Capítulo 43. Sombras del heroísmo
Makoto pasó las largas horas posteriores a la reunión entre Julian Solo, Akasha y Altar Negro deambulando de un lado a otro, hasta que terminó sentado en la misma mesa en la que aquellos tres cambiaron el destino del mundo. Todo era más o menos igual que entonces, el mismo lugar cotidiano si se tenía en cuenta que estaban en un hospital encargado de tratar guerreros sobrehumanos, excepto por un detalle: el camarero no estaba por ninguna parte, se había esfumado como por arte de magia.
—Era un espía de Bluegrad —le dijo Mimiko cuando se le ocurrió preguntarle aprovechando que pasaba por ahí—. Un guerrero azul, de hecho. ¿No te diste cuenta?
Por supuesto que no se había dado cuenta, se suponía que los santos no se involucraban en intrigas políticas, del mismo modo que estas no se arriesgaban a involucrarlos a ellos. De otra parte, se suponía que tampoco permitían que los civiles se vieran envueltos en sus asuntos y ahí estaba Mimiko. Era de locos. La veía ante él, tan distinta y a la vez similar a la niña con la que compartió charlas, travesuras, buenos momentos y hasta alguna pelea de críos, y no podía evitar acordarse de aquellos tiempos remotos en el orfanato, cuando él era solo un huérfano japonés más y no el portador del manto de Mosca. Entonces, aunque él no era el único fascinado por las aventuras de Seiya —relatadas a veces por el entonces adolescente santo de Pegaso y otras por Miho—, sí que fue el único al que aquella fascinación lo llevó a lograr convertirse en santo. El resto hicieron sus vidas a su manera, recibiendo algún empujoncito de la Fundación Graad para que su talento pudiera brillar. Mimiko fue la única que descubrió esa intervención, decidiendo corresponderla de alguna manera. Los fuertes brazos que mantenía cruzados podrían ser la prueba de un intento personal de llegar a la guardia del Santuario que no rindió frutos, nunca le llegó a preguntar; el uniforme reflejaba el camino que tomó al final, convirtiéndose en la enfermera de la que dependía el único médico japonés que había tratado con éxito heridas tan terribles como para que un santo pasara meses en coma. La cara de pocos amigos que le dirigía, en cambio, siempre había estado ahí.
—Podría habérmela dejado si no la quería —murmuró Mimiko, mientras tomaba el periódico de la mesa y empezaba a hojearlo. No debía tener mucho trabajo hoy.
Makoto tardó un buen rato en entender que se refería a la botella que Altar Negro lanzó contra una pared, por lo que decidió no hacer ningún comentario. Se quedó callado, sentado, sin hacer nada. Ni siquiera podía convencerse de que hacía de guardián, pues con intrigas políticas o sin ellas, se hallaba en un hospital donde solo había amigos, cuidados con esmero durante seis largos meses. No podía pensar mal de Bluegrad, no cuando les echaron una mano donde el Santuario les dio la espalda por razones que no podía evitar cuestionar. No solo la división Andrómeda, sino que incluso Hugin y Mera tenían negado el acceso a la Fuente de Atenea, mientras no se esclarecieran los acontecimientos en torno al ánfora de Atenea. Todos eran sospechosos de algo que no podía creer, o tal vez no quería creerlo.
—Oye, Makoto —dijo Mimiko de pronto, devolviéndolo a la realidad—. ¿En el Santuario tienen recursos que aquí apenas podemos soñar, verdad?
—¿A qué te refieres?
—¡Es obvio! —exclamó Mimiko con un mohín—. Medicina. Curar gente.
Makoto hizo un gesto de asentimiento, arrepintiéndose al momento. No era bueno que los secretos del Santuario salieran de allí, ni siquiera cuando se trataba de empleados de la Fundación Graad. O de amigas de la infancia más curiosas que la misma Pandora.
—¿Por qué no crea el Santuario hospitales como este? Mejores que este. Hay un caso… El profesor Asamori, ¿lo conoces? —A Makoto no le dio tiempo de decir ni hacer nada, pues siguió hablando enseguida, atropellada—. Es un genio, muy valorado por la Fundación Graad. ¡Hasta la gente de esta ciudad lo respeta! Según sé, el rey en persona permitió que fuera tratado aquí. Hace muchos años que no puede andar, ¿sabes? Me preguntaba si… tal vez… es posible que… quizá tú…
—Tal vez se recupere, como también se recuperarían muchos enfermos terminales que tampoco tienen esperanza por vivir en la época equivocada —dijo Makoto, sacudiendo la cabeza—. Ya hemos hablado de esto; si la humanidad sigue dependiendo de los dioses y sus bendiciones de esa manera, nunca podrá avanzar.
