Capítulo 37. Batalla en el Pacífico

Todos los que se hallaban en la cubierta del Argo Navis pudieron ver lo que ocurría sobre Reina Muerte. Nubes oscuras, frutos de un cosmos que podrían sentir así estuvieran en el otro extremo del mundo; rayos que la naturaleza no podría formar, por lo menos en la Tierra, chocando contra la cúpula dorada que cubría la isla. Con todo, la energía no se dispersó, sino que serpenteó por la semiesfera en busca de algún punto débil, azotando las aguas circundantes con suficiente temperatura como para vaporizar las olas que lamían la costa e impactaban contra el acantilado. Una nube de vapor se elevó hasta las alturas, semejante a la neblina que coronaba la Montaña de Fuego, mientras que el mar rugía con tal furia que hasta en el Argo Navis podían sentirla.

—Creía que el Caballero sin Rostro era el único santo de oro que se unió a Hybris —observó Garland de Tauro, haciendo eco de lo que muchos pensaban en ese momento.

—Mira mejor, Gran Abuelo —dijo Shaula—. Adremmelech era el santo de Capricornio antes de desertar. Él es un caballero negro y viste una réplica del manto de Sagitario.

—Aioros —musitó Shun de repente—. Es idéntico a Aioros.

El resto de santos, entre los que Kiki se incluía, guardó silencio, esperando la orden de acudir en auxilio de Akasha y los demás. Entonces, tan de improviso como de costumbre, llegó Lucile con dos cuerpos empapados que dejó caer sin cuidado, así como el ánfora de Atenea, que por el contrario posó sobre la cubierta con suavidad.

—Lo he querido preguntar desde hace rato —dijo enseguida Garland de Tauro, señalando el ánfora—. ¿No se supone que Akasha fue enviada a Reina Muerte para recuperarla de manos de Hybris? ¿Qué está pasando aquí?

—¿Eso es lo que te viene a la cabeza en este momento? —cuestionó Lucile, señalando a quienes había rescatado, si así podía llamarse a dejar que Azrael buscara a nado a Icario de Boyero mientras ella esperaba en el baúl, que flotaba en el mar. El asistente de Akasha estaba lo bastante bien como para acercarse a la borda y expulsar toda el agua que había tragado en sonoros vómitos, ya que Akasha no estaba presente y podía ahorrase las formas un rato. El ex-capitán, en cambio, tenía una fea herida en la cara que requería tratamiento urgente, por no hablar de los frecuentes temblores y las incoherencias que soltaba sin parar—. Esos dos necesitan ayuda. Y no son los únicos.

A lo lejos, la barrera de Akasha estaba desapareciendo sin que el nuevo enemigo, el caballero negro de Sagitario, fuera responsable.

—Yo me ocupo de ese, tú encárgate de Icario y Azrael —dijo Shaula, extendiendo el brazo hacia Reina Muerte. El dedo, recto, brillaba como una gigante roja, presagio de muerte—. Estoy segura de que la hija de un brillante cirujano sabrá qué hacer.

—Tú eres la sanadora en este barco —objetó Lucile.

—Soy general, tú no —insistió Shaula, sin mirarla—. Calla y obedece.

Lo siguiente que salió de los labios de Lucile no fueron palabras, sino el principio de una melodía infantil que cantaba cuando se enfadaba. Así lo entendió al punto Kiki, que agradeció la pronta intervención de Shun de Andrómeda en el asunto.

—La vida de Icario peligra.

Fuera lo que fuese lo que Lucile pretendía hacer, se retractó.

—¿Todos los generales se sienten demasiado importantes como para ayudar en la sanación de dos soldados desvalidos? —preguntó al aire la santa de Leo.

Garland de Tauro, sabiéndose objeto de aquel desafío, hizo un encogimiento de hombros y caminó hacia Icario, tomándolo en brazos.

—¡Perros! —gritó el viejo santo de Boyero, delirante—. Los alemanes han soltado a los perros de la guerra. Maestro Christ, ¿qué haremos?

