Capítulo 46. La aventura de Makoto

Bianca y Hugin regresaron al patio del hospital más tarde de lo previsto, habiéndose permitido un almuerzo frugal en medio de las explicaciones, por lo que no les sorprendió descubrir que Makoto no los esperaba.

—¿Todas las enmascaradas pueden comer a esa velocidad? —preguntó el santo de Cuervo, con sincera admiración.

—Es cuestión de técnica —explicó Bianca—. Parece que estamos solos.

Ni Icario ni Mera seguían por ahí. Alguna enfermera debía haber llevado al antiguo capitán de la guardia a su habitación, que en ese momento estaría custodiada por un lebrel de rojos cabellos. Eso significaba que ambos podían hablar con total libertad.

Algo malo para ella.

—¿Qué hacía usted en isla Thalassa? —cuestionó Hugin.

—Veranear. Y molestar a la división Cisne.

—Je, a otro con esos cuentos, perra.

—¿Qué tienes tú que decirme a mí, cuervo?

—Nada bueno, nada bueno —aseguró Hugin, con las manos en la espalda y una odiosa sonrisa de autosuficiencia—. Sé que Lucile y Akasha son cómplices, también sé que las dos fueron en busca del ánfora de Atenea. Antes y después de que la robaran.

—Eres todo un detective…

—El sarcasmo es inútil conmigo —cortó Hugin.

—¿Qué tal la verdad? Pretendía poner en un lugar seguro el ánfora de Atenea. Es decir, en cualquier lugar donde no estén Shaula y su tropa de incompetentes.

—La deslealtad no es mejor que la incompetencia.

—Yo soy muy leal —dijo Bianca.

—¿A quién? —inquirió Hugin—. Te hieren de gravedad en Alemania, eres testigo de un suceso que podría cambiarlo todo y hasta te permiten acceder a la Fuente de Atenea en estos tiempos, cuando en el Santuario deciden acordarse de que un buen hombre como yo es el hermano de un miembro notable de Hybris, donde a Makoto se la acusa de ser un espía en una organización donde la telepatía es la asignatura básica y hasta alguien como Mera resulta sospechosa por respirar el mismo aire que la culpable de todo. ¿Y qué haces? Te escapas en cuanto te cierran la herida, desesperada por salvar a esa persona del destino que merece, el destino que ella misma persigue.

—¿Soy leal y bondadosa? —dijo Bianca a modo de explicación, cayendo enseguida en un detalle de la perorata de Hugin. Palpándose el estómago con ambas manos, añadió con una débil voz unas palabras—: ¿Te preocupas por mí? ¿Es que acaso es cierta la leyenda de que eres un humano y no un cuervo humanoide?

—Lo soy —afirmó Hugin, rotundo—. Las otras divisiones pueden mirarnos con recelo a los de la Lanza de Atenea, pero somos tan humanos como ellos. Solo que más cautelosos, y más inteligentes, si se me permite decirlo. ¿Eso me debe volver inmune a saber que una compañera de armas pudo haber muerto? Claro que no.

—Trato de imaginar al Pacificador sintiendo pena por alguien…

—Podrías morirte tratando —la interrumpió—. Si existe un santo en el Santuario del que se pueda negar su condición de ser humano, ese es el señor Sneyder.

—Y sin embargo, él es necesario, así como lo es la señora Lucile —apuntó Bianca—. Si viviéramos en un cuento de hadas, los héroes, servidores de la justicia, podrían permitirse ser amables y compasivos a la vez que justos y sabios, todo lo que harían sería recto y claro como el agua cristalina. Por desgracia no es así en este mundo, en este mundo un hombre usurpó el trono de una diosa para lograr sus propios fines. Es por eso que se necesita que alguien dude donde nadie duda, que alguien cuestione a los que nadie quiere cuestionar. Y que alguien trabaje donde nadie quiere trabajarar.

—Pensamos igual —dijo Hugin—. Pero eso no te salvará del juicio divino, Bianca, como tampoco me salvará a mí. A veces, solo a veces, me gustaría ser un idiota como Makoto, capaz de marchar al Santuario para salvar a alguien en quien ni siquiera confía del todo. Sí, no me mires con esa cara, tú también sabes a dónde fue.