—Bullshit —espetó Mimiko, recurriendo a la primera palabra en inglés que aprendió. Y la que más usaba—. Dicen que esos caballeros negros están obrando mal, y yo veo que cientos de niños, muchos de ellos japoneses, regresan a sus casas intactos.
—En el periódico que uno de ellos trajo —puntualizó Makoto, señalándolo. Sabía que estaba hablando de más, otra vez, pero no pudo callarse. Al fin y al cabo, estuvo implicado en todo eso—. Mostrando el lado bonito de lo que haces, claro que pareces el bueno. Muchos hombres han llegado al poder de esa forma y ahí muestran…
El sonido de las puertas abriéndose interrumpió a Makoto, salvándole en cierta manera. Una muchacha de pelo largo y flequillo recto, al estilo hime. Vestía el uniforme de oficial que llevaban los santos, sólo que con el símbolo de Niké en plata en lugar del oro de Akasha; una máscara del mismo tono le cubría la cara, con la mandíbula superior de un perro enmarcando los ojos, dándole un aspecto fiero y terrible.
—Makoto de Mosca —saludó.
—Bianca de Can Mayor. Te creía en el Santuario.
—No se me permite regresar, me temo. ¡Estar a menos de mil kilómetros de Akasha es peligroso! —respondió entre risas, que se detuvieron de improviso, por un quejido de dolor—. Bueno, tal vez sea más correcto decir que no se nos permitía regresar, pero yo no soy ningún perro fiel que lame la mano del amo que lo ha despreciado, las limosnas de Su Santidad quedan bien para viejos leones y perros tricéfalos, no para mí. ¿Dónde está tu jefa, por cierto? Tengo noticias para ella, noticias frescas, de algún modo debo agradecerle que salvara a Nico. Sé que ha despertado.
—Ni es mi jefa ni está aquí —dijo Makoto, molesto—. Salió del hospital —añadió al tratar de sentir su presencia en los alrededores, sin éxito.
—Dioses, sigue siendo la misma —exclamó, entre risas y doloridos gemidos, a la vez que se pasaba la mano por el estómago—. Entonces te lo contaré a ti, y luego se lo cuentas a tu jefa cuando la vuelvas a ver. Tu amiga puede escuchar también, si quiere.
—Yo no estoy oyendo nada —aseguró la señalada, Mimiko, todavía sentada, con la cabeza apoyada sobre los brazos. Se debió sentir muy incómoda ante la mirada fija de Bianca, a través de su máscara, porque enseguida se fue de la cafetería.
Agradecido por el gesto, Makoto pensó en qué pregunta debía hacer primero. Ya tenía unas cuantas que hacer antes de que le hablara de un cambio en la lista negra en la que el Santuario había incluido a todos los potenciales cómplices de Akasha. Mientras tomaba esa decisión, Bianca se sentó en la silla que Mimiko dejó y empezó a hablar:
—Utilizar al león de bronce como señuelo fue una decisión bastante desacertada, si me preguntas. Tanto, que mi señora Lucile llegó a creer por un momento que Altar Negro se encontraba en Alemania; claro que al final no estaba ni allí, ni en Reina Muerte, sino en el Santuario, negociando con el Juez.
—Yo no sé qué ocurrió en Reina Muerte, y creo que tú tampoco. Hay algo raro en todo este asunto, y si tu señora no malgastara el tiempo en torturar peones, quizá…
—Sinceramente, Mosca, no he venido a hablar de la dirección de nuestras respectivas jefas. —Hizo énfasis en la última palabra—. ¿Me permitirás ir al grano?
¡Qué descarada podía llegar a ser aquella mujer! Era ella quien lo estaba provocando con su jefa esto y jefa aquello. No obstante, detectaba que Bianca había librado una dura batalla no hacía mucho, tenía que saber qué estaba pasando y eso bien valía tragarse el orgullo por una vez. Asintió, y sin decir ni una palabra más, oyó el relato de Bianca.
