Capítulo 39. Más rápido que la luz

A pesar de que la Quimera ya no batía las alas, el cielo y el mar eran arrastrados por una fuerza mayor, la de la gravedad. Los restos del mar congelado por Pavlin se elevaban, atraídos hacia la hinchada barriga de la Abominación, junto a grandes chorros de agua que ascendían en el aire por caminos inexistentes. En el barco, todos veían atónitos la escena menos la santa de Pavo Real, que rauda salió de este para crear hielo lo bastante sólido como para resistir la atracción, que no tardaría en afectarlos incluso a ellos. Por mítico que fuera, el Argo Navis no dejaba de ser un barco en el océano, y el océano no era otra cosa sino el contenido del cáliz que aquella Quimera estaba por tomar.

En poco tiempo, del mismo modo que ocurrió durante la batalla con la legión de Leteo, kilómetros de mar fueron cubiertos por capas de hielo, el cual helaba las aguas de debajo y expedía vapores fríos. Bajo aquellas temperaturas, Garland recordó algo.

—Sneyder peleó con esa cosa, ¿cierto?

—Luchó con algo tan fuerte como para vencer a un santo de oro y arrebatarle las memorias —contestó Shun, que había hablado largo y tendido con el santo de Acuario—. Si sumamos a ese hecho el estado en que estuvo Reina Muerte, es evidente que luchó contra la Abominación y logró sellarla por un tiempo.

—Mi división era ajena a todo esto —dijo Shaula—. Estábamos concentrados en la protección del ánfora de Atenea, siguiendo órdenes del Sumo Sacerdote. Entonces había solo una, por lo menos —añadió, apuntando a la que había traído Lucile. Hasta ese momento, dadas las circunstancias, nadie había querido señalar el elefante en la habitación. Tampoco iba a cambiar ahora, con semejante enemigo consumiendo todo cuanto lo rodeaba. Sin embargo, los ojos del atrapado Oribarkon se movieron con gran enfado hacia lo que debía considerar una copia, un insulto hacia los dioses.

—La política del Santuario —bufó Garland, despreciativo—. Nunca me ha importado. Mi punto es que si lo único que Sneyder pudo hacer es sellarlo, no tiene sentido que nosotros tratemos de derribarlo con nuestros ataques.

—Tu aviso llega tarde —se quejó Shaula, fulminando a Subaru con la mirada, pues él era muy consciente de haberle dicho que nada podía aportar a la batalla.

Se oyeron unos murmullos ininteligibles provenientes de Oribarkon, a quien Shun liberó en parte. La cadena dejó de cubrirle la cara, dejándole hablar.

—Yo le di mis memorias a cambio de romper el sello de Atenea, el auténtico, no el falso —apuntó, mirando el ánfora que trajo Lucile y la que trajo Akasha, respectivamente—. Después él usó a vuestra amiga, esa que se está muriendo sin que hagáis nada para variar, panda de botarates ociosos. Ella quería liberar a mi señor, lo prometió, por lo menos. ¿Es una mentirosa? No importa. Leteo sí que es un mentiroso. Me dijo que debilitaría el sello y lo que quería de verdad era el alma de mi señor. ¡Qué descaro el del río del olvido! ¿Cree que los dioses son propiedad suya porque la humanidad no los recuerden? ¡Eso jamás ocurrirá!

El airado telquín lanzó más quejas y blasfemias antes de darse cuenta de que Shun lo miraba, suspicaz. El santo de Andrómeda no tuvo que explicarle por qué.

—Claro que yo no recuerdo nada de esto —se corrigió Oribarkon, cabeceando—. Me he inventado la mitad. Sí, eso he hecho.

Con el fin de recuperar el rumbo de la conversación, Garland dio un sonoro carraspeo.

—Nuestros ataques no surtirán efecto. Al menos, no si atacamos de uno en uno.

—¿Sugieres que ejecutemos Exclamación de Atenea? —cuestionó Shaula, recelosa—. Puede que no te interese la política del Santuario, pero esa técnica fue prohibida por nuestra diosa desde la era mitológica, debido a su poder devastador.

Garland se encogió de hombros.

—Voy a ignorar el hecho de que eso no impidió que se usara en dos ocasiones hace un par de décadas, ya que hay una alternativa. Una fuerza más antigua que el tiempo y el espacio, que la oscuridad que espera impaciente detrás del telón que es el universo físico. Caos, el vacío que niega toda existencia, salvo la de los dioses.

