Capítulo 35. Ataque desesperado

Para cuando Makoto se dio cuenta de lo que había hecho, nada podía hacer salvo dejarse llevar. Hipólita, segura de su victoria, le respondía a una pregunta sin importancia, él vio entonces una oportunidad y se lanzó, tapando los labios de la mujer con los suyos. Fue puro instinto, un acto que realizó sin pensar, sorprendiéndose él mismo y la propia Hipólita, que aflojó la presa. Se dijo a sí mismo que no era un beso, sino un boca a boca prolongado, con una finalidad muy precisa. ¿El cosmos de Hipólita era un castillo inexpugnable? Bien, no lo atacaría de frente, buscaría un pasadizo, una vía alternativa.

El minuto más incómodo de su vida, a medio camino entre el terror, la euforia y el placer, terminó abruptamente. Al separarse, sintió la boca húmeda y quemada a un mismo tiempo, como si hubiese pasado todo ese tiempo en medio de un incendio. Hipólita, en shock, lo había soltado. Por una insignificante fracción de segundo, Makoto creyó que aquello era el fin, la victoria.

—Jaki.

Un nombre, un simple nombre fue lo que escapó de los labios de Hipólita. Aquella palabra se repitió sin descanso, acompañando una paliza inhumana. Puños y patadas cayeron sobre el cuerpo de Makoto, reduciendo su protección a incontables fragmentos ensangrentados; la facilidad con la que el manto de Mosca se quebró, comparada con el peso que le había supuesto durante el ascenso y caída a través de los cielos, provocó en Makoto una risa incontrolable, llena de toses sanguinolentas. Lo último que escuchó fue el crujido de los huesos, así como el sonido brutal de las manos de Hipólita golpeando su columna como una maza. No llegó consciente a Reina Muerte.

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—Mera, Hugin, Makoto…

Los nombres escaparon de sus labios uno tras otro. En menos de una hora, cuatro santos habían caído —Akasha sabía que no debía contar a Bianca; la perra sombría que envió a Reina Muerte no era más que una cáscara prescindible, reemplazable—. Estaban vivos, de momento, pero Hipólita hervía de rabia, y ya nada le impedía moverse a su antojo. En plenas condiciones solo quedaban Icario y…

—Azrael —musitó, asqueada de sí misma, de su deseo por retroceder y olvidar su misión. Si no los salvaba, tal vez…—. Los santos no mueren.

—Excelente hipótesis. ¿Qué tal si se la exponemos a los Señores del Hades? —lanzó Oribarkon—. Hipótesis, qué buena palabra, ¿la olvidaré también? No, no la busques —de nuevo se dirigía al ser que tenía dentro de su mente, a Tritos—. ¿Cuánto llevas buscando la identidad de… primera… Virgo? ¡Olvídalo! ¿A dónde vas, humana? ¿No te importa que tus compañeros mueran?

Sí le importaba, mucho. Ninguno había sido especialmente cercano a ella, pero los santos, el Santuario era toda la familia que tenía. Sus hermanos, a los que juró proteger, por los que tiempo atrás vistió el manto de Virgo. Sin embargo, ¿qué obtendría retrocediendo? Pondría en riesgo el mundo entero. Tampoco podía negar la posibilidad de que Oribarkon la atacara por la espalda, en represalia de cómo lo había tratado.

Aun mientras caminaba hacia el abismo —llegando a flotar sobre él, gracias a sus poderes—, Akasha deseó en su fuero interno dar marcha atrás. Así tuviera que enfrentarse a una legión del infierno más adelante, ella era una santa de oro, guardiana legítima del sexto templo zodiacal. ¿Oribarkon estaba esperando para lanzarle un nuevo hechizo? Si era digna de servir a Atenea, sabría resolverlo de algún modo, teniendo el Séptimo Sentido como guía. Siempre encontraba un contraargumento para todo lo que le impedía ir en auxilio de sus compañeros. Sin embargo, al mirar abajo, todo cambió.

—Nico de Can Menor —dijo Oribarkon, sin duda refiriéndose al muchacho encerrado en la enorme isla de hielo. Solo la cabeza, de corto pelo negro y piel pálida, sobresalía en un punto bastante alejado—. Estaba causando alboroto y lo trajeron aquí. El sello del santo de Acuario, sea quien sea ese hombre, deja pasar a los muertos, no a los vivos.

