeza justo antes de desaparecer, jirones de un sueño que no deseaba conservar. Sudaba a mares, respirando sin medida. El dolor de cabeza había mitigado, al menos, así que se dispuso a vestirse, preguntándose si Emil y Lesath ya habían completado su misión. Mientras se colocaba las botas, oyó cómo se abría la puerta, y por acto reflejo buscó hasta palpar la pistola.
—Señorita —terminó diciendo Azrael, aliviado.
Akasha seguía vistiendo de uniforme, aunque sin chaqueta. La camisa blanca estaba algo arrugada y enrojecida a la altura de los hombros. Sobre el cuello de la joven, un hilo azul pálido hacía las veces de collar. Ambos detalles preocuparon a Azrael, quien se incorporó sin darse cuenta de que solo tenía una bota.
—Sneyder está en el barco —dedujo—. Discúlpeme señorita, de haber estado allí…
—Tendría a un asistente sin mano —completó Akasha.
Ambos lo sabían. De haber estado en la misma situación que Altar Negro, Sneyder no habría visto la amenaza de Azrael como una curiosidad, sino que rompería la pistola junto a la mano que la empuñaba. ¡Y eso en el mejor de los casos! Acciones menos temerarias costaron la vida de muchos hombres tras la Rebelión de Ethel.
—La hirió —apuntó Azrael una vez erguido. Señalaba las manchas de sangre en la camisa, molesto—. ¿Se atrevió a golpearle en la cara?
—He tenido que tomar algunas medidas para que nadie pueda reclamar el Ojo de las Greas, salvo el propio Poseidón —explicó Akasha—. ¿Te sigue doliendo? —preguntó después mientras le palpaba la cabeza. Tuvo que ponerse de puntillas.
—Estoy mejor. ¿Puedo ayudarla en algo?
—Solo quiero charlar.
Azrael, todavía descalzo de un pie, con la camisa arrugada y el pelo revuelto, aunque limpio, ofreció un asiento a Akasha junto a la única mesa del camarote. Antes de sentarse él también, retiró todo cuanto podía estorbarles y lo dejó sobre la cama. Verla deshecha provocó que se diera cuenta del penoso estado en el que estaba y enseguida se puso la otra bota mientras farfullaba una disculpa. Akasha rio ante la torpeza del eficiente soldado; fue una risa suave, como la palmada en la espalda de un buen amigo.
—No es gracioso, señorita —bufó Azrael—. ¿Lo hemos conseguido?
La negativa de Akasha apenas le sorprendió, ni tampoco lo que estaba por contarle. Aun así, escuchó atento, como siempre había hecho.
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Todo. Tanto Sneyder como el santo de Cuervo sabían todo cuanto los enviados de Akasha hicieron en Bluegrad. Hugin, todavía buscando con ojos inquietos la posición de la subcomandante June, les relató con lujo de detalles lo que Emil, Lesath y Aerys habían conversado en el interior de la Fortaleza de Luz, incluyendo una enrevesada estrategia para obtener audiencia con el rey Piotr.
Nadie podía argumentar que Hugin se lo estuviese inventado. Un eidolon suyo, con forma de cuervo e invisible al sexto sentido de un santo de plata, había espiado todo lo acontecido desde el encuentro con Aerys hasta la avalancha que agitó por entero el monte Sachenka. Después, el eidolon desapareció y Sneyder terminó decidiendo ir en persona a buscar a los presuntos culpables, justo en el momento en que Lesath exponía sin pudor alguno el plan que tenían. Dadas las circunstancias, lo único que Makoto sacaba en claro de todo aquello era que no había razón para aquel intento de juicio.
—El príncipe Alexer intercedió por la mocosa —musitó Hugin, para luego tener que repetirlo en voz alta—. Salvaron Bluegrad y no llevaron a la práctica el crimen que sin duda habían ideado, así que pidió clemencia para los involucrados.
El santo de Cuervo siguió graznando incoherencias sin que nadie le prestara atención. Sin la presencia de Sneyder, quien junto a Shun se había retirado para tratar asuntos de suma importancia, Hugin había perdido toda la seguridad que exhibió cuando entró al cuarto. Aseguraba, paranoico, que Akasha había previsto el fracaso de su empresa y en el momento crucial se puso en contacto con el príncipe, un Campeón de Hades a quien llegó a intentar reclutar en el pasado reciente. Se aferró a esa idea con tanta insistencia que Kiki, el único de los presentes con ánimo para hablar, empezó a picarle.
