Capítulo 30. Descendiendo al infierno
Dentro del jet, todos notaron enseguida que estaban llegando a la isla.
Pequeña y de naturaleza volcánica, se encontraba en pleno Pacífico Sur, bajo el Ecuador. Desde el centro, la Montaña de Fuego escupía terribles vapores que, sumados al sol implacable, mantenían un suelo infernal día y noche. Apenas existía vegetación, mucho menos árboles, de modo que jamás había resguardo del calor. En aquel lugar, la lluvia no era relacionada con agua cayendo del suelo, sino con llamas que bien podían caer sobre hombres durmiendo. Aquel era el caldo de cultivo de los caballeros negros, su hogar y prisión. Tenía bien merecido ser considerada la isla más cercana al infierno.
—¿Te trae malos recuerdos? —se interesó Makoto.
—La mitad de los aliados que traje de allí están muertos, ejecutados por Sneyder. No me extraña que el resto reniegue del Santuario —dijo Azrael, apesadumbrado.
—Tres de ellos trabajan para la Fundación, ¿no?
—No es lo mismo.
La respuesta de Azrael, tan seca, sorprendió a Makoto. ¿Qué había sido de ese chico entusiasta que apostaba por poner un arma de fuego en la mano de cada guardia? ¿Tanto le había afectado fracasar en el intento de convertirse en santo? Cambió de tema.
—No me has contado cómo haremos para bajar.
—Te lo diré cuando llegue el momento —dijo Azrael—. Tenemos que estar justo encima del objetivo, ¿cómo piensas sorprender al enemigo si caes en el agua?
—Estamos a diez mil metros —le recordó Makoto.
—Sois santos. ¿Qué es esa altura para vosotros? Todo irá bien si seguimos el plan: un grupo de santos cae a la vez que Morpheus, que adormecerá a Hipólita dejándola lista para ser reducida. Ni siquiera habrá batalla, te lo garantizo.
—A mí no me han hablado de ningún plan —se quejó Makoto, tensando la mandíbula.
—Ah, claro. Eres el copiloto, así que no vas a bajar. ¡Ni siquiera tendrías que llevar puesto el manto de Mosca!
Antes de que Makoto respondiera, una fuerza invisible afectó al espacio aéreo circundante, provocando que el avión temblara. Un par de kilómetros más allá, el sol naciente era eclipsado por una línea de intensa y negra luz.
—Nada de vomitar en la cabina —pidió Azrael.
—Eso sería el menor de nuestros problemas —gruñó Makoto, pálido—. ¿¡Cómo puedes estar tan tranquilo!? —Entre gritos, señaló la línea en el horizonte, que en un instante se convirtió en un gigantesco ojo de iris rosado. Un ojo humano.
—Supuse que era algo normal para vosotros…
Azrael enmudeció a media frase. El ojo, tomando el firmamento por párpados, estaba fijo en ellos, manteniendo el jet inmovilizado.
—¿Hipólita puede hacer esto? —cuestionó el asistente, haciendo toda serie de pruebas para poner el avión en marcha. Ninguna funcionaba.
—No podía cuando la conocí —dijo Makoto.
Haciendo un gesto de asentimiento, Azrael se levantó, dispuesto a salir de la cabina. Estaba por abrir la puerta cuando el santo de Mosca lo agarró del hombro.
—Dime que no vas a volar el avión —exigió Makoto, un segundo antes de que todo empezara a temblar. El ojo se había movido, provocando vibraciones en el cielo circundante, acaso la piel de un gigante como el que Lesath y Emil enfrentaron en Bluegrad—. ¡Júrame por Atenea que no vas a volar el avión!
—Claro que no, ¿por quién me has tomado? —Azrael abrió la puerta en cuanto Makoto lo soltó, al tiempo que gritaba—: ¡Señorita! ¡Hipólita nos ha descubierto! ¡Plan B!
Por supuesto, Makoto sabía tanto del plan B como del anterior, así que solo le quedaba seguir a aquella gente a ciegas. Vio a Icario de Boyero entrar, firme como una lanza inmune al paso del tiempo y envuelto en un cosmos níveo que parecía restarle años. Solo los cabellos canos, revueltos, le recordaban la edad que el veterano tenía.
—No estamos sordos joven —se quejó Icario, jovial—. Abrimos la puerta de emergencia en cuanto empezaron las turbulencias. Si esa mujer nos cree derrotados, se va a llevar más de una sorpresa.