Los eventos en el castillo de Heinstein, la segunda urna, el encierro de Ban, el castigo que él y ella sufrieron por un intento de fuga frustrado… Todo eso fueron meras minucias en comparación con el encuentro con los Campeones del Hades.
Bajo un cielo nocturno moteado de estrellas, los líderes de Hybris participaban de una cena sencilla a base de pizza y refresco. Altar Negro, Munin e Ícaro no tuvieron reparo en agarrar su trozo con la mano; Adremmelech tampoco, pero a diferencia de los anteriores, cada que acercaba la pizza a su rostro sin rasgos, una porción simplemente desaparecía, sin que nadie, por mucho que se fijase, pudiera explicarse qué había ocurrido. Tomomi, de una educación más estricta respecto a las formas en la mesa, siendo nieta del célebre profesor Asamori, al menos tomó el suyo con un pañuelo. Oribarkon era el único que se negaba a probar la comida, manteniendo su parte flotando en el aire, haciendo que diera todos los giros posibles sobre su eje.
—Entonces, humana —el mago se dirigía a Tomomi—, ¿no sabes cocinar?
—No —volvió a admitir la joven, paciente—. Era usted, señor Oribarkon, quien se encargaba de la comida durante las reuniones. Mi abuelo siempre alabó sus platos más que los de cualquier restaurante al que hemos ido.
—Ya veo. Dicen que esto es comida; a mí me huele a una estratagema de Shemhazai —declaró. Con un parpadeo, hizo que el trozo se doblara sobre sí mismo varias veces hasta desaparecer.
Shemhazai, la traidora; Shemhazai, la Ruina de Atlantis. Esposa de Hashmal, y según las malas lenguas, amante junto a su marido de la primera santa de Virgo. Para Altar Negro, era bueno que Oribarkon no hubiese entregado sus recuerdos de la historia del ejército ateniense previa a la fundación del Santuario, que ni siquiera quienes lo habitaban recordaban. Tenía sentido, claro, ¿cómo, si hubiese olvidado a los primeros santos de oro, habría regresado? ¿Cómo se mantendría la alianza entre ambos, sin el recuerdo de los sucesos que la motivaron? Al menos por ese lado, la fortuna le sonreía.
Con sonoros pasos alrededor de la mesa, Orestes de la Corona Boreal se hacía notar, cubierto por una armadura blanca de detalles anaranjados, y una larga capa. Juzgaba, con los ojos de un príncipe de la era mitológica, a cada uno de los presentes, que Altar Negro había reunido con tanto esfuerzo. Si no hubiese perdido el casco en alguna batalla de la que no quiso dar explicaciones, resultaría en verdad imponente.
—Este hombre con el que compartís la mesa —dijo, la voz alta y clara—, os ha utilizado para sus propios fines.
—Prefiero pensar que nos hemos utilizado mutuamente. Todos somos herramientas de algo y alguien, lo queramos admitir o no —expuso Altar Negro, sereno—. Estimado Orestes, la nuestra es una historia complicada, y esto pretendía ser una reunión entre amigos. Ya habrá tiempo para las explicaciones.
—Yo tengo tiempo —dijo Munin, carraspeando.
—No creo que sea el momento ni el lugar para… —Un rápido vistazo en derredor le reveló que todos se inclinaban hacia la mesa, deseando saber. Hasta Orbarkon parecía interesado en el recién llegado Orestes, al que miraba como si le sonara de algo. Suspiró, dando a entender que estaba dispuesto a contarles la verdad. Cuando menos, el gesto sirvió para que Orestes dejara de marearle con sus vueltas; se detuvo detrás de él, vigilante—. Nuestro inesperado visitante es Orestes, hijo de Agamenón, antiguo rey de Micenas, y Clitemnestra. Como yo, es uno de las Ochentaiocho Alas del Rey, el caballero de la Corona Boreal, al servicio de un dios conocido como el Hijo.
La mayoría lo miraba con perplejidad; solo Tomomi daba muestras de entender al menos una parte de la historia, lo que el mundo conocía sobre la Guerra de Troya y el trágico destino del hijo de los reyes de Micenas. Claro que era imposible determinar qué pensaba Adremmelech, dada la ausencia de rostro, y Oribarkon, aunque seguía mirando a Orestes, lucía ido, golpeándose con regularidad la sien con los nudillos, como llamando a la puerta. Era bueno ver que seguía siendo el mismo.