Bianca rio, acariciándose la máscara mientras se contenía de decirle que él no podía saber con qué cara le miraba. La telepatía no bastaba para esa barrera.

—¿No será que pasó demasiado tiempo viviendo con los caballeros negros?

Ya alejándose, el santo de Cuervo miró a Bianca por encima del hombro.

—Confío en todos los que lucharon bajo el ala del Fénix, con algunas excepciones que sabes muy bien. No cometas ninguna estupidez, Bianca, no puedes salvarla.

Así se internó entre las columnas, que franqueaban el patio. No entraba aún en el edificio cuando la santa de Can Mayor se atrevió a comentar algo.

—¿Te alegró que Mera estuviera bien, verdad? No es Makoto el tipo de persona que quisieras ser, Hugin, sino Akasha. La que vela por los santos, por encima de las reglas.

Ninguna respuesta salió de los labios del santo de Cuervo.

xxx

«¿Qué estoy haciendo? Esto es una locura. ¡Una locura!»

Ese pensamiento se había repetido en la mente de Makoto de Mosca al menos un centenar de veces. Incluso en el hospital de Bluegrad, con la mano aún vendada y vistiéndose con lo primero que encontró, ya sabía que andaba directo hacia una condenación cierta; en esencia, desde el primer paso hasta los que daba ahora, se estaba oponiendo a la decisión del mismísimo líder del Santuario. No tenía excusa.

Pese a ser consciente de eso, llegó pronto a Rodorio, al no tener problema en que lo reconocieran, a diferencia de Akasha y Azrael. Conociendo a aquel par, estaba seguro de que no querían causar problemas en la villa, donde tenían muchos simpatizantes. Y de eso dependía todo, de que los conociera bien y no fuera un engañado más. De otro modo, pretender llegar a un lugar más rápido que una santa de oro sería ridículo.

—Si Azrael puede seguirle el paso, yo también —murmuró, ya en la plaza principal de Rodorio. Alrededor del área, circular, se disponían comercios, albergues y un par de bares. En el centro, una fuente decorada con motivos marinos, conmemorativa del antiguo intento por Poseidón por ganarse el favor de la ciudad vecina de Atenas, despedía constantemente el agua más clara y limpia que conocía—. Estoy cerca.

Siguió corriendo entre casas cerradas y abiertas, siendo un borrón para alegres tenderos e irritados guardias hasta que llegó al lugar que cinco años atrás fue el más bullicioso de toda la villa: el mercado, trasladado desde entonces a la plaza que había dejado atrás, carecía ahora de puesto alguno; ni el más rebelde comerciante quería vender ahí, tampoco los niños más traviesos se atrevían a jugar en las pocas casas abandonadas que no acabaron derribadas por un mal movimiento en el duelo legendario que puso fin al Cisma Negro, o le dio comienzo, según cómo se mirara. Fuera como fuese, en aquella batalla se derramaron las últimas gotas de sangre de una noche de matanza, sangre que había alimentado las semillas del guardián ante el que Makoto ahora rendía respetos.

Llevaba dos años sin verlo y seguía siendo tan increíble como siempre. Nació en un tocón de hielo, lleno de sangre seca, y creció hasta engullirlo, convirtiéndose en una sola noche en un árbol todavía más imponente que cualquiera de los gigantes arbóreos del bosque en que se hallaba la Fuente de Atenea. Las ramas, que parecían arañar las nubes, daban sombra al lugar entero, y no era eso lo más increíble de ese prodigio de la naturaleza, ese lugar quedaba reservado para las hojas, de un imposible azul hielo.

Ahí dormía Kushumai, líder de las ninfas de Dodona y madre de Shaula de Escorpio. Ese era el único lugar en el que era seguro encontrar a la inquieta santa de oro.

«Si quiero hacer algo, necesito el apoyo de un general —se recordó Makoto, tratando de infundirse valor. Mientras se ocultaba en la casa más cercana, vacía de todo mobiliario o ser humano, repasó el resto de opciones—. Garland de Tauro, comandante de la división Dragón. No lo conozco, nadie lo conoce en realidad. Además, da miedo. ¿Sneyder? —Por primera y única vez en su vida, pensar en el comandante de la división Fénix le hizo reír—, si Akasha va a ser ejecutada, él estará encantado de ser el ejecutor, si es que ese hombre puede estar encantado con algo. Solo me queda Shaula.»