Para esa revelación, ni Shaula ni ningún otro en el barco tenía pregunta alguna que formular. Ninguna ley prohibía recurrir algo así, porque para empezar, nada en la historia del Santuario sugería que tal cosa fuera posible. ¿Qué tan viejo era Garland?

—En primer lugar, Andrómeda —dijo el santo de Tauro—. Sé que como uno de sus maestros, el destino de Akasha turba tu corazón, pero…

—¿Quieres que cree una barrera alrededor de este campo de batalla? —interrumpió Shun—. Una que lo separe de toda interacción física, espiritual y mental, una que la aísle del resto del planeta. Ya lo he hecho. Ni siquiera la luz del sol nos alcanza.

Se oyeron varios suspiros, de algunos de los presentes y de Pavlin, que volvía al navío sin hacer el menor alboroto, pues ahora quedaba explicado el repentino anochecer.

Atrás del largo viaje que realizó la santa de Pavo Real quedaba una gran isla de hielo, de notable tamaño y extensión, pese a que carecía de cimientos y era lisa más allá de los grandes glaciares que elevó en uno y otro lado. Aquella increíble defensa, hecha con tanto esfuerzo como cuidado, lucía ya grietas sin que ningún enemigo, tempestad o maremoto la hubiese alcanzado. Tal era la fuerza de atracción que el planeta en la tripa de la Quimera generaba, la cual bien podría ser la explicación de que ningún caballero negro hubiese cargado contra ellos desde hacía rato.

El problema era que los santos, sin saberlo, olvidaban que la Quimera existía cada vez que dejaban de verla. No solo la materia era atraída por aquella fuerza gravitatoria.

—Shaula —dijo Garland, que junto a Shun era el único inmune al hechizo—. Detén todos los ataques del enemigo, dame tiempo para preparar mi Tabla Rasa. La sinergia de nuestros cosmos debería bastar para alcanzar la victoria.

—Pero…

—Citando tus palabras, soy general. Hasta tú, siendo mí igual en rango, deberías callar y obedecer por una cuestión de experiencia —cortó Garland—. Eres una niña, todos aquí sois niños, en realidad, hasta el pobre de Icario. Yo vi el nacimiento de Reina Muerte y solo yo puedo ser el artífice de su final. No me limitaré a destruir o detener cada átomo de la Abominación, como haríais si os dejara atacar por separado. Mi intención es aniquilar la isla, sus recuerdos y a nuestro enemigo hasta la última partícula. No dejaré nada, ni siquiera el espacio que han ocupado, porque el solo hecho de que Reina Muerte tuviera un pasado es lo que le da sustento. Juro en el nombre de Atenea que así ocurrirá, y para que pueda cumplir mi palabra, necesito tiempo.

—¿Qué pasa si fallamos? —se atrevió a preguntar Shaula.

Oribarkon quiso decir algo, pero de nuevo la cadena le tapaba la boca.

—La Quimera se alimentará de nuestros cosmos y entrará en las mentes de cada uno para sorber hasta el último recuerdo. Ya lo está haciendo, en realidad. No le quites ni un ojo de encima, ya sea que ataque o no lo haga.

Por fin, Shaula asintió, a lo que Garland desvió la atención hacia Kiki, Zaon y Pavlin.

—General, si sabe lo que está ocurriendo, dígamelo —pidió Zaon, formal—. Esa Abominación no es como la del resto de historias… Es… esa cosa está…

A su pesar, Garland sonrió. Era bueno que los jóvenes no fueran siempre serios y formales. El miedo y la preocupación eran los auténticos cimientos de un héroe capaz.

—Podría decirse que está pariendo un planeta —completó el santo de Tauro—. Un recuerdo sobre la Tierra, para ser exactos, si no es que una versión soñada.

La última obra de Pavlin se despedazaba ante la mirada expectante de los presentes. Glaciares y plataformas de hielo volaban por el cielo como las hojas de los árboles, directas al estómago de la Quimera como tributo al naciente planeta.

—Si termina de manifestarse… —dijo Zaon, atragantándose.

—Tal vez no sea eso lo que pretende, tal vez la Abominación en sí es un custodio para un universo paralelo al nuestro, donde pretende dar consistencia a todos los recuerdos que la humanidad ha olvidado —propuso a Garland—. Eso es el mejor de los casos. El peor es que un planeta del tamaño de nuestra Tierra aparezca de pronto en medio del Pacífico. No tengo que decirte lo que pasaría entonces, ¿verdad?