Lucile se estaba dirigiendo a Azrael cuando todo tornó a peor.

—Detesto a esa bruja —aceptó Shaula un momento antes de atacar, mientras apuntaba. Ahora era ella la que estaba en la proa, con todo el mundo atrás, excepto Subaru—. Algún día la mataré, asesinaré y destruiré.

—No la va a destruir —dijo Subaru, sombrío como siempre.

Shaula no lo oyó, pues mientras el santo de Reloj hablaba, ella ya había disparado una Aguja Escarlata directa al corazón del alado caballero negro. El rojo proyectil no solo atravesó el pecho del enemigo, para sorpresa de todos los que estuviesen mirando, sino que al mismo tiempo la pura fuerza de impacto le hizo desaparecer en el horizonte.

—Enemigo abatido.

—No se preocupe señorita Shaula, no le dio en el corazón por muy poco. Lo volveremos a ver algún día. Una buena profecía, como usted me pidió.

En lugar de replicar, la comandante de la división Cisne oteó la isla, todavía lejana para los sentidos convencionales. ¡Había actuado tarde! Por creer, ingenua ella, que un caballero negro no podría alcanzar la velocidad de un santo de oro, se confió y el alado enemigo llegó a lanzar un último rayo hacia Reina Muerte. Akasha, con graves heridas en el estómago, deliraba en brazos de Oribarkon, a quien reconoció como uno de los responsables del ataque a isla Thalassa. Sin decir nada a los demás, se alistó para ir a la isla y rescatarlos, pidiendo mil disculpas por aquel suceso, pero antes de despegar los pies de la cubierta la totalidad de Reina Muerte fue pintada de un extraño color. Luego, en un simple parpadeo, desapareció. Todo fue consumido por un vórtice de oscuridad, semejante a la boca del infierno. La tierra y el mar, la Montaña de Fuego y la niebla blanca que rodeaba la cima. Akasha, Makoto, Hugin… ¡Mera!

«¿Qué voy a decirle a Icario? —se preguntó Shaula, avergonzada.»

En aquel momento en que peor se sentía, sintió una mano amiga sobre el hombro, transmitiéndole una calidez única. Miró hacia atrás, era Shun de Andrómeda quien se había acercado. Ya Lucile y Garland se habían marchado abajo, con Azrael y el desvalido Icario, tal vez confiando en que ella lo solucionaría.

—Le he fallado —musitó la comandante de Cisne, lamentándole incluso el hecho de pensar primero en los santos de Boyero y Lebreles, sus subordinados.

—Es Reina Muerte, la isla más cercana al infierno. No caería con tanta facilidad —dijo el santo de Andrómeda, cuyo destino bien pudo estar atado a aquel terrible lugar—. Ahora que la misión de Akasha ha concluido, es nuestro turno de intervenir.

—¿Es por eso que nos ordenó quedarnos en el barco? —lanzó Shaula, airada.

—En parte —admitió Shun—. Akasha decidió ocuparse de este asunto por sí misma, para que nosotros pudiéramos prepararnos para lo que vendría después. Según lo que hablé con Sneyder y lo que sentí al mirar Reina Muerte, esa isla que ahora nos repele, negándonos incluso acceder a ella a través de la teletransportación, puedo imaginar lo que ella previó. La batalla contra la legión de Leteo empieza ahora.

Las palabras de Shun desconcertaron a Shaula. ¿Qué isla los estaba repeliendo, si no había nada allí? Por lo que podía ver en derredor, todos estaban en las mismas.

—Mi cadena puede detectarlos. Akasha, Makoto, Hugin, Mera, Nico. También Hipólita y el mago de Hybris —enumeraba Shun a la vez que una de las legendarias cadenas de Andrómeda, la que acababa en un círculo, apuntaba hacia donde debía estar la isla—. Todos están vivos, esperando que hagamos nuestro movimiento.