En el espacio entre la cabina y el ojo podía distinguirse una figura oscura huyendo de varias líneas de fuego, producto de la tremenda velocidad con la que Icario manipulaba diez esferas de metal. Observando aquella batalla, Makoto se trasladó a lo poco que sabía de la historia pasada del Santuario, es decir, lo que Geist le había contado. Ya en épocas remotas, cuando la distancia entre cada casta del ejército de Atenea rara vez era puesta en duda, existían dos excepciones que se daban generación tras generación. La primera era la del santo de Altar, la Plata sobre el Oro, quien suplía al Sumo Sacerdote cuando este no estuviese presente; la segunda era el santo de Boyero, el Bronce sobre la Plata. Según la leyenda, el primero que ostentó tal título recibió de Atenea el don de manipular cualquier metal, así como la voluntad de un manto sagrado. Y la única forma de hacer frente a tan notable habilidad era despertar y dominar la esencia del cosmos.
«El Séptimo Sentido —pensó Makoto—. Aquel que solo estaba reservado a doce entre todo el ejército de Atenea. Hasta ahora.»
—Debían ser doce —comentó Azrael, descolocando a Makoto, que tardó en entender que no se dirigía a él—. Había doce esferas de gammanium en el maletín, ¿no?
—Había —repitió Icario—. Esa mujer rompió dos con las manos desnudas.
—Me dijo que podía enviar una de esas hasta el fondo del océano y volverla a traer hasta aquí en unos segundos. ¿La vejez le hace tender a la exageración, capitán?
—Eras un chico tan respetuoso y mírate ahora, Azrael, dudando de la fuerza de un santo de Atenea como haría cualquier extranjero.
—Me adelanto a que ponga en duda la calidad del gammanium artificial.
—No pensaba hacerlo. Aunque sea nuestra enemiga, hay que reconocer que Hipólita es fuerte. No me extraña que el Santuario mandara a cinco santos de plata para someterla.
—El Santuario tomó una mala decisión —aseguró una voz femenina. Hasta aparecer tras Icario, ni Makoto ni Azrael imaginaron que se trataba de Akasha, pues el tono que usaba era frío, impropio de ella. La piel que el uniforme y la máscara dejaban al descubierto tenía una palidez propia de un soldado del inframundo—. Ahora nos toca a nosotros pagar los platos rotos. Makoto, vienes con nosotros.
—Desde luego —dijo el santo de Mosca, que entendió la orden como una pregunta. Mientras se disponía a salir, miró a Azrael, extrañado de que no se moviera—. ¿A qué esperas? ¡Es hora de abandonar el barco! ¡El avión! Quise decir el avión.
Azrael restó importancia al error con un gesto, antes de regresar al asiento del piloto.
—Plan B. El jet servirá como señuelo mientras el resto desciende hasta la isla. Solo yo puedo pilotarlo, así que me quedo. Supuse que el copiloto se ocuparía de mi seguridad —lanzó al aire, mirando a los tres santos.
—Makoto solo es útil en combate cercano —contravino Akasha, sacudiendo la cabeza—. Icario será tu nuevo copiloto. Debéis alejaros de aquí y seguir con el plan.
—Asumiendo que esa cosa dejara de controlar el jet —dijo Azrael, señalado el ojo en el cielo—, no estoy seguro de poder esquivarlo, señorita.
Era difícil saberlo por la máscara, pero pareció que Akasha miraba hacia la rosada pupila, sobre la que todos los presentes pudieron ver un destello dorado que pronto tornó en una increíble explosión. El jet vibró por completo a la vez que un fulgor consumía aquel ojo enorme junto a cualquier nube que hubiese a un kilómetro de distancia. Sobre las cabezas de los santos, un cuervo graznaba lleno de temor.
—Sí que podría derrotarnos sin mover un solo dedo —dijo Makoto, igual que el cuervo.
—Ha sido increíble, señorita —musitó Azrael, con los ojos brillando de admiración.
—Alejaos, no quiero oír más excusas —apuntó Akasha, tan autoritaria como podía ser. En cuanto colocó su mano enguantada sobre el corazón, todos los presentes imaginaron cuáles serían sus palabras—. Los santos no mueren.
—Los santos y los secretarios de los santos no mueren —aportó Makoto, desganado.
