Capítulo 48. Bosque de vida y muerte

Azrael ya había perdido la cuenta del tiempo que llevaba en el bosque, pues la luz del sol se perdía entre el sinfín de ramas y hojas de los árboles, tan incontables como inmensos. Tampoco tenía muy claro cuán cerca estaba de la Fuente de Atenea. Antes de dejarle entrar, Tiresias fue claro en que no debía hacer marcas de ninguna clase.

«Eso no te va a ayudar —dijo entonces, muy serio—. Más bien te va a perjudicar. El bosque fue creado por la voluntad divina, y está tan vivo como tú y como yo.»

Si le hubiesen dado esa advertencia veinte años atrás, a buen seguro habría sacado el cuchillo nada más lo perdieran de vista, no por rebeldía, sino por un entendimiento siempre práctico sobre lo que lo rodeaba: ¿debía atravesar un laberinto, que además lo confundiría con toda suerte de ilusiones? Pues antes de pensar en entrar o en salir, debía asegurarse una forma de no quedarse dando vueltas en círculos, y marcar árboles sería una de las primeras opciones, así mil hombres le aseguraran que estaban vivos. Sin embargo, ya no era aquella persona, la experiencia había construido en el otrora niño soldado un gran respeto por lo sobrenatural, y si bien no bastaba para impedirle buscar formas de defenderse ante esas fuerzas, sí que lo había vuelto prudente. Ahora era, podía decirse, un hombre de fe, y esa fe lo aplastaba por minutos.

No tenía que pensar en el camino o los obstáculos, ya que si podía o no llegar a la Fuente de Atenea, si era digno de ser tratado en ese lugar, estaba en manos de la diosa. Y siendo honesto consigo mismo, no creía que lo fuera, él no era un santo. Se tocó el galón del uniforme, el símbolo de Niké color gris férreo sobre un espacio negro punteado de estrellas; santos de hierro, fue lo que había clamado la señorita cinco años atrás; santos de hierro, la cuarta casta, la promesa del éxito después del fracaso. Él no necesitaba aferrarse a vanas esperanzas, la tenía a ella.

«Velocidad supersónica, destrucción de átomos, creación y dominio sobre los desastres naturales… —enumeraba sin dejar de caminar; al no tener que preocuparse demasiado por los alrededores, podía concentrarse en ello.»

No era la primera vez que lo hacía, siempre dominado por un temor reverencial hacia las fuerzas del Santuario: un ejército compuesto por menos de cien soldados —la guardia tenía un valor más que nada simbólico para cuando llegó a estas tierras—, y aun así por mucho superior a todo el poder militar de cualquier nación en la Historia; no, del mundo entero. Sin embargo, ahora había una variable más.

«Velocidad de la luz, ¿qué puedo hacer para superar esa barrera?»

Akasha jamás estaría de acuerdo en involucrar a otros santos, por mucho que hubiese algunos dispuestos a ayudarles. Eso, contando o no a la Guardia de Acero y los recursos de la Fundación, anulaba por completo un ataque frontal de cualquier tipo, fuera el plan principal o una distracción. Estaba solo, él y sus somníferos que jamás podrían superar el sistema inmunológico de los santos de oro, mejorado no solo con la explotación, el crecimiento y el dominio del cosmos, sino sobre todo con el despertar del Séptimo Sentido, aquel que les permitía manipular en todo su potencial la energía cósmica.

«Sandman ni siquiera funcionó del todo bien con Hipólita —se recordó, frustrado. Armas de destrucción masiva estaban fuera de toda discusión, claro, y sobre las experimentales… ¿Cuál podría servir? ¿Hojas de alta frecuencia? ¿Un ataque sónico contra un grupo en el que hasta el más débil se mueve más rápido que el sonido? ¿Siquiera podría servir si tomaba a alguno desprevenido? Lo dudaba.»

Las ideas venían y se iban, desechadas. Al final, el propio Azrael tuvo que admitir que cualquier ofensiva contra un santo de oro era un suicidio garantizado, peor todavía si se trataba de diez; ni siquiera podía jurar que los aliados y simpatizantes de antaño seguirían siéndolo si Akasha era condenada por la máxima autoridad del Santuario. Si eso ocurría, si la peor situación imaginable se daba, ¿se quedaría mirando, sin poder hacer nada? ¿Estaba tan indefenso?