Y entonces, como si la cadena hubiese desgarrado algún manto de invisibilidad, a pesar de la distancia, Reina Muerte reapareció tal cual había sido por quinientos años. El reino, prisión y tumba de los caballeros negros. Ellos estaban allí, hombres de oscura armadura pisando el fuego hecho piedra que era la isla renacida. No eran miembros de Hybris, ni siquiera Hipólita y Oribarkon podían distinguirse entre ellos, pero eran numerosos. Un verdadero ejército como nunca se había visto, llenando aquel infierno terrestre de extremo a extremo. ¡Solo en la Montaña de Fuego había un centenar!

—La legión de Leteo —señaló Shun, quien a buen seguro esperaba esa aparición.

Se oyeron tres pasos resueltos. Zaon de Perseo, Pavlin de Pavo Real y June de Camaleón se cuadraron, seguros de que la esperada orden llegaría. Shaula ladeó la cabeza hacia Shun, quien negó con la cabeza. Ella era la general.

—Vuestra misión es el rescate de nuestros compañeros. De todos ellos. Considerad como objetivo secundario mermar el ejército enemigo. Eso incluye el arresto de los rebeldes Hipólita y Orichalcum —apuntilló Shaula, siendo enseguida corregida por Subaru—. Oribarkon. ¿Qué importa cómo se llame? ¡Avanzad, santos de Atenea!

Los tres voluntarios soltaron un grito de guerra al unísono y saltaron del barco. Pavlin iba delante, creando un islote de hielo cada vez que pisaba el mar, de salto en salto, los cuales eran usados por Zaon y June como plataformas. Así se perdieron muy pronto, directos a la batalla y sin la menor duda en sus corazones.

De eso se encargaba Kiki, el bueno de Kiki, siempre mirando desde atrás.

«No hago falta —se dijo el maestro herrero de Jamir—. La lucha no es lo mío.»

Tampoco lo era para Subaru, al parecer, pues el santo de Reloj no dio la menor muestra de querer unirse a la batalla. Caminó hasta ponerse al lado de Shaula y ahí se quedó, siendo observado por la santa de Escorpio durante un largo minuto.

—Dímelo, Subaru, lo estás deseando.

—Si fuera con ellos, no serviría de nada. Tengo que quedarme con usted.

—Sé cuidarme sola.

—No he dicho lo contrario, señorita Shaula. No obstante, como le dije desde el día en que nos conocimos, estaré con usted en todo momento. Excepto cuando vaya al baño, se está duchando o desee mantener relaciones consensuadas con un buen mozo —concluyó el santo de Reloj, pese a las airadas protestas de Shaula

Kiki, silencioso observador de aquella escena, pasivo vigilante de un mundo llamado a cambiar de una forma o de otra, dejó escapar un suspiro.

«¿Qué excusa tenía él para no actuar?»

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Los diez kilómetros que separaban el Argo Navis de Reina Muerte tardaron poco en reducirse a tres. Entonces, un variopinto grupo de caballeros negros les cayeron encima como meteoros. La pequeña isla sobre la que estaban, formada por Pavlin al pisar las aguas solo una fracción de segundo antes, aguantó bien el impacto. No era hielo común el que aquella santa de plata creaba.

Tampoco June lo era. Desenrolló el látigo sin previo aviso, decapitando de un solo golpe a los seis enemigos que tenían enfrente, caballeros negros de Cuervo, Ballena, Lagarto y otros tres que no pudo identificar. Todos cayeron inertes al suelo a la vez que una segunda sombra de Lagarto trataba de atacarle por la espalda. June, en parte sorprendida por la debilidad del enemigo, lo ató al vuelo y lo arrojó hacia la isla, donde debió impactar contra la Montaña de Fuego. En eso estaba ella cuando una treintena de sombras, vistiendo copias del manto de Fénix, iban hacia ellos a toda velocidad, corriendo sobre el mar como si este no fuera distinto de un suelo seguro y sólido.

