Capítulo 38. Leteo

Cada segundo de la batalla entre los tres santos y las huestes del olvido fue observado por Kiki, el único en la cubierta del Argo que esperaba un milagro en lugar de la batalla que los demás intuían. Al final, las palabras del espectro hicieron añicos las esperanzas del maestro herrero de Jamir. El grupo de rescate huía llevándose consigo a Nico de Can Menor, mientras un ser de titánicas proporciones aparecía sobre Reina Muerte, desde los mares y la tierra hasta el alto cielo. Todo acabó siendo parte de la Quimera.

No hubo sorpresas en el barco. Había ocurrido lo que era de esperar, la aparición de una Abominación. Shaula tronó los nudillos, acaso deseando descargar la furia que sentía al saber a Mera perdida. Subaru la miraba a ella y Shun lo contemplaba todo con gesto ausente, como si no estuviera ahí del todo. Cuando la Quimera golpeó el mar congelado con las enormes patas delanteras, en cuyos cascos nacían auténticas tormentas eléctricas, Kiki estalló en una carcajada repentina. La risa, extraña hasta para él, se mezcló con el crujido de miles de metros de hielo, el clamor de truenos demasiado sonoros para estar tan lejos y el rugir de un viento tormentoso, que la Quimera invocó con solo batir un poco las alas de águila. Aquella tempestad, destructora de ciudades, barrió por completo la distancia que separaba el Argo de la Quimera, haciendo crujir el barco, que pese a todo aguantó bien el castigo.

—¿De qué te ríes, duende pelirrojo? —preguntó Shaula, molesta.

Kiki la miró anonadado, tapándose la cara. No lo hizo para ocultar rubor alguno, sino porque solo ahora se daba cuenta del ridículo que había hecho. La Quimera volvió a aletear y al poco tiempo los vientos huracanados llegaron al barco solitario.

—Porque —empezó a responder Kiki, con la palma apuntando hacia el viento que por puro esfuerzo mental mantenía lejos del valioso navío—, creía que necesitaba una excusa para no ir a luchar, cuando lo que buscaba era una razón para combatir.

Ya que Kiki detenía la furia de la tempestad a la vez que amortiguaba el ruido que esta generaba, fue fácil para él oír la pregunta de Shaula.

—¿De qué hablas? ¿No te quedaste aquí para proteger el Argo?

—Tú te bastas sola para eso, Shaula de Escorpio.

El tercer aleteo fue el más brioso de todos, de modo que Kiki no pudo hacer nada más. Tenía que poner un freno al viento arrasador y las olas inmensas que este arrancaba al océano, devorando la mayor parte de islotes que Pavlin creó durante el recorrido de los santos. Shaula, en tanto, tenía los ojos puestos en otra parte del ataque, pues la Quimera había batido las alas con tal fuerza que en el proceso había perdido muchas plumas, grandes como casas. Como los rayos caen de las nubes en un cielo tormentoso, así cruzaban las plumas la escasa distancia hasta el Argo, prendidas en llamas. Shaula de Escorpio no esperó a que alguna la alcanzara. Con la odiosa profecía de Subaru taladrándole la cabeza, disparó sobre los proyectiles enemigos los suyos propios, Agujas Escarlata que explotaban al contacto del objetivo, a la manera del Bombardeo de León Menor. En el espacio de un instante, todas las plumas disparadas a lo largo de diez kilómetros fueron impactadas y estallaron, llenando el cielo de luces.

—¿Soy inútil ahora? —presumió Shaula, orgullosa.

—Ninguna de esas plumas nos iba a alcanzar —dijo Subaru—. Pero ha sido un espectáculo muy bonito, señorita Shaula. ¡Felicidades!

Kiki no se quedó en el barco para oír el gruñido de la ninfa. Habiendo recordado a aquella joven alborotadora lo valiosa que era, desapareció del lugar.

