Capítulo 33. El mago y la doncella

El cosmos de Akasha cubría la infame Colina del Yomi, oponiendo al sinfín de destellos azules, fruto de la magia del telquín Oribarkon, un resplandor solar. Para el ojo inexperto, la victoria de la santa de Virgo sería clara, pues del oleaje inicial tan solo quedaban pequeños puntos demasiado dispersos como para presentar batalla.

—Detenlo —ordenó Akasha, quien era capaz de percibir movimiento en aquellos puntos en apariencia estáticos. Así como los gusanos avanzaban bajo tierra, la magia del telquín escarbaba en su cosmos manifiesto, contrayéndolo.

—No sabía de ese asunto de la máscara —juró el telquín por enésima vez, con cierto hastío. Akasha lo mantenía paralizado sobre el abismo, con los brazos extendidos para que sus palmas quedaran al descubierto, y el bastón, que parecía apreciar más que su propia vida, a cien metros de distancia—. Eso, si esa ley es verdadera y no te la has inventado para proteger tu identidad… ¿Lo has hecho? Eso sería muy típico de los humanos, sí. Miles de años, y ninguna mujer me pedía algo tan innecesario como una máscara; llega el nuevo milenio, y todas quieren, ¡todas las épocas tienen rarezas! ¿O tal vez sí me lo pedían y lo he olvidado?

Siguió hablando sin pausa, y Akasha escuchó, buscando el momento adecuado para interrumpirle. Oribarkon no había parado de hablar desde que lo golpeó. En aquel momento, creyó haberlo matado; aunque solo fue un puñetazo dado por acto reflejo, le acabó reventando la cara. No hubo sangre, ni mucho menos esquirlas de hueso, dientes rotos o sesos desparramándose por la túnica. El golpe abrió un agujero, sí, pero no parecía que fuera la herida de un hombre, sino una gran grieta en un jarrón, dejando al descubierto un vórtice de energía aguamarina. En el centro, estaba convencida de haber visto que un ser pálido le sonreía, minúsculo como un hada. Luego, Oribarkon empezó a hablar, aun antes de que su boca empezara a reconstruirse.

—Si alguien ve tu rostro sólo tienes dos elecciones: matarlo o amarlo. ¿Dónde deja eso a Shemhazai? ¿O Selvaria? ¿O…? ¡Ah, olvidé el nombre de…! ¿Tritos, puedes buscar ese recuerdo por mí? Claro que no le dejaré el ánfora de Atenea, ¿desde cuándo le das tan poco valor a mi palabra?

Conforme hablaba, la cara de Oribarkon se iba recomponiendo, lo que provocaba en Akasha alivio y preocupación a un tiempo. ¿Era capaz de regenerarse, al igual que otros enemigos del Santuario, o no estaba vivo, para empezar? Por cómo se había roto y recompuesto, aquella criatura parecía más bien una cosa.

—Esos nombres no me dicen nada —apuntó Akasha, manteniendo para sí aquellas reflexiones—. Las pasadas generaciones han contado con grandes mujeres sirviendo a Atenea, ya sea vistiendo un manto de bronce o uno de plata. Sin embargo, no han sido tantas como para que yo no conozca cada uno de sus nombres.

—Eran de oro —replicó Oribarkon—. Al menos hubo tres santas de oro en la primera Guerra Santa. Lograron muchas proezas, de esas que los humanos gustan relatar a sus crías antes de dormir. ¿Cómo vais a olvidar a Shemhazai? Si todavía recuerdo que los humanos celebrabais su astucia mientras mis hermanos y yo escupíamos en su traición… Y en su sentido del gusto, nunca supo apreciar la buena comida.

—Esos nombres no están en los registros. En toda la historia del Santuario, solo cinco mujeres han vestido un manto zodiacal, y todas pertenecemos a esta era.

Existía una tumba dedicada a un tal Shemhazai bajo la Torre del Reloj, pero era el santo de Sagitario. No indicaba que fuera mujer. A decir verdad, nada decía de su género.

—Vuestros registros no me importan, yo vi a esas mujeres. Luché contra dos de ellas durante la Guerra de la Magia.