—Dijiste que Leteo solo se alimenta de recuerdos.

—Los ríos del Hades son los hijos más particulares de los más antiguos titanes… como sea que se llamen. Sienten un apetito voraz por el alma humana, aliento divino. ¿Diez mil años de recuerdos? Un tentempié suculento para el río del olvido, pero no por eso iba a negarse al crujiente ser de… ¿Qué haces? ¡Solo es uno y está perdido! ¡Allá arriba hay más vidas en juego! ¡Si te acercas no habrá vuelta atrás! ¡Leteo ya tiene fuerzas suficientes para romper ese frágil hielo y sorber hasta tus más insignificantes recuerdos!

«Nunca hubo vuelta atrás. Cumpliré mi misión de un solo movimiento y regresaré a la Tierra con el ánfora de Atenea y este mago. Los santos no mueren.»

—Oribarkon. Una vez lo descienda, tendrás libertad de movimiento. Sal de este lugar con el ánfora de Atenea, y asegúrate de decirle a tu señor que fue Akasha, santa de Virgo, quien hizo esto posible.

—Si me acuerdo, lo hago. Si no, no. Tritos dice… Nada, ya me aburrí de ser recadero, que se lo diga directamente a tu cadáver. Ni yo ni mi señor necesitamos tu ayuda, humana —sentenció el telquín, severo.

—Los ríos del Hades tienen un apetito voraz por el alma humana…

—Mis problemas de memoria no son tan graves…

—Aliento divino —continuó Akasha, ignorándole—. ¿Qué es mejor para el apetito de Leteo? ¿Almas humanas, o el alma de Poseidón, sellada por obra y gracia de mi señora Atenea? —cuestionó, satisfecha de ver la derrota en el rostro del mago.

—Humana… ¿Eres buena creando barreras? —preguntó Oribarkon, con un dejo de temor. Al fin sabedor de hasta qué punto necesitaba de Akasha.

—Si solo es para protegerme a mí, puedo crear una barrera de doce mil capas.

Claro que eso era en condiciones normales. En ese momento, debido al Lamento de Cocito, no estaba segura de poder llegar tan lejos. Por esa razón escogió calidad sobre cantidad en el enfrentamiento contra Hipólita, haciendo que cada una de las doce capas de la barrera poseyera una gran resistencia. No había contado con la magia detrás de sus Meteoros Negros. Una magia que bebía del mismo río que ella estaba por enfrentar.

—Créeme, humana, tendrás que ir más allá de eso. Rezaré porque sean suficientes.

Tras un breve gesto de asentimiento, Akasha se dejó caer, fijando la vista en el prisionero. A él también debía salvarlo. Nico de Can Menor, el hermano de Bianca. Por supuesto, esa debía ser la razón de que esta hubiese mandado a su eidolon la isla, estando su eterna líder, Lucile de Leo, en Alemania.

—Va a morir. Mi señor, ¿podrás perdonar tantos errores?

Él nunca perdona —respondió Tritos.

El endiablado ser que había tenido en su mente, hurgando en sus recuerdos más importantes para hacerles una copia de seguridad —esa fue la razón de su entrada, si es que no era una excusa barata; Oribarkon no podía definirlo—, ahora se manifestaba ante él como una distorsión en el aire, de vagas formas, aunque humanoide. Su voz sonaba alterada, como varias hablando a la vez, y todas sonaban a burla.

—Sálvala. Sálvanos. —Oribarkon temblaba. En cuanto Leteo se liberara, quizá ni siquiera podría recordar su nombre. Le ofreció diez mil años de recuerdos, sí, pero ¿qué derecho tenía un mortal, fuera humano o telquín, de ponerle límites a un dios?

Si liberáis a Poseidón, nada en el universo nos podrá salvar.

Pese a sus palabras, expresadas mediante la Lengua de Plata, Tritos se lanzó por el abismo en pos de Akasha. Al mismo tiempo, la isla de hielo que Sneyder de Acuario había creado estalló, remeciendo la Colina del Yomi. Oribarkon, libre de nuevo, atrajo su báculo hacia sí mientras descendía. Ya en el suelo, el telquín se abrazó al ánfora de Atenea, temiendo lo que la temeridad de aquella humana podía provocar.

