Interludio
Más allá del mundo, del espacio exterior, y del océano que los hombres llaman tiempo, en el centro de todo cuanto los dioses crearon, se halla la soñada eternidad. Un rincón en la existencia tejido por incontables vidas, mortales e inmortales; la Historia bendecida y maldecida por los héroes de antaño, se materializa en este lugar legendario. La isla de los Bienaventurados, desde donde las leyendas, hoy durmientes, brillan.
Ningún sol brilla sobre la superficie; tampoco lunas o estrellas, pues la noche es ajena a esta tierra infinita, siempre verde, sujeta a una primavera eterna. La inagotable luz no procede de algo que el hombre moderno pueda entender, sino del éter. El cielo, claro y sereno, debe su color y brillo a esta sustancia, quintaesencia del universo, materia divina que forma los sueños. Es gracias a este don de los dioses, que la oscuridad es casi un mito en estas tierras, donde cantan dichosas las ninfas del crepúsculo.
—Una mancha en el paraíso —dijo Caronte de Plutón al que se sentaba en el trono de Marte, recurriendo, como era debido, a la Lengua de Plata. Un hombre hecho de fuego, envuelto por la túnica de un sacerdote—. ¿Ese es mi papel? Es patético. No lo acepto.
En la ausencia de respuesta, el custodio de Marte edificó su burla. Caronte, acostumbrado a aquel trato, se limitó a pasar la mano sobre su rostro, como conteniendo un fuerte dolor de cabeza, o más bien uno de sus ataques de ira. Para cuando volvió a mirar, el ser de llamas había desaparecido, mientras que una figura transparente y humanoide se estaba acomodando en el trono de Neptuno. A Tritos de Neptuno le rodeaba una característica aura aguamarina, y no especialmente tranquila.
—Sé lo que dirás —se adelantó Caronte. Dejó caer los brazos sobre los lados del trono de Plutón, a la vez que se recostaba en el respaldo, listo para la reprimenda.
—Si ibas a ponérmelo tan difícil, habría sido mejor decirme que no hiciera nada —dijo Tritos, con un tono entre quejumbroso y de enojo—. ¿Quieres guerra, o el favor de Atenea y Poseidón? Sé claro y directo, y así te puedo ayudar en vez de perder el tiempo. Si nuestro comandante se enterara de que no estás cumpliendo con tu deber…
—Léeme la mente —sugirió. Miraba al cielo, sintiendo el refrescante viento sobre el rostro; Céfiro traía un aroma desconocido para la Tierra, uno que nadie podría disfrutar sin más tarde olvidar su vida entera, luego de un momento de gran placer y felicidad. Agradeció ser quien es, y hasta sintió lástima por los mortales, prisioneros del tiempo.
—Poder leer un libro y querer hacerlo son dos cosas distintas. ¿Es que eres demasiado vago como para defenderte tú mismo?
—Has pasado demasiado tiempo en la mente de Oribarkon.
Con un ademán, Caronte le indicó que se callara. Luego dirigió la palma de la mano izquierda hacia el sinfín de nebulosas en torno al que giraban los nueve tronos de los Astra Planeta. El Portal del Tiempo reaccionó tal y como podía esperarse, enviando a Tritos imágenes y sonidos de todas las intervenciones de Caronte en el mundo de Akasha. Era mucha información, pero la mente del regente de Neptuno la procesó en una ínfima fracción de segundo, pues no era un mero hombre, sino un semidiós, uno de los nueve campeones del Olimpo.
—Leteo es uno de los ríos del Hades —observó Tritos. Caronte asintió—. Tú manipulas los ríos del Hades. —Caronte volvió a asentir, optando por reposar la cabeza en la mano izquierda; la mejilla sobre el puño y dos dedos en la sien. Parecía interesado, o bien solo se estaba burlando de su compañero—. ¿Esperas que crea que no tuviste nada que ver?
—Ambos sabemos que no importa quién tuvo que ver —cortó con no poco cinismo—. Dices que te han puesto las cosas difíciles, es decir, que no lo han estropeado todo.
—Si no me hubieses negado intervenir directamente, hasta habría podido lograr que mi respetable maestro —las últimas palabras sonaron en la mente de Caronte como una especie de auto-censura— dejara de ser tan terco.
—Hace años estuve en la misma situación, y sin tu ingenio —le recordó Caronte—. Hacer realidad un castillo y doscientos caballeros negros no es problema. Tratar de replicar al Segundo Hombre utilizando a santos de Atenea es historia aparte, si nuestro comandante se enterara…
—Nos lanzaría al Tártaro —completó Tritos—. A mí por arrogante y a ti por voyeur. No logré convencer a Oribarkon, tampoco a la leona de oro. Es demasiado lista y peligrosa, esa mujer. Me preocupa lo que pueda hacer.