—Déjamelos a mí —pidió Zaon. Tenía el escudo adherido al brazo, siendo clara la estrategia que había pensado, al menos para sus compañeras. June y Pavlin dieron pasos hacia atrás, mientras que el batallón de sombras prosiguió la marcha a la velocidad del viento, preparando los puños para hacer añicos el hielo y hundir a los santos en las profundidades del océano—. ¡Serán otros los que se reúnan con los peces!

Ni aquel seguro grito de guerra detuvo a los caballeros negros, quienes clavaron en el santo de Perseo unos ojos llenos de odio, resentimiento y envidia. Tras hacer una mueca desdeñosa, Zaon interpuso el escudo allá donde el enemigo miraba, justo en el momento en que los que iban delante estaban por rozar el hielo. Aquellos, los que los seguían y hasta la retaguardia, vieron entonces la gorgónea mirada que daba renombre al escudo de Perseo, sufriendo la maldición de Medusa. Todos se convirtieron en pesadas estatuas que sin remedio cayeron una tras otras en el océano, realizándose el augurio de Zaon. Este, empero, no se molestó en comprobar el resultado, sino que de inmediato dio la vuelta para cerciorarse de que ninguna de sus compañeras se había visto afectada.

—No me siento más pesada, si eso te preocupa —se atrevió a bromear June.

Zaon hizo un gesto de asentimiento, lleno de alivio y con un poco de orgullo. Aquella era una victoria sin valor, no solo porque la numerosa legión de Leteo seguía a salvo en la isla, sino porque las sombras de Fénix siempre habían sido soldados rasos en la herética historia de Reina Muerte. No obstante, seguía siendo una victoria.

Menos animada estaba Pavlin, que en todo momento observó el mar con detenimiento, esperando un ataque. Cuando las aguas se agitaron, Zaon y June la acompañaron en esa vigilancia, creyendo que Leteo había curado a sus huestes de la maldición de Medusa, pero quienes vinieron del mar poco tenían que ver con las sombras de Fénix y el primer grupo de enemigos. Los caballeros negros de Pegaso, Cisne, Andrómeda y Dragón los rodearon, exhibiendo un poder que les enorgullecía y preparando técnicas más letales que portentosas, las cuales June conocía bien. Por ello, esta vez fue ella la que actuó primero, lanzándose hacia el artero Pegaso Negro, atándolo de los pies a la cabeza y usándolo para aplastar con gran fuerza a los otros tres.

La sangre y el metal llovieron en un solo parpadeo, acompañado por el crujido de muchos huesos y un cuello roto, el de Pegaso Negro, que June dejó caer inerte al mar. Los otros tres ya habían sufrido ese mismo destino, con las fragmentadas armaduras siendo poco más que un yunque para los cuerpos machacados que no habían podido proteger. Ninguno salió después de aquello, por lo que debieron morir ahogados. Así acabaron los cuatro capitanes de la organización precedente a Hybris.

—Si Leteo ha traído a este mundo a esos cuatro y los soldados rasos, el líder no tardará en aparecer —dedujo June—. Jango.

Y así era. Mientras que Zaon había dejado de preocuparse por el mar, admirado de la habilidad de June, Pavlin no dejó de vigilar ni un solo segundo, siendo por ello testigo del salto de dos nuevos enemigos, que emergieron del agua. Uno era Jango, por un tiempo líder de los caballeros negros, antes de que fuera arrojado al volcán; estaba en plenas condiciones, muy distinto a la endemoniada momia que Azrael y Faetón enfrentaron doce años atrás. El otro era el gemelo del caballero negro de Dragón, ciego de nacimiento y con el corazón inmisericorde que tuvo hasta el día en que fue derrotado por Shiryu, hacía todavía más años. De tales retazos del pasado rindió cuenta Pavlin, quien con sendas patadas los mandó a volar muy lejos, convertidos en estatuas de hielo con los ojos y la boca muy abiertos. Nunca tuvieron la menor oportunidad.