Justo en ese momento, el azar quiso que Oribarkon cayera sobre la cubierta allá donde antes estuvo el maestro herrero de Jamir. Detrás del mago, abrazada al ánfora de Atenea, yacía una Akasha por mucho distinta a la que los presentes podían recordar. La mano que la general tendía a propios y extraños, con gran confianza y seguridad, ahora caía a pedazos. Shaula, al verla en ese estado, no halló fuerzas para recriminarle cualquier error cometido, Subaru no quiso decir nada y Shun, el más afectado por tal visión, regresó a la realidad con el horror marcado en el rostro.

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Para cuando la Quimera alzó las patas de caballo, Pavlin ya sabía que la fina alfombra de hielo que había dejado caer sobre el mar se haría añicos, por lo que empezó a trabajar de inmediato. Poco pudieron hacer Zaon y June entonces, salvo proteger a Nico de Can Menor mientras veían a la siberiana dibujar con el movimiento de los brazos, arriba abajo, un círculo que evocaba el plumaje del Pavo Real. Los cascos delanteros de la Quimera cayeron cuando estaba por terminar, arrasando mediante temblores y relámpagos el último campo de batalla en el que combatieron. Todo fue destruido, desde el suelo hasta los cuerpos de los enemigos muertos, congelados y petrificados. Y no terminó ahí la catástrofe, sino que las patas partieron el mar y desataron grandes olas, hacia las cuales Pavlin desató el ataque que estaba preparando. La Ventisca chocó con el muro de agua a pocos metros del islote en que se hallaban los santos, tornándolo enseguida en una pared de hielo inmensa, de notable grosor y solidez.

Aquella cobertura no bastó para protegerlos de los temblores, que agrietaron el suelo bajo sus pies, pero la pared logró soportar las tres rachas de viento huracanado desatadas por la Quimera antes de empezar a derrumbarse.

—Salid de aquí, yo puedo ganar tiempo —propuso Zaon.

—Sí, ya nos has dicho que tu Ra´s Al Ghūl puede abarcar un área grande —dijo June—. ¿Crees que por eso vamos a abandonarte y salir corriendo, perdiendo un compañero en una misión de rescate? Haz lo que tengas que hacer, podremos aguantar.

—Si quieres ser negativa esta vez —murmuró Zaon, mirando Pavlin.

—No tengo nada que añadir.

Zaon tampoco encontraba palabras para convencerlas, así que solo soltó una maldición y se alistó para lo que estuviera por venir.

Los muros agrietados terminaron de caer entonces, dejando a la vista un numeroso grupo de caballeros negros, vistiendo toda clase de armaduras, que venía hacia ellos a una velocidad endiablada. ¿Qué ocultaban los rostros de tantas sombras, imitaciones de hombres muertos hacía varias centurias? El trío de santos no podía saberlo, solo podían luchar de la mejor forma que sabían. Esta vez, June y Zaon fueron la vanguardia, dando tiempo a Pavlin de crear la más sólida cúpula sobre Nico y reconstruir los muros, por si debían soportar una nueva tempestad.

Bajo un cielo de pronto oscurecido, en el que un millar de explosiones resonaron con gran fuerza, empezó la batalla. El enemigo saltaba de un pedazo de hielo a otro, aprovechando la relativa libertad de movimiento que tenían pese al precario equilibrio de los restos del mar congelado. Zaon y June no tenían esa suerte, debían proteger la posición a toda costa. Y así lo hicieron en todo el tiempo que Kiki tardó en aparecer. El brazo izquierdo de Zaon, Harpe, junto al látigo de June, fueron más letales que nunca durante aquellos minutos, porque los cosmos de ambos brillaban con gran intensidad frente a la marea negra que buscaba abrumarlos. Pavlin, posicionada sobre la fortaleza reconstruida, desplegaba crudas ventiscas con simples movimientos de la mano, en los que poca energía gastaba deteniendo pese a ello cualquier ataque desde lejos: lluvias de flechas, bolas de fuego esmeralda, cadenas voladoras, soplos de nieve negra… Todo era congelado, si no extinto, en el aire por las bajas temperaturas a las que la siberiana podía someter al entorno. Más de una vez, como daño colateral de aquella medida defensiva, los enemigos se cristalizaban, volviéndose añicos al caer al suelo.