—¿También vas a culparme de eso? —adivinó Caronte. En verdad, Tritos había pasado demasiado tiempo en la cabeza de Oribarkon, divagaba como un viejo senil—. Ve al grano, amigo mío, hasta para nosotros el tiempo es algo valioso.
—Centré mis esfuerzos en la chica de Virgo —prosiguió Tritos, ofuscado—, una tarea harto difícil, debo decir. ¡Es tan parecida a la primera portadora del sexto manto zodiacal! El mismo cuerpo, los mismos delirios que cree sueños realizables y acaso el mismo rostro. Sea como sea, era mi mejor baza a esas alturas, por eso la protegí cuanto pude y hasta la saqué de Leteo antes de que llegara al Camino de los Dioses. Estábamos a demasiada profundidad como para que pudiera impedir que el río del olvido le sorbiera algún que otro recuerdo, así que no me molesté en evitarlo. Le introduje una idea, lo bastante simple para que perdure así haya olvidado cualquier otra cosa, la de buscar la paz por encima de cualquier cosa. Eso incluye la venganza.
—Eso quiere decir que Leteo no es excusa para que no evite la guerra —advirtió Caronte, interesado—. ¿Es por eso que le has dado la llave de la prisión de uno de los dioses más poderosos del Olimpo?
—No le he dado la llave —corrigió Tritos. A pesar de la ausencia de rasgos en la faz, Caronte creyó percibir una sonrisa triunfante—. ¡Le he dado las llaves!
xxx
Azrael no recordaba cuánto tiempo había estado mirando la puerta. Tanto podían ser minutos como horas, incluso la totalidad de la mañana. Un par de veces, el doctor trató de sacarlo de su ensimismamiento, y otros tantos intentos corrieron a cuenta de una enfermera. Al fin, fue un presentimiento lo que lo llevó a agarrar el pomo y tirar.
La habitación era sencilla, de paredes blancas con no más adorno que un cuadro de algún paisaje que desconocía, y un jarrón con flores blancas cerca de la cama, sobre un mueble de tres cajones. Tenía una ventana que daba al exterior, recién abierta de modo que dejaba entrar soplos de aire frío. Mientras avanzaba para cerrarla, tropezó primero con unas sábanas tiradas en el suelo, y luego, en lo que trataba de recuperar el equilibrio, chocó el pie contra el mueble. Aquella danza lo llevó a casi tirar el jarrón con todo y flores, y aunque se veía ridículo en aquella postura —apoyándose sobre un único pie, encorvado y sujetando el jarrón por encima por con los dedos de una mano; el otro pie encima de la ventana—, disfrutó la risa que había provocado.
—No sabía dónde estaba, iba a saltar —se disculpó Akasha de Virgo. Estaba sentada en la única cama de la habitación, despeinada y cubierta por ropas de hospital y la infaltable máscara dorada.
—Debió llamarme —dijo Azrael, cerrando la ventana y colocando el jarrón en su sitio—. ¿Qué es lo último que recuerda? —Todo cuanto pensaba decir se había esfumado al oír las últimas palabras. Ella no sabía dónde estaba.
—Todo, creo. La isla de las Greas, el encuentro con Julian Solo y el líder de Hybris, la misión en Bluegrad, la aparición de Sneyder y la batalla en Reina Muerte. He sido muy temeraria estos días —dijo a modo de disculpa, riéndose—. ¿Cuánto tiempo ha pasado?
—Seis meses.
Azrael tardó en poder decir más. Todos los implicados en la batalla contra la última Abominación presentaban casos de pérdida de memoria. Nada grave, en principio, si se exceptuaba a Icario, quien había olvidado toda una vida dedicada al combate. Hasta ese momento, Azrael había llegado a creer que Akasha despertaría en la misma situación. Y a decir verdad, no pensó en ello como algo que debiera temer, no si eso la alejaba de luchar por quienes no hacían otra cosa que ponerle trabas y condenarla. Un pensamiento que ahora lo avergonzaba profundamente. Akasha luchaba por lo que creía, no porque alguien se lo dijera. Esa era la vida que había escogido y a lo largo de la cual debía asistirla, como siempre. Por tanto, decidió alegrarse; era bueno que ambos estuvieran preparados para enfrentar los acontecimientos en los que ellos mismos se habían envuelto. No había tiempo para prolongadas explicaciones sobre el pasado.
—Seis meses —repitió Akasha, sorprendida.
—Todos están vivos, señorita —se apuró en decir Azrael—. Makoto, Hugin, Mera e Icario se están recuperando en este hospital. Todos estamos en Bluegrad, aunque el médico real no ha podido atender a nadie. La edad…
—Los santos no mueren —le interrumpió Akasha, a lo que Azrael asintió comprensivo—. ¿Qué ocurrió con Kiki y Ban?
—Kiki está revisando el proyecto Edad de Hierro en Japón y Ban se encuentra todavía en Alemania. Lo último que supe de él es que está siendo vigilado por el santo de Cerbero. Comparte celda con Can Mayor, bajo sospecha de traición.