La comandante de la división Cisne era, al fin y al cabo, hija de Ban, eso la relacionaba más a Akasha que los otros dos generales. Además, aunque no se lo diría a la cara, la juventud de la ninfa era una razón de peso para pensar en ella como una aliada en tamaña locura; a esa edad, no sería tan dura como el resto de santos de oro.

—Como si yo fuera un muchacho… —soltó sin querer en ese silencioso lugar.

Después de un rato, cuando ya había dado por perdida esa posibilidad, Shaula y sus eternos acompañantes aparecieron. Subaru y Mithos, una leyenda entre los santos de plata que incluso un apestado como él podía admirar y hasta envidiar, escoltaban a la ninfa vistiendo los mantos de Reloj y Escudo. También ella estaba protegida por el manto de Escorpio, de cuyas hombreras pendía la capa que la distinguía como una de los cuatro generales del ejército de Atenea, que solo respondían ante el Sumo Sacerdote; no era raro en ella, desde la batalla del Pacífico parecía querer reunir méritos ante el Santuario a toda costa. Cuando no estaba peleando con un enemigo, lo buscaba por lo todo lo ancho y largo del mundo, hasta que toda pista desaparecía y volvía a Rodorio.

Volvía para velar el sueño milenario de su madre.

—Buenas tardes, mamá —saludó Shaula, con la mano acariciando el árbol de hojas azules—. Sigo intentándolo, con todas mis fuerzas.

Makoto aguzó el oído, queriendo saber a qué se refería, pero la conversación pronto tomó un rumbo inesperado. E incómodo.

—Oye, Mithos —dijo Shaula, girándose hacia el decimotercer Campeón de Hades, que desde hacía seis meses todos conocían como el santo de Escudo—. ¿Conociste a mi madre? Quiero decir, antes de morirte.

—¡Eso es una falta de respeto, señorita Shaula! —exclamó Subaru—. Sería mejor que habláramos de temas más halagüeños, como el tiempo que hará mañana…

Nadie prestó atención al extraño intento del santo de Reloj por cambiar de tema.

—Mi madre la conoció. Era una mujer muy bella, como usted, l-lady Shaula.

Con la celeridad del relámpago, la dorada mano de Escorpio apuntó a la frente de Mithos, acariciando la uña del dedo extendido el casco de Escudo.

—No seas zalamero, Mithos, no me incomoda que mi madre fuera más bella que yo.

—Eh, sí —dijo el santo de Escudo, pese a que había sido sincero—. A mi madre tampoco le importaba que Kushumai fuera más bella que ella, la consideraba la más hermosa mujer que había conocido. No sé cómo pudo enamorarse de alguien como Ban.

Mithos se tapó la boca con ambas manos, seguro de que había dicho algo indebido, mientras Subaru se golpeaba la frente y lamentaba el aciago futuro que no pudo evitar.

—Prepárate para vomitar —dijo Subaru, tapándose los oídos.

Shaula, ignorando lo que consideraba una payasada más de su compañero, infló el pecho, llena de orgullo, para empezar el corto y apasionante relato de su concepción.

—Mi papá, como uno de los pocos santos de Atenea que quedaban, fue enviado al bosque de Dodona para firmar una alianza. Pero las ninfas del lugar lo confundieron con un sátiro —apuntó con cierto malestar—, así que estaban bien escondidas, no era posible encontrarlas. Luego de peinar el bosque entero, mi papá decidió descansar en un claro, con tan mala pata que ahí se estaba bañando una mujer, de piel morena y cabellos rubios. Él, osado como los héroes de la Antigüedad, quiso cerciorarse de si era una ninfa, por lo que se acercó, ¡se acercó demasiado! Ella volteó y se vieron por largo rato, hasta que los ojos de la líder de las ninfas de Dodona relampaguearon. Por su atrevimiento, Ban de León Menor se convirtió en un auténtico león por una noche, nueve meses después de la cual nací yo, ¡Shaula de Escorpio!

