Capítulo 45. Una difícil situación

Al igual que hace trece años, el león de bronce y el líder del ejército de Atenea se encontraron frente al bosque que resguardaba el mayor tesoro del Santuario. Al ver los grandes árboles entre los que los indignos estaban condenados a perderse, Ban no pudo evitar sentir un pinchazo en el estómago que nada tenía que ver con la paliza que recibieron en Alemania, ni con el estado en que pudieran hallarse Fang de Cerbero y Bianca de Can Mayor, aquella terrible compañera de celda que apenas se había permitido recibir primeros auxilios antes de salir corriendo, como de costumbre. No, el dolor no estaba relacionado con el futuro, sino con el pasado, uno lleno de decisiones ya tomadas, de pérdidas irreparables. Esperando que Su Santidad no ahondara en su atribulada mente, lo encaró de frente, mirando al antaño llamado Kanon de Géminis.

«Y Kanon de Dragón del Mar —añadió para sí.»

El Sumo Sacerdote asintió en ese momento, quizás leyéndole la mente, quizá solo recordando que era un hombre que creía haber vivido más de lo que le tocaba. No podía saberlo con corteza, no con alguien capaz de permanecer cerca de Lucile de Leo, la bruja que señoreaba cualquier emoción humana, sin siquiera inmutarse. Podía verla allí, tan cerca del cuerpo del primero de los santos como lejos estaba de su espíritu devoto, lo que restaba a Lucile la presencia y dominio de la situación que le mostró en la última misión que cumplieron juntos. Ni el manto zodiacal de Leo ni la capa que portaba ahora, como si todavía fuera general del ejército, tenían importancia para ella en ese momento. Porque se le había denegado lo que más preciaba.

—Eres muy viejo como para tener miedo de una mujer —observó Kanon.

—Si vos no la teméis, ¿por qué está obligada a guardar silencio? —repuso Ban, más osado que la mayoría—. Sabéis lo que quiere.

Un brillo fugaz resaltó bajo el casco papal, el ojo del Sumo Sacerdote sorprendiendo a Lucile de Leo antes de que pudiera soltar el comentario mordaz que había preparado.

—Lo que queréis todos. Que perdone a Akasha como si todavía fuera mi pupila y hubiese hecho novillos por Rodorio en un día de entrenamiento. Nunca ocurrió tal cosa, como bien sabes —aclaró—. Hasta hace cinco años, fue la más recta entre los doce.

Con más descaro que el habitual, Lucile se interpuso entre ambos y alzó dos dedos de la mano derecha, tratando de corregir al Sumo Sacerdote. Este negó con la cabeza.

—Que hace dos años se hiciera evidente no significa que entonces empezara todo. Fue el Cisma Negro lo que tornó la sabiduría de una joven idealista en astucia y soberbia. ¡Calla, mujer, si no quieres volver a tu prisión! —exclamó iracundo Kanon, previendo otro intento de Lucile por corregirlo—. No olvido a esa pequeña. Nadie lo hace.

Tras encogerse de hombros, Lucile dio algunos pasos hacia atrás.

—¿Y bien, Ban? ¿Cuándo vas a hacerme la petición que otros tantos me han hecho?

—¿Por qué, Su Santidad? ¿Por qué liberó a Orestes?

—Me apetecía que sobrevivieras, verte tan estropeado me hace sentir más joven. —La broma, tan extraña que cambió por completo la seria faz de Ban, no previno carcajada alguna, ni siquiera una sonrisa—. La maldición de Medusa se debilitó durante la batalla del Pacífico. Hace seis meses que Orestes está libre, si se puede llamar libertad a vivir apartado incluso de quienes vivimos aislados, aquí en el Santuario, bajo constante vigilancia e interrogatorios que harían llorar de emoción a Lesath de Orión y Hugin de Cuervo. Me preparo para lo que mi pupila pudo haber provocado, solo eso —aclaró antes de que Ban pudiera hacerle reclamo alguno—. Orestes sabe que nunca serviremos a otro dios que no sea Atenea y yo sé que ese hombre es demasiado honesto para las conspiraciones, al contrario que su compañero, Gestahl.