Por el miedo reflejado en el rostro de Zaon, era evidente que no.

—¿Cómo puede estar tan tranquilo frente a esa clase de enemigo?

Garland rio, no de él, sino para transmitir seguridad.

—Somos santos de Atenea, defendemos nuestro planeta con la fuerza de las lejanas estrellas. ¿Sabes cuántas de esas estrellas forman la constelación de Perseo? —Zaon negó con la cabeza—. Yo tampoco. Después de que deis una lección a la legión de Leteo, lo investigaremos juntos. Minutos, chicos, dadme cinco minutos.

Zaon y Pavlin se miraron, asintiendo de inmediato al entender las palabras de Garland. Ellos también eran necesarios. A falta de June, Kiki se les acercó, ya sin sangre manchándole la amplia sonrisa que les mostraba. Los tres desaparecieron sin decir nada más, de modo que no pudieron ver cómo Shaula pateaba a Subaru fuera del barco.

—Como me digas que no lucharás porque tienes que estar a mi lado, te abro la cabeza —le gritó la santa de Escorpio—. Sé un hombre y lucha con tus compañeros.

—No me va a abrir la cabeza —dijo Subaru, antes de correr al campo de batalla.

En la lejanía, bajo el vientre agrandado de la Quimera, sesenta perros grandes como rinocerontes servían de montura a igual número de caballeros negros, uno por cada manto de bronce y de plata copiado por los alquimistas de Reina Muerte. Ningún rasgo había en ellos, los ojos eran brasas y la piel sombras que se confundían con las armaduras que tenían. Shaula quiso destruirlos a todos con Agujas Escarlata, pero en ese momento surgieron diez mil plumas llameantes desde la Quimera.

La lucha se reanudó de nuevo, acompasada por diez mil explosiones en el cielo.

xxx

Escuchaba las palabras, lejanas. Era lo único a lo que podía aferrarse; no sentía nada más. Ya ni siquiera oía los latidos de su corazón, e incluso dudaba de que estuviera respirando. Solo le quedaba el exterior, un barco en el que dos generales debatían cómo derrotar al enemigo mientras Shun trataba de transmitir calidez al mismo Cocito. Abrió un poco la boca, deseando avisarles del verdadero poder de Leteo, sin que nada saliera de ella. No importaba, pues Garland era consciente de cómo el río del olvido atraía las memorias de los hombres al igual que la gravedad hace que la manzana caiga del árbol. Mientras estuvieran lejos, podrían defenderse. Si se acercaban, en cambio, nada podría salvarles, no importaba cuántas barreras pudieran levantar. Ella misma, que se adentró en aquel mar de oscuro azulado, no entendía cómo había sobrevivido.

«Tritos —pensó de pronto—. Tritos me guió.»

Al fin, uno de los generales, el alto y oscuro Garland, convenció al resto. Shaula bloquearía los ataques del enemigo mientras que los de menor rango enfrentarían a la legión de Leteo, dándole tiempo a Garland de preparar un ataque devastador. ¿Shun? Defendía la zona y la atendía a ella, pero en ese momento le pidió que esperara, alzándose y mirando al enemigo con gran determinación. ¡Él, que no luchaba! Disparó la cadena triangular hacia la Quimera, en concreto a la barriga de esta, a donde iban a parar mar, aire y hielo en cantidades absurdas solo para desintegrarse al mero contacto. La cadena no se desintegró, empero, ni tembló cuando una cascada de lava bajó hasta ella desde alguna estría del estómago. Siguió avanzando por las profundidades de aquel ser que en vano trataba de consumir el sagrado metal, bañado en tiempos por la sangre de Atenea, hasta que llegó a su interior. Por supuesto, las proporciones allí eran tan distintas a lo que podía imaginarse desde fuera como para volver a uno loco, solo que ella no tenía tiempo para asombrarse por eso. Estaba hechizada por lo único que allí valía la pena. Un planeta idéntico al que ella habitaba y amaba.

«La Tierra —entendió enseguida Akasha, maravillada por el alcance de aquella cadena mítica, capaz de alcanzar el objetivo donde sea que estuviese, así fuera un planeta apareciendo en una dimensión alternativa—. Una réplica de nuestro mundo.»