—Ay, dioses, no sirve de nada que me tape los oídos si ya sabía qué diría —se quejó Subaru—. Y lo peor es que ya sabía que no vomitarías.

Mithos de Escudo estaba lejos del desagrado que mostraba el santo de Reloj. Los ojos le brillaban de emoción, como un niño al que le hubiesen contado un cuento fantástico.

—Convertido en un animal después de verla desnuda —dijo Mithos, enrojecido al recordar el día en que él y lady Shaula se conocieron—, es increíble, como en las historias de la Antigüedad. ¡Una aventura digna de…!

—¡No blasfemes! —gritó Subaru con una gruesa y extraña voz, antes de darle un buen golpe en la cabeza—. ¡Que te parta un rayo si completas esa frase!

—¿Desde cuándo eres tan quisquilloso? —dijo Shaula—. ¿Tienes envidia?

Entre las quejas de Mithos y la risa de Shaula, Subaru se hizo escuchar una vez más.

—¿¡Cómo voy a tener envidia de una historia tan desagradable!? ¡La sola imagen me da dolor de estómago! ¡Hoy no podré dormir bien y mañana el Sumo Sacerdote no te hará ni caso porque a alguien que cuenta esas cosas no se le puede tomar en serio!

—Sí, es envidia de la mala —dijo Shaula, sintiéndose apoyada por Mithos, que asentía.

Las palabras de Subaru, proféticas, no alcanzaron ese día a la santa de Escorpio, acaso por ser demasiado sensatas para lo que aquel japonés tan particular solía ser. Sin embargo, debían ser pronunciadas para que alguien ajeno al futuro que Subaru podía ver, siempre relacionado con Shaula, tomara una decisión.

Ni siquiera Subaru lo sabía, pero Makoto, habiendo presenciado esa bochornosa escena, entendió que necesitaba un apoyo más sólido si quería cumplir su cometido. A hurtadillas, se alejó de la zona sin que nadie notara que siquiera estuvo allí.

—¿Ves, mamá? —dijo Shaula, de nuevo viendo la leyenda viva de Rodorio, el Árbol de la Tregua—. He conocido bueno amigos.

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Makoto sabía lo suficiente de Subaru de Reloj como para confiar en sus predicciones, Shaula no podía ayudarlo, Sneyder no querría y Garland era un misterio. Llegar a ese punto muerto le hizo pensar en aquel en quien no quiso pensar, el responsable del exilio de Akasha y el encierro de Lucile dos años atrás. Y también el hombre que había sucedido a la santa de Virgo como general de la división Pegaso. General de nombre, al menos, ya que Marin de Águila era quien más estaba al pendiente de los santos de bronce y de plata que vivían en el Santuario, la Fortaleza de Atenea. Él tenía otras ocupaciones, tan implacables como podía serlo Sneyder.

«El Juez. Dioses, ahora sí que esto es una locura.»

Tratándose del comandante de la división Pegaso, solo había dos posibilidades, si es que no estaba dictando sentencia, estaría resguardando el séptimo templo del zodiaco o conversando con las únicas personas a las que se dirigía como un ser humano. La primera lo colocaba fuera de su alcance, ya que a pesar del caso excepcional de Bianca, Ban y el santo de Cerbero, la entrada al Santuario debía seguir vedada para todos los sospechosos, de modo que solo le quedaba esperar que fuera la segunda. El Sumo Sacerdote no podía negar a un santo la entrada a Rodorio, eso solo causaría desconcierto en la buena gente de la villa, a menos que estuviera condenado a muerte.

«De momento, no lo estoy.»

Cuando al fin lo distinguió, sentado junto a una tienda, estuvo a punto a dar gracias a los dioses a gritos; claro que eso habría llamado la atención de los aldeanos, que ya tenían suficiente con ver a un hombre con una mano vendada corriendo de un lado a otro solo para volver al sitio de partida. Era gracioso, pero cierto, se encontraba de nuevo en la plaza principal de Rodorio. Tratando, no obstante, de no reír, caminó hacia él con tanta naturalidad como podía hacerlo un santo bajo sospecha cuando se dirigía al Juez.