Caído el líder y los capitanes, el resto del ejército salió de la costa en una oleada tan numerosa como variada. Vestían de forma indistinta copias de un manto de bronce y de plata, sin que eso dijera nada del poder que latía bajo el negro metal, por mucho inferior al de un auténtico santo. Los tres santos, empero, decidieron atacar en conjunto, de modo que el enemigo fue abatido. Ora petrificados y congelados, ora decapitados por los certeros latigazos de June, ninguno llegó a siquiera alcanzar al grupo.

—Este debió ser el último, dijo la santa de Camaleón, debiendo especificar cuando Pavlin señaló Reina Muerte, donde todavía aguardaban otros cien solo en la costa—. El último del ejército que Jango y luego Ikki dirigieron.

—¿Ejército? —preguntó Zaon con incredulidad—. Hybris es un ejército, estos son un grupo de matones que creen que la fuerza y la habilidad pueden ser sustituidas por números y ataques suicidas. Propongo que dejemos de lado la cautela y carguemos de frente hacia la isla. ¡No sabemos cuánto tiempo les queda a Akasha y los demás!

—Tranquilízate —pidió June—. Es comprensible que por separado sean inferiores a los soldados, oficiales y líderes de Hybris, ya que no tuvieron en vida una ideología que defender. Nada los motivaba, salvo el beneficio personal, eran auténticos caballeros negros que aceptaron un nuevo líder sin pensárselo dos veces. No encontrarás entre gente así a una Hipólita de Águila Negra.

—Exacto. Lo único que tienen son números. Mi Ra´s Al Ghūl puede acabar con ellos y con la isla entera si hace falta. Solo tenemos que sacar primero a los heridos.

Antes de dar una respuesta apresurada, June quiso pensárselo, pero Pavlin ya había tomado una decisión. De un ágil saltó fue al mar, que en un simple parpadeo fue congelado desde donde estaban hasta la misma costa de Reina Muerte.

—No sabía que fueras de los que subestiman al enemigo, Zaon de Perseo. Espero que no te equivoques —dijo Pavlin antes de ponerse en marcha.

Tomada la decisión, Zaon y June ya no pudieron hacer otra cosa que seguirla.

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Llamas verdes, flechas envenenadas, meteoros malditos y cadenas que serpenteaban como auténticas víboras fueron algo frecuente para los tres santos en aquel temerario trayecto, así como lo fueron las bandadas de aves de rapiña, sombras de Fénix. Estos, ansiosos de exhibir la escasa fuerza que habían desarrollado, corrían de tal forma que parecían volar en el aire, lanzando entre aparatosos movimientos plumas incontables, afiladas como cuchillas. Y todavía más filoso era el aire que resultaba de los golpes lanzados por las sombras de Can Menor. Con aquellos decidió luchar Pavlin, danzando entre quince hombres que no podían diferenciarse más de Nico, el desaparecido chico de la división Fénix. En realidad, ningún caballero negro en la zona podía ser reconocido por Zaon y Pavlin, quienes conocían a buena parte de la actual generación, o por June, que entre la propia experiencia y las historias de su maestro, era capaz de nombrar uno a uno a todos los que pertenecieron a la anterior, donde ella se forjó.

Ya que la manada de pequeños canes era incapaz de clavar las fauces en Pavlin, la líder apareció, una sombra de Can Mayor de afiladas garras a la que la santa de Pavo Real lanzó al suelo enseguida. Poco le importaba el resto del mundo en ese momento.

June, que acababa de salir de un enfrentamiento contra los caballeros negros de León Menor, Oso, Hidra y Lobo, decidió meterse en la pelea que Pavlin había abandonado, desatando trallazos por doquier y apartando del duelo a las sombras de Can Menor. Ella misma no tuvo piedad del enemigo, por supuesto, desmembrando a unos y decapitando a otros, los que huían despavoridos para preparar un nuevo ataque en el futuro cercano, pero quedó estupefacta al ver cómo Pavlin golpeaba a su rival. La santa de Pavo Real, tan fría como la estepa siberiana que la vio nacer, pareció disfrutar los golpes con los que redujo la cabeza de la sombra a una mancha sanguinolenta en el hielo. ¡Qué terrible había sido la huella dejada por Bianca en la división Cisne!