—¿Qué estabais haciendo tú y tu amo mientras nuestros compañeros luchaban con el enemigo? ¿Grabó también tu eidolon cada ronquido de una buena noche de descanso?
—Cumplíamos con nuestra misión —argumentó Hugin—. Vigilar el ánfora de Atenea.
—De soldados de élite a guardias de seguridad. ¡Qué bajo han caído los santos de oro!
—¡Eso tendría que decirlo yo! —exclamó Hugin—. Akasha de Virgo pactó con los Campeones del Hades y ahora pretende hacer lo mismo con Poseidón. ¡Si la raza de los gigantes siguiera pisando la tierra trataría de reclutarlos!
Mientras Kiki se encogía de hombros, Ban de León Menor carraspeó, atrayendo la atención del santo de Cuervo. Aquel superviviente, de rostro y palabras duras, habló con la voz que tenía desde que enfrentó a la legión de Aqueronte. Grave, agresiva y preparada para la violencia, algo que solo empeoraba por los años, más pesarosos en Ban, de cabellos ya encanecidos, que en el resto de mortales.
—La idea de que los Campeones del Hades estaban relacionados con Caronte ya era rechazada antes de que supiéramos que el inframundo entero estaba en pie de guerra. Como hombres libres y de férrea voluntad, no creo que sea un error tratar de reclutarlos.
A excepción del santo de Cuervo, que buscaba fuerzas para replicar, todos asintieron. La manifestación del río Flagetonte en Alemania, la legión de monstruos de fuego y la Abominación que aquellos terminaron formando, solo para marcar a un Campeón de Hades que escapó delante de las narices de un santo de oro. Todos aquellos hechos habían sido atribuidos a Caronte, por la similitud que tenían con la lucha librada contra el río Aqueronte. Akasha fue la primera en proponer tal posibilidad, que no se cansó de sostener mientras fue general de la división Pegaso. Más tarde, en el exilio, tuvo un insólito cambio de parecer que la llevó a contactar con el grupo que Alexer había dirigido contra Bluegrad, después de que ya se hubiese disuelto con dos miembros encerrados y otros dos en fuga. Fue entonces cuando el príncipe describió ante testigos lo que era un Campeón de Hades: no un soldado del inframundo, tampoco una Abominación formada a partir de miles de almas, sino un héroe que había logrado escapar del inframundo aprovechándose de la ausencia, si no muerte, de Hades. Makoto, quien como caballero negro había vivido una parte de aquellos acontecimientos y había sido informado del resto, solo podía suponer que era por ese descubrimiento que Akasha acabó buscando el Ojo de las Greas. No le importaba localizar a los líderes de Hybris, lo que ella quería era vigilar lo que ocurría en el inframundo. ¿Era una tierra sin ley de la que las almas podían salir cuando les placiera? ¿Una prisión que de vez en cuando sufría fugas? Ahora, con solo la transcripción de la charla entre Geist y el Barquero, sabían que en realidad era un reino que buscaba vengar a su rey caído.
Makoto dejó escapar un suspiro, admirado. A pesar de usar métodos más que cuestionables, Akasha llegaba a obtener resultados lo bastante significativos como para quedarse siempre a un solo paso de ser ejecutada por traición. Y todos los presentes la seguían sin cuestionamientos, protegiéndose los unos incluso mientras ella no estaba presente. Más que lealtad, era como si todos los miembros de la división Andrómeda fueran un solo e inseparable ser. Lo que tanto podría ser bueno como malo.
«Si Akasha fuera una traidora, todos los demás lo serían. Hasta yo lo sería —decidió Makoto—. Soy cómplice de lo que han hecho.»
Ajenos a las reflexiones del santo de Mosca, Kiki y Hugin prosiguieron la discusión.
—¿De qué estarán hablando Shun y Sneyder?
—¡Te dirigirás al señor Sneyder con respeto!
—Si Shun es Shun, Sneyder es Sneyder —insistió Kiki.
—Por decir esas cosas te tienes que preguntar de qué están hablando —dijo Hugin.
—¿Es que tú no tienes curiosidad?
—Tengo mis métodos.
De nuevo se hizo un silencio que asombró a Kiki, causó interés en el ceñudo Ban y devolvió a Makoto a la realidad más allá de sus pensamientos. Los tres miraron al santo de Cuervo, que ya se arrepentía de sus palabras.