Mientras avanzaba, sin prisas, se iba dando cuenta de las pocas veces que lo había visto. No recordaba, por ejemplo, lo particular que era, con un pelo demasiado alborotado para lo corto que era, y una chaqueta marrón mucho más grande de lo que debería, distinta al ya habitual uniforme de los santos. Cuando estuvo a pocos pasos, el hombre se levantó, fuera porque recién se daba cuenta de que venía o por mera cortesía, irguiéndose en sus 1.90 metros. De complexión fuerte y toscos rasgos, fruto del más duro de los entrenamientos que un hombre —aun un santo— podía ejercitar, él era Arthur, el Juez.

—Makoto de Mosca, ¿cierto?

—Así es. He venido en busca de ayuda, o de consejo, si lo primero no es posible.

Fue un saludo tranquilo, traducido en un sencillo apretón de manos; todo lo contrario a lo que Makoto esperaba. Arthur le indicó que se sentara en una silla cercana. Antes de hacerlo debió retirar un vaso y un par de platos de plástico que había encima, uno de ellos con algunos restos de ensalada; los puso en el suelo, a falta de un lugar mejor. «¿Ves? Él come. Es humano, como tú, sólo que puede condenarte a muerte si dices algo indebido… ¿Cómo no lo vi cuando pasé por aquí? ¿Estuve tanto tiempo vigilando a aquellos tres? ¡Maldita sea, Makoto, tranquilízate!».

—Bueno —dijo Arthur, ya sentado—, ¿en qué cuestión necesitas mi ayuda?

—Pues… Es sobre… Hace unos días… Y ella, nosotros… —Empezó mil frases y no terminó ninguna. Arthur lo miraba, cercano y lejano a un mismo tiempo, dejándole la impresión de que lo supo todo con un simple vistazo. No sentía que le leyeran la mente; el Juez no trabajaba así. Más bien, él la estaba exponiendo sin siquiera darse cuenta; él era débil, como le había demostrado Bianca—. ¡Salve a Akasha, por favor!

—Quieres que salve a Akasha —repitió Arthur, tratando de confirmarlo. Makoto asintió torpemente—. ¿Por qué?

—Porque no es culpable —contestó de inmediato, sin creérselo—. ¡Ninguno de nosotros es culpable! Es solo que circunstancias desesperadas requieren…

—Sé perfectamente por qué debo salvar a Akasha. Lo que pregunto es por qué quieres que la salve —apuntilló el Juez.

—Ella… —Tenía mucho que decir: «es buena», «es justa», «me ayudó a convertirme en santo», etc. Sin embargo, nada de eso convencería a Arthur, el Juez solo podía estar satisfecho con la verdad—. Ella va a sacrificarse por nosotros.

—Ocho santos de bronce y plata por una santa de oro, lo sé. He estado aquí un buen rato esperando que viniera a hacerme ese ofrecimiento. No creí que siguiera odiándome.

—Entonces, ¿la va a ayudar? —Si podía convencer al Juez de intervenir antes de que Akasha se reuniera con el Sumo Sacerdote, aumentaría las posibilidades de todos.

—Si no lo hiciera, la muerte de Akasha os liberaría de toda culpa. Flecha, Orión, Mosca, Lebreles, Can Mayor, Can Menor, Cuervo y León Menor. Todos volveríais a ser santos de pleno derecho. Por no hablar de los problemas que se ahorrarían Leo, Andrómeda, Camaleón y Erídano. ¿Por qué quieres que la salve?

—La muerte de uno no lava las culpas de otros. —«Es lo que ella diría», pensó—. Desde hace tiempo, algo no está bien en el Santuario. La Rebelión de Ethel, el Cisma Negro, la Cacería, todo lo que hemos hecho para conservar el Ojo de las Greas… Problemas que hemos ido arrastrando a lo largo de los años, implantando soluciones a corto plazo que no terminan de resolver nada. ¿Somos culpables? ¡Bien! ¡Digan de qué somos culpables! Así podremos responsabilizarnos, todos y cada uno, no una persona en el nombre de los demás.