Al decir aquello, Azrael se dio cuenta de qué tantas cosas habían ocurrido mientras Akasha estaba en coma, agotado el espíritu por una batalla ya olvidada por la mayoría. Le contó cómo Shaula, Sneyder, Garland e incluso Shun fueron llamados al Santuario, mientras sus subordinados pasaban a ser considerados ovejas negras en el rebaño. De forma no oficial, por el momento, se les señalaba como culpables de conspirar para liberar a Poseidón. Emil y Lesath fueron requeridos para testificar sobre lo acontecido en Bluegrad tan pronto como se recuperaron, sin que hubiera hasta ahora noticia alguna de aquellos. Otros que habían pasado poco tiempo en el hospital, como June, Zaon, Pavlin y Nico, se habían marchado también, no para responder a acusaciones que consideraban infundadas, sino para aprender de los errores cometidos. Volverse más fuertes. Azrael terminó la breve exposición, en la que se centró en revelar lo ocurrido con los santos de Atenea, contando el irrisorio uso que se le había dado al Argo Navis en esos seis meses. Llevaba todo ese tiempo anclado al puerto de Rodorio, sin que nadie se le acercase, como si estuviera embrujado.
—El mundo gira delante de mí, y yo me atrevo a cerrar los ojos —se lamentó Akasha, con una mano sobre la máscara dorada. La otra, la izquierda, la llevó hacia el estómago. Ambas, sin guantes—. ¿Qué ocurrió conmigo?
—Garland presentó la denuncia al Sumo Sacerdote, que la desestimó, debido a que de alguna forma pudo superar el Lamento de Cocito. —Para no perder los estribos, Azrael debía apretar los puños con fuerza. Era mucha la rabia que sentía desde que supo de aquella decisión—. La señora Shaula me dijo, antes de marcharse, que despertasteis el Arayashiki, el Octavo Sentido, que eso pudo haber roto la maldición. Sea como sea, todavía tenía graves daños internos cuando llegó al hospital, falta de fuerzas. Los médicos hicieron todo lo posible, ya que Néstor no estaba presente y el Santuario negó mi petición de usar la Fuente de Atenea… —A esas alturas, había apretado tanto los puños que ya no le dolían, sangraban—. Señorita… Su útero…
Tal y como había hecho un par de veces antes, se llevó las manos al rostro enmascarado. Azrael intuyó la pregunta detrás de aquel gesto. La Ley de la Máscara.
—En este hospital trabaja un médico de la Fundación, señorita, él y la enfermera que estuvo a su cargo son conscientes de las normas del Santuario.
—Bien —musitó, aún con los dedos palpando el metal dorado. Parecía algo distraída—. Siento que me arde, aquí. —Colocó ambas manos sobre el vientre.
La puerta se abrió de repente, pasando la enfermera, de nombre Mimiko, para revisar que todo estaba bien. Mientras la japonesa le hacía Akasha las preguntas de rigor, Azrael daba vueltas a una forma de animarla. Tenía que cambiar de tema.
—No sé nada de Sneyder, Garland y Shun desde la batalla en el Pacífico —reconoció tiempo después de que se cerrara la puerta—, pero en cuanto a la señora Shaula y ese chico que va siempre con ella… No el nuevo, sino el otro, el santo de plata… Claro que el nuevo también es un santo de plata… ¡Demonios! —Se aclaró la garganta al tiempo que Akasha reía de nuevo, disfrutando los despistes de un abochornado asistente—. La señora Shaula llevó consigo al decimotercer Campeón del Hades, Mithos, hasta el Santuario. Se les permitió salir hace dos meses, por lo que sé, Mithos es ahora el santo de Escudo y acompaña a la señora Shaula a todas partes, como Subaru de Reloj. ¡Ese era el nombre! —exclamó, más contento de lo normal—. En este tiempo, para lavar las faltas de todos los que están bajo vigilancia, la señora Shaula ha hecho cosas geniales.
—¿Cosas geniales? —repitió Akasha, un poco seria.
Azrael no pudo notarlo, de pronto estaba muy emocionado. Le brillaban los ojos y entre explicación y explicación pegaba saltos y daba puñetazos al aire.
—Son como los tres mosqueteros, invencibles. Mithos defiende, Subaru sana y Shaula ataca sin reparar en nada más. Eliminaron a un Campeón de Hades y ni siquiera sabemos cómo se llama. Derrotaron a Adremmelech, el Caballero Sin Rostro, y también a Ícaro, el caballero negro de Sagitario. Oh —exclamó de nuevo Azrael, golpeándose la frente—, no le había hablado de él. Es el hijo de Hipólita, aquel que la hirió, según sé. ¡La señora Shaula la vengó con creces! Le dio un golpe, y otro, y otro más, a la velocidad de la luz, hasta que tuvo que retirarse con el rabo entre las patas. Todos en el Santuario celebran esas hazañas ahora y poco a poco olvidan el resentimiento que tienen hacia la división Andrómeda. ¿Sabe por qué? ¡Porque Hybris se ha rendido! El líder, Altar Negro, ha llegado a un acuerdo con el Santuario. Cualquier día de estos podríamos ver regresar a los supervivientes del Cisma Negro. ¿No es fantástico, señorita? ¡Las tornas han cambiado, a la velocidad de la luz!