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Aun entre los santos de oro, la élite del ejército, eran contados los que podrían haber destruido de un solo golpe el sello que Sneyder había creado en torno a Leteo. Parte de Akasha quería creer que ella estaba en aquel selecto grupo, incluso en su actual situación, que le impedía recurrir a Brahmastra. Otra parte, más objetiva, apuntaba la posibilidad de que ella solo hizo parte del trabajo, mientras que el resto corrió a cuenta de Leteo. La cosa, acaso una Abominación, que el cosmos de Acuario estaba conteniendo, se movió en cuanto ella tomó la decisión de atacar, podría jurarlo.

Escuchó un gemido, como el débil aullido de un perrito lastimado, y siguió avanzando. No estaba segura de si estaba volando o nadando. Parecía una duda extraña, siendo que se encontraba dentro del río del olvido —la superficie, según había dicho Oribarkon—. Sin embargo, en cuanto se sumergió en las misteriosas aguas que obstaculizaban la boca del infierno, pareció como si entrara en un mundo completamente aparte del suyo, donde todo podría cobrar un nuevo significado. Al principio temió haber entrado en el inframundo, hasta que empezó a escuchar un sonido.

«Nico, santo de Can Menor, hermano de Bianca. Debo encontrarlo, debo…».

Azul, siempre azul. Mirara a la izquierda, a la derecha, o abajo —nunca arriba, nunca atrás; retroceder equivalía a fracasar—, se encontraba con el mismo color. El paisaje tenía más de cielo que de mar, aunque la resistencia que le ofrecía conforme avanzaba le recordaba a una de las más duras pruebas que debió pasar como aprendiz, cuando se debió adentrar en las profundidades de las frías aguas de Siberia. En el interior de Leteo no había frío, ni tampoco se trataba de agua caliente; no sentía la presión del mar en el cuerpo, ni mucho menos sufría por herida alguna; pero persistía la sensación de pérdida. En Siberia, era la vida, escapándose de sus pequeñas manos de niña, la ya entonces dos veces fracasada Akasha; en Leteo era algo más…

«Dioses, ¿por qué estoy pensando en esos días?»

Los alrededores titilaron como la superficie de un lago ante el rebote de una pequeña piedra. De repente, Akasha estaba frente una superficie circular, dividida en varios círculos concéntricos con varios símbolos. «88 —contó, sintiendo un estremecimiento—. Las 88 constelaciones.». Once figuras se manifestaron en torno a la plataforma, captando la atención de Akasha. Llevaban capas blancas impolutas, y los rostros estaban cubiertos de sombras insondables.

—Una ilusión —musitó Akasha.

Quiso romperla, pero el cuerpo no le respondía, era una estatua flotando sobre un mar de estrellas, a diferencia de los otros. Los once que tenía a uno y otro lado se movieron con solemnidad, sacando armas de leyenda: espada, escudo, tridente, barra doble, barra triple y tonfa. Seis pares, brillantes como el sol.

—Los primeros santos de oro. —Sin saber por qué, Akasha buscó las tres mujeres que Oribarkon mencionó, sin lograr detectar el más mínimo rasgo en aquellos seres sombríos. ¿Los recuerdos que el telquín regaló a Leteo no contenían sus identidades? Quizá se trataba de otra generación de santos de oro…—. ¡No tengo tiempo para esto!

Proyectó una imagen por encima de la plataforma, opacando la débil luz de las estrellas. La imagen adoptó su forma y chocó las palmas, deshaciendo aquel engaño.

Recuerdo —replicó una voz, distorsionada—. He venido a ayudarte, así que no me… Oh, dioses. ¡Quédate quieta!