Akasha se retiró, dedicando solo una mirada a Azrael, quien tampoco dijo nada. Ambos parecían seguros de volver a encontrarse. Makoto, por su parte, estaba alicaído, y antes de seguir los pasos de la general, giró hacia donde Icario se encontraba.
—Solo sirvo para el combate cercano —murmuró, resentido.
—Ay, joven. —Icario golpeó la espalda de Makoto con tal fuerza, que por poco lo sacaba de la cabina—. Cada quien es bueno en lo suyo.
—Lo sé, pero… Bueno, da igual. —El santo de Mosca se dirigió a Azrael antes de marcharse—. En serio, ni se te ocurra volar el avión.
—Y tú no vomites mientras caes.
Azrael miró hacia atrás, mientras Icario ocupaba el asiento del copiloto. No había nadie, Makoto y los demás habían saltado.
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Así como otros castillos antes que él, la residencia de los Heinstein guardaba muchos secretos, aunque no tan banales como los de la mayoría.
—Es como una canción. ¿Puedes oírla, mi leoncillo?
Él veía la brillante niebla en el fondo de la escalera espiral, que en intervalos regulares se alzaba como una columna de maléfico verdor. Olía la muerte y la enfermedad, tan intensas que desearía arrancarse la nariz con tal de dejar de hacerlo. Y oía, sí, un constante lamento, gemidos de incontables almas en pena. Sin embargo, Ban no escuchaba la melodía de la que hablaba Lucile.
—Oigo mis pisadas y las tuyas.
—Sigues siendo tan buen conversador como siempre.
—Si quieres hablar de algo, dime qué haces aquí.
Lucile soltó una risita.
—No quieres saber qué hago aquí sino por qué estoy aquí.
Por toda respuesta, Ban se encogió de hombros.
—Seguí a la bruta de tu hija desde isla Thalassa —explicó Lucile, que volvió a reír al escuchar un gruñido—. No te enfades conmigo por decir la verdad, leoncillo.
—¿Qué estabas haciendo en esa isla? —cuestionó Ban, implacable.
—Buscaba un regalo para una amiga. Un ánfora de intrincados dibujos y divino contenido, para ser exactos. La tendría en mis manos si el líder de Hybris no hubiese decidido lanzar ese ataque desesperado. ¡Qué necio resultó ser!
—Menudo señuelo estoy hecho.
Al soltar aquel comentario, Ban empezó a toser sin control, con los humos del inframundo inundándole los pulmones. Tan intenso fue el dolor que lo embargó que debió aferrarse a la pared para no dejarse caer al otro lado, la entrada al inframundo.
—El tiempo pasa para todos, supongo —comentó Lucile, divirtiéndole aquella escena. A la vez que volteaba, la niebla se elevó en como un pilar de luz en aquel recinto sin antorchas, tiñendo el manto de Leo con un tono verdoso—. Yo creo que Akasha te envió aquí para darme pena, no para servir de señuelo.
Ban gruñó, señalando al hombre que ascendía a espaldas de Lucile. Aseado y bien vestido, como siempre, Altar Negro subía los escalones sin la más mínima precaución.
—Es injusta, joven—apuntó el hombre, sin detenerse—. El Aqueronte reclama el alma de tu compañero, pero no es capaz de arrancársela. ¡Ban de León Menor sigue con vida a un paso del Hades! Una hazaña impresionante, si me permiten decirlo.
El recién aparecido se detuvo a dos pasos de Lucile para cuando esta dio la vuelta, distinguiendo enseguida un diminuto brillo aguamarina en la pupila de su ojo derecho.
—No tan impresionante como controlar al líder de Hybris —halagó Lucile—. ¿Cómo es posible? Cuando me encontré con él, era inmune a mis poderes.
—Tratándose del nieto de un dios, ¿podía esperarse lo contrario? —lanzó el hombre—. Ningún descendiente del pueblo de Mu podría doblegar la voluntad de alguien como él, ni siquiera una tan poderosa como usted, joven.
—Me subestima, caballero.
De pronto, varias figuras cayeron desde lo alto, rodeando a los leones. El oportuno alzamiento de la niebla reveló que se trataba de las pocas sombras de Fénix que habían sobrevivido a la criba y ganado así el derecho a ser las marionetas de Lucile.
—Una escuadra de amigos invisibles —comentó el extraño sujeto, relajado—. Ahora los veo, ¡y ahora no!