Para ese momento, Akasha había bajado la cabeza hasta el pecho, con el pelo revuelto cubriéndole la máscara, así que lo siguiente que dijo sonó apagado.
—Yo también puedo atacar a la velocidad de la luz.
—¿De verdad, señorita? —dijo Azrael con asombro.
—También puedo destruir átomos y hacer otras cosas geniales… —A media frase, Akasha sacudió la cabeza—. Desde el día en que desperté el Séptimo Sentido…
Azrael asintió, recordando las charlas de entonces. Sobre cómo veía a los santos de bronce como artillería con consciencia y a los de plata como fuerzas de la naturaleza vivientes. Cuando le contó lo que uno de oro podía hacer, quedó mudo.
—Admito que pensé que era una hipérbole —dijo el asistente, inclinándose a modo de disculpa—. La velocidad de la luz. Parece cosa de dioses.
—Los dioses crearon el universo, nosotros solo lo habitamos —replicó Akasha, mientras se golpeaba las mejillas por alguna razón—. Nuestro poder es el del universo, su obra, latente en las constelaciones, que no son más que el pasado del mundo inmortalizado en el firmamento. Pero seguimos siendo solo una parte de la Creación.
¡Qué tonta se había vuelto por unos meses de sueño! Azrael trataba de animarla, distraerla de los duros momentos que habían pasado y los que estaban por venir, y a ella solo se le ocurría hablarle de asuntos que él nunca podría vivir, del mundo que un santo de oro veía después de despertar. Era mejor no hablarle de la breve e intensa experiencia que obtuvo al despertar el Octavo Sentido, que en la mente de Azrael no debía pasar de aquel estado en el que un moribundo podía evadir las leyes del Hades y regresar al mundo de los vivos. Si le decía que había superado la velocidad de la luz, como poco, se desmayaría allí mismo de la impresión.
—Si un santo de plata encarna la naturaleza del mundo —masculló Azrael, ajeno a sus elucubraciones—. Los santos de oro representáis la naturaleza del universo, los fenómenos que ocurren más allá de este mundo.
—Es una definición interesante —decidió decir Akasha, tomando la mano que Azrael le tendía para levantarse. Posando los pies sobre las zapatillas que había dejado allí la enfermera, añadió algo mientras caminaba hacia la ventana—. Si eso te ayuda a entendernos, está bastante bien, Azrael.
Fuera del hospital podía a verse a un hombre, ya no con el negro del luto, pero todavía ataviado con ropas oscuras, distintas a las que usaba de joven. Julian Solo venía hasta ella para sellar el pacto que realizaron seis meses atrás. Sin dejar de seguir el recorrido del antiguo avatar, Akasha se dirigió a Azrael.
—Te doy las gracias por estos minutos de paz. Ojalá pudieran ser horas, tal vez días. Pero el tiempo escasea, ¿me equivoco?
—Así es. Hay una tarea que solo usted puede completar, una que lleva gestándose desde hace cinco años. Solo hay un detalle que no habíamos calculado.
Y menudo era aquel detalle, que conocían gracias a que Lucile había insistido en inmiscuirse en todo aquel asunto. A pesar de que la leona de oro hizo público el descubrimiento, lo bastante importante como para determinar la reunión que les esperaba más allá de aquella habitación, ni Azrael ni Akasha la consideraban una traidora. Seguía siéndoles leal, como siempre, solo que a su manera.
—Si los ejércitos de Atenea y Poseidón se unen, no tendremos nada que temer de las huestes de Hades —dijo Akasha—. ¿El Santuario está de acuerdo?
—El Sumo Sacerdote estuvo aquí —dijo Azrael, citándole después—: «Autorizo a Akasha de Virgo a decidir sobre esta cuestión, siempre y cuando tome responsabilidad por las consecuencias de sus actos.» Eso es lo que dijo. Claro que eso es puro formalismo. En realidad la decisión estaba en sus manos desde un principio.
—Según Lucile —apuntó Akasha, caminando hacia la puerta. Mientras Azrael la abría, haciendo un gesto de asentimiento, algo en ella la animó a hacer una pregunta maliciosa—: ¿En estos meses se te pasó por la cabeza unirte a los tres mosqueteros?
—Me temo que sigo siendo Azrael, el asistente, no D´Artagnan. Como tal, debo asistirla, en la juventud y en la vejez.
—En la salud y en la enfermedad —bromeó Akasha—. No sé si podrás aguantarme cuando envejezca, si ya a mi edad estoy hecha un desastre.