Akasha interpretó aquello como una treta más, así que se esforzó por incrementar la velocidad de descenso. La corriente ya no la empujaba; al contrario, la atraía con una fuerza mayor a la que antes usaba para repelerla. La cabeza le dolía, como si de pronto el cerebro se le hubiese licuado y estuviera intentando salir. Sin poder evitarlo, comparó la sensación con un recuerdo de la infancia: la primera vez que probó helado. No era lo mismo, como tampoco eran lo mismo las aguas de Siberia que la superficie del Leteo, pero aquel lugar la animaba a recordar, a pensar…

No pienses, ¡no pienses! Pensar aquí, malo. Hablar con Tritos, bueno —aseguró la misma voz. Frente a Akasha se dibujó una forma distorsionada, aunque humanoide—. Pensar aquí, malo. Hablar con Tritos, bueno —repitió, usando un tono conciliador que no impidió que Akasha incrementara todavía más la velocidad de descenso.

«¿Cómo? —se cuestionó—. Soy una santa de oro, mi velocidad tendría que ser constante. Soy una santa de oro…».

Siete rostros se formaron uno tras otro, avivados por un sinfín de emociones, mas solo compartiendo una: decepción; en mayor o menor grado, decepción.

«Siete fracasos —se dijo, y siguió avanzando más y más rápido, tratando de recordar en qué momento desaceleró. ¿Al inicio? ¿Durante la ilusión, tal vez recuerdo, de aquellos doce santos de oro que alzaban armas de leyenda? Si, eran doce. Ella era uno de ellos.»

Solo dime una cosa —pidió la voz. Por tercera vez, el llamado Tritos le había dado alcance—. ¿Akasha, en verdad deseas la guerra?

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«Dormir, dormir… Necesito dormir.»

Lo que no habían logrado Mera, Hugin y la tal Bianca, lo acabó consiguiendo Makoto, de un modo que no lograba explicarse. Aquel mozalbete —aunque ya crecido, lo seguía recordando como el crío que llegó al Santuario, con la cabeza hueca llena de sueños— la besó, y antes de que terminara de castigar tamaña insolencia, sintió algo en la garganta, que no tardó en extenderse por todo el interior de su cuerpo. Aquel ardid, fuera lo que fuese, le estaba agotando, adormeciendo.

«Quedan dos, dos más y podré descansar. —A cada segundo sentía incontables picores, precediendo un cansancio inimaginable. Las fuerzas la abandonaban, se estaba volviendo una presa fácil. Sin pensar, pasó un dedo por sus labios—. Jaki.».

Una sombra se abalanzó hacia ella, tan rápido que por poco no reaccionó. La detuvo en el último momento y el metal reforzado de un enorme contenedor se dobló alrededor del agujero que le hizo. Hipólita empezó a decir algo, desapareciendo las palabras por el ruido de una repentina explosión. Tres sombras impactaron en el mismo lugar incluso antes de que el humo se disipara, desatando un nuevo estallido.

«Hay algo extraño en el humo. —Hipólita lo entendió de inmediato, asegurándose de que el cosmos repeliera cualquier gas nocivo—. Solo quedan dos, así que…»

Salió de la nube oscura como un rayo, partiéndola en dos. Buscó cada uno de los contenedores que su enemigo invisible reservaba para ella: eran lo bastante grandes como para transportar a media centena de personas, y con una nada despreciable cantidad de explosivos, habrían sido un arma útil para quienes desconocían los secretos del cosmos. Sin embargo, Hipólita tenía claro que no estaba en plenas condiciones, y que solo los estúpidos se creen invencibles, así que optó por atravesar cada una de las inmensas cajas antes de que pudieran ser un problema.

Más veloz de lo que recordaba haber volado, Hipólita se convirtió en un bólido de luz negra, coronado por un brillo rosáceo que se intensificaba cada vez que atravesaba las inmensas cajas metálicas. Hasta aquel momento, nunca se le había ocurrido recurrir a la telequinesis para impulsarse, siempre le había bastado la velocidad que podía alcanzar por sí misma. Perder una pierna había alimentado su ingenio.

Dejó treinta explosiones detrás antes de poner su atención sobre el avión. Antes, cuando envió a Akasha a la Colina del Yomi, pudo proyectar de nuevo su ojo en el cielo, para cortar la huida del santo que se ocultaba allí arriba. Aquel hombre —un anciano—, respondió a su poder con el suyo, enviando contra la pupila piezas metálicas de todos los tamaños. El ojo no era del todo una ilusión; se trataba de una extensión de los poderes psíquicos que poseía, semejante a los cuervos de Hugin, y mantenerlo a pesar de los ataques la agotaba, así que optó por cerrarlo. No esperaba que el avión se alejara demasiado antes de que pudiera ocuparse de los demás, pero a pesar de que la batalla se extendió más allá de sus expectativas, la aeronave seguía cerca de la isla.