—¿Gestahl?

—El líder de Hybris. Sí, también tiene que ver con el Hijo, pude averiguarlo ya que ambos estuvieron en el Santuario este tiempo, uno bajo mi cuidado y el otro bajo el de Arthur. Hemos disipado muchas sombras y tenemos un mayor entendimiento de la situación en la que nos encontramos, por eso solté a quien no era un peligro y en cambio podía sernos útil, bajo la atenta vigilancia de la única en quien puedo confiar en estos días, claro —acotó, misterioso, a la vez que Lucile hacía un breve gesto, aludiendo a la demencia del Sumo Sacerdote—. Como ya te he dicho, gracias a eso estás vivo.

—Dejarlo libre para salvarme a mí y una díscola santa de plata —entendió Ban, recordando el duro encuentro con los Campeones del Hades—. ¿Es que ya habéis tachado de herejes a todo el ejército y ahora debemos depender de mercenarios?

Esta vez, Kanon sonrió, tal vez divirtiéndole una crítica tan directa.

—Si fuera el santo que un día fui, pensaría como tú, habría viajado hacia Alemania y arrasado la fortaleza del enemigo, tal vez llevándome algunos conmigo. Mas esta túnica pesa como los doscientos cincuenta inviernos que vivió mi predecesor, me hace lento y me obliga a pensar más las cosas. Tres días —añadió de repente—, ¿ese es el plazo que nos da para decidirnos? Aprecio demasiado ese detalle como para no aprovecharlo.

—Me temo que no os comprendo, Su Santidad.

—Orestes de la Corona Boreal atacó al rey Bolverk, el primer guerrero azul, que no tiene justificación para declararnos la guerra de momento.

—¿Pensáis aliaros con él?

—El día en que la vejez haya terminado de atrofiar tu cerebro, león de bronce, avísame para dar a otro el manto que portas —advirtió Kanon, severo—. Bolverk piensa eliminar al rey de Bluegrad y a toda su estirpe, ¡a Piotr!, quien fue un valioso aliado del Santuario en su momento de mayor necesidad. ¿De qué me acusas, León Menor?

Lo que debería aliviar al santo de bronce, en realidad solo lo confundió más.

—Os pido, Su Santidad, que olvidéis mis afrentas y me habléis con toda claridad. ¿A dónde nos dirigimos, con santos acusados de traidores y un extraño libre de toda vigilancia? ¡El plazo que Caronte nos dio se está agotando!

Por cómo reaccionó el Sumo Sacerdote a aquella declaración, era muy posible que eso era lo que esperaba. Menos osadía, menos rebeldías. Menos sombras.

—Aprovecharé los tres días que el rey Bolverk nos ha concedido, así como hemos aprovechado estos trece años que aquel que insultó todo en lo que creemos nos dio. Ya hay alguien que ha recibido la misión de demostrar a los muertos el coraje de los vivos, el general de la división Pegaso, mas este me pide una condición para actuar antes de que venza el plazo. Quiere que resuelva el asunto de mi pupila ya, sin más rodeos. Son tan orgullosos como yo lo fui, Arthur y Akasha, mis más queridos discípulos —murmuró con añoranza, retomando pronto las explicaciones—: Orestes servirá como un aliado más del Santuario y mantendrá vigilado a Gestahl, de modo que nuestros recursos pueden centrarse en vigilar al rey Bolverk y el circo al que llama corte. No pide nada a cambio, considera que está saldando una deuda de honor.

—Creía que confiabais en que Bolverk cumpliría su palabra —observó Ban.

—Aun si así es, debemos conocer a nuestro enemigo —dijo Kanon—. Que no te confunda lo que viste, Ban de León Menor. Orestes sobrevivió en Alemania porque jamás pretendió ganar la batalla; huyó en cuanto logró asegurar el escape de tres santos de Atenea de un grupo que ni siquiera lo tomaba todo lo serio que debiera. Además, el caballero de la Corona Boreal se encuentra en un lugar inaccesible para cualquier mortal, el mismo que los caballeros negros han utilizado todos estos años.