—Es por la seguridad del señor Sneyder —se defendió Hugin.
—Claro —dijo Kiki, acercándose mucho, demasiado—. Cuéntanos, ¿qué dicen?
Hugin no respondió. Aguantó un segundo, cinco, mientras la cara se le volvía pálida como un cadáver, sin que por ello Kiki se compadeciera. Disfrutaba del momento.
—Decimotercero.
—Tendrás que ser más preciso, Cuervo. ¡Yo te he dejado leer mis papeles!
—Borre esa estúpida sonrisa de su cara, maestro herrero de Jamir. El señor Sneyder y el santo de Andrómeda piensan que el último Campeón de Hades aparecerá pronto, el decimotercero. ¿Sabe quién es considerado el decimotercer olímpico?
—Hades.
Luego de aquel susurro, nada más dijo Kiki. Al final tuvo que ser Ban, el viejo y taciturno león de bronce, el que tomara la palabra.
—Dinos Cuervo. ¿Qué río del infierno queda por aparecer en este mundo?
Hugin no tardó en responder, con un hilo de voz:
—Si contamos la aparición del Aqueronte en el Santuario, el Flegetonte en Alemania y el Cocito en Bluegrad, quedarían dos. Estigia, el río del odio, y Leteo, el río del olvido.
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Desde que era una niña, siendo su mundo la aldea de Rodorio y el Santuario, Akasha sintió muy pocas veces la necesidad de ocultarle nada a Azrael. En aquel tiempo lejano, muchas personas se ganaron su afecto, mientras que en otras prevaleció la admiración y el respeto. Fuera cual fuera el caso, todos servían a Atenea y eran parte de algo más grande que ella misma. Azrael, enviado del profesor Asamori, era distinto. Sentía auténtica adoración por el Santuario; su cultura, su historia y el poder de los santos le fascinaban de tal manera que apenas lo podía disimular, pero cuando se conocieron no era parte de él, sino un puente hacia un millón de cosas que desconocía. Recordó las mil y una de preguntas que le hacía, día a día con toda naturalidad, al entonces llamado chico de la Fundación—la primera sorpresa vino con el número de religiones que la humanidad había tenido—; casi siempre obtenía respuesta, y cuando no, una disculpa sonriente y un helado. Ella terminó llamándolo amigo, y él, que desconocía aquella palabra, la llamó señorita. Cuando el Sumo Sacerdote la llamó para empezar a entrenarla, Azrael le pidió asistirla; aceptó de inmediato, por supuesto.
Empezó contándole por encima el encuentro con Sneyder y lo que extraía de su presencia en el barco: Emil y Lesath debían seguir en Bluegrad. Azrael frunció el ceño, aunque sin interrumpir. La división Fénix exigía la posición de los líderes de Hybris, a lo que no podía argumentar falta de tiempo ahora que poseía el Ojo de las Greas. En cuanto salió de la reunión, fue a su camarote y se puso manos a la obra.
—Mi primer pensamiento fue para Soma, el hijo de Ban. Sigue con vida.
León Negro, de corto y alborotado cabello rojo mientras no llevara la armadura, caminaba sin rumbo por distintas ciudades y pueblos cada noche. En silencio se infiltraba en los más ocultos callejones, donde delincuentes de poca monta buscaban presas fáciles. Llegó a verlo cuando fue asaltado por un par de ladrones, a los que dio una paliza y luego dejó en plena calle. No mató a ninguno.
Pensar en la muerte la llevó a un mar de posibilidades que la remitían a diversos rincones del mundo. Vio a hombres prostituyendo a sus hermanas e hijas, a otros vendiendo a niños que habían secuestrado y a muchos más tratando como esclavos a sus empleados. Asesinos, ladrones y violadores se le aparecieron, ya fuera en pleno acto, preparándolo, o sufriendo las consecuencias de sus acciones, si bien esto último rara vez ocurría, y no faltaba el borracho que presumía de lo que llamaba hazañas.
Muchos murieron ante el hambre y la enfermedad, sin saber que alguien los miraba, que alguien escuchaba los rezos de sus seres queridos a pesar de no poder hacer nada. Muchas personas caían en batallas, algunas en el nombre de un país o un superior que les daba órdenes a pleno pulmón, otras en la calle, defendiéndose o protegiendo a otros, y entre ambas, trágicos accidentes que ni el más cauto podría predecir.