La cadena triangular atravesó la atmósfera del planeta como un relámpago, apareciendo la imagen nítida en la mente de Akasha, y tal vez, en las mentes de otros en el barco. Buscaba algo, alguien tal vez, en la tranquila tierra bajo aquel cielo despejado, pero nada halló y la Quimera en ese momento agarraba la parte de la cadena que estaba fuera, recibiendo una descarga que, lejos de causarle dolor alguno, le sirvió de sustento. Fue entonces cuando Shun abandonó aquella frágil esperanza, retirando la cadena a la vez que Garland lo tachaba de necio e insensato. Garland de Tauro, el Gran Abuelo, no había hecho nada por detenerlo porque estaba acumulando toda la fuerza que poseía antes de ejecutar la técnica que destruiría al enemigo. Él, como el resto, ya había dado por perdidos a todos a los que Leteo había consumido. Ni siquiera Shun podía convencerles ya de lo contrario, por doloroso que le pareciera.

«Diles, Shun. Diles que vencer no es lo único que importa —quiso gritar Akasha—. ¡Ellos son nuestros hermanos! —exclamó en su fuero interno. Deseó llorar, y supo que no había lágrimas—. Mis piernas, mis brazos… ¡Los necesito! —exigió a su cuerpo cristalizado. Por miedo a ver cuánto la habían herido, se negaba a observarse a sí misma, dirigiendo unos sentidos extrañamente despiertos hacia el campo de batalla. En un punto intermedio entre el Argo y la Quimera, luchaban los santos de Atenea.

Zaon preparaba un poderoso ataque en la retaguardia mientras que Kiki, Pavlin y Subaru se adelantaban, tratando de derribar con telequinesis, aire gélido y golpes deshonestos —Subaru, fingiéndose maestro del tiempo, manipulaba la percepción del rival para parecer más rápido y golpear donde quisiera, sin restricciones—, solo para descubrir que aquellas fuerzas iban a parar a los perros que les servían de montura, bañados en oro derretido. Luego tenían que esquivar una gran cantidad de golpes de enemigos demasiado poderosos para ser simples caballeros negros. Solo los líderes de Hybris, desde Hipólita hasta la sombra de Altar, estaban por encima de ellos. Lo que no era mucho consuelo si en todo momento debían esquivarse llamaradas, hielo y toda clase de proyectiles disparados a velocidades hipersónicas.

Ni siquiera cuando Zaon terminó el conjuro, invocando en el cielo un rostro demoníaco que tenía tornados por cabellos y disparaba fuego y rayos desde la boca, semejante al ojo del huracán, la situación cambió. Los rayos erraban, el viento no era lo bastante fuerte como para arrancar a los jinetes negros de las perrunas monturas, que además podían disparar bolas de fuego fatuo que nadie se arriesgó a siquiera rozar. Ra´s Al Ghūl, el eidolon del santo de Perseo, podía derribar montañas y arrasar ciudades, así como exterminar los más numerosos ejércitos. Empero, contra un batallón pequeño y de gran poder, que además estaba respaldado por uno de los ríos del infierno, no era del todo fiable. A aliados y enemigos los trataba por igual, si le estorbaban.

«Tengo que ayudarles. A todos. No pueden estar muertos —se dijo, ya no pensando en los que luchaban—. Necesito…»

Escuchó el sonido de un crujido de huesos y sintió, más que ver, la mirada compasiva de Shun. El hombre que desafió a Hades cuando aquel dormitaba en sus entrañas, el héroe que fue a los Campos Elíseos y enfrentó a los dioses, a sabiendas de que era una lucha perdida. Uno de los cinco santos que habían sido bendecidos por Atenea, trascendiendo los límites del Séptimo Sentido. Si ella tuviera una fracción de ese poder, todavía más grande que el que Garland había acumulado en aquel tiempo interminable, entonces podría hacer algo. Podría salvarlos a todos, podría salvar el mundo.

En eso pensaba, atormentada, cuando acabó intercambiando miradas con Oribarkon, quien se había librado de la cadena aprovechando el abatimiento de Shun. Sonriendo de oreja a oreja, el telquín dijo algo en tono cómplice, guiñándole luego el ojo. Aunque ella no le entendió, sintió el súbito deseo de agradecerlo, abrazarlo incluso, cuando aquel mago de estrafalarias maneras empezó a aspirar un aire más gélido que el que Pavlin podría generar jamás. El Lamento de Cocito empezó a abandonarla, licuándose el hielo que le cubría la piel para luego tornarse en gas y unirse a aquel aire que Oribarkon tomaba sin pena. Cuando terminó, volviendo a guiñarle a un ojo, desapareció.

Akasha pudo sonreír al fin sin que los labios se le agrietaran. Era libre, libre de esa maldición. Al fin podía hacer algo.