—Sigamos —dijo Pavlin, cubierto el cuerpo de sangre ajena. De nuevo sonaba neutral, entregada al deber—. Siento el cosmos de nuestros compañeros.

June corrió en pos de ella, guardando para sí un oscuro pensamiento.

«También yo lo siento, pero no puedo ver a nadie.»

Zaon libraba la última batalla contra los cien caballeros negros que salieron de Reina Muerte. En un bosque de estatuas sobre el mar congelado, trataba sin éxito de colocar el escudo de Medusa frente a una mole de dos metros y medio, que aguantaba demasiado bien los golpes que le había lanzado al principio. Parecía ridículo, a decir verdad, si no se tenía en cuenta el fuego esmeralda que una sombra de Centauro, calvo y de ojos dementes, le arrojaba sin descanso. Él bloqueaba las llamas con el escudo, presintiendo un maleficio en aquel fulgor antinatural, solo para que un tercer enemigo, sombra de Orión, formara un látigo con las chispas y le golpeara la espalda. Veinte mil grados de temperatura le hicieron gruñir, más molesto que herido, hacia un hombre que tenía la misma pinta que Lesath. Si Lesath supiera el significado de asearse, claro.

«¿Qué tan viejo puedes ser, Lesath, para que vea tu cara en este lugar?»

—Sacrificio —dijo el primero, Hércules Negro, a la vez que le asestaba un puñetazo, aprovechando el momento de distracción—. ¡Tú eres el sacrificio que Dios desea!

Las sombras de Centauro y Orión repitieron esa palabra, que Zaon oyó como un zumbido. El puñetazo, sin llegar a compararse a uno de Hipólita, le había dado justo en el oído, sacándole algunas gotas de sangre. Echó un vistazo a las estatuas que lo rodeaban —la mitad, sombras de Fénix; la otra mitad, un caballero negro por cada manto de plata existente—, luego comandó al gorgóneo rostro del escudo que durmiera. Él era un santo de Atenea, no el portador de un escudo mágico.

Una gota de sangre le bajaba del lóbulo cuando regresó al ataque, rebanando primero el cuello de Orión Negro con el canto de la mano, ahora encarnación de Harpe, asesina de monstruos. Continuando ese mismo movimiento dio un giro hacia donde estaba Centauro Negro, de modo que el fuego que este le lanzó se partió en dos, como un río que topase con una isla inamovible. La cara que el caballero negro puso, puro miedo y estupefacción en lugar de la burla y menosprecio de antes, le gustó. Saltó sobre el asustado hombre de las llamas como si fuera el cazador al que acababa de degollar, cortándole también a él la yugular antes de dar un nuevo giro y patear la cara de Hércules Negro, que ya estaba por darle un nuevo puñetazo. La sangre en la oreja terminó de caer cuando lo hicieron los tres enemigos, dos de ellos tapando la herida con torpes movimientos, otro gozando de una muerte rápida. Le había dado al grandullón un golpe demasiado contundente en la cabeza, llena de pájaros y un falso dios.

Fue entonces cuando June y Pavlin se le unieron, victoriosas pese a contados rasguños.

—Parece que no enviarán a más soldados —observó June.

—Estos ya llegan a carne de cañón —dijo Zaon, exhibiendo una sonrisa orgullosa que Pavlin desaprobó—. ¿Siempre tienes que ser tan negativa?

—Primero el Hades manda una legión de almas condenadas…

La santa de Pavo Real no tuvo que decir nada más, pues tanto June como Zaon lo completaron en sus mentes. Las almas se unían en un único y poderoso ser, que designaba a un Campeón. ¿Quién podía ser el decimotercero, avatar de Leteo?