Era imposible recordar cuánto tiempo estuvo observando o a cuántas personas llegó a ver. Como Hugin llegó a sugerirle, sus reflejos le permitían estar al tanto de un sinfín de situaciones a cada segundo que pasaba. Cuando se dio cuenta de aquello, trató de serenarse y pensar en su objetivo. Los caballeros negros empezaron a aparecer, casi siempre formando parte de un grupo: barrenderos, secretarios, agentes de policía, encargados de mantenimiento y la limpieza, soldados a cargo de las provisiones, técnicos de toda clase, etc. Empleos muy variados que nunca destacaban demasiado. En una ciudad estadounidense que apenas recordaba, un caballero negro era capitán de la policía, bastante respetado por sus hombres; varios conflictos menores tenían a caballeros negros como oficiales, que pacientes se limitaban a esperar algo mientras se aseguraban de evitar cualquier exceso; incluso había infiltrados en eslabones bajos y medios de muchos gobiernos y organizaciones. Eran casos excepcionales, un número tan pequeño, que por un instante pensó que no debía preocuparse.
Cuán equivocada estaba. En algún banco español, durante su interminable vigilancia se dio un atraco, y por casualidad había un caballero negro presente. Todo transcurrió con la terrible normalidad de tal situación los primeros minutos, y luego, más rápido de lo que el ojo humano puede seguir, un menor de edad eliminó a los atracadores a la vez que se ocupaba de un empresario al que poco antes había estado acompañando. Nadie pudo explicarse qué sucedió. Por su parte, Akasha lo veía todo con claridad: ¿para qué buscar posiciones en las altas esferas, si siendo empleados invisibles seguían teniendo a sus superiores al alcance de la mano? Durante años, el Santuario supuso que el objetivo final de Hybris era tomar el control del mundo y cambiarlo desde dentro.
—Los hemos subestimado todo este tiempo —advirtió Akasha—. Su única meta es matar y destruir. No necesitan asentar nada, solo tener vigilados a los objetivos que todavía no es prudente ejecutar.
A esas alturas, no fue una sorpresa ver al terrorista más buscado del planeta entregando hasta el último centavo a Munin, hermano de Hugin de Cuervo y primer líder de Hybris en ser localizado. Por muy fieles que fueran a sus ideales, los caballeros negros necesitaban financiarse de algún modo, pues no contaban con el apoyo del Santuario. Munin había huido durante el Cisma Negro, proporcionando a la organización la sin par habilidad de manipular la memoria de los seres humanos.
Siguió mirando un rato más, evocando cada cara conocida y sumándoles años. La gran mayoría eran jóvenes trabajadores que no llamaban la atención, esperando el momento en que fueran necesarias sus auténticas capacidades. Un viejo conocido permanecía en coma mientras el par de agentes que lo custodiaban hablaban sobre una masacre en la prisión donde trabajaba como guardia de seguridad. Aquella experiencia le permitió aceptar que no todos los aprendices que huyeron del Santuario seguían vivos, por lo que un momento después empezó a ver a los que no encontraba como cadáveres, ora enterrados, ora tirados en el fondo del mar. Cada visión era peor que la anterior, hasta que solo encontró huesos donde alguna vez hubo hombres.
—De entre los aprendices que perdimos durante el Cisma Negro —empezó a decir Akasha con voz queda—, tres cuartas partes siguen con vida y en activo. Los demás… Ya han sido juzgados, dejémoslo así.
¿Era ella capaz de perdonarlos? ¿Los había condenado alguna vez, para empezar? ¿O eran ellos quienes la culpaban, por no haberlos detenido a tiempo? Los años en el exilio le habían servido para aceptar de una vez el peso de sus acciones, que por tanto tiempo trató de justificar ante el Sumo Sacerdote. Antes de que empezara era la comandante de la división Pegaso, tan decidida a proteger al Santuario que por momentos olvidaba que había un mundo más allá. Ahora tenía el Ojo de las Greas, podía ver cualquier cosa que estuviera ocurriendo en ese momento. Por un momento se recordó a sí misma luchando porque el Santuario recibiera de nuevo en su seno a quienes habían huido. ¡Qué ingenua fue! Ningún caballero negro podría volver a recluirse en una montaña sabiendo cómo era el mundo, todo lo que hasta el más débil de ellos podía hacer por la gente.