—Aceptaré ese desafío, señorita, como buen soldado y mejor asistente.
Salieron de la sala con esa descuidada declaración. Akasha rio, y Azrael, castigado por ese sentido del humor suyo, estornudó un buen rato en pleno pasillo del hospital.
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Por largo rato, Caronte y Tritos observaron una única escena en el Portal del Tiempo. ¿El lugar? La cafetería de un hospital en Bluegrad, destinado al tratamiento de los guerreros azules y, de un tiempo a esta parte, también de los santos de Atenea que el Santuario marcaba como apestados. No tenía nada especial en el decorado, y aun si lo tuviera, ninguno se habría interesado. Si acaso, destacaba el camarero, demasiado hosco y fornido para ser un simple empleado. La única enfermera presente en el lugar lo miraba de soslayo, acaso sospechando algo, hasta que un viejo conocido ataviado con ropas de hospital y con una mano vendada la saludó. Lo más interesante que podía extraerse del rato que estuvieron charlando eran sus nombres, Mimiko y Makoto.
Diez minutos pasaron sin que ocurriera nada relevante, así que Tritos aprovechó para extenderse sobre su plan. Según creía, Akasha de Virgo no necesitaba despertar a Poseidón en una época en la que Atenea aún no había nacido. Su temeraria propuesta sin duda se debía a la futura invasión de las huestes del Hades, que había descubierto mediante el Ojo de las Greas. Pensando en ello, y aprovechándose de una diferencia de opiniones entre Oribarkon y el Segundo Hombre, duplicó el ánfora de Atenea después de robarla. Dejó una copia en manos del último de los telquines, y la otra se la llevó a Alemania, a un lugar que había cubierto de ilusiones: el castillo Heinstein, el grupo de caballeros negros que había creado para invadir isla Thalassa y un disfraz que no sirvió de nada. En ambos lugares expuso la misma propuesta, paz a cambio del ánfora de Atenea, si bien debió convencer a Oribarkon de que la elección de entregarla estaba en sus manos. Logró su cometido, desde luego. Por una parte, introdujo en la mente de Akasha la semilla de una idea que ella luego recordaría como suya; por otro, a Lucile le dio una superficial explicación sobre sus poderes, de cómo la ilusión se volvía realidad si el observador se la creía, de modo que ella entendería mejor que nadie el sistema detrás de las dos ánforas. Ambas reales, ambas falsas.
Tal y como previó, Lucile de Leo explicó ese sistema al Santuario. No por genuina bondad, sino para dejar claro al Sumo Sacerdote que Akasha era la única que podía tomar esa decisión. El ánfora que ella decidiera, sería la real, volviéndose la otra una falsificación sin importancia. La muy canalla se inventó que Poseidón sería liberado si optaban por la opción más simple, que era matar a Akasha mientras dormía.
—Desconfío del Sumo Sacerdote, en verdad desconfío —dijo Tritos—. Ella es una muchacha, una niña si me apuras, y si lo piensa con detenimiento, le basta con entregar la réplica y ocultar la auténtica un par de siglos más. Julian Solo cumplirá su palabra, ofreciéndole el servicio de su ejército, y si jugamos… si juegas bien tus cartas —se corrigió—, aportarás a nuestra causa dos órdenes sagradas, en lugar de una.
—Sigues sin explicar qué loco pensamiento te impulsó a usar la apariencia de un hombre bendito por los dioses —dijo Caronte—. ¿Qué esperabas lograr si el león de bronce y la leona de oro te reconocían como el Segundo Hombre?
—Me reservo esa información —contestó Tritos—, así como tú escondes haber adelantado la manifestación de Leteo en la Tierra.
Al son de tales palabras, como si el Hado estuviera atento a ellas, se abrieron las puertas de la cafetería, dando paso a un hombre que ambos conocían. Vestía una larga gabardina blanca con el cierre al costado izquierdo y doble cola que llegaba a la altura de los pies; los pantalones, las botas y los guantes, eran del mismo color, en contraste con el pelo negro. Cargaba una caja alargada en una mano, y bajo el otro brazo, un periódico. Resultaba hilarante. El hombre que por tantos años se ocultó entre las sombras sin que pudiera localizársele mediante el Portal del Tiempo, aparecía ahora sin más, como si fuera una persona normal. Tritos buscó una explicación, y sin necesidad de adentrarse en su mente, pozo de maldades sin fin, la encontró en la sonrisa curva. Una de las teorías sobre la dificultad en localizar al Segundo Hombre a pesar de que no era el siervo más relevante del Hijo, era que se trataba de un don otorgado por los dioses en la era mitológica. Otra, poco extendida y convenientemente defendida por Caronte, era que el Segundo Hombre recurría al poder de Leteo para hacer olvidar al mismo universo su presencia en los lugares que frecuentaba. Seguía siendo algo demasiado rebuscado y conveniente para Tritos, pero probable: más que Caronte, quien se había esforzado en buscar una alianza, el Segundo Hombre tenía motivos para impedir que los Astra Planeta y los santos de Atenea se entendieran.