El silencio dominó la colina por algún tiempo. Oribarkon se limitó a fruncir el ceño, dilatando las aletas de su gran nariz como hacía cada que Akasha ponía en duda su sinceridad. La santa de Virgo, inmersa en el molesto mutis, recordó que todos los relatos y anotaciones sobre las primeras Guerras Santas eran, en el mejor de los casos, vagos resúmenes, un vistazo general de los grandes acontecimientos que se sucedieron: la superioridad inicial del ejército de Poseidón, el Diluvio Universal, la creación de los mantos, el hundimiento de la Atlántida… Si uno lo pensaba con detenimiento, dada la falta de fechas concretas, cabía la posibilidad de que se desconociesen determinados acontecimientos. ¿Mujeres en el ejército de Atenea recién formado? Aquello ya era más difícil de creer. Ningún relato, fuera textual, gráfico o transmitido de forma oral, permitía creer algo así, ni siquiera al final de la Guerra de las Amazonas, bien documentado por el Santuario, el Sumo Sacerdote de la época consintió en uno de los reclamos de la reina amazona, de permitir que una mujer sirviera a la diosa de la guerra. Estas tuvieron que esperar a la Baja Edad Media para tener esa oportunidad, de forma extraoficial, trabajando en las sombras dentro de las sombras, hasta que el penúltimo Sumo Sacerdote, Shion de Aries, creó la Ley de las Máscaras.

—Qué es tu poder, eso que llamas magia. —Akasha prefirió cambiar de tema. Sabía que, de mirar tan atrás en el tiempo, tal vez no podría ver venir el terrible futuro que avanzaba hacia ella, dispuesto a despedazar el mundo de los hombres.

—La magia no es un poder, humana —se molestó el telquín—. Es un arte.

—Eso no responde a mi pregunta —insistió Akasha, moviendo el bastón de Oribarkon mediante telequinesis, con aire amenazante.

—Lo primero que enseñan a los santos es que todo en este universo está compuesto de átomos, todo es susceptible de ser destruido. Lo primero que enseñan a los magos, es que no todo está hecho de átomos. —La sonrisa de Oribarkon murió a medio esbozar al ver cómo su bastón giraba a toda velocidad sobre sí mismo—. Si la magia pudiera definirse, ¿tendría sentido darle ese nombre?

—Tengo más preguntas. ¿Las responderás todas con evasivas?

Mientras Oribarkon cabeceaba, Akasha miró el ánfora de Atenea. Primero trató de elevarla con el poder de su mente; aplicó la misma intensidad con la que inmovilizaba a Oribarkon, incrementándola todavía más. No se movía. Cuando intentó levantarla con las manos, el simple contacto amenazó con anular sus fuerzas por completo, pero pudo alejarse a tiempo. Dio un rodeo, deteniéndose al borde del abismo, y señaló el fondo.

—Es Leteo —respondió Oribarkon—. Bueno, una parte del río del olvido. La superficie, para ser exactos.

Akasha miró atrás de reojo. Una fila interminable de muertos caminaba hacia el abismo sin el menor titubeo, inconscientes de la cosa que los observaba desde las profundidades. Y ella no podía hacer nada por detenerlos.

—No les hará daño. Aqueronte es la perdición de los vivos, así como Cocito y Flegetonte lo son de las almas. Leteo, contrario a sus hermanos, solo se queda con los recuerdos, liberando a los hombres de sus miserias. Todos los que van a los Campos Elíseos beben de él. Y créeme que quedan encantados con eso.

—Pero no todos los muertos van a los Campos Elíseos —objetó Akasha—. A quienes son devorados por este ser y no merecen el paraíso, ¿qué les espera?

—Los Señores del Hades lo saben. A mí solo me importa abrir el ánfora de Atenea, y para eso necesitaba el poder de un dios, así que me quedé aquí, ofreciendo diez mil años de recuerdos ante el abismo del Hades. Una vez termine conmigo, destruirá el sello de Atenea, y mis deudas quedarán saldadas con la liberación de mi señor.

—Los ríos del Hades son los ríos del Hades —redundó Akasha, a propósito—. ¿Qué hacen tan lejos del reino al que pertenecen? Incluso este lugar, la frontera entre el Hades y el mundo de los hombres, goza de la protección de Atenea.