El aparente Altar Negro se había limitado a cerrar y abrir los ojos, momento que los caballeros negros aprovecharon para lanzarse al ataque. Sin embargo, cuando tres de ellos estaban a punto de golpear a su objetivo, todos desaparecieron a la vez. No fue igual que la muerte de Erídano Negro, desintegrado por un poderoso ataque, sino que habían desaparecido sin más, como por arte de magia.
Lucile se acercó un paso, interesada, mientras que Ban se retiró hacia las sombras.
—Soy Tritos de Neptuno —se presentó, inclinándose—. Maestro en todas las artes de la Raza de Plata, coloquialmente conocidas como poderes psíquicos. ¿Te sientes cómodo en mi castillo, Ban? ¿Disfrutaste torturando a mi ejército imaginario, Lucile?
—Mucho —respondió Lucile, con más interés que temor—. Sentían como humanos, sufrían como humanos, ¡ni siquiera imaginé que alguno fuera una ilusión! —En su entusiasmo era palpable la curiosidad, el viejo pecado de la raza humana.
—Cuando Hipólita decidió que los caballeros negros que me acompañaban eran reales, empezaron a serlo —se explicó Tritos—. Desde ese momento hasta ahora, se podría decir que eran humanos, más o menos, y ocurre lo mismo con este lugar. Si un observador se cree la ilusión que he construido, sin albergar ni la más mínima duda, la vuelve realidad. Es una de mis más preciadas habilidades, sobre todo porque, si alguien la utilizara en mi contra —miró a Lucile frunciendo el ceño, reclamándole su estratagema—, me basta con recordar que todo surgió de mi mente. ¿Satisfecha?
—Sí. Y asumiendo que estás siendo sincero, ¿no podrías tú ser también una ilusión? —dedujo Lucile, ávida de saber.
—No me limito a crear ilusiones, joven —objetó Tritos—. Puedo, por ejemplo, controlar la mente de cualquier ser humano, sea a distancia o introduciéndome en ella desde el plano astral. El hombre que ahora ves tiene mucho en común conmigo. Ambos somos personas tranquilas por lo general, apasionados en nuestra labor. Tan solo nos diferenciamos en que, donde él pretende derribar el Olimpo, yo existo para protegerlo.
—Es pronto para responder con evasivas, ¿no te parece?
—Si cree que soy una ilusión, está bien. —Tritos desapareció del mismo modo que los caballeros negros, solo para manifestarse en el aire, al revés. Tanto el cabello como la chaqueta caían por efecto de la gravedad, y por un instante fugaz, el rostro de Altar Negro dio paso a uno más redondeado y pálido—. Aunque, si seguimos esa línea, ¿no podría ser lo mismo con su compañero? Ya no está a su lado. ¿Y usted? —Apareció al costado de Lucile, permitiéndose jugar con su cabello. Se acercó un poco, hablándole en susurros—. ¿Está segura de ser real? ¡Por todos los dioses! Ahora que lo pienso… —Se esfumó en el aire, regresando a su posición inicial, extendió los brazos, como queriendo cubrir todo el lugar—. ¿Este mundo existe, o solo lo estoy soñando?
Un estallido sónico respondió aquella pregunta, retumbando por toda la zona. Desde las alturas, como un león hecho de fuego, Ban saltaba de una pared a otra, incrementando a la vez velocidad y potencia con cada salto. Al final, más rápido de lo que nunca había sido, se abalanzó sobre Tritos con el puño en ristre.
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El cielo nuboso se partió tras el salto de los cuatro santos. Akasha, Makoto y Mera se limitaban a caer, mientras que Hugin planeaba apoyándose en dos alas de negro plumaje, dispuesto a asegurar el descenso de sus compañeros.
A un par de kilómetros de distancia, Hipólita ya solo lidiaba con siete de las esferas que Icario había enviado en su contra, de modo que en cuanto vio a sus objetivos cargó hacia ellos, perseguida por el llameante gammanium. Hugin, sabedor de la terrible fuerza de Águila Negra, movió sus alas con violencia, convirtiendo el aire en derredor en sendos sables de viento hipersónico que Hipólita atravesó sin sufrir daño alguno.