Kiki llegó en el momento de mayor necesidad, cuando el cansancio de cientos de combates librados se empezaba notar en los movimientos de los santos, menos ágiles que al inicio. La Ventisca de Pavlin se enfrentaba con las llamaradas combinadas de un escuadrón de seis sombras de Erídano, lo que debía darle malos recuerdos del asalto a isla Thalassa. Sin los poderes de la siberiana de respaldo, Zaon tenía que lidiar con dos hermanos, caballeros negros de Lagarto, que se coordinaban a la perfección mientras que bandadas de cuervos le arrojaban veloces plumas sin descanso, ora rasgándole la piel descubierta, ora atravesando el hielo y perdiéndose en las profundidades del mar.

Lo peor de todo era Auriga Negro. Hasta la sombra de Lebrel estaba dentro de lo que cabía esperar de un caballero negro, descontando una extraordinaria habilidad combativa con la que mantenía a June a la defensiva, sin poder sacar el látigo por la cercanía y los movimientos del enemigo. Pero Auriga Negro era alguien único, superior a todos los cadáveres que los santos habían amontonado en el islote y los que habían caído al agua. Él podía caminar entre la Ventisca sin congelarse, podía evitar el látigo y detener con las manos Harpe, la técnica cuerpo a cuerpo de Zaon. Era capaz de hacer todo eso, porque el daño que le infligía su oponente, lo acababa sufriendo este, puro karma. Y por si eso fuera poco, los discos de la armadura negra, obra en otro tiempo de un inspirado alquimista, cortaban por igual la carne y el manto sagrado.

—¡June! —gritó Zaon, al verla de soslayo. Uno de los discos de Auriga Negro le había dado en el hombro y la sangre manaba en abundancia—. ¡Retírate!

—Es tarde para eso —gruñó June—. Nico… ¿Qué?

Una sonrisa traviesa se dibujó en los labios de Kiki. ¿Qué tan distraídos podían estar dos santos de plata para no notarlo a él? Muy cansados, de seguro, por lo que no les tuvo en cuenta el desliz. Con un chasquido, formó una barrera que mantuvo alejados a todos los enemigos, excepto uno de los caballeros negros de Lagarto. Zaon se ocupó enseguida de él, desgarrándole la yugular a la vez que daba un giro hacia el recién llegado. Esperaba una respuesta y el maestro herrero Jamir no quería dársela. Todavía.

En lo que el cadáver cayó el suelo y los enemigos de fuera gritaban airados, tachándolos de cobardes, Kiki desapareció del lugar llevándose a Nico, lo dejó en manos de Lucile —por poco llevándose un buen coscorrón por llamarla enfermera— y volvió a aparecer. Debía reconocerlo, con los años se había vuelto un poquito lento.

—¿Quién sacó al muchacho de la isla? —preguntó Kiki después.

Zaon lo miraba boquiabierto, Pavlin se daba un tiempo para respirar. Solo June dio un paso al frente, a lo que Kiki asintió, complacido.

—Hasta ahora no entendía por qué no iba a Reina Muerte a rescataros a todos, lo achaqué a un nuevo ataque de pánico, como el de hace doce años. Ahora puedo entender lo que ocurre. El ser que hay en la isla me estaba repeliendo de alguna forma, del mismo modo que habrá atraído a otros. Gracias a que sacasteis a Nico de sus dominios, he podido ponerlo a salvo y ahora podremos pelear sin reservas.

Frente a tal declaración, Zaon perdió aquella cara de atolondrado, que ni siquiera le había quedado bien cuando era el recién ascendido santo de Perseo. Sonreía, muy seguro de la victoria. Solo cabía esperar que June y Pavlin pensaran igual.