«Camuflaje óptico —escuchó dentro de sí tras largo rato de tener la mente en blanco. Ese pensamiento fue como si le dieran una bofetada estando adormilado; lo despertó de un sueño del que ahora se avergonzaba. ¿Por qué estaba pensando en términos de ataque y defensa? Si las cosas se torcían, bastaba con que desaparecieran por un tiempo, y para eso quizá solo necesitaban volverse invisibles; después de todo, incluso los santos que conocía no parecían poder detectar a June de Camaleón. Tendría que actuar en el momento justo, de tal modo que cualquier orden de captura se diera cuando ya estuvieran muy lejos, listos para poder recurrir a los métodos de Hybris—. Le deben esta alianza a la señorita, y lo saben. Será más difícil convencerla a ella…»

—Deja de pensar estupideces —dijo una voz de niño a su espalda—. La decisión ya está tomada, nada puedes hacer. Resígnate.

Por lo general, Azrael daba un giro rápido en situaciones como aquella, pistola mano en recuerdo de años lejanos. Sin embargo, en esta ocasión lo hizo con mucha lentitud, pues la voz que escuchó le era demasiado familiar. Mientras, notó que la zona en la que se encontraba era idéntica hasta el más mínimo detalle a la última que podía recordar.

—Sabías que esto pasaría, y ella también. Estaba dentro del plan que fuera juzgada.

El chiquillo que tenía enfrente era él mismo, no le cabía duda. La misma mirada celeste, espejo hacia un vacío carente de toda emoción, o así debía parecer, tal y como le habían enseñado. No tenía la pistola en la mano, ni tampoco lo necesitaba; pocos desenfundaban tan rápido como Azrael, hijo de los muertos.

—Debo asistirla hasta el final —le gritó sin fuerzas—. Ese es el plan.

—No te mientas. No hay nada más inútil que un asistente estúpido —afirmó el niño Azrael—. El final puede llegar hoy o un poco más tarde; eso está más allá de nuestras manos. Resígnate —repitió, desapasionado.

La imagen del niño se disolvió por un soplo de aire frío que le heló los huesos. Se dio cuenta de que sostenía la pistola que siempre llevaba encima, aunque no habría podido determinar cuándo la desenfundó. Empezó un rápido giro de 360 grados, y en el segundo tercio se encontró con otra figura, quizás real, quizás un delirio más.

—A mi padre le fascinan —dijo el hombre, un anciano sacerdote envuelto en una larga y negra sotana; señalaba el arma—. Los adultos y los niños, los soldados y los civiles, los sabios y los ignorantes… ¡Todos pueden matar con una!

Azrael retrocedió, aún apuntándole. No necesitaba ser un santo para entender que aquel hombre era peligroso, lo sentía a un nivel más allá de lo físico y lo mental. «Mi alma reacciona ante él —reflexionó, recordando el fallido entrenamiento que realizó en el monte Lu, tantos años atrás—. Es igual que Caronte.»

—Soy Marte, no Plutón —corrigió; la boca curva esbozando una cruel sonrisa—. Al menos, por ahora. Tranquilo, tu mente no es libro abierto que cualquiera con buenos Ojos de Plata puede leer. Yo soy un capítulo del libro, presente tanto cuando lo abres, como cuando lo cierras.

—Estamos en tierra sagrada, no puedes estar aquí —declaró, un desafío endeble dada su posición. Aunque él no dejaba de dar pasos hacia atrás mientras el sacerdote, Marte, se quedaba quieto, la distancia que los separaba siempre era la misma—. Nadie puede tele-portarse en el Santuario.

—Nadie por debajo de Atenea —corrigió de nuevo, divertido ante la actitud del asistente—. Pero yo no me he «tele-portado» a este lugar, ni a ningún otro en realidad. Estoy aquí, así como me encuentro en el otro extremo del mundo y en los rincones más recónditos de otros tantos más allá de las estrellas, que esperan pacientemente a ser descubiertos por tu raza. He estado aquí desde antes de que la hija de Zeus decidiera que esta tierra le pertenecía, así que si alguien ha roto alguna regla, no he sido yo.

«Una bala, una vida.»

Disparó con ese rezo en mente. No impulsado por la más mínima esperanza de triunfo, sino por el agotado e imperecedero empirismo de otros tiempos. Comprobar la verdad de las cosas era parte de quién era, y lo sería mientras estuviera vivo.

—Estamos en tierra sagrada, no puedes estar aquí —repitió. Curiosamente, ver la bala aplastada sobre la amplia y arrugada frente, entre algunos mechones grises, lo motivó a dejar de temer y empezar a actuar.

«El final puede llegar hoy o un poco más tarde; eso está más allá de mis manos.»