Hugin maldijo entre dientes, alzando un cosmos plateado del que emergieron dos cuervos. Con un gesto, envió a sus criaturas contra Hipólita, sumándolas al asedio de las siete piezas oscuras al tiempo que rezaba porque al menos la alcanzasen una vez, eso sería suficiente. No llegó a ocurrir, ni siquiera estuvieron cerca. Por mucho que las aves se coordinaran, Hipólita, tan veloz como el rayo y con una habilidad que los santos de plata solo podían soñar, seguía siendo inalcanzable para ellas.
«Ha nacido para pelear en el aire —decidió Hugin—. En el cielo, ella es invencible.»
Tal vez aburrida de esquivar tan lentos obstáculos, Hipólita decidió reducirlos aplastando dos de las esferas de gammanium. Hugin, sorprendido de ver que la fuerza de aquella mujer estaba más allá de la habilidad de Icario, empezó a aletear a razón de mil veces por segundo, descargando un igual número de cuchillas de aire en aquellos espacios que el metal y sus cuervos no podían cubrir, de modo que no tuviera otra salida más que evitarlos y quedar vulnerable. La mujer, empero, lo tomó como un desafío y deshizo todas de un solo golpe veloz, que barrió los cielos con una onda de choque.
—Te crees muy fuerte —trató de decir Hugin en medio del estallido—. ¡Ahora verás!
Tras un nuevo aleteo, varias plumas negras cayeron sobre Hipólita, quien las esquivó colocándose tras los cuervos y provocando así que las aves fueran despedazas por los proyectiles. Hugin sonrió, habiendo previsto aquello, pero pronto debió cambiar el gesto al sentir que algo lo golpeaba. Empezó a caer hacia un lado, y al buscar la razón, se encontró con que le faltaba un ala, una que Hipólita sostenía en un brazo.
Tener a semejante enemiga a tan pocos metros llenó de miedo a Hugin; sin dudarlo, el santo de Cuervo lanzó un puñetazo. No acertó, y a la vez que veía una nube desgarrándose como efecto colateral del golpe fallido, sintió la pérdida de la segunda ala. Entonces una mano fuerte, sin duda la de Hipólita, lo agarró de los cabellos, usándolo de escudo humano ante cuatro esferas de gammanium. El metal, todavía dirigido por Icario, trataba de llegar a Hipólita sin dañar a Hugin, pero la mujer se aseguraba de mover el cuerpo de aquel en el momento justo. Entre gritos terribles, Águila Negra alardeaba de estar por fin protegida por un manto de plata.
Hugin solo pudo ver, lleno de impotencia, cómo era golpeado una y otra vez por aquellas esferas, hasta que el vejestorio que las controlaba se dio cuenta de que no podía superar el juego de Hipólita y pretendió alejarlas del lugar. ¡Demasiado lento! Ni tan siquiera pudieron cruzar cien metros antes de que un brillo rosado las rodease, inmovilizándolas del mismo modo que ocurrió con el avión y luego aplastándolas con una presión de miedo. Pulverizadas aquellas armas, nada impedía a Águila Negra perseguir al resto de santos, que todavía no pisaban tierra.
«¿Nada? —se cuestionó Hugin, lleno de vergüenza. ¡Era un santo de plata, nacido bajo la constelación de Cuervo! La rabia se impuso al miedo que sentía, permitiéndole notar lo que Hipólita mantenía en la mano libre: sus alas—. Tu arrogancia será tu perdición.»
El cosmos de Hugin se expandió como una explosión de luz plateada, a cuyo término ambos, santo y sombra, quedaron cubiertos por un capullo de negro plumaje.
Uno, dos, tres. Esos fueron los valiosos segundos que duraron las plumas de cuervo, incrementando de forma constante el peso de los cautivos. A pesar de que tal estratagema lo llevó a un estado en que apenas podía respirar, Hugin llegó a saborear la victoria cuando en el cuarto segundo todo fue deshecho. Un brillo rosado nació en el interior del capullo, desintegrándolo con la misma facilidad con la que había destruido las esferas de gammanium. Hugin empezó a caer, mientras que Hipólita permaneció en su posición, en el cielo que dominaba.