Más allá de la barrera se habían reunido cientos de caballeros negros, tal vez mil, entre los que el trío de santos podía reconocer a varios de los caídos en las primeras lides. También seguían estando las sombras de Lebrel, Auriga y Lagarto, el hermano superviviente que los miraba con odio. Estos indicaron al escuadrón de Erídano Negro que desplegaran llamas a la barrera, asegurando que caería tarde o temprano.

Pero Kiki ni siquiera les dejó intentarlo. Caminó como si tal cosa hacia la barrera, una semiesfera de apariencia cristalina. Al hacer contacto con la pared, esta no reaccionó como el muro infranqueable que santos y caballeros negros esperaban. Como una burbuja de jabón, fue cambiando de forma entre temblores, acaso a punto de estallar, hasta que lo hizo, convertida en un sinfín de diminutas pompas.

Los caballeros negros estallaron en carcajadas, unos soplando para ver bailar esas burbujitas, otros tratando de aplastarlas con las manazas de hombres grandes y temibles. Aquellos últimos fueron los primeros en caer en la astuta trampa de Kiki, que se guardó la risa como se había guardado sus intenciones. El maestro herrero de Jamir se limitó a observar, complacido, cómo las pompas que hacían contacto con alguien se agrandaban en ese mismo instante, tornándose en Esferas de Cristal lo bastante grandes como para tener encerrado a un hombre de mediana estatura. Los atrapados chillaron, acordándose de nuevo de llamar a los santos cobardes; los liberados, todavía más estúpidos, quisieron romper a golpes las Esferas de Cristal, generando por cada uno nuevas pompas que los encerrarían a ellos y otros que estuvieran cerca. ¿Y los que tenían más de dos neuronas en aquellos cerebros enlatados? Esos atacaban a distancia con todo lo que podían, solo para ser alcanzados al punto por esos mismos ataques.

—He tardado una década en desarrollarlo —presentó Kiki con mucho orgullo, una vez hasta el último caballero negro estuvo encerrado en las mil burbujas. No tenía que mirar atrás para saber que los santos estaban estupefactos—. Una variante de la técnica de mi maestro, la mejor defensa del Santuario, que frena y devuelve los más poderosos ataques. Mis Esferas de Cristal también lo hacen, como ya habéis visto. Y como veréis.

Mediante calculados movimientos y algún que otro ademán melodramático, el último discípulo de Mu movió cada una de las Esferas de Cristal para abarcar el torso de la Quimera de extremo a extremo, incluyendo las alas que volvía a desplegar. Por cuarta vez, aleteó con brío generando a la vez fuertes vientos y una lluvia de enormes plumas ardientes, diez mil en esta ocasión. Pero nada de eso llegó al barco, ni tan siquiera fue sentido por los santos, seguros bajo la barrera de Kiki. Todo el poder desatado por la Quimera se detuvo ante las mil Esferas de Cristal, bien posicionadas, siendo luego reflejado hacia la criatura como la más sonora y luminosa explosión que los santos en el islote habían visto jamás. Las llamas llenaron el torso y las alas de la Quimera, lamiendo la máscara dorada con un increíble calor. El metal, que empezaba a derretirse, bajó por el rostro en cascadas de galones salvo en una línea retorcida en la parte baja de la máscara, acaso la macabra sonrisa de una diosa desafiada por meros mortales.

—Eso es todo —afirmó a Kiki, quitándose el polvo inexistente de las manos—. Ya podemos regresar al barco.

—Ninguna barrera es eterna —objetó Zaon—. Ni indestructible.

—Oh, pueden destruir una Esfera de Cristal. Si atacan en grupo. Vamos, no me gusta nada esa herida —acotó, mirando a June—; los demás tampoco estáis para hacer una fiesta. ¡Hasta un santo de Atenea sabe cuándo retirarse!