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Llegaron a Reina Muerte sin más incidentes. De los caballeros negros que infestaban la costa, solo quedaban seis hombres encapuchados que escoltaban a un espectro de facciones indefinidas, vestido por jirones de niebla y bruma gris. Por el cabello, largo y brillante, hecho de los pálidos rayos de la luna, los santos aventuraron que se trataba de alguna mujer del pasado. Nadie había dicho que el decimotercer Campeón del Hades tenía que ser un hombre, después de todo.

Ninguno de los tres santos se confió por el escaso número de enemigos presentes. Ya desde el barco pudieron ver que había miles de caballeros negros en la isla, por mucho que ahora se ocultasen. Y aunque las dificultades que Zaon y June pasaron al cargar directos hacia la isla eran despreciables frente a las proezas de los héroes míticos, destacaban lo bastante en sus corazones como para estar alerta hasta de los movimientos de un ejército de hormigas. Si acaso, el santo de Perseo seguía pensando en volatilizar aquel infierno una vez encontraran y salvaran a sus compañeros. Esta misión, que exigía una prudencia no empañada por el orgullo de aquel y la implacable neutralidad de Pavlin, quedó sin mediar protesta alguna sobre los hombros de la santa de Camaleón.

—¿Dónde están nuestros compañeros? —cuestionó June, armada con el látigo.

—Dentro de mí —habló el espectro con la voz de todos ellos.

—¿Eres la Campeona de Leteo? —dijo June, sin ánimo para rodeos.

—Soy la legión —respondió el espectro de múltiple voz—. Una mujer de poder en el Este, más allá del Mar Negro, traicionó a su padre y a su pueblo por amor a un héroe deshonesto. Para conservar ese amor, ella se vio envuelta en toda clase de crímenes, el robo, el engaño y el asesinato. Fueron víctimas de ella el hermano que fue a buscarla, el rey a quien su amante buscaba en justicia deponer y luego el pueblo sobre el que este gobernó, ya apartándose de ella y de todo el mal que representaba. Del mal que ambos representaban —corrigió el espectro, por esa vez hablando con la voz de un hombre y una mujer que ninguno de los presentes reconoció—. Los pecados que ella cometió en vida fueron vertidos sobre mí, pues los dioses misericordiosos le dieron el descanso del Elíseo una vez murió, al final de una vida de penitencia. Yo soy el pecado olvidado por la mujer que dio muerte a su hijo sin pretenderlo, soy el deseo de una madre por ver a su hijo inmortalizado en las estrellas del cielo. Soy todo eso y más.

—La personificación del mal —aventuró June.

—Soy Dios —repuso el espectro—. Para todos los que son olvidados por el mundo y recordados por mí. Es frente a este altar que rinden sacrificio en el hondo Hades.

Zaon soltó un bufido. Que no pudieran ver por ninguna parte a Akasha y los demás lo exasperaba de por sí, cosa que empeoraba con el discurso de la entidad.

—Basta de palabrería, falsa diosa, esclava del inframundo. ¿Dónde están nuestros compañeros? ¡Habla de una vez!

—¿Falsa diosa? Sí, puede que lo sea, una de tantas —despreció el espectro—. Nunca la primera, jamás. Una existencia así no podría repetirse. Y si se repitiera, sí, sería la Campeona de Leteo. ¡Sí, así debe ser!

El aire en derredor rieló a merced de aquella declaración, desatando un millón de imágenes frente a los sorprendidos santos, que se pusieron en guardia.