El recién llegado tomó asiento en una de las mesas del centro. Solicitó tres cafés al camarero, dejó el paquete en la mesa y abrió el periódico. Pasó con la lectura un par de minutos, hasta que llegaron nuevos visitantes.
Tanto Caronte como Tritos esperaban la llegada de Julian Solo, y no se sorprendieron. Si acaso, el regente de Neptuno demostró curiosidad por las oscuras ropas que vestía el ya maduro avatar de Poseidón. Le seguía Sorrento, también sombrío; el otrora general del Atlántico Sur iba desprotegido, al igual que su señor, con excepción de una flauta mágica. Tritos supo detectarla, camuflada en un estuche oculto en la chaqueta.
Se sentaron en el otro extremo de la mesa. Ni dirigieron palabra alguna al Segundo Hombre, ni viceversa, generando en los expectantes Tritos y Caronte la sospecha de que, así como ellos no esperaban la intervención del primero en llegar, tampoco Julian Solo y Sorrento; era un extraño en la reunión que estaba por darse, tal vez alguien desesperado que ya solo le quedaba jugar su última carta.
—No sé si debería preocuparme —comentó Tritos, que conocía de primera mano la labia del Segundo Hombre.
—La niña de Virgo lo detesta —aseguró Caronte, por mucho tiempo vigilante de todos los actores de la obra que estaba a punto de terminarse—. Tanto como a mí.
Transcurrieron otros diez minutos antes de que una nueva visita rompiera el mutis que los tres clientes habían creado en el recinto. Akasha, uniformada como una oficial militar, hacía acto de aparición junto a Azrael, su fiel asistente. Cada uno llevaba en brazos una urna igual a la otra; el ánfora de Atenea y su réplica. Tritos empezaba a preocuparse, perlado de sudor, y Caronte, sin lucir expresión alguna, tamborileaba uno de los brazos del trono de Plutón.
—Bienvenida.
El Segundo Hombre fue el primero en saludar. Luego de cerrar el periódico, se levantó y le extendió la mano. Fue un gesto estrafalario, ya que Akasha aún estaba lejos. Cuando llegó a pocos pasos de la mesa, se limitó a mirar al sujeto vestido de blanco mientras colocaba la urna que llevaba al lado de donde Azrael dejaba la suya, lo bastante cerca como para que Julian las viera con toda claridad. Se irguió, sin dirigir palabra a nadie y sin mostrar la menor intención de devolver el saludo.
—¿No me recuerdas? Soy Altar Negro, líder de Hybris —se presentó enseguida el Segundo Hombre, todavía con el brazo extendido—. Tuvimos una reunión el año pasado. En resumen, discutimos sobre la maldad del mundo y las maneras de lidiar con ella. Yo propuse el extermino selectivo, tú un cambio global en la forma de pensar de las personas, y nuestro amigo mutuo —añadió, mirando de soslayo a Julian Solo—, el castigo divino, genocidio con palabras bonitas.
Esperó un rato más, paciente, antes de rendirse y bajar la mano. Él y Akasha tomaron asiento a la vez, justo en el momento en el que el camarero trajo los tres cafés. El joven de la mano vendada, desde detrás de la barra, veía todo con enojo, notando en la previa petición de Altar Negro una nada sutil ofensa hacia Akasha y todas las santas de Atenea, siempre con el rostro oculto bajo una máscara.
—Es todo un detalle, caballeros —intervino Azrael. Tomó la taza de café junto al platillo con una amplia sonrisa—. Como un mero espectador, no me lo esperaba.
Y con tales palabras, se retiró unos pasos con el café. Julian Solo y un perplejo Altar Negro tomaron los suyos. Tritos, vigilando todo desde el azulado trono de Neptuno, no pudo evitar soltar una risa que, por supuesto, ninguno de los presentes escuchó.
—El señor Julian espera una explicación —dijo Sorrento, señalando las dos urnas—. ¿Qué significa esto?
—El ánfora de Atenea y una imitación —respondió Akasha—. Tuvimos muchos inconvenientes a la hora de cumplir nuestra parte del trato. Para no aburriros con los detalles, diré que un antiguo siervo de tu señor, tu verdadero señor —acotó para evitar confusiones—, Oribarkon, la obtuvo y el Santuario la tomó de él.
—Demasiados detalles —murmuró Caronte.
—Hoy estás poco lúcido, mi buen amigo —dijo Tritos—. Siendo sincera sobre temas irrelevantes, puede ocultar una gran mentira. Solo tiene que ofrecerle la falsa y yo haré desaparecer la real, dando a entender que no lo era —se explayó, optimista.
—Son idénticas —comentó Julian Solo, quien ya se había terminado el café—. ¿Acaso puedes decirnos cuál es la real?