De ese modo trató de ofrecer seguridad al trío, pero los vastos poderes psíquicos que había desplegado le estaban agotando. No pudo contener la sangre que le bajaba de la nariz, revelando debilidad donde él quería mostrar fortaleza. Tampoco pudo prever que un poder todavía mayor que el suyo les haría salir volando por los aires.

Movidos por dedos invisibles, tanto Kiki como los santos volaron hasta aquel cielo de Esferas de Cristal, ensombrecido por un rostro inmenso y deforme de oro derretido.

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La increíble técnica de Kiki fue vista con todo detalle por Shaula, que no pudo contener un mordaz comentario:

—¿No te da vergüenza que otros luchen tus batallas?

—Debo estar con usted, señorita Shaula.

—Sabes que no hablo de ti, Subaru. Si hay un héroe en este barco, no eres tú.

Shaula desvió la vista hacia Shun, desecho al ver a su protegida en aquel estado. Tomaba con ambas manos la única que Akasha dejaba suelta, la que no aferraba con obstinación el ánfora de Atenea. Ajeno al mundo donde los hombres combaten, son heridos y mueren, Shun se limitaba a transmitir cosmos y calidez a quien debía andar ya por la Colina del Yomi, seducida por las fuerzas del inframundo. Los sonidos de la batalla los ignoraba, los de los hombres, los respondía con una seca excusa.

—Yo no peleo —musitó Shun—. El futuro está en vuestras manos.

—¿Qué futuro? —bramó Shaula—. ¡Mira a ese monstruo! Cuerpo de cuervo, moscas en el cabello y perros a modo de cinturón. Ha devorado a Hugin, Makoto y Mera. ¡Podría estar a punto de hacer lo mismo con Pavlin, Zaon y June! ¡June! —insistió, sabiéndola una persona importante para aquel hombre—. ¿Qué esperas lograr con todo esto?

—La paz —dijo Shun, enigmático—. La paz verdadera.

—La máscara de oro y la forma del cabello —prosiguió Shaula, haciendo caso omiso a lo que consideraba simples delirios—. También Akasha estuvo ahí y ahora está frente a nosotros. Si es que de verdad lo está. Y Nico, siento la presencia de Nico abajo.

—A eso le dan igual las almas humanas —intervino el mago, quien ya había arrebatado el ánfora de Atenea a la impedida Akasha, aprovechando que le habían quitado la vista de encima. La sostenía como si fuera el mayor de los tesoros—. Se alimenta de los recuerdos; de los míos, creo, porque ni siquiera sé qué hago aquí, y parece ser que también de vuestros compañeros san… Un momento, ¡sois santos de Atenea!

Oribarkon desapareció no bien terminó de hablar. Sin embargo, como era bien sabido, nada en el mundo podía huir de las cadenas de Andrómeda, y Shun pudo atrapar al mago en pleno trayecto mediante aquella que utilizaba para atacar, sin siquiera tener que mirarle. Pese a las pataletas y maldiciones, el telquín se vio atado desde los pies hasta los hombros, y el ánfora rodó hasta regresar a donde estaba Akasha.

Aquella escena ahogó en parte los pasos de Garland, que regresaba a la cubierta, alto e imponente. Ya no se le necesitaba abajo.

—Pretendes salvarlos, ¿eh? —dijo el santo de Tauro.

—No pretendo salvarlos —dijo Shaula, de igual rango y poder que aquel ceñudo general—. Voy a salvarlos.

Nada añadió a tan audaz declaración. Giró sobre sus talones y apuntó a la máscara de la Quimera, frente a la que sabía estaban Kiki y los santos.

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Para Shaula de Escorpio, era fácil ver la máscara de la Quimera como un rostro, por deforme que fuera. Para los que habían sido atrapados por el poder de la Abominación, dejados como inmóviles marionetas sobre el aire y con los sentidos embotados, aquella era una tarea harto difícil, semejante a querer ver por entero un pueblo estando en el centro. Así era en cuanto a las proporciones, porque a eso había que sumar que todo aquel oro fluía como un río y solo una marca perduraba de las antes claras facciones humanas. La sonrisa, cada vez más definida y cruel. La sonrisa de una diosa manchada por la maldad, caída del cielo a la tierra, donde degustaba el sufrimiento humano.