—¿El Hijo, como el hijo de Zeus? Apolo, el dios del Sol. Tendría gracia, ¿no creen? —Munin se tomó lo que le quedaba de refresco antes de continuar—: somos sombras de los santos legítimos y nuestro señor es el dios del sol.
—Oh, no —exclamó Altar Negro, negando con un ademán—. No, no, él no es vuestro señor, ni siquiera el mío. Nuestra señora es, y seguirá siendo, Atenea.
—Estoy perdido, Viejo —admitió Munin, golpeando la mesa con ambas manos—. ¿No acaba de decir que es un caballero del Hijo, como él?
—Desde que era una niña, siempre he escuchado que a los que luchan por Atenea se les llama santos —aportó Tomomi.
—Quienes luchan por Atenea son llamados guerreros sagrados. Santo, es solo una forma abreviada, que con el tiempo sustituyó al término original, popular y oficialmente —explicó Ícaro, abandonando el papel de mero espectador—. Caballero, es otra forma abreviada, que por el contrario no perduró más allá de la Edad Media. De ahí viene, creo, el título de Caballero sin Rostro de nuestro compañero —teorizó, recibiendo un gesto afirmativo de parte de de Adremmelech—, así como nuestra denominación de caballeros negros. Sin embargo, los caballeros de los que Padre habla, son también llamados Alas del Rey, no parecen tener relación con los santos de Atenea.
Tomomi agradeció la explicación con un gesto afirmativo. A nadie en el lugar le pareció extraño que desconociera ese detalle sobre los miembros de Hybris. El suyo no era un papel de Cazadora, Vigilante o Pastor; ella, al igual que su abuelo, se encargaría de hacer realidad el futuro que el resto estaba posibilitando.
—Nuestro Viejo es pluriempleado, eso es lo que entiendo —dijo Munin antes de masticar lo que le quedaba de pizza—. ¿O no oí que nuestro reciente logro, en realidad era la misión de este tipo? —cuestionó, desafiante.
—La misión de Orestes, la mía y la vuestra, coincide en parte. Los tres velamos por la victoria de Atenea. Eso no significa que vosotros estéis sirviendo al señor de Orestes, ni que Orestes esté sirviendo a nuestra señora. Nos utilizamos mutuamente, como ya dije, y siempre he procurado que sea de tal modo en que todos quedemos satisfechos. Ay, dioses. —Juntó las manos una sobre la otra, y por un momento, mantuvo la cabeza apoyada encima—. Esta tenía que ser una cena de celebración… —lamentó.
—Si te sirve de consuelo, humano —dijo Oribarkon, dirigiéndose a Munin. Ya no se golpeaba la cabeza—. Yo tampoco entiendo gran cosa.
—Supongo que debo sentirme bien si un mago de diez mil años de edad no entiende lo que yo no entiendo —dijo Munin, con un tono sarcástico que Oribarkon no supo captar. El telquín inclinó la cabeza en gesto de aprobación.
—Lo resumiré lo mejor que pueda —dijo Altar Negro, alzando de nuevo el rostro. Todos callaron, sumamente interesados en lo que estaba por ser revelado—. Hace trece años, Orestes fue enviado por el Hijo, también conocido como la Última Luz de la Gran Voluntad, para salvar a cinco santos de bronce del Sueño Eterno de Hipnos. Esa misión, en principio, sería la base para una alianza duradera entre el Santuario y las Alas del Rey, de cara a una gran batalla que está por llegar. Los santos de bronce fueron liberados del Sueño Eterno, como ya sabéis, pero a su vez, Caronte de Plutón, de los Astra Planeta, atacó el Santuario, cobrándose la vida de varios santos, soldados, amazonas y aspirantes. El Sumo Sacerdote culpó a Orestes de semejante resultado, ya que así como trajo la salvación de los santos de bronce, también trajo una guerra que no les concernía. Con el beneplácito de la máxima autoridad en el Santuario, Zaon de Perseo condenó a Orestes a la maldición de Medusa, inutilizándolo todos estos años.