A la vez que decía esas palabras, Akasha pensaba en Caronte, en la invasión del Santuario y otros eventos similares. Alemania, Bluegrad.

—Sí, sí, la protección de Atenea y la autoridad de Hades es lo que evita que los muertos y los vivos se mezclen. Los espectros podían superar ese obstáculo gracias a sus sobrepellices, bendición de Hades. Pero ahora que los espectros están encerrados y Hades desaparecido, todos los poderes del inframundo están limitados a su reino. El incordio que tengo en mi mente dice que el resto puedes imaginarlo tú, ¿puedes?

Akasha giró, oteando el horizonte dorado. La magia de Oribarkon tenía un efecto lento sobre su cosmos, aunque constante. ¿Por qué? ¿Qué sentido tenía luchar contra ella si luego respondía sus preguntas con tanta tranquilidad? La respuesta le vino en forma de corazonada, puro sexto sentido. Miró con detenimiento el cielo, detectando por fin las vagas formas de tres círculos, dibujados por el choque entre la magia azul de Oribarkon y el cosmos dorado de Akasha. El primero era el más grande, con doce años para ensancharse; Caronte debía ser el responsable de su existencia al viajar a la Tierra desde el Hades. Aventuró que entonces el más pequeño sería la brecha que abrió Cocito al manifestarse en Bluegrad hacía un año, mientras que el intermedio, donde primaban las luces doradas por sobre el tono azulado, sería la grieta formada por Flegetonte, el río de fuego. Al final, ella siempre tuvo razón: era el Hades el que se levantaba en pie de guerra, pero el responsable de que aquello fuera posible, quien creó un puente entre el reino de los muertos y el mundo de los vivos, era Caronte de Plutón.

«No esperaron tantos años para contraatacar porque les faltase un líder, sino porque no podían —reflexionó Akasha—. Han estado debilitando la barrera que los dioses pusieron entre la vida y la muerte. Ni Hades ni Atenea están ya presentes, no pueden impedirlo. ¿Esto es lo que ha resultado de tantas Guerras Santas? El caos.»

Sacudió la cabeza, alejando pensamientos pesimistas. Si Oribarkon le había mostrado aquella verdad de forma tan sutil, debía ser porque Tritos —compañero de Caronte, no debía olvidarlo— quería ocultarla. ¿Qué más podía haber? De forma repentina, chocó las palmas a modo de aplauso, dejando escapar un susurro:

Fin de la ilusión.

Las luces azules se extinguieron, habiendo cumplido su cometido. También el cosmos de Akasha dejó de ser visible, dejando al descubierto la Colina del Yomi y sus incontables almas avanzando hacia la condenación. Todo parecía ser igual que antes, excepto por el olor a muerte y enfermedad que expedía cada palmo del suelo. Akasha sintió ganas de vomitar, pues tal hedor le despertaba recuerdos dolorosos.

Flegetonte se había manifestado en Alemania como un dragón de fuego al que Arthur dio muerte. Cocito fue un enorme espadón de hielo, ruina de espíritus, que Shaula logró destruir con ayuda de sus hombres, aunque quien la portaba logró huir. Según lo que Marin intuía, Aqueronte también llegó a aparecer como una masa de cadáveres a la que Shaina debió enfrentar sola. El Santuario se refería a esas tres amenazas como Abominaciones, grupos de almas que cada río dejaba caer en la Tierra para luego aglomerarlas en una sola entidad. Se suponía que si estas Abominaciones eran derrotadas, la presencia del río infernal en la Tierra se disipaba, que volvía al Hades.

Estaban equivocados. Aqueronte había estado en la Colina del Yomi por doce años. No para traer un ejército, no para formar una nueva Abominación, sino para devorar el cosmos de Atenea, arrojarlo al Hades y crear así una brecha, un camino que todos los muertos pudieran recorrer para reconquistar la Tierra en que un día vivieron. Ahora que veía los ciegos que habían estado, el discurso del Barquero cobraba especial sentido.

—Invadimos los mares y el infierno, esperando que no hubiera represalias —se permitió confesar Akasha, sustituyendo pronto la autocompasión por la sospecha—. Nimrod de Cáncer tendría que haber sentido esto. Lleva años custodiando este lugar.