Una madre soltera viajaba en el metro, a duras penas evitando el manoseo de unos indeseables; se le ocurrió, casi de pasada, que ella podría aparecer allí, partir unos cuantos brazos y volver al barco. Japón no estaba muy lejos de Rusia. Lo mismo podría hacer con un hombre que pateaba la puerta de un baño tras el que una niña sollozaba, llena de temor; pensó en ello con tal intensidad que el hombre colapsó un momento después de que su atención estuviera en la otra punta del mundo. ¿Los hombres de Nueva York que planeaban la muerte de un político problemático? Un instante le bastaría para dejarlos a merced de las autoridades, con todos los huesos rotos y sin saber qué había ocurrido. Quienes ofrecían vicios fatales en barrios conflictivos, quizá dejarían de hacerlo si no tuvieran piernas que arrastrar por ellos. Se descubrió pensando que en el mundo, a pesar de lo que ella misma pudiera pensar, sobraba gente.
Dividida entre sus convicciones y lo que el Ojo de las Greas le enviaba, recordó que no toda tragedia sucedía por la voluntad de los hombres. Una docena de accidentes de tráfico le llegaron desde diversas ciudades de México, Perú y Argentina; dos de ellos se cobraron las vidas de dos familias que charlaban felices ante la expectativa de un viaje de fin de semana. Una discusión conyugal en Atenas, en algún punto de las calles que habían recorrido en la limusina de Julián Solo, terminó de forma abrupta por un tropiezo y el borde afilado de una mesa. En un bar, un hombre golpeaba sin reparos a quien solo quería llevarlo a casa, y no porque fuera malvado, sino por el abuso de la bebida que sin duda arrastraba desde hacía muchos años.
Para entonces ya se había deshecho de la corbata y la chaqueta —detalle que se ahorró comentarle a Azrael—; era grande su deseo por salir del barco y salvar aquellas vidas. Varios crímenes se habían dado ante sus ojos, pero otros solo estaban planeándose. Pensó en las probabilidades detrás de los accidentes y las estadísticas cayeron sobre sus hombros con el peso que les confería tener imágenes respaldándolas. En un lado del mundo, niños que apenas habían vivido morían de hambre; en otro, hombres tan amplios de riqueza como de vientre buscaban la manera de seguir creciendo, sin importar sobre las desgracias de cuántos debían cimentar ese crecimiento. Entretanto, ella temblaba, apoyada en una pared y tratando de contenerse. Sentía tanto desprecio por la indiferencia de los poderosos, como por la maldad de quienes torturaban a otros en cárceles secretas por la simple razón de que podían hacerlo.
Le contó todo aquello y más a su fiel asistente, sorprendiéndole lo poco que alteraba el gesto. Hasta para ella, que había pasado junto a Azrael la mayor parte de su vida, era difícil ver en aquel tranquilo asistente el niño soldado que fue en el pasado, el cual vio los horrores del mundo de los hombres cuando ella ni siquiera había nacido.
—Todo eso ocurrió en un par de horas… —dijo Azrael, entendiendo que Akasha había acabado—. Cuando era un crío me dijeron que ningún hombre merece vivir por el simple hecho de haber nacido, que es algo que debemos ganarnos día a día. Al principio creí que era una de las tantas charlas sobre el cielo y el infierno a las que estaba acostumbrado. Premio para el que se porte bien, castigo para el que se porte mal. ¿Qué es la humanidad, sino un montón de niños pequeños esperando recibir una golosina?
—No se trata de premio o castigo, Azrael, sino de esperanza y responsabilidad. Incluso aquí las percibimos: el remordimiento que sentimos al hacer daño a alguien, la paz que nos embarga cuando ayudamos a otros… Pero vivimos en la Tierra, en un mundo incompleto donde nuestra conciencia puede ser ignorada; por eso el dios Hades creó el infierno y los Campos Elíseos, donde no llegan más que almas en solitario.
—Una ilusión. Estamos rodeados por miles de millones de personas, ¿qué mejor momento para responsabilizarnos que este, en el que nuestras buenas acciones benefician a tantos? El dónde y el cuándo en el que vivimos debería ser nuestra prioridad, no lo que obtendremos después. Esa es mi verdad, que considero de sentido común. —Azrael se encogió de hombros, retomando luego el discurso—. Pasó un tiempo antes de que lo viera de otra manera. Siendo un crío, matar y hacer daño era como respirar, y los ejemplos que tenía de mi especie no eran mejores: violencia, muerte y engaño; eso era todo lo que veía en las personas. Empecé a estar de acuerdo con aquella enseñanza, seguro, ¿qué puede ser más fácil para un asesino que restarle importancia a la vida humana?