Tarde, demasiado tarde. Garland había ejecutado la técnica que estuvo preparando. La técnica de un santo de oro, quienes si bien eran capaces de atacar a la velocidad de la luz, lidiar con tales ataques dependía de poder predecir los movimientos del enemigo. Nada podía ser más rápido que la luz, así que, ¿por qué todo se había detenido?

Nació bajo la constelación de Virgo y logró ser merecedora del sexto manto zodiacal. No desconocía la situación de sentir que el tiempo se había detenido por completo. Sin embargo, ahora incluso Garland de Tauro estaba quieto, y su técnica —una esfera que difuminaba los colores de su contenido, que incluía todo el quimérico cuerpo de la Abominación— a medio realizar. No entendía nada de lo que ocurría, pero cuando miró en derredor y sintió que la cabeza de Shaula giraba hacia ella, decidió actuar.

Corrió mucho antes de saber que volvía a tener piernas. No distinguió el mar congelado por Pavlin del que ya no tenía hielo en la superficie y ascendía en grandes columnas hacia la Quimera, pues todo era para ella una fotografía. Subaru golpeando la entrepierna de una sombra caída, Pavlin en medio de una danza hermosa y letal, Kiki mirando ofuscado cómo un perro trituraba sus Esferas de Cristal y Zaon acariciando el rostro de Medusa, despierto sobre el escudo, mientras apartaba la mirada. Diez hombres sobre canes infernales mostraban caras estupefactas, mitad oscuridad, mitad una estatua humanoide. De algún modo, el santo de Perseo había proyectado el espíritu de la Gorgona al eidolon, así fuera de forma temporal. A ella no le afectaba, claro, la luz que despedían los ojos míticos de Medusa no podían alcanzarla. Hasta las Agujas Escarlata de Shaula estaban pendidas en el aire, frente a explosiones nacientes y extintas.

Llegó hasta la Quimera sin provocar el menor efecto en cuanto había tocado, como si ya no perteneciera en lo absoluto al universo físico. Al llegar, no obstante la anterior experiencia con Medusa, cerró los ojos. La esfera no estaba difuminando los colores, los estaba borrando junto al mismo espacio-tiempo, al menos en ese lugar; no podía esperarse menos de la técnica magna de Garland.

Se adentró a ciegas en la barriga, recordando la primera experiencia que tuvo como aprendiz al manto de Virgo. No era la Otra Dimensión de su primer maestro, actual Sumo Sacerdote, pero se le parecía. Un espacio extraño, ajeno al que los hombres conocían, donde un único mundo latía en medio del vacío.

Alguien le dio un coscorrón en la cabeza. Eso también le recordó al entrenamiento.

Desde el momento en que Akasha había salido del barco, sin decirle nada a nadie, La había seguido. Con dificultad al principio, no lo discutía, ya que no se esperaba que Akasha pasara de estar moribunda a alcanzar ese estado. Pero cuando se hizo a la idea de la situación, fue sencillo a llegar hasta aquella insensata.

—¿Qué crees que estás haciendo? —gritó la santa de Escorpio.

—¡Shaula! ¿Tú también…? —dijo Akasha, ganándose otro coscorrón.

—¿Eres tonta? Todos los generales hemos despertado el Octavo Sentido, al igual que el Sumo Sacerdote. Solo tú eras la excepción —explicó Shaula—. ¿Qué estás haciendo? Ahora mismo, cada movimiento tuyo es como si te estuvieras teletransportando. Podrías haber acabado en la otra punta del universo y caer allí agotada.

—Habría valido la pena —repuso Akasha.

—Si querías rescatarlos, pudiste pedir mi ayuda.

—Pensé que ibas a detenerme.

Con esas últimas palabras, lograron entenderse y centraron la vista en el planeta. Ambas ahogaron un grito al verlo, no con los ojos que mantenían cerrados, sino con el de la mente. Shaula se imaginó un mundo blanco como el papel, aunque era consciente de que en realidad no podría atribuírsele color alguno al fenómeno que estaba sucediendo, el final mismo de toda existencia. Akasha, por su parte, empezó a llorar sin dar explicación alguna, un momento sentimental para la Tejedora de Planes.

La fracción última de ese tiempo minúsculo en que Escorpio y Virgo se movían fue el momento preciso para actuar. Vieron cinco cuerpos flotando allá donde estuvo el planeta hacía un instante. Raudas, se los repartieron, yendo Shaula a por Hugin y Mera, mientras que Akasha fue a por Makoto y la última de los santos presentes, Hipólita. Aquel último acto, que Shaula desaprobó con gran enojo, las dejó al borde de la aniquilación, de modo que tuvo que hacer algo todavía más absurdo.