—Balas de gammanium —comentó el viejo sacerdote una vez el proyectil cayó al suelo—. Humanamente creativo. Eso también le fascina. —Instantáneamente, el extraño sujeto apareció a dos pasos de Azrael, con su pistola en la mano izquierda—. Has demostrado ser digno de mi regalo.

Otro disparo resonó a través del bosque, aunque esta vez no fue Azrael quien apretó el gatillo, sino el sacerdote. La bala le atravesó una pierna limpiamente, provocando que cayera al suelo. Al segundo, con un ardor que se extendía a partir de la herida, lo primero que pudo pensar es que no tenía sentido que aquel ser usara una pistola.

—Nunca es lo mismo cuando soy yo el que utiliza el arma. Demasiado directo. Se pierden demasiados matices.

Durante el discurso, la figura del anciano se distorsionaba a ojos de Azrael, ampliándose y empequeñeciéndose de formas a cuál más grotesca, hasta que a la mitad de una transformación volvía a tener enfrente a su yo de hace veinte años.

«Azrael, hijo de los muertos, ha desenfundado y disparado, y Azrael el asistente no ha podido impedírselo. —Rio, herido y delirante al pie de uno de los árboles, que debía estar riéndose con más ganas—. Está vivo, ¿no, Tiresias?»

—En esto me he convertido —espetó el niño, con todo el desprecio que una máquina carente de emociones podría expresar—. Te has vuelto el adulto arrogante que no querías ser. Es por esto que al final ha llegado, por tu incompetencia, por nuestra incompetencia. Hemos fracasado. Resignémonos.

Le disparó otra vez, y la bala atravesó su cuerpo y el grueso tronco que lo respaldaba. Un latigazo de dolor convirtió al niño de nuevo en sacerdote. El anciano Marte se inclinó ante él, de tal modo que la cabeza le quedaba a la altura de la suya. Lo apuntó con la pistola que no tendría que estar usando —seguía con esa idea, terco y obsesivo—, exponiendo el cuello. En su mano sintió el conocido peso de una daga, y no dudó.

—Ese es el espíritu —rio el sacerdote, con la voz clara y coherente que un hombre al que le habían cortado la yugular no debía poseer—. Me alegra que te guste mi regalo. A fin de cuentas, lo vas a necesitar.

De la herida en el cuello manaba una cascada carmesí, manchando sin término aparente la sotana. Por un momento, fugaz, vio en al anciano el rostro de Akasha, ondulado y largo cabello castaño enmarcando una máscara de oro. La vio sangrar, sangraba por su culpa. Gritó al tiempo que apuñalaba al sacerdote, preso de una locura más animal que humana, que convertía el dolor que ardía en su interior en pura furia y fuerza sin límites. Todos los intentos fallaron. El sacerdote ya se retiraba, dándole la espalda, y él solo logró caer al suelo de costado, escupiendo sangre.

A cada paso del sacerdote, su figura era sustituida por la de Akasha y el niño Azrael. En tal estado, él no podía discernir si aquello era fruto de algún poder sobrenatural, o del delirio fruto del dolor. Lo único que sabía ahora era la angustia que le oprimía el corazón, al punto que casi lo aplastaba, cada vez que tenía que ver a Akasha donde al instante estaba el manifiesto enemigo. Y es que había una constante en aquella película de tres imágenes intercambiables: el reguero sanguinolento que dejaba con su avance, lento e insultante. Y en medio de ese río carmesí, una sombra lo observaba con dos ojos de brillante violeta. ¿O miraba al arma que ahora sostenía?

«El arma que esa cosa me dio —entendió a Azrael—. ¿Qué quieren de mí?»

—Esto no es maldad o bondad, solo realidad —afirmaron tres voces a la vez, ahogando por igual los pensamientos y dolorosos gemidos de Azrael—. Simplemente eres débil, debiste aceptarlo desde un principio. La señorita nos habría salvado.

La última frase fue pronunciada por el niño, el tono temblante debido al llanto. El Azrael de hace veinte años le daba la espalda, caminando muy lejos de su alcance. No podría llegar a él arrastrándose, y aun si pudiera, no podía moverse. En cuanto aceptó aquello, se entregó a la noche de la inconsciencia.

Lo último que percibió fue el zumbido de una mosca.

xxx

Convencer a Akasha fue en verdad complicado, aun contando con la labia e inteligencia del Juez. La santa de Virgo, ahora prisionera del Santuario, estaba empecinada en cerciorarse de que Azrael saliera sano y salvo de aquellas tierras. Lo había enviado a la