Formarse unas alas nuevas no cambiaría nada, tampoco invocar a un nuevo eidolon. A esas alturas él ya aceptaba que en el aire no era rival para Hipólita hiciera lo que hiciese. Miró abajo, viendo que los demás aún estaban a varios miles de metros de la isla. Era lo malo de las batallas entre santos, el tiempo parecía avanzar más de lo que en realidad avanzaba, de tal suerte que la proverbial Batalla de los Mil Días entre dos santos de oro no era tan descabellada como pudiera parecer en un principio. Giró, contemplando cómo el cosmos de Hipólita se volvía visible por primera vez: el aura sombría que solo un caballero negro podía manifestar, con aquel brillo rosado brillando en el único ojo sano que le quedaba. Tras tal visión, Hugin entendió lo que tenía que hacer.
—Necesito ayuda —confesó el santo de Cuervo, dirigiéndose hacia la mente de Akasha—. No puedo hacer esto solo.
Desde Hipólita, miles de Meteoros Negros cayeron sobre los cuatro santos en caída libre, deteniéndose ante un colosal muro invisible. El ataque prosiguió a pesar de los primeros diez mil fracasos, formando poco a poco una mancha que se extendió por el campo de fuerza hasta deshacerlo por completo, para horror de Hugin. ¡Ni siquiera la barrera de Akasha de Virgo bastaba para frenar a Hipólita! Ese fue el fugaz pensamiento que tuvo el santo de Cuervo antes de ver cómo una nueva barrera sucedía a la anterior, que si bien era deshecha del mismo modo, no caía lo bastante rápido como para que no se formara antes una tercera, una cuarta y una quinta.
Ni uno solo de los Meteoros Negros les alcanzó durante la caída, pues estaban bajo el ala del ángel dorado en que se había convertido Akasha.
«Séptimo Sentido —pensó Hugin—. Vamos a tener problemas allá abajo.»
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Las paredes del recinto tenían agujeros por todo punto que Ban hubiese usado de apoyo; abajo, todo había desaparecido, ampliando las vistas al verdor de la boca del infierno. Más allá de aquello, ni Ban, ni Lucile, ni Tritos, el misterioso sujeto con la apariencia de Altar Negro, habían sufrido daños.
—Te puedes ahorrar toda esa palabrería —recomendó Ban, a un pie del abismo—. Sea este mi mundo o tu sueño, seguiré siendo un santo de Atenea.
—Está bien, está bien —dijo Tritos, flotando en el centro del lugar—. Solo trataba de aligerar el ambiente. He venido en son de…
Tan impredecible como solía ser, Lucile se lanzó contra Tritos, quien la esquivó por poco. Ban no pudo seguir aquel movimiento, ni los que le sucedieron. En un instante, la zona se llenó de haces de luz dorada, desde el escalón que la separaba del infierno, hasta la entrada al recinto; era el rastro de Lucile de Leo, quien corría en el aire en pos del escurridizo enemigo. Tritos, por su parte, la evitaba con una mezcla de teletransportación y diplomacia.
—No pretendo pelear, ¡no puedo pelear! —juraba Tritos, doscientos metros por encima de Ban—. ¡Deje de perseguirme, joven!
—Lo haré cuando seas sincero —respondió Lucile, imponiendo el dorado de su cosmos a los vapores del infierno—. O tal vez no, esto me divierte, ¡en verdad me divierte!
—Yo tratándola de mujer y resulta que es una niña —comentó Tritos. En aquel momento, a ojos de Ban, aquel hombre parecía estar en cien lugares a la vez—. ¿De verdad es tan importante si soy o no una ilusión?
—Nací para ser la mejor —respondía Lucile, frenando por un momento la persecución. Ella estaba a un lado y él en el otro; ninguno parecía exhausto o molesto—. ¿Cómo me deja que exista alguien capaz de hacer lo que yo no?
—Da la casualidad que yo también nací para ser el mejor —replicó Tritos, sonriente—. La caballerosidad solo es discriminación positiva, así que me permito preguntarle, niña: ¿cuántos años tiene?
—Qué descortés —dijo Lucile, retomando el ataque. Enseguida, la torre volvió a llenarse de figuras de luz e imágenes de Tritos, simultáneas a la discusión que sostenían—. ¡Veinticuatro!
—La última vez que conté —se manifestó a la diestra de Ban—, yo tenía diez mil años. Reconozco su potencial, niña, no es corriente ni entre los hombres, ni entre los Mu. Hay una fuerza detrás de sus poderes… —murmuró, hablando para sí por un momento—. Sin embargo, incluso los genios deben gatear antes de empezar a andar.