—Dos más —musitó—, solo quedan dos más.

«Y podré dormir, al fin podré dormir —pensó al tiempo que volaba hacia el avión. Sabía que habría explosivos, del mismo modo que había en los contenedores, de manera que no aminoró la velocidad. Partiría en dos la aeronave antes de que pudieran detonarla.»

Estaba a solo un metro del avión cuando este explotó de improviso, sin que ella lo rozara siquiera. De la pura sorpresa frenó la acometida, viéndose rodeada por una masa de humo más denso de lo normal. Sin poder determinar qué clase de arma estaban usando contra ella, liberó el cosmos que la cubría como una onda de choque omnidireccional, un error del que no tardó en arrepentirse.

«Arriba —pensaba Hipólita, demasiado tarde—. ¡Tenía que haber volado hacia arriba!»

Pero no lo hizo y ahora sufría las consecuencias. Se había convertido en un blanco fácil y ahora tenía el brazo atravesado desde el hombro hasta la muñeca a modo de lección. Solo la mano estaba libre de cortes, sosteniendo un fragmento de metal plateado.

«Rápido, rápido. Cumple tu misión y podrás dormir.»

Hipólita reconocía los trozos que tenía enterrados por todo el brazo: pertenecían a los mantos de Lebreles, Cuervo, Mosca y Águila Negra. No solo los distinguía por formas y colores, sino que también sentía diversos cosmos vibrando, cantando una melodía desafinada, ruidosa, dolorosa. Comprendió que no le quedaba tiempo y se lanzó hacia un punto negro en el horizonte. Poco antes de darle alcance, alzó el brazo que pronto perdería, y lo usó para un último ataque. La sangre de Icario e Hipólita se cruzaron en el aire, pues los fragmentos de sagrado metal clavados en la carne y huesos de Águila Negra, giraron a alta velocidad como una sierra, dejándola con una extremidad menos.

—Rosa —musitó Icario sin volver la mirada a Hipólita. Ambos se encontraban sobre un baúl medio abierto, negro como el azabache a excepción de una luz rosada que lo rodeaba, manteniéndolo suspendido en el aire—. Recuerdo este color… Los santos de Atenea somos garantes de la paz en el mundo, pero en muchas ocasiones no hemos sido hombres de paz… Ella, ella era distinta.

Miró a Hipólita. La mayoría de los humanos gozaban de dos ojos, dos orejas, dos piernas y dos brazos; ella, que solo tenía uno de cada, parecía una broma de los dioses: Icario no rio, pero tampoco pudo compadecerla.

—Ethel era buena. ¿Qué clase de monstruo utiliza un alma tan pura para el mal? —El afable rostro de Icario estaba atravesado en diagonal; había perdido el ojo derecho y la sangre le bajaba por la nariz, las mejillas y los labios. Sin embargo, Hipólita tenía claro que las lágrimas que derramaba no eran por el corte que le acababa de provocar; aquel hombre estaba llorando desde mucho antes—. Pagarás por lo de Mera.

Cinco esferas de metal la golpearon: dos en las rodillas, tres alrededor del estómago. Se hundieron en su piel, que apenas podía ofrecer resistencia.

«¿El cosmos me ha abandonado?»

Los orbes, movidos por el inmenso poder del anciano, la empujaron fuera del baúl, y por un momento, mientras caía, temió que fuera su fin.

—No —musitó, agarrándose al baúl con la pata sombría que sustituía su pierna—. Quedan dos, todavía no puedo dormir.

Icario no tuvo tiempo de cambiar su expresión de desconcierto. Donde antes hubo un largo brazo cubierto de vendas, el qué destrozó, se formó otro: oscuro, bestial. La nueva extremidad terminaba en garras, e Hipólita clavó todas en la cara del anciano, quien chilló y pataleo como un chiquillo muy lejano al guerrero que osó amenazarla.

—Mera, Mera… ¿Quién es Mera? ¿Alguien inolvidable, quizás?