«Como le pase algo a Mera, tendrás que explicárselo tú a Icario —pensaba la santa de Escorpio al tiempo que depositaba los cuerpos de Mera y Hugin en sendas esferas formadas por Akasha. Esta la miraba, sin moverse—. ¿A qué esperas?»

Por supuesto, Akasha no iba abandonarla, así ella no tuviera la menor gana de suicidarse. A esas alturas tendría el cerebro tan congelado como el de Sneyder y no sería consciente de quién tenía un manto de oro y quién no, así que le disparó una Aguja Escarlata en el estómago, proyectándola tan lejos de aquel espacio, interior de la Abominación, que no le dejó más remedio que escapar.

«Yo te sigo luego, hay alguien más aquí.»

Y así era. A diez mil kilómetros de distancia, donde habría estado el núcleo del planeta si todavía hubiera allí uno, sentía un cosmos desconocido e inmenso.

El decimotercer Campeón de Hades.

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Solo Shun pudo ver el movimiento de Akasha y Shaula, ya que Garland estaba demasiado centrado en su labor. Pero no se quedó vigilando a aquellas jóvenes, sino que confiando en ellas desvió la mirada hacia la Tabla Rasa del santo de Tauro. La técnica había penetrado el velo de la realidad, permitiendo que Caos, fundamento de todas las cosas, se manifestara en el mundo. Una visión terrible que la mayoría de los hombres no debía tener, por lo que avisó, mediante telepatía, a todos los que combatían fuera para que mantuvieran cerrados los ojos y alerta el resto de sentidos. El que pudiera retirarse, que lo hiciera, pues ya todo estaba acabado. Así podía comprenderlo él, quien con unos ojos que habían visto cada rincón del Hades, tenía la dicha —o la desdicha—- de contemplar aquel vacío capaz de borrar toda existencia.

La Abominación fue desintegrada de un solo golpe, sin quedarle opción de recuperarse. Todo en aquella colosal criatura desapareció sin dejar rastro, como tampoco quedó nada de Reina Muerte. Había un hoyo en el espacio que antes ocupaban, el cual se iba cerrando conforme atraía la materia alrededor. El mar, el cielo y el hielo desaparecieron a varios kilómetros a la redonda, en toda el área que la barrera de Shun había aislado del mundo; el planeta, al no haber podido terminar de manifestarse, habría desaparecido como si nunca hubiese existido. Del mismo modo, aquel momento robado al espacio-tiempo, sería ignorado por la historia de los hombres, el Santuario y los mismos dioses.

Algo vino desde la Quimera, aterrizando en la cubierta del Argo Navis; el cosmos de oro ocultaba lo que sus carbonizados harapos dejaban entrever. Mediante telequinesis, hizo que los santos rescatados descendieran con el mayor cuidado posible.

—Akasha.

Tras ese lapso interminable en el que la Tabla Rasa de Garland fue ejecutada, el tiempo volvió a su normal transcurrir. Perseo, Pavo Real y Reloj, junto a Kiki, peleaban en diversos puntos distanciados entre sí, teniendo que lidiar al tiempo con los jinetes de armaduras negras y el desbocado eidolon de Zaon, que a falta de la Abominación era un sustituto adecuado para las tempestades que esta había desatado. Justo antes de que el invocador de tal demonio decidiera devolverlo al escudo, la horda enemiga fue tragada por la grieta dimensional, que ya se cerraba. Kiki aprovechó el momento para teletransportarse junto a los santos de plata hacia el barco, al tiempo que la maltratada isla de hielo que Pavlin creó para ellos desaparecía sin dejar ni una voluta de vapor.

Desde allí, bajo el cosmos protector de Shun, pudieron ver con ojos enrojecidos lo que había en lugar del mar de hielo y el cielo de Ra´s Al Ghūl. Nada, un espacio en blanco.

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Ese mismo escenario era percibido por Shaula, quien obcecada había avanzado por una distancia que ya no existía, queriendo atravesar el infinito con su finita velocidad. Hasta el manto de Escorpio se estaba deshaciendo bajo el vacío, que negaba su molesta existencia. Habría muerto, en verdad, si no se hubiese aferrado por instinto al Campeón de Leteo, un muchacho de su edad, desprovisto de prenda alguna, al que nada en el universo parecía poder herir. Su salvavidas. Su enemigo.