»Por cuatro años viví convencido de que la vida que arrebataba a otros era inmerecida. Y entonces, todo cambió. Conocí a alguien que merecía seguir viviendo y todo mi mundo se derrumbó sin que pudiera hacer nada para evitarlo. Un millar de personas despreciables no bastan para condenar a toda la humanidad, pero un único ser humano es suficiente para saber que no toda nuestra especie debería desaparecer. ¿Eso era lo que quería enseñarme? ¿El valor de cada vida?
—Quizás —musitó Akasha, aunque sabía que se trataba de una pregunta retórica—. Ningún hombre merece vivir —repitió—, eso es lo único que quisiste escuchar entonces, porque estabas rodeado de maldad. Yo buscaba a los caballeros negros, y acabé viendo aquello que perseguían. La mente me traiciona, ¡menuda santa de oro!
—Lo que vio es real, señorita, pero solo una parte de la realidad —apuntó Azrael—. Hay bien en la humanidad, no se permita olvidarlo, por favor. Para sobrevivir a la próxima Guerra Santa, la última si el destino nos sonríe, no debemos pensar en lo que los dioses quieren destruir, sino en lo que nosotros queremos proteger. Vuestra diosa, Atenea, lo vio, ¿no? Luchó por nosotros, sangró por nosotros y nos dejó la oportunidad de conseguir un mundo no de responsabilidad, sino de esperanza. Cuando logremos eso, no necesitaremos del cielo o el infierno; destruiremos esa ilusión.
—Que viene a nosotros —comentó Akasha, esta vez sin ocultar su temor—. Los caballeros negros. No pienso entregárselos a Sneyder.
—Mis hombres se ocuparán de vigilarlos con discreción. Si la división Fénix no los ha capturado en cinco años, no van a lograrlo ahora. Tenemos efectivos de sobra para esa operación, incluso sin Bluegrad y el Santuario —le aseguró—. ¿Altar Negro?
—Parece ser que está más allá del alcance del Ojo de las Greas. ¿Debo esperar mucho más antes de que lo compares con Google Earth? —bromeó Akasha.
—¿Por qué? Tanto Google Earth como las mejores agencias de inteligencia del mundo han demostrado ser inútiles para detectar a un solo caballero negro. El Ojo de las Greas es más eficaz, está comprobado —dijo Azrael, con tal seriedad que arrancó la risa de Akasha—. ¿Dije algo gracioso?
—Nada. —Hizo un gesto para restarle importancia—. Solo que doy gracias a los dioses por enviarte a quien te hizo pensar mejor de la humanidad. Si tú y yo pudimos conocernos fue gracias a… ¿él?
—Ella —dijo Azrael, sonriente, húmedos los ojos—, gracias a ella estoy aquí. —Se levantó, poniendo la mano derecha sobre el pecho—. Señorita Akasha, sigamos cumpliendo con nuestro deber, por el bien de este mundo.
Notas del autor:
Shadir. Es como tener el Show de Truman a escala global. Da miedo pensarlo, esperemos que Caronte sea un soldado responsable que solo lo usa por fuerza mayor.
Y bueno, apenas arrancamos y hay una santa de oro que quiere robar el ánfora de Atenea y otro que por poco le corta la cabeza. Esto es un caos y tenía que venir el buen Shun a poner un poco de cordura. Solo un poco.
Ulti_SG. Un sobrenombre en absoluto planeado, pero efectivo. Bastante.
Los héroes siempre deben pasar por obstáculos riesgosos para que la historia sea emocionante, ¿no? Sobre todo si tratan de robar el ánfora de Atenea donde está sellado el dios que iba a matarnos a todos el pasado siglo… Un momento, ¿quién era el héroe aquí? ¡Estoy confundido!
En la línea de otras obras de Saint Seiya que muestran futuros oficiales, aunque fuera del canon, Shun es un guerrero ya maduro y experimentado. ¿Qué será de los demás?
¿Quién da trece años a un ejército al que acaba de atacar para responder una propuesta de alianza que rechazó desde un principio? Caronte, claro, él escogió ese camino ninja y deberá recorrerlo. A ver si su amigo lo allana un poco, o lo arruina más.