Las Esferas de Cristal, el mar de burbujas conjurado por Kiki, iban hacia aquella boca apenas abierta de forma lenta e inexorable. Cuando estaban por rozar los labios dorados, la esfera y el caballero negro aprisionado desaparecían, removidos del mundo. Aquel acto, tan distinto a la destrucción, horrorizó a los santos y el propio Kiki, mientras que los afectados, sombras capaces de odiar al enemigo y querer a un compañero, gritaban dichosos por cada sacrificio. Hablaban de Dios, el dios de todos ellos.

—En el olvido, serás recordado —decía la Quimera, empleando la voz de muchos hombres y mujeres, cada vez que una de las Esferas de Cristal desaparecía. Con cada nueva oración, una nueva voz se unía, todas ellas sonando con fuerza desgarradora, hiriendo hasta el sangrado los oídos de todos—. En el olvido, serás recordado.

Kiki maldijo entre dientes. Ellos también se estaban acercando a la boca, sedienta de existencias finitas. Tenía que hacer algo, pero por mucho que lo intentaba, no podía deshacerse de la presión que lo mantenía inmóvil. Poderes psíquicos, sin duda, y podría aventurar que provenían de un enorme ojo de pupila rosada que emergía entre la cascada de ojo derretido, siempre fijo en ellos. En él, sobre todo.

—Ha sido un honor luchar a tu lado —dijo Zaon—. Nunca he creído lo que dicen de ti los jóvenes, que te llaman cobarde a ti, quien enfrentó cara a cara al invasor del Santuario mientras los demás luchábamos con hordas de muerte.

—Cuando salgamos de esta, tendrás que decirme qué dicen de mí. Y quienes.

Zaon abrió mucho los ojos, sorprendido.

—¿Tienes algún plan?

Kiki miró hacia los lados. June ya había perdido la consciencia por la pérdida de sangre, mientras que Pavlin forzaba los músculos, obcecada. Siberiana al fin. Si el cielo se declaraba enemigo suyo, ella iría a campo abierto a congelarlo por entero.

—He venido a rescataros. Y nunca dejo un trabajo a medias.

Como atendiendo a aquella conversación sinsentido, la Quimera aguijoneó la mente de Kiki mediante el poder que había tomado de Hipólita, magnificado por el suyo propio. Aquel, por supuesto, había sido el propósito del maestro herrero de Jamir.

La Aguja Escarlata de Shaula voló entre ellos, transmitiéndoles un calor abrasador en el instante insignificante que tardó en alcanzar el rostro de la Quimera, que ya no vigilaba el Argo. Ni las tres Esferas de Cristal que había en el camino pudieron detenerla, tanto estas como el ojo rosado fueron atravesados con pasmosa facilidad, precediendo una magnánima explosión que chocó con el resto de las burbujas de Kiki.

El maestro herrero de Jamir sonrió. Más bien por accidente, las restantes Esferas de Cristal reflejaron la explosión, que terminó de destruir la máscara dorada, y con suerte, algo más. Él no se quedó para verlo, sino que tan pronto empezó a caer, libre de los hilos de la Quimera, se teletransportó junto a los tres santos a un lugar seguro. Tan rápido actuó, que ni siquiera llegó a ver lo que la máscara estaba ocultando.

Una manada de enormes perros, bañados en oro fundido.

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El grupo de Kiki cayó a la cubierta sin remedio, eso no lo pudo evitar. Pero luego, con la cabeza todavía dolorida, tomó en brazos a June y la llevó con los heridos. La mujer, que ni en la inconsciencia había soltado el látigo, murmuraba palabras pesarosas.

—Soy de bronce al fin y al cabo.