»Mi historia es más larga. Se remonta a la era de Saga de Géminis, cuando el Santuario parecía insalvable. En aquellos años, me moví entre las sombras, salvando todo lo que pude de Reina Muerte, incluyendo a nuestro compañero Oribarkon, y el último alquimista renegado de la isla, a quien el mundo conoce como el célebre profesor Asamori, de la Fundación Graad. Mi intención era formar un ejército de caballeros negros que pudiera sustituir al Santuario y hacer frente a Saga, Poseidón, y Hades, por supuesto con la ayuda de la diosa Atenea. Para mi sorpresa, cinco santos de bronce lograron todo lo que yo me proponía y más, obrando milagros que solo se comparan a un único caso en la historia, el del santo de Pegaso que hirió el verdadero cuerpo de Hades. Ni Saga, ni Poseidón, ni Hades lograron derrotar a Atenea y sus santos, de modo que mi participación se volvía cada vez más innecesaria.
»Dos cuestiones, casi simultáneas, me obligaron a regresar al escenario. Primero fue la caída de esos cinco santos, hacedores de milagros, y luego fue el descubrir que los jóvenes a los que había formado tenían su propia visión sobre el mundo. Para entonces ya habíamos llegado al millar, e incluso contábamos con réplicas para cada uno de los mantos de plata. El Santuario estaba en decadencia, sin un líder, y sin guerreros que pudieran hacer la diferencia en una verdadera batalla, o así lo creía. ¿Qué le esperaba a Atenea si regresaba? ¿Siquiera habría un mundo al que regresar? Me hice pasar por el alquimista renegado que huyó de Reina Muerte hace tanto y propuse a Kiki una alianza, con un cofre lleno de armas de gammanium como ofrenda. Él me respondió convirtiendo a una niña de pueblo en una aspirante a santa de oro. Sí, Orestes, la niña que te condenó a trece años de petrificación no era más que una marioneta, aunque no dudo que hoy eso ha cambiado.
»Por unanimidad, quienes entonces nos sentábamos en este lugar, antes de la incorporación de Adremmelech y Munin, decidimos que Akasha debía ser asesinada para que el Santuario entendiera la gravedad de su situación. Envié para ello a mi mejor soldado, quien me traicionó. Nunca he estado tan equivocado a la hora de decidir algo, y del mismo modo, nunca me he alegrado tanto de una deserción. Luego, el fracaso de Orestes me regresó a las sombras, desde las que busqué una alianza con Poseidón. Si lo lograba, a partir de ahí no sería complicado proponer la alianza con el Santuario que por tanto tiempo he buscado.
»Es en este punto donde nuestros caminos se separan, pues debéis saber, que no sois ni os considero mis marionetas. Cada uno de los caballeros negros con los que he trabajado comparte una visión del mundo que nadie les inculcó, contrario a lo que el Santuario quiere creer. Los jóvenes a los que guié hasta la obtención de una armadura —negra, pero armadura al fin y al cabo—, edificaron con sus voluntades una orden que tenía por máxima salvar al mundo del lado oscuro del hombre, un enemigo tan significativo para la humanidad como cualquier dios. No me extenderé mucho en esto, ya que todos salvo Oribarkon conocéis la historia. Primero se trataba de tomar control poco a poco, crear un Santuario que no estuviera aislado del mundo en una montaña cercana a Atenas, sino que se extendiera a lo largo del globo. El nombramiento de varios santos de oro, así como la puesta en escena de los cinco santos de bronce, hasta ahora retirados de las batallas, terminó con toda pretensión a una guerra abierta.
»Diría que Ethel, a quien fui a buscar por deseo expreso de Hipólita, marcó el fin de la primera etapa de mi enfrentamiento con el Sumo Sacerdote. Entendí hasta qué punto era débil, y hasta qué punto mis hijos estaban desamparados. El Santuario, en su empeño de prepararse para el regreso de Caronte, reclutaba a más jóvenes de los que podría armar como santos, más de cien aspirantes en promedio por cada santo posible. Durante la Rebelión de Ethel, la vi en Rodorio, y hablamos de esta situación, largo y tendido. No me pidió que la salvara, porque sabía que era imposible; me pidió que salvara al resto, y así lo hice. El Cisma Negro ocurrió, y cada parte lo juzgó desde su posición.