—No había nadie cuando yo vine aquí. Habrá salido corriendo cuando percibió que Leteo estaba a punto de despertar. Hay gente con sentido común y los hay que no gozan de ese don, como el santo de Acuario, que creyó poder derrotar a un dios.

—No lo está logrando, ¿cierto? —dijo Akasha, que apenas había prestado atención a las palabras de Oribarkon—. Por supuesto que no —se respondió a sí misma, llena de orgullo—. El río Aqueronte puede absorber el cosmos de los seres humanos, ¡de los santos, incluso! Pero jamás podrá hacer lo mismo con el poder de Atenea, hija de Zeus.

—Tritos está aplaudiendo como un efebo. Tal vez yo lo haría también, si no tuviera las manos inmovilizadas… Ah, sí, Aqueronte no puede absorber el cosmos de Atenea, no sin ayuda de sus más poderosos hermanos, así que tampoco me habría servido para abrir el ánfora de Atenea… Supongo que eso me molestó mucho cuando llegó aquí… Entonces pude ver a Leteo más allá del sello que el santo de Acuario colocó para contenerlo. Es extraño, ahora que lo pienso. ¿Cómo podría él deshacer el sello de una diosa del Olimpo si no puede liberarse del sello que un mortal le impuso? Tritos no tiene respuesta, por supuesto, nunca la tiene cuando hace falta. Yo… llegué a la isla congelada… vine aquí… Apestaba, apestaba demasiado, me quedé solo… pensando… ¡Sí, eso es, mis recuerdos! Con mis memorias, Leteo se fortalece, se manifiesta aquí, junto a nosotros. No destruirá el sello de Atenea, hará que el mundo entero olvide que hubo un sello. ¡El poder de la mente sobre la materia! Sueño y realidad son lo mismo.

—Leteo también fallará —auguró Akasha. Atenea, diosa de la guerra y la sabiduría, había derrotado al mismo Hades. Era inconcebible que los Señores del Hades, subyugados a aquel, fueran capaces de neutralizar su cosmos—. Sin embargo, no puedo permitir que sigan arrebatando los recuerdos a los muertos.

Era una corazonada, como tantas otras, pero tenía fundamento. Si Leteo se liberaba del sello de Sneyder, no se conformaría con las memorias que el telquín le dejaba de forma voluntaria. Querría hasta el último recuerdo de todos los que iban a morir.

—De poco sirven los recuerdos a los humanos. Los Jueces del Hades conocen todos los pecados de todos los hombres. Al final, los muertos recibirán en la muerte lo que se han ganado durante su vida, ¿qué sentido tiene que lo recuerden?

—Los hombres pagan sus vidas fugaces con eternidad. Si eso es justo, también lo es que los dioses escuchen la voz de los hombres a los que condenan, ¿no crees?

—Si he de ser honesto, me da igual. —De haber podido, Oribarkon se habría encogido de hombros—. Humana, antes de que te suicides en el nombre de los muertos, ¿podrías alimentar mi curiosidad? Aplaudiste para romper la ilusión que yo elaboré para no tener que seguir oliendo al apestoso de Aqueronte. ¿Se supone que tiene algún sentido?

—Todo espectáculo tiene algo de falso o engañoso —contestó Akasha—, y cuando esa mentira llena nuestras expectativas, aplaudimos, agradeciendo el esmero con el que son preparados. Es algo que me enseñó un amigo, y por eso mi forma de exponer las ilusiones es aplaudiendo. Me inclino ante el truco, negándolo.

—Es la peor explicación para una técnica que he escuchado nunca. Bueno, ya puedes morirte en paz si te apetece.

—No moriré —aseguró Akasha, sin poder contener una sonrisa.

—Ellos tal vez sí. —Oribarkon dirigió una mirada pesarosa a Akasha, aunque quizá solo se tratara de hastío; llevaba un buen rato paralizado, después de todo—. La magia es un arte, así que no está limitado a nosotros, los telquines. Tengo una discípula, una que sí está interesada en la dualidad de la vida y la muerte. Los secretos del Hades no le son ajenos, ni siquiera los del río del olvido.