«También era inaccesible para el Ojo de las Greas —recordó Ban.»

—Arriesgasteis demasiado para sacarnos de ahí, meter a otro en territorio enemigo…

—No hay riesgos. Pues ella no está allí.

Por algún motivo, la respuesta del Sumo Sacerdote sobresaltó a Lucile, en cuya blanca piel creyó ver erizarse el vello. Un fantasma apareció a la diestra de la leona de oro, ataviada con un vestido de finísima tela que ondeaba sin viento. Poco podía decir Ban de aquella aparición, más que era joven y portaba una máscara semejante a la de los santos femeninos, solo que carente de rasgos y tan blanca como el largo y lacio cabello que le caía por la espalda. Cuando Ban quiso ver mejor quién era, esta desapareció de la misma forma que había aparecido, sin dejar el menor rastro.

«No siento su cosmos —observó el santo de bronce—. Ni antes ni ahora.»

—Tampoco estuvo aquí —continuó Kanon, indiferente al malestar en sus subordinados—. Ella está en todas partes y en ningún lugar en concreto. Shizuma Aoi, la única discípula de Shun de Andrómeda, que hoy viste el manto de Piscis.

—Era ella quien permitía a Akasha y Azrael salir y entrar en los mares olvidados.

—Exacto. Solo hay dos barreras infranqueables para Shizuma, el territorio de los dioses y la fortaleza de Gestahl de Altar Negro, sea lo que sea ese lugar.

—Si eso es así, todo nuestro viaje fue…

—… Inútil —completó el Sumo Sacerdote—. Nosotros no necesitamos el Ojo de las Greas, al menos no por los motivos que Akasha puede argumentar. Admito que creí que esa herramienta mítica serviría para sortear el único obstáculo que Shizuma considera insuperable, es por eso que estaba dispuesto a acceder a lo que me pidió a cambio de obtenerlo. Me conmovió, Lucile de Leo habría pedido el fin del exilio, ella pidió misericordia por otra persona. El problema es que los años y la distancia me permiten no verla más como una niña que se preocupa por su atolondrado escudero. Pedí a Shizuma que os vigilara de cerca. Desde que obtuvisteis el Ojo de las Greas.

—Eso significa… ¡Dioses del Olimpo!

Ban gritó al cielo, tratando de tragarse la rabia con la que Lucile debía haber convivido desde que fue llamada al Santuario. Ahora veía sentido en que unos condenados como él y Bianca fueran invitados a la Fuente de Atenea. ¿Se había dado cuenta la santa de Can Mayor de tamaña hipocresía? Seis meses abandonados y de la nada ahora volvían a ser dignos de la bendición de la diosa, solo porque alguien cargaría con todas las culpas.

—Akasha pagará por todos.

—Le enseñé bien —dijo Kanon, expresando orgullo por la joven, en lugar de pena—. Manipular a los dioses supone un alto precio, en especial cuando no se logra nada con ello. Yo lo viví —afirmó, palpándose el pecho donde aún debían estar marcadas las tres puntas del tridente de Poseidón—, ella no habría dado uno solo de los arriesgados pasos que dio si no esperara pasar por lo mismo. La vida de Akasha quedará en manos de Atenea. ¿Qué será de la de los posibles cómplices, me pregunto?

Miró largamente al santo de bronce sabiendo cuál sería la respuesta, porque ni siquiera él tenía algo que decir al respecto. Todo estaba decidido, desde hacía trece años.

—Hasta el último santo de la división Andrómeda preferiría hundirse con ella en el infierno antes que traicionarla.

«Y uno de nosotros, incluso trataría de conquistarlo para sacarla de allí —pensó, evocando a quien sin vestir manto alguno era el más leal de todos ellos.»

—Sea —dijo Kanon—. Entonces aceptad su voluntad y vivid como santos de Atenea, pues ya los pies de mi pupila pisan tierra sagrada. Y no porque alguien la haya obligado.

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—En resumen —dijo Bianca, cuyas explicaciones habían acompañado a Makoto en un largo paseo hasta el patio del hospital de Bluegrad—, seis Campeones de Hades le declararán la guerra al mundo dentro de tres días. Si hoy puedo contártelo es porque un apuesto caballero blanco nos rescató a mí, a mi compañero de males y bienes y a mi odioso carcelero, que ahora debe dormir a pierna suelta en la Fuente de Atenea. No creo que Ban esté tan agotado para ser igual de vago.

—Por lo que me dijiste, esos animales le destrozaron la cara —gruñó Makoto—. Está inconsciente, puede que en peligro de muerte. No durmiendo la siesta.

—A mí me abrieron el estómago hace nada y tú ni siquiera me has ofrecido una copa de vino mientras te cuento tantas cosas interesantes. ¡Qué desconsiderados somos!

—¿Y a qué viene ese tono? —exclamó Makoto—. Apuesto caballero blanco, compañero de bienes y males… ¿Hay algún hombre al que no quisieras seducir?

Más rápida que el sonido, Bianca agarró a Makoto del brazo y lo empujó hacia una columna, luego, posando una mano a la mejilla, le susurró:

—Si ese hombre existe, no eres tú.

El rostro del santo de Mosca enrojeció, aflorando en él la última vez que estuvo tan cerca de una mujer. Ni notó que la caricia se transformó en un tirón de moflete.

«La máscara hace que no veamos una mujer, solo un guerrero capaz. ¿Por qué conmigo no funciona? —lamentó—. ¿¡Qué está mal conmigo!?»

Al final pudo recuperarse y apartar el brazo de Bianca, que rio con descaro.

—No es tiempo para juegos. ¡Estamos en guerra!

—Ya me quedó claro cómo haces la guerra. ¿Qué tal sienta besar a tu enemiga?

—¿Qué? ¿Cómo? ¿Telepatía?

—¡Bingo!

Un segundo después, la magia de la máscara volvió a funcionar.

«O tal vez siempre ha funcionado —reflexionó Makoto, en un intento por convencerse de que no era él quien estaba mal—. La telepatía tiene muchos usos, no solo leer la mente, es posible que Bianca tenga un don para controlar a los hombres.»

—No soy Mera, claro —proseguía la santa de Can Mayor—. No te leo como un libro abierto, más bien te hojeo, mosca pervertida. ¡Vaya! ¿He hecho yo eso?

Allá donde Makoto había chocado, empujado por Bianca, había un hueco de medio metro bastante vistoso. Haría falta dinero para arreglarlo, pero la enmascarada ya se había alejado de tal forma que cierto chico japonés parecería el responsable.

—¡No huyas!

—Esto no es un juego, Makoto. Estamos en guerra.

—Cuando dije eso, lo decía en serio.

—Sí, es verdad —dijo al fin Bianca, cruzando los brazos tras la cabeza y volteando—. Ya te he contado todo lo que sé. Te toca a ti contárselo a tu jefa. ¡Dioses! Cuando Lucile se entere de que dejé que Akasha cometiera una estupidez…

Makoto no tuvo tiempo de preguntar a qué se refería, pues de inmediato estuvieron ambos santos ante una imagen sorprendente. Hugin estaba allí, quejándose a viva voz de que una compañera estuviera bien de salud. Y es que aquello era inaudito: la batalla contra Hipólita había dejado marcas en todos los implicados, pero ni una cara golpeada, ni una mano rota ni un coma de seis meses eran irreparables, una columna rota sí. En todo Bluegrad, solo el médico real, que en un solo día podía reconstruir la piel de un brazo entero, sería capaz de tamaña proeza y a pesar de eso ahí estaba Mera, víctima de los ataques de una Hipólita que ya saboreaba la derrota. De pie.

—Entre enmascaradas os consentís todo. Mira al pobre Icario. ¿A él no podía curarlo esa… esa…? ¡Con un demonio, es culpa de ella que estemos todos aquí!

Mera asentía mecánicamente a las protestas del santo de Cuervo, siendo claro que ni se molestaba en escucharlo. A pesar de que estaba sana, seguía fija en un solo sitio, cerca de donde Icario dormía plácidamente, sobre una silla de ruedas que le acompañaría lo poco que le quedaba de vida. Un tiempo que ella compartiría con su maestro.

«¿Maestro? Parecen más bien padre e hija —decidió Makoto, conmovido.»

En eso, Bianca se acercó a Hugin sin la menor presentación. Y antes de que el santo de Cuervo pudiera decirle el pecado que cometía al poder caminar, dio algunas explicaciones que él mismo tendría que saber ya.

—Pastor de Bueyes no está bajo las mismas sospechas que nosotros. Por muy paranoicos que estén los líderes del Santuario, hay límites.

—¿Paranoicos? —repitió Hugin, airado.

—Es normal —continuó Bianca, ignorándole. Se dirigía a Mera y Makoto, que ya la había alcanzado—, conocieron de primera mano el patriarcado de Saga de Géminis, cualquier signo de que algo esté mal con uno de los doce es preocupante. El problema es que cuando la guerra es inminente, la paranoia suele hacerle el trabajo al enemigo. Evitar una hipotética guerra civil no cambia nada si debilitas a tu propio ejército.

—¿De qué guerra hablan? ¿Alguien me va a explicar qué pasa?

—Es irónico que la Can Mayor de Lesath, Cazador de Santos, diga eso —dijo Makoto, ahogando sin pretenderlo la petición de Hugin—. Yo no sé quién es inocente y quién es culpable, pero no tengo problema en admitir que en todo lo que ha ocurrido hay algo raro y peligroso, en lo que todos podríamos estar implicados, ya sea como cómplices o como peones. ¿Sabes en qué he estado pensando estos seis meses?

—¿Qué fuiste tú quien reveló a Hybris la ubicación del ánfora de Atenea? —se le adelantó Bianca—. No fuiste tú, fue tu mente, tu simple y vulnerable mente de adolescente en cuerpo de hombre, que si a mí me revela tanto, a un titán de la telepatía como el líder de Hybris le pudiste haber mostrado hasta tus días en el vientre materno. Sea como sea, no sirvió de nada, porque el Sumo Sacerdote lo había previsto y por eso cambió la ubicación del ánfora de Atenea antes de que un agente de Hybris entrara en Bluegrad. Y así llegamos hasta la batalla en el Pacífico.

El tercer grito de Hugin ni siquiera llegó a formularse. Bianca, más fuerte de lo que aparentaba, le agarró con el brazo por el gaznate y se lo llevó fuera del patio, donde le pondría al día y tal vez trataría de obligarlo a que la invitara a algo.

Makoto apenas prestó atención a aquellos dos, ensimismado en la red de eventos en que se había envuelto. ¿Podía ser que esa red, que Sneyder y Hugin atribuirían sin duda a Akasha, la Tejedora de Planes, llegara a una oscuridad tan profunda como la que llevó a Saga de Géminis a la locura? No era un asunto que debiera tomarse a la ligera, se trataba de un hombre que llegó a usurpar el trono papal y que además se aseguró la complicidad de tres santos de oro, sentando el precedente de que ni tan siquiera el Santuario estaba libre de la corrupción. Bianca tachaba las decisiones del Sumo Sacerdote como simple paranoia; él, por el contrario, veía en ellas el producto de la sabiduría y la cautela. No debían tropezar dos veces con la misma piedra. Ellos no.

Pero, ¿qué podría haber detrás de tantas sospechas? ¿Los héroes de la pasada Guerra Santa que aún seguían en contacto con el Santuario? No era posible, ellos purificaron la maldad que lo dominaba tantos años atrás. ¿Y el resto? Todos los generales eran personas intachables, aunque no por ello humanos, todos excepto quienes fueron degradadas. Akasha y Lucile, tan distintas y a la vez tan unidas. De ellas sí dudaba, y por extensión, también de las personas más cercanas a ellas. ¿Eso incluía a Ban, Emil y Lesath? Shun apostó por la santa de Virgo cuando era una apestada, ¿eran él y June, su compañera, sospechosos? ¿Y Azrael? ¿Quién es culpable, y quién inocente? Acabó frente a Mera, y se maldijo por ser capaz de sospechar de una víctima como ella.

«No es una víctima —negó una voz en lo profundo de su mente; paradójicamente, era la voz de Mera, usando palabras similares a las que alguna vez escuchó de la guerrera de Lebreles—, es una guerrera de Atenea.»

Sintió que la cabeza le iba a estallar y forzó una sonrisa.

—Icario despertará —aseguró, ganándose la atención de la santa de Lebreles.

—Por supuesto —dijo esta, firme como un junco—. Los santos no mueren.

xxx

Ajenos a las duras conversaciones que surgían en Rusia, así como lo que la máxima autoridad del Santuario revelaba no muy lejos de donde se encontraban, Akasha y Azrael avanzaban hacia el destino que la joven se había marcado. Nada podía detener a la guardiana del sexto templo zodiacal, eso lo sabía bien Azrael, nada excepto media centena de guardias que les esperaban, divididos en dos largas columnas apoyadas en las paredes que hacían de pasaje a tierra sagrada.

Todos eran altos y fornidos, con hierro en el yelmo, bronce en la coraza sobre armaduras de cuero y un metal negro como el ébano en las lanzas y escudos que portaban. Los dirigía un hombre desarmado, de fuertes y cicatrizados brazos, con los ojos vendados y una larga capa pendiendo de los hombros como distintivo de su rango.

—Amiga mía, ¿qué tiempos son estos en los que los campeones de la diosa deben entrar a hurtadillas en su fortaleza, como vulgares ladrones?

—Es el tiempo después de Ethel, capitán Tiresias —respondió Akasha, más cortante de lo que habría deseado—. Cuando la tierra está empapada de aceite, ¿qué sentido tiene encender la mecha de un conflicto innecesario? No vengo como ladrona, ni tampoco como campeona de Atenea, pero sí como su sierva, una que le ha fallado tantas veces, que ahora sus auténticos campeones están en peligro…

El llamado Tiresias se adelantó, apartando la capucha que ocultaba los cabellos de Akasha, así como su máscara. Posó las manos sobre sus hombros e inclinó la cabeza, como si la estuviera mirando. Sin mediar palabra, la abrazó, y así estuvieron un breve momento, entre el expectante Azrael y la guardia del Santuario.

—No tienes que ser tan formal conmigo. Yo solo soy el capitán, ¡y tú la santa de Virgo! —dijo mientras se separaban—. Me alegro tanto de volver a verte… ¡Oh, aún uso esa expresión! —Rio, y algunos de los guardias, los más veteranos, rieron con él—. Siento decirte que todas tus precauciones han sido en vano. Las noticias sobre santos desertores, exiliados e incluso prisioneros, se escuchan en cada rincón, y siempre he tenido a algunos de mis hombres esperando tu llegada. ¡La guarnición de Rodorio ya celebra tu regreso por toda la aldea!

—No era algo que debían saber en la aldea, mucho menos celebrarse —se lamentó Akasha, cabeceando de un lado a otro.

—Oh, ¡siempre debe celebrarse una buena noticia, así venga acompañada de otras malas! —Tiresias hablaba a viva voz, como era su costumbre hacerlo, siempre con un optimismo inagotable—. ¿Cómo negar a quienes son salvados, la posibilidad de agradecer a su salvador? Salvadora, en este caso.

Tiresias rio de nuevo, una risa agradable y honesta, del tipo que Akasha siempre agradecía. Sin embargo, ¿estaba bien provocar de ese modo al Sumo Sacerdote, su maestro? Buscó la opinión de Azrael, quien estuvo observando la escena en silencio. No pasó mucho antes de que asintiera.

—Caminaremos juntos hasta el corazón del Santuario, luego iré sola.

—No podía ser de otro modo —dijo Tiresias—. ¡En marcha!

Cada pareja de guardias chocó las lanzas, de tal modo que el camino que Akasha y Tiresias recorrieron entre ellos, seguidos de cerca por Azrael, tenía un improvisado techo de hasta veinticinco triángulos. El paso bajo aquellas armas negras, así como los primeros minutos de viaje, estuvo dominado por un lema que evocaba tiempos pasados. Palabras de aliento para hombres desesperados, sin el menor atisbo de esperanza.

—¡Santos de hierro! ¡Santos de hierro! ¡Santos de hierro!

Así proclamaron, con alegría y orgullo, el título que les fue dado años atrás, al término de la Rebelión de Ethel. Acompañaba a las voces, jóvenes y adultas, el sonido de astas golpeando el suelo y el escudo. Si alguien en el Santuario no había sido informado de la llegada de Akasha de Virgo hasta ahora, ya no tendría dudas.

No fue hasta que las voces se apagaron, que Akasha se decidió a volver a hablar.

—Capitán Tiresias, tengo un favor que pedirte —susurró, aunque sabía que no podía hablar tan bajo como para que Azrael no la escuchara.

—Habla —dijo el capitán entre susurros.

—Hace algunos meses, envié una carta al Sumo Sacerdote. Desde hace cinco años, mi asistente sufre de inexplicables dolores de cabeza, a veces simplemente molestos, y otras mortales, o lo habrían sido sin mi ayuda. Ningún médico puede detectar nada, y sin saber qué le ocurre, no puedo curarlo.

—Akasha, no puedo…

—El Sumo Sacerdote me concedería el permiso una vez obtuviera el Ojo de las Greas: claro que ha cambiado mucho en estas semanas, y ahora ni siquiera los santos tienen derecho a entrar en la Fuente de Atenea. Pero yo no pido cura, solo conocimiento, y el santo de Copa, Minwu, lo tiene.

—Señorita —intervino Azrael, caminando a la altura del par—. Lo que nos espera al final del camino es demasiado duro, ¡déjeme acompañarla, por favor! Ahora me encuentro bien, hace mucho que no padezco esos dolores.

—Ningún hombre común, por grande que sea su lealtad para con la diosa y los santos, puede cruzar las Doce Casas. Puedes ir a la Fuente de Atenea en busca de información, o quedarte al pie de la montaña, o regresar a Rodorio. —A pesar de sentirse sumamente agradecida, Akasha decidió ser cortante, sabiendo lo tozudo que Azrael podía ser. Se le adelantó, dando a entender que no había lugar para la discusión.

—Lo que me pides es muy difícil… —decía Tiresias, en cuya faz era presente el esfuerzo que hacía por encontrar una solución satisfactoria—. Le llevaré al bosque, ¡y que decida Atenea si ese hombre debe encontrarse con Minwu!

El viaje no tuvo más sorpresas, buenas o malas. Fue, de hecho, muy tranquilo y ameno, lleno de historias de la guardia y del Santuario en los últimos dos años.

La calma antes de la tempestad.

Notas del autor:

Ulti_SG. Sí, hijo del jefe y uno de los mandamases. Nepotismo puro y duro.

Como si no fuera bastante con el misterio de El Hijo, ahora llega el misterio de Ella, qué bueno que a Munin de Cuervo eso no le importó mucho. ¿Llegará esta historia a dar más explicaciones que misterios?

Oh, sí. Por la saga que estoy leyendo sé que no llevo el asunto todo lo lejos que se pueda, pero me gusta que los personajes no siempre sigan el guion preestablecido, como a Orestes le gustaría. Que sean personas con sus propios intereses, y puede que las cacerías de Hybris no sean importantes en el contexto de la guerra que podría o no ocurrir, pero para los caballeros negros esa es su verdadera misión. La Guerra Santa es una sidequest. ¿Podrán sobrevivir a su temeridad?

Ah, los poderes psíquicos y sus vulnerabilidades. ¿Cómo olvidar los implantes quirúrgicos cerebrales de cierto juego famoso, de antes de que todo se resolviera con nanomáquinas? El líder de Hybris llevó los útiles enlaces del primer arco a otro nivel. ¡Y qué nivel! Me alegra que te gustara la idea.

Por algo son caballeros negros, ¿no?

Hablando de temeridad, ahí viene Akasha, sí que tiene valor. ¿Cómo será recibida? Solo sabremos eso leyendo el capítulo siguiente.