»La segunda etapa me sorprendió más a mí que al Santuario, creedme. Mis hijos, mis discípulos, se valieron de los recursos que les había ofrecido para cambiar el mundo ellos mismos, formando Hybris, la organización que devolverá el equilibrio a este mundo desdichado. No volvieron a buscar a los santos, han sido ellos los que os han cazado a lo largo de estos años. Me utilizaron, así que no vi problema en valerme de la situación que ellos habían creado. Estoy seguro de que Akasha cree que fue ella la que me convenció de buscar el Ojo de las Greas a través de su espía, pero fue al revés: me aseguré de que enfrentaran a un enemigo imposible de localizar, precisamente para que buscara esa reliquia de la era mitológica. Julian Solo, como avatar de Poseidón, tendría que interceder a favor de las Greas, a no ser que Akasha propusiera algo extremo. ¿Qué tal ayudarla a liberar al dios de los mares? Con vuestra ayuda, logré matar dos pájaros de un tiro, como reza la expresión, aunque en realidad no logré dos muertes, sino dos alianzas que había buscado todos estos años.
»Un último detalle. Puedo estar haciéndoles creer que manipulé a Akasha para que no tuviera más opción que hacer lo que esperaba que hiciera: no solo formar una alianza entre la tierra y el mar, sino también ofrecerme con ello un contexto en el que pudiera presentarme al Santuario como un hombre sin opciones, líder de un ejército derrotado que no le causará problemas en el futuro. ¡No iba a cometer el mismo error de ofrecer a los caballeros negros como la salvación del Santuario! Sin embargo, hoy reconozco que Akasha también me manipuló. Al igual que yo, necesitaba un contexto en el que pudiera tomar decisiones extremas sin ser neutralizada por el Santuario antes de dar un paso. ¡Y yo le ayudé a crear ese contexto! Ha sido todo tan conveniente, que he llegado a sospechar que el desastre en Oriente Medio de hace dos años, que le costó el exilio, fue planeado. No en vano es conocida como la Tejedora de Planes.
Altar Negro calló, dando paso al silencio que suele seguir a las largas explicaciones. Los cinco estaban perplejos, incluso Adremmelech cerraba y abría las manos con regularidad, acaso interesado en el asunto. Como era de esperar, luego de minutos sin escucharse ruido alguno, fue Munin el primero en hablar, levantando previamente la mano, como si tuviera que pedir permiso.
—Sigo sin entender para quién trabajamos, quién es Orestes, y a quién sirve. ¿No soy el único, cierto?
Notas del autor:
Ulti_SG. Ella fue a isla Thalassa, donde la división Cisne llevó el ánfora de Atenea después de sacarla de la ciudad más segura del mundo, a robarla. No llegó a hacerlo porque Tritos/Hybris se le adelantó, peor Shaula se la tiene jurada desde entonces.
Solo ellas lo saben.
¿Por qué esa gente que sale del infierno se empeña en hacer cosas malas? Si yo saliera de una eternidad de sufrimiento me tomaría unas vacaciones permanentes.
Sí, Bolverk hará Siberia grande otra vez. ¿Le dejarán? Te da agradece la cerveza.
¡Entendí esa referencia! Y sí, todo lo que hagan esos tres en el futuro se lo deben a Deríades.
Recuerdas bien, los telquines tienen piel azul, ojos ambarinos y orejas puntiagudas.
¿Ignis el Red Ranger? Suena demasiado conveniente y aquí no hacemos eso, pero dejémosle a las Moiras decidir quién será el Campeón de la Pestilencia.
Cierto, Casandra es la Pink Ranger porque es una chica… Quiero decir, no sé qué del pterodáctilo… ¡Muy buena referencia a Zordon!
De siempre te ha divertido esa parte. Bolverk es un hombre tradicional, sin duda.
Shadir. ¡Bienvenida de nuevo! En estos tiempos de pandemia las ausencias preocupan mucho más, me alegra saber que estás bien.
Lo que dices no es algo ajeno a los personajes y ya se ha dado alguna crítica al respecto en el arco pasado. Veremos a dónde nos lleva este Santuario especializado.
Ulti_SG. En todos los grupos hay un eslabón débil, o un guerrero que no es un portal con patas, ya podrán demostrar lo que valen esos dos.
¡No contaban con la astucia kanónica!
Fue una batalla corta en medio de una operación de rescate, donde como dices, Orestes tuvo oportunidad de lucirse tras trece años petrificado. ¡A esto nos ha llevado la subida de los impuestos en las Agujas de Oro!