—Podría, pero ¿me creeríais? —cuestionó Akasha, sorprendiendo no solo a los presentes, sino también a Caronte y a Tritos, sobre todo este último—. Si estoy aquí, es porque nadie en el Santuario, ni siquiera aquellos que enfrentaron a Poseidón y sus generales —subrayó con un orgullo que estaba fuera de lugar—, puede distinguir una de otra. La razón es simple: las dos son ilusiones.
—¿Esto está dentro de tus planes? —preguntó Caronte, mirando a su compañero de reojo. Tritos no se atrevió a contestar.
—Explícate —pidió Julian Solo, juntando ambas manos. Mostraba claro interés por el asunto, así como por la franqueza de Akasha. Al empresario no le faltaba inteligencia para entender lo conveniente que sería toda aquella situación si se ocultaban los detalles. Sorrento era su único seguro para las ilusiones que podía esperar del Santuario, pero el antiguo general tampoco distinguía una urna de otra. Los dos estaban en manos de Akasha de Virgo, al menos de momento.
—La que yo considere real, será la real, mientras que la otra automáticamente se convertirá en una falsa. Un truco relacionado con las Artes de Plata o poderes psíquicos, en el que la barrera entre realidad e ilusión queda en manos de un observador tercero.
»Yo ya he tomado la decisión, lo juro en el nombre de Atenea, mi señora, y de los dioses. Sin embargo, soy consciente de que tenéis razones para desconfiar de mi palabra —apuntó, dirigiéndose a Julian y Sorrento—, y es por eso que propongo que la última elección esté en manos del más interesado.
Al término de su breve exposición, Akasha creó un silencio muy distinto al que precedió su llegada. Tenso, extraño. Sorrento parpadeaba sin control, y al menos en tres ocasiones quiso hablar, callando al no encontrar las palabras. Altar Negro —el Segundo Hombre en el que Caronte y Tritos tanto se interesaban— soltó una risita, mientras que Julian Solo se limitó a mantener una mirada fija en la máscara dorada, como buscando adivinar la expresión que se hallaba detrás del metal.
—Eres terrible en los negocios —dijo Altar Negro—. ¿Estás segura de que sirves a Atenea y no a Hermes, mensajero de los dioses? ¡Prometiste el ánfora de Atenea a cambio del favor de Poseidón! Y ahora quieres ganar todo ofreciendo nada.
—Ofrezco la oportunidad de liberar a Poseidón un par de siglos antes de tiempo —se defendió Akasha, sin titubeos—. Este método protege el trato de cualquier engaño de parte del Santuario, que a buen seguro habrá previsto quien es avatar del dios con el que Atenea y los santos han combatido desde la era mitológica.
—Te veo más segura de ti misma hoy —dijo Julián Solo, adelantándose a Sorrento—. Tu resolución es admirable, y debo decir que cuando entraste a este lugar, habría confiado en que me entregabas la auténtica. Sin embargo, ya que me ofreces esta alternativa, debo pedir que hagas un juramento por Estigia.
—Hombre listo —dijo Caronte con una leve y cruel sonrisa, divertido ante la palidez de quienes observaba. Fue especialmente satisfactorio ver temor en el Segundo Hombre ante la sola mención de Estigia.
—Solo los dioses juzgan en su nombre —dijo Akasha.
—También el representante de un dios lo hace —dejó caer Julián, con una doble intención que Akasha no supo captar en el momento—. ¿Es creíble que una mujer que está a punto de liberar al némesis de su diosa, jure en su nombre? Deseo estar seguro, contra toda duda mía o de mis allegados, de que solo el azar afectará a mi decisión. Jura que de estas dos urnas una es la verdadera, y que lo seguirá siendo aun si la escojo.
—Lo juro en el nombre de Estigia —concedió Akasha, de nuevo sin dudar, sin el menor temblor en todo su ser. Lucía completamente segura del camino que estaba siguiendo.
—Inesperado —admitió Caronte—. Tu sistema se ha vuelto inútil. Cambia las reglas.
—No puedo —contestó Tritos, bastante sorprendido del sendero que estaba tomando Akasha—. Soy tus ojos y tus oídos, no tus manos —parafraseó—, así que el cambio entre ilusión y realidad no podía estar en mis manos, sino en las de otro. ¡Si hubiese podido usurpar la identidad del Segundo Hombre y dejar de ser Tritos por un solo día!
—Yo, Julian Solo, avatar de Poseidón, dios de los mares, acepto tu juramento, Akasha de Virgo, en este día representante de Atenea, diosa de la guerra.
Sin más ceremonias, señaló una de las urnas, la que estaba a su derecha. Fue inesperado para todos, como tantas cosas que habían ocurrido en tan escaso tiempo. Cualquiera supondría que Julian Solo se tomaría su tiempo en decidir, quizá llegando al extremo de llevarse ambas urnas a casa y esperar un par de días. No fue así; eligió la que creía el ánfora de Atenea como el que tira una moneda al aire.