—¿Eres mi enemigo? —quiso preguntar Shaula, segura en ese campo protector que los abarcaba a ella y al chico. No sin vergüenza, llevó el dedo hasta el corazón del Campeón, quien enrojeció por el contacto—. ¿Eres enemigo de Atenea?

Si lo era, tendría que matarlo, así muriera ella también. Mucho se había hablado del mal augurio que implicaba el decimotercer Campeón. Por lo que ella sabía, aquel chiquillo podría ser Hades encarnado. ¡Podría estar abrazando al dios del inframundo!

—¿Quién eres, para empezar? —dijo Shaula, cambiando la pregunta.

—Mithos —titubeó el Campeón, temblando como el simple adolescente que aparentaba ser—. Hijo de Medea, princesa de la Cólquide, y de Jasón, príncipe de Yolco.

—Menudos padres… —murmuró Shaula, todavía aferrada al desconocido—. Si eres mi enemigo, yo tengo que matarte. Es mi deber como santa de Atenea.

—O lo m-mata o lo a-ama —tartamudeó Mithos, más rojo él que sus cabellos. Shaula sintió un aguijonazo de compasión por el chico, debía tenerle un miedo atroz para actuar así. Él, que los protegía del ataque de Garland, de la gravedad que debía hacerlos caer y del tiempo mismo, si es que eso era posible. Ya que pensaba en todas esas cosas, tardó más de la cuenta en entender lo importante. La frase que había dicho.

Si una mujer al servicio de Atenea era vista sin la máscara, tenía dos opciones. Eso, si no la llevaba, ella en cambio… ¡No la tenía! No tenía ni una pieza de metal, ni una tela de ropa cubriéndole desde los pies a la cabeza.

Abrió la boca para gritar, abochornada, pero fue Mithos quien habló.

—Si tú me a-amas —dijo el Campeón de Leteo, acercándosele, acariciándole el cabello y las orejas puntiagudas—. Yo te a-amaré a t-ti. Siempre.

Y con esa honesta declaración, la besó.

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El Argo Navis flotó sobre el espacio blanco solo durante un corto período de tiempo, para luego caer con suavidad a un mar inusitadamente calmo. El mismo océano que bebió las tierras infernales de Reina Muerte por miles de años ahora los recibía, cantando en su tranquilo oleaje la desaparición de la isla más cercana al infierno. En cuanto al espacio que desapareció por la técnica de Garland, había dejado de pertenecer al resto del planeta en el momento en que Shun levantó una barrera con cadenas de cosmos, cuando resultó evidente que enfrentaban a un enemigo capaz de llevar la ruina al mundo entero con solo existir. Y el método que usaron para derrotarlo no habría sido mucho menos dañino, por lo que había podido observar.

Dos personas, unidas entre sí en un beso y un abrazo eternos, cayeron desde un lugar imposible, la zona cero de la Tabla Rasa. Antes de que Shun pudiera pedir que alguien fuera a ayudarlos, Subaru de Reloj saltó del barco y corrió por las aguas a toda velocidad. También lo hizo poco después Lucile, quien saliendo de la cubierta, debió tener alguna clase de comunicación telepática con Akasha, lo bastante lúcida como para hacerla salir en pos de Shaula de Escorpio y quien sea que estuviera con ella.

Como ese acontecimiento robó la atención de todos en el barco, nadie pudo detener a una estela oscura que pasó atrás de ellos, llevándose el cuerpo de Hipólita.

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Se miró los brazos sin cicatrices, blancos, pero no pálidos. Detrás de la máscara dorada sonreía, aunque cada paso era doloroso. Tenía algo que decir. No a Azrael, que subía a cubierta con esa cara tan suya de ¿qué ha pasado, señorita? Tampoco a Kiki y los santos de plata presentes, que con tanto valor habían luchado y que ahora requerían descanso. No, quienes debían escucharla eran los hombres más sabios en aquel batallón, cualquiera de los dos era mejor que ella en más de un aspecto, pero habían olvidado algo, algo de importancia capital.

—Y nunca debéis olvidarlo —dijo con voz queda ante los expectantes Shun y Garland. Su cosmos dorado se apagaba como una antigua lámpara sin aceite; las siguientes palabras serían las últimas en mucho tiempo—. Los santos no mueren.

Akasha de Virgo cayó sin remedio con una sonrisa en los labios, sujeta por un totalmente aturdido Garland de Tauro.