—Eres un poco peludo para ser un bebé —comentó Lucile, apuntando a su cabeza.
—Touché —se inclinó Tritos.
Ban veía todo aquello con una mezcla de enfado y temor. Aquel juego —pues eso era, una competición fortuita que ambos parecían disfrutar—, hablaba bastante bien de las capacidades del llamado Tritos. Lucile no era de las que daba golpes en vano; calculaba cada movimiento, tratando de que su enemigo se pusiera por sí solo a su merced. Y si no lo lograba, buscaba en las acciones de este un patrón, de modo que a cada fracción de segundo sus predicciones eran mejores. A pesar de ese estilo de combate y lo limitado del escenario, —si es que aquel par no había peleado fuera, saliendo por alguno de los agujeros sin que él se percatara—, Tritos seguía indemne.
—Caronte —espetó Ban, recordando la noche en que invadió el Santuario, recordando a los muertos. Ichi, Nachi y Geki.
—Es amigo mío, sí —admitió Tritos—. El hombre es tan serio que cuando se trata de bromear, acaba imitándome. No soy él, pero vengo a reiterar su oferta, ¿me creerá, santo de bronce, o será terco como ella?
—No tengo razones para… —quiso responder Ban, siendo interrumpido por Lucile en un nuevo intento por alcanzar a Tritos. Este se apareció de nuevo en el centro, como sentado en una silla invisible—. ¡Basta!
—Vale, vale —dijo, Lucile, anulando la creciente furia de Ban con suaves golpecitos. El santo de bronce la miró, extrañado—. Claro que al no poder comprobar mi hipótesis, tendré que tomar todo lo que este hombre diga como una mentira.
—Testaruda, como todas las mujeres —bromeó Tritos.
—Generalizando, como todos los necios —replicó Lucile—. No he pretendido ofenderte. Me caes bien, en verdad, eres como un Kiki maligno.
—Más maligno —acotó Ban—. Si eres amigo de Caronte, sabes lo que hizo, sabes que no podemos perdonarlo. ¿Qué pretendes con toda esta treta? ¿Por qué utilizar el cuerpo del líder de Hybris, también nuestro enemigo jurado, para hablar de paz?
—No lo utiliza —insistió Lucile—. Si yo no puedo controlar al caballero negro de Altar, no es posible que este mago de feria pueda.
—Creía que ibas a dejarlo hablar —acusó Ban, a lo que la leona se encogió de hombros—. Habla de una vez, Tritos de Neptuno. Ahora es el momento.
Sobre la palma abierta de Tritos, se manifestó un recipiente blanco con asas a los costados, líneas doradas en relieve, y un sello sobre la tapa con una palabra en griego antiguo. El ánfora de Atenea, que contenía alma de Poseidón.
—Si supieran la mitad de lo que deberían saber, jóvenes, apreciarían lo irónico que es presentarme a ustedes de este modo. Lamentablemente, los humanos rara vez escuchan, así que iré directo a lo que les importa: he venido a ofrecer lo mismo que mi hermano, mi hermano de armas —decidió aclarar—. La más grande de todas las guerras se avecina y el Santuario deberá elegir: luchar a nuestro lado, los Astra Planeta, campeones de los dioses, guardianes de la Creación; o a favor del Hijo, quien anhela destruirla.
Al son de las palabras de Tritos, el escenario se difuminaba, y tanto Ban como Lucile sintieron cómo una fuerza los trasladaba a otro lugar: el pequeño templo en el que Pandora, la última entre los Heinstein, desató la muerte sobre todos sus seres queridos.
Notas del autor:
Ulti_SG . Qué forma de complicarlo todo, ¿no? A ver a dónde nos lleva esto. Sí, Ban le ganó la partida a Filoctetes, el maestro 100% canon de Hércules. ¡Otra vez será, Phil!
Fue justo la idea hacer que los poderes de Lucile se vieran perturbadores, así que qué bueno. También fue con toda intención decirlo de la más débil precisamente por lo que dices, esa fama de los personajes de series de peleas de decir que todos son los más fuertes hasta que sale otro que también lo es. Todo un clásico.
Un día Makoto va a explotar con ese amigo suyo tan loco que tiene.
Los tiempos cambian, aunque por tardarme tanto en escribir y publicar se me adelantaron Saint Seiya Omega y Leyenda del Santuario. ¡Siempre me pasa lo mismo!