Kiki regresó a cubierta con mal sabor de boca, solo para encontrarse con algo todavía peor. Todos los presentes —desde Shun, Shaula y Subaru, hasta Garland, que acababa de subir, y los santos de Perseo y Pavo Real— veían a la antaño vital Akasha. La guardiana del sexto templo zodiacal estaba en las últimas, ni siquiera era posible sentir un cosmos bajo aquellas capas de hielo quebradizo, que arrancaban suspiros de compasión en los guerreros. Ni un gramo de las sospechas que recayeron sobre ella durante los últimos años podía detectarse en el ambiente, casi sepulcral.

«Por supuesto —reflexionó Kiki, cayendo al suelo de rodillas, agotado—. Lucile te robó el papel de villana en esta historia. Esa leona es demasiado lista, hasta para mí.»

—Subaru —dijo Shaula—. ¿Puedo matar a esa cosa?

—No hay nada que pueda hacer —contestó Subaru—. Leteo, todo lo devora.

Las palabras del santo de Reloj se hicieron realidad antes de que Shaula pudiera insistir. Sin la máscara, la Quimera exhibió el rostro de una muchacha, la cual abrió los bien definidos labios y tomó hasta la última de las Esferas de Cristal, ahogando para siempre el clamor de los caballeros negros prisioneros. Entonces, por un momento, heredó la apariencia transparente de las burbujas, pudiéndose ver el cuerpo desnudo de la doncella bajo las formas de la Quimera. ¿Akasha? No. Era el espectro que Pavlin y Zaon habían visto en Reina Muerte. Solo que ahora estaba muy lejos de ser un fantasma. Estaba viva, muy viva. Cuando el efecto pasó, todavía conservaba las alas, que ahora le nacían de la espalda, y el plumaje, que le servían de humilde ropaje, tapándole el pecho y los hombros. De nuevo la piel volvía de ser del mismo tono azulado y oscuro, desde el cuerpo ahora humanoide hasta las patas, todavía equinas. Un auténtico centauro alado cuya grupa era semejante en tamaño, extensión y ardor a Reina Muerte.

Cuando la Quimera extendió los larguísimos brazos, mostró la barriga hinchada de su nuevo cuerpo humanoide. En medio de esta, donde el azul era interrumpido por las vaporosas grietas, fuente de magma y fuego, poco a poco se acrecentaba una figura que todos en el Argo pudieron ver con claridad, a pesar de la distancia. Ni siquiera tuvieron que esforzarse, pues apareció en la mente de cada santo, tal vez incluso en los inconscientes, llegó a creer Kiki, también testigo del prodigio.

Un planeta estaba naciendo en el interior de aquella Abominación.

Notas del autor:

Carlos29. ¡Bienvenido a esta aventura, Carlos29! Ya verás que se va a poner todavía más interesante. ¡Estamos en la recta final del segundo arco!

Ulti_SG. Es la primera vez, sí, un santo de oro menos por presentar. Y está en otro bando, porque no sería Saint Seiya si todos los santos de oro lucharan en el mismo bando. ¡Te estoy mirando a ti, Aspros de Géminis!

Como diría la Sacerdotisa de Goblin Slayer, con una cara muy característica que a buen seguro Shaula pone también bajo la máscara, te acostumbras.

Algol de Perseo fue la mejor parte del arco de los santos de plata. No solo fue un enemigo difícil frente a sus compañeros, que apenas venían a figurar, sino porque es responsable de una de las escenas más memorables de Saint Seiya. Que luego se volvió un cliché, como todo, pero la primera vez fue genial. Zaon no podía ser menos, ya sea con su escudo mágico, ya con sus otros recursos. ¡No en vano es el lugarteniente de la división Dragón! El destino es una cosa muy curiosa a veces.

Mientras no metamos a Saga de Géminis en un Megazord, todo estará bien. Creo. La mitad equina de la Abominación es por las memorias que Leteo tomó de Oribarkon, salvando a esta historia de tener a una fábrica de caballeros de oro negro.