—Hipólita —musitó—. Podrán vencerla, todos ellos son santos de Atenea.

—Cosmos, experiencia, técnica… Y magia. ¿Eso es un problema, no crees? Casi me he olvidado de qué cosas le enseñé y solo recuerdo detalles… Algo sobre anular barreras… —Cabeceó bruscamente antes de seguir—. Ella es peligrosa, humana, muy peligrosa. Como has sido tan amable conmigo, te daré un consejo: sal de este lugar, deja que termine mi tarea y salva los tuyos. De lo contrario, así como yo terminaré mis días sin haber liberado a mi señor pese a mi juramento, tú deberás enterrar a todos tus hombres. ¡No la estoy amenazando! ¡Es una advertencia, una advertencia!

Oribarkon discutió de nuevo con Tritos, tal vez el hada que Akasha vio en el interior de su cabeza rota. La discusión fue hilarante, como siempre, pero Virgo ya no podía encontrarla graciosa. Había vidas en riesgo.

El Ojo de las Greas fue al punto en la Tierra más cercano a la Colina del Yomi en aquel momento. La batalla contra Hipólita estaba en un punto crítico, con ventaja para el grupo que había traído a la isla gracias a una más que oportuna intervención.

«¿Qué hace ella aquí? —se preguntó al ver al canino eidolon que mordía el torso de Hipólita—. ¿La habrá enviado Sneyder? ¡No me dijiste nada de esto, Hugin!»

Era la perra más grande que hubiese visto nunca, comparable a un rinoceronte. A excepción de los dientes de marfil que clavaba ansiosa en la carne y el alma de Águila Negra, y los ojos, rojos como la sangre que caía sobre el suelo congelado, todo en la criatura era pura oscuridad. A medias sólido, el contorno del eidolon no tenía un límite definido, deshaciéndose más allá del cuerpo canino en forma de volutas sombrías. Mirarla, incluso a través del Ojo de las Greas, era encarar el miedo; escuchar su aullido era recibir el pánico con los brazos abiertos. Ella era Bianca, Bianca de Can Mayor.

Sin una respuesta para que una de los dos perros de caza de la división Fénix estuviera allí en ese momento, desvió la atención a un punto lejano de la isla, en el cielo. Azrael e Icario preparaban algo por si todo fallaba, tan creativo como cabía esperar de su asistente. Se dijo a sí misma que podía confiar en ellos, en la gente que la había seguido en esa misión, que ella debía cumplir su parte allá abajo.

Y sin embargo, siguió observando la batalla, alimentada por un mal presentimiento.

Notas del autor:

Ulti_SG. Bueno, el Santuario y los caballeros negros tienen un patriarca, ¿cuenta?

Bromas aparte, como hablamos el otro día, hasta un personaje que nos gusta, si aparece por todas partes sin venir a cuento hace que se vuelva cansado y ya más que emocionar, moleste. Todo es malo en exceso y entiendo tu sentir al respecto.

Como fan acérrimo del RPG, me encanta cómo resumes la batalla con sus jamás caducas reglas. Porque tiene justo el sentido estratégico que le quise dar.

Sé que desde la primera vez que lo escribí parte de mí pensaba que era muy loco. Desde antes de la batalla que todos se acuerdan de que Hipólita luchó por el manto de Hércules, ¿cómo no va a tenerlo en cuenta Makoto? Pero al final me evoca esos momentos tan míticos de la serie de antaño, donde a cada rato los personajes pensaban haber logrado la victoria solo para descubrir que no, ¡el enemigo está vivo! Supongo que ver todo el rato la armadura negra de Águila y la cara de una versión oscura de Marin toda vendada confundió al bueno de Makoto.

Bien sabemos todos los que vimos Saint Seiya que no importa lo invencible que se vea el enemigo del turno, al final sangrará, como dice Ben Affleck, y después será derrotado. ¿O no? Capaz que Hugin esté vendiendo el águila antes de cazarla.

¡Qué bueno que haya gustado la pelea! Un poco fuera de la línea de Saint Seiya, pero con tanta acción que hay en la historia, tú sabes que trato de no repetirme.

Y por eso, después de un capítulo de pura batalla, viene uno de información.