Tres esferas metálicas de Icario seguían sobre el estómago de Hipólita cuando soltó al santo y lo pateó, enviándolo al océano. Debieron pasar unos cuantos segundos antes de que los orbes cayeran sobre el baúl, rodando hasta seguir los pasos de su señor. Hipólita quiso reír, pero acabó bostezando y vomitando sangre. Tenía tanto, tanto sueño.

—Uno menos, solo queda uno.

Dos cosas impedían que cayera al mar: uno era el terrible dolor físico que padecía por la batalla; el otro era más personal. La magia que Oribarkon le había enseñado tenía un alto precio: recuerdos, debía sacrificar un recuerdo suyo para manifestar uno de los poderes del inframundo, el del río del olvido, Leteo. En un solo día había recurrido dos veces a ese poder que aquel viejo mago insistía en llamar arte, acogiéndose al síndrome del miembro fantasma para volver a tener las dos piernas y los dos brazos. Habiendo hecho tal sacrificio, ¿cómo podía rendirse a medio trabajo? Miró el brazo y la pata de bestia, negras a primera vista, en realidad de un azul oscuro, característico de la superficie de Leteo. Y al mirarlos por demasiado tiempo, el río del olvido se extendió por su cuerpo a modo de armadura, susurrándole que venía a protegerla, que no estaba a salvo. Solicitaba confianza, buscaba a una Campeona…

—Hay algo ahí abajo —declaró en voz alta, antes de que el Leteo terminara de cubrirle la cara. Solo su ojo quedaba libre de aquella magia, el resto era una figura humanoide sin rasgo alguno, como una sombra en tres dimensiones—. ¿Qué será?

Usó el poder de Ethel. Ahora que Leteo la cubría, no podía confiar en el cosmos —y estaba bien; desde que perdió el brazo, se sentía todavía más cansada, a pesar de que los seres que Makoto había dejado en su interior habían dejado de afectarla—. La parte superior del baúl estalló en un parpadeo, dejando al descubierto su contendido.

—Un hombre con una máscara antigás —dijo Hipólita, apenas aguantando la risa. Esperaba explosivos, un santo oculto, algún arma secreta capaz de detenerla…—. ¿Un hombre con máscara antigás? ¿Es en serio?

Parecía una broma, pero no estaba dispuesta a subestimarla. Proyectó el poder de Ethel sobre aquel ingenuo hombre que le apuntaba con una pistola.

Le permitió disparar una vez; la bala no era común, sino que estaba hecha del mismo material que utilizaban los alquimistas renegados para crear las armaduras negras: gammanium. Le dio en la frente, perdiéndose en su nueva piel de tinieblas. Y acompañando el disparo, creyó escuchar un grito, como de negación.

Antes de que la luz rosada desgarrara al indefenso enmascarado, una luz dorada la golpeó. Ni siquiera la vio venir, pero mientras caía logró distinguir su recorrido entre los restos del Leteo, su frágil armadura: la estela provenía de Alemania.

Lucile de Leo observó en silencio como Hipólita de Águila Negra descendía al infierno, a Reina Muerte. El lugar donde se forjó, el lugar que podía ser su tumba.

«¿Ya puedo dormir? —pensó antes de perder la consciencia.»

Notas del autor:

Ulti_SG. Al final va a resultar que el bueno de Hugin tenía sentimientos.

Es como si Seiya jugara en el bando de los malos, ¿no? No, no es de las principales antagonistas, pero a menos que me olvide de alguien, podría ser la villana del arco…

Ah, mira, Leteo. El sello que lo tiene aprisionado está en la Colina del Yomi, espero no haber dicho lo contrario en capítulos anteriores, aunque sí, muy conveniente que el poderoso hielo de Sneyder sea manejado por Hugin así sin más. ¿Será que el cosmos es como los teléfonos, que a cada nueva generación, más listo se hace y ahora diferencia cosmos amigo del cosmos enemigos?

Primero Geist, ahora a Hipólita, ¿quién será la siguiente? ¡Nadie está a salvo de Makoto! La constelación de Mosca le queda a nuestro héroe. Y sí, más le vale a Makoto que esa estrategia no falle, porque su popularidad está por los suelos.