De nada sirvieron tantas preocupaciones, pues no hubo un ataque, no para ellos. Los seis custodios del espectro perdieron las ropas que les cubrían, revelando que no eran todos humanos. Tres se sentaron a los pies de la fantasmagórica criatura, un lebrel, un perro y un cachorro, con enjambres de moscas zumbando por sobre sus cabezas. Las otras dos volaron al cielo, el cuervo graznando, despavorido, el águila persiguiéndolo sin descanso. Y cuando aquella estuvo por alcanzarlo, se interpuso la sexta criatura, mitad caballo mitad hombre. El centauro, cuyos cascos pisaban con gracia el aire, acarició el pico del águila con cariño, instándola a huir y descansar. Luego siguió su camino, llegando a la tierra donde la esperaba el espectro.

Ocurrió entonces que el espectro adoptó la forma de una doncella de nívea prenda y coronada con el laurel. Una doncella enmascarada, rodeada de perros y moscas, que montó la grupa del centauro y recibió al águila y el cuervo sobre los delicados hombros, convirtiéndose así en señora del cielo, la tierra y el infierno.

Las nubes bajaron para inclinarse ante ella, la tierra en cambio se elevó al igual que lo hizo el mar, todo de un monótono color azul oscuro en el que June, Pavlin y Zaon vieron un peligro inminente que de inmediato les hizo retroceder. Tenían que salir de ahí cuanto antes. Así lo hicieron el orgulloso Perseo y la racional Pavo Real, pero June fue más atrevida que los santos de plata, mirando al cielo en el que la entidad estaba uniendo el mundo entero. Osada, le arrebató uno de sus tesoros. Un cachorrillo.

Después de ello, corrieron sin mirar atrás.

De nuevo a tres kilómetros de distancia, sin que la legión de Leteo llegara a seguirlos, los tres santos se vieron fracasados y temerosos. Solo a uno habían logrado salvar. Nico, con el manto de bronce hecho una ruina, dormitaba tranquilo en brazos de June, mientras que los cosmos de todos los demás se arremolinaban sobre la isla más cercana al infierno, base de una montaña colosal y monstruosa.

De cintura para abajo, un caballo, la última obra de Oribarkon el telquín. Por encima de esta, sobre un cinto hecho de cabezas de perros que ladraban, babeaban y mordían el aire con hambre atroz, dos alas negras de águila tapaban un cuerpo de cuervo, donde la oscuridad azulada del resto del ser era interrumpida por una infinidad de grietas que exudaban a cada tanto el vapor tóxico, la lava y el fuego infernal de Reina Muerte. Solo la cabeza tenía forma humana, la de una mujer de largos cabellos, en cuyos extremos ondulados zumbaban miles de moscas. Un débil sonido, en verdad, pues ni todo el enjambre podía competir con la voz de la mujer, que a pesar de la máscara de oro, reía y lloraba de tal modo que el mundo entero pudiera oírla. Era la voz de un millón de personas, de sombras, que ya nadie recordaba. Que nadie recordaría jamás.

Era la Abominación de Leteo, una Quimera de recuerdos, nacida para devorar el mundo.

Notas del autor:

Ulti_SG. All according to keikaku. (Translator´s note: Keikaku means plan.)

Sí, después de varios capítulos conocemos a la famosa hija de Ban, la joven del grupo a la que cierta leona disfruta molestar, además de otro santo de oro, ¿cuántos van ya? Los personajes que ven el futuro son complicados de escribir, pero en ese pantano me metí más de una vez mientras escribía esta historia, ¿habré salido airoso? A ver si el vidente de Shaula, Subaru, santo de la constelación de Spoiler, no vuelve todo un caos. Oh, sí, capaz en un Multiverso Oscuro, Lucile de Leo logra emparejarse con Poseidón y gobernar el mundo. ¡Hay que tener miedo!

Akasha previó tu enfado y por eso añadió esas palabras clave. No es nada tonta.

Las mismas leyes del anime que dicen que cuando parece que no va a salir otro enemigo más pesado que el anterior, ¡aparece! Eso sí, todos son los más poderosos del universo, salvo Lucile de Leo, que ella misma se señala como la más débil.

Sí, con héroes así, ¿quién necesita enemigos? Esperemos que Sneyder no les guarde rencor a todos por estropear su trabajo.