—Siendo así —intervino Altar Negro, levantándose bruscamente. Julian Solo impidió que Sorrento lo detuviera, y Azrael ni siquiera logró rozarle la manga antes de que levantara la urna con una mano. Con la restante, sin demora, la abrió—. ¡Yo, Segundo Hombre, te libero a ti, el Segundo Rey de todo cuanto existe!
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Algo extraño sucedió después de aquello. Un cosmos divino se extendió a lo largo del universo hasta llegar a la isla de los Bienaventurados, deshaciendo la imagen que exhibía el Portal del Tiempo en infinidad de coloridas partículas de luz. Caronte trató de invocarla de nuevo varias veces, sin éxito; ni siquiera podía ver qué pasaba en cualquier parte del mundo ahora mismo, y dirigir la mirada al futuro, aunque solo fuese un vistazo, era un riesgo que no estaba dispuesto a correr.
Tritos no hablaba, cosa extraña en él, pero comprensible. Su gran plan, tan enrevesado, tan útil para cualquiera que se hiciera llamar santo de Atenea, se había derrumbado, y no en un instante, sino poco a poco, frente a sus narices.
—Desde un principio ella buscaba esto —murmuró—. No pensó en una alianza con Poseidón para conservar el Ojo de las Greas, robó el Ojo de las Greas para que una alianza con Poseidón estuviera justificada. Quiere matarte, Caronte, realmente quiere matarte. ¡Podía ver la sonrisa que tenía bajo la máscara! «Yo gané»
—Creía que no podías ver más allá de la máscara. Que no lo considerabas ético.
—Y así es, hablaba en sentido figurativo. No vi una sonrisa, solo la imaginé —Tritos estaba profundamente decepcionado. La figura transparente que lo representaba se encorvó, con los brazos verdosos y brillantes caídos a ambos lados del trono—. Si nuestro comandante se entera de esto… ¡Si nuestro señor se entera de esto!
—Él ya lo sabe —afirmó Caronte, reverente—. Nada escapa a su mirada, como bien sabes. Comunicarle este asunto sería lo mismo que declarar mi fracaso, y yo no he fracasado. Nunca lo hago.
—La abrió. No se trata de una alianza entre guerreros sagrados contra ti, se trata de la liberación de un dios olímpico. ¡Ni siquiera él debería poder romper un sello de Atenea tan reciente! Debes actuar ahora, olvidar tu promesa; nuestro señor comprenderá… ¿Dónde está, por cierto? —preguntó Tritos, confundido de repente.
—Aún no ha acabado el plazo —recordó Caronte, ignorando la pregunta. Contrario al pronunciado disgusto de Tritos, quien resopló ante la predecible respuesta, él sonreía, aunque no del modo sereno que podía verse en el rostro del Segundo Hombre; detrás de la sonrisa del regente de Plutón había ira, una tormenta de cólera controlada a través de la experiencia—. Sin embargo, admito que ella ya ha decidido; quiere guerra, y eso es lo que va a tener. Todos sus sueños y esperanzas, yo los aplastaré con mis manos, y entonces dejará de enorgullecerse por este día, lo maldecirá, rogará entre lágrimas que el Hado lo borre. Hago este juramento en el nombre de Estigia.
Una mancha en el paraíso, un presagio de interminable guerra. Eso era Caronte de Plutón, eso fueron las palabras que Tritos escuchó.
«Nada que hacer —pensó—-. Y nadie puede decir que no lo intenté.»
Notas del autor:
Ulti_SG. Usar dos veces la misma referencia a DBZ en un fanfic de Saint Seiya debería estar penado en todos los países democráticos. Por suerte, me salva que como dices no llevé la referencia demasiado lejos. Me alegra que te convenza que la batalla no se extendiera mucho, a pesar de ser la última pelea, pienso que duró lo justo.
Después de darle tanto bombo a la maldición habría sido horrible que se fuera porque sí. Hacía falta un mago para hacer magia, ¿y qué creen? ¡Teníamos uno!
Fue hasta que lo dices que pillo la ironía. ¡Juro que no fue intencional!
La técnica justa en el momento justo. Me gusta mucho saltarme las normas con lo que se espera de la constelación, aunque también pueda apegarme a ellas, como Shaula y sus Agujas Escarlata. Agujas Escarlata explosivas. No puedo hablar de la mortandad de mis personajes, pero sí decirte que Garland agradece mucho tus palabras.
Uno pensaría que los salvadores del mundo actuarían con equidad, pero Shaula debió tener muy presente lo que Hipólita hizo con su división Cisne. Y sí, tuvo suerte, porque esa barrera a prueba de técnicas tremendas tiene pinta de ser muy útil.
¡Makoto, tienes competencia!
Solo los pobres sin un cronomante pagan tintorería.
Mientras nadie se quedara triste, todo bien. Yo desde luego, quedo muy contento con esta gran reseña. ¡Gracias por el apoyo constante!