«Tengo el poder para evitar las lágrimas —pensaba mientras se desvanecía—, y no he renunciado a la compasión. ¿Lo he hecho bien, Ichi?»

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Lucile y Subaru se detuvieron en un baúl que flotaba en el mar. ¿El mismo que estuvo en el avión? Era imposible saberlo. Allí esperaron pacientes a que los que cayeron llegasen hasta ellos, movidos por aquellas aguas tranquilas.

—Vaya que le gustan pequeños a la ninfa —soltó la santa de Leo al ver a Shaula, abrazada a un extraño sin prenda ni pudor alguno—. ¿Cómo se llamará el nieto de Ban?

Paralizada por completo, Shaula no supo responder, apenas teniendo fuerzas para librarse de los labios del extraño. Este, que la miraba con ojos soñadores, dirigió una mirada más hosca a los recién llegados, quienes solo podían ver la espalda de Shaula.

—Lárguese de aquí, bruja.

—¿Con esa boquita come pan, joven? —dijo Lucile, divertida—. Ay, cuando le diga a Nico que la chica que espiaba con disimulo se baña desnuda con un extraño…

Mithos estuvo a punto de responder, pero Shaula lo calló clavándole las uñas en su espalda, tan humana como la de cualquiera más allá de su cosmos defensivo.

—¡Tu amiguita Akasha no iba mucho mejor vestida allá arriba!

—¡Qué cosas habrás visto en mi querida amiga, ninfa golosa! —clamó Lucile entre risa—. Todo lo quieres para ti. Niños, hombres y mujeres, de todo quieres probar.

—¡Basta! —gritó Shaula, impedida. Tal y como estaba, no se atrevía a soltarse de Mithos y quedar expuesta, pero tampoco le gustaba estar así junto a aquel chico que temblaba por el acoso de una extraña. Ya ni siquiera pensaba en él como el Campeón del Hades que el Santuario llegó a temer, sino en la situación, la más vergonzosa situación posible—. Subaru, haz algo.

El santo de Reloj, contento de haberla encontrado, se ahorró las bromas habituales e hizo calculados movimientos con las manos, dibujando un reloj en el aire. Este, acaso ilusorio, vio moverse las manecillas en sentido contrario, al tiempo que el aniquilado manto de Escorpio volvía a su apariencia original, intacto. También la máscara le ocultaba la cara, modulando los gritos que más tarde soltó.

—¡Tenías que haber hecho eso desde el principio! —se quejó Shaula.

—Ay, qué ninfa tan descarada —insistió Lucile—. Ella vestida de metal y su amante enseñando las vergüenzas. ¡Cuídate, pequeñín, la infancia es un tesoro!

Por toda respuesta, Mithos le lanzó un gruñido, divirtiéndola. Debía odiarla tanto como cualquier otra persona en el mundo, entre los que la gritona Shaula se encontraba.

Separándose con cuidado, casi a modo de disculpa, del tribulado chiquillo, la santa de Escorpio giró hacia Lucile y Subaru, con los puños en alto.

—¡Lucile de Leo, juro que un día te mataré, te asesinaré y te destruiré!

La aludida rio con más ganas, dejando la réplica al santo de Reloj.

—Señorita Shaula, ya le he dicho que no la va a destruir. Mejor descanse. Ahora que ha pasado por la situación más vergonzosa posible, le espera una hora en la que no seremos útiles para nada. ¡Ningún combate a la vista!

Tal fue el augurio de Subaru, que como todos los demás, fue del todo certero.

Notas del autor:

Ulti_SG. Típico, los santos de bronce y plata luchando para salvar a alguien mientras los santos de oro se quedan mirando por si a lo mejor aparece otra cosa más peligrosa, aunque los fuegos artificiales de Shaula se dejan ver. Luego, Kiki nos demuestra que es algo más que el mejor herrero del planeta con una técnica de lo más particular y dos santos de oro hacen gala de habilidades médicas y de enfermería fuera de cámara.

Qué simpática coincidencia, se ve bastante bien. Parte de la diversión de escribir una historia a lo largo de los años y publicar hasta el final es descubrir que ideas similares salen en obras que van saliendo en ese tiempo.

Vivimos en tiempos oscuros en que los monstruos se convierten en jovencitas de tres kilómetros y con un planeta en la panza. Bueno, eso último no, ¿dónde tenía la cabeza?

Con este capítulo concluimos el arco 2, Neptuno. ¡Muchas gracias por el apoyo constante!