Discernir lo que Arthur pensaba era aún más complicado que adivinar el gesto de una santa de Atenea detrás de la máscara. El Juez prácticamente no cambiaba de expresión, no sonreía ni fruncía el ceño, ni daba muestras de interés o de aburrimiento. Solo observaba, sin parpadear. Makoto no tardó en agachar la cabeza, debiendo apretar las manos contra las rodillas para evitar salir huyendo.

—Es una declaración de motivos como cualquier otra, supongo. —Arthur se levantó sin previo aviso—. Bueno, ya que has venido aquí, ¿me acompañas? A Akasha le ayudará ver una cara amiga.

—Va a ayudarla —musitó Makoto, incrédulo. No creía haberlo convencido.

Arthur hizo un gesto de asentimiento, y girando levemente hacia la tienda, llamó a su propietario:

—¡Sixto, ¡Sixto!

—Ya voy, ya voy —decía una voz desde el interior, marcada por la edad, aunque todavía firme y no falta de fuerza—. ¡Estos jóvenes!

Llegó a toda prisa, adelantándose demasiados pasos antes de percatarse de que Arthur seguía al lado de la entrada. Dio media vuelta, primero serio, casi enfadado, aunque no tardó en suavizar el rostro. Era un hombre ya anciano, calvo y con el rostro surcado de arrugas, especialmente en torno a la comisura de sus labios. Llevaba puestas gafas de ver de cerca, y en una mano, una serie de folios con crucigramas impresos.

—Arthur, ¿qué quieres? ¿Por qué me gritas si sabes que no estoy sordo? Ya te dije que no puedo contarte más aventuras hasta que mi nieta regrese. Aunque —sonrió sin reparo, demostrando que todavía conservaba todos los dientes— sí que puedo volver a contarte uno de mis anteriores relatos. ¿Qué tal si te hablo el día en que conocí a Iskandar? A ese muchacho podría interesarle.

—Me encantaría, Sixto. Sabes que es mi historia preferida. —Fue sincero. Makoto pudo ver al fin un rostro diferente en Arthur, más humano, menos… Arthur—. Lamentablemente, alguien necesita mi ayuda.

—Oh, ¡entonces debes ir presto a ofrecérsela! Eres como el noble Iskandar, salvando a la dama Selina de las garras de la muerte —alabó, arrancando en Arthur una leve sonrisa. Makoto se quedó pensando en cómo podía saber que quien necesitaba la ayuda del Juez era una mujer—. Por cierto: «musa de la astronomía, seis letras».

—Urania, me parece. ¿Le avisarás de que estuve aquí?

—¿A mi nieta? Claro que sí, cuando venga. La alcaldía la tiene muy ocupada, ya lo sabes. ¡Esta muchacha! Se exige demasiado, siempre se lo digo y no me hace caso.

Con una palmada en la espalda, Arthur le dio las gracias a Sixto, para luego partir rumbo al Santuario. Makoto, por momentos ensimismado, se desperezó por un coscorrón del tendero, quien con ademanes lo instaba a levantarse. Así lo hizo, poniéndose a la altura de Arthur con algunas torpes zancadas.

—La alcaldía —repitió Makoto, aún confundido—. ¿Acaso ese hombre es abuelo de…?

—Abuelo adoptivo —corrigió Arthur sin detener la marcha—. Seika apenas conoció a sus padres, mucho menos a sus abuelos.

Notas del autor:

Ulti_SG. ¡Y yo con respuestas! Aprovecho para decir que el capítulo pasado era el 44, lo nombré como el 45 por error. Siento las molestias.

Kanon da por sentado que si deja que Lucile hable esta tratará de manipularlo.

Más que por fecha de caducidad, es por la forma en que Zaon de Perseo la usó, invocando el espíritu de Medusa en el cielo durante la batalla con la legión de Leteo.

Así es. Ella cuida mucho a su asistente.

Exacto, la paradoja de Schrödinger es la base del poder de la santa de Piscis. Algo complicado de explicar en términos simples, ¿lo lograré? Y sí, es una espía tremenda.

Ahora mismo, aparte de los recuerdos perdidos, Icario lo único que tiene es vejez. Akasha no podía devolverle la juventud.

Dejaré que la última duda la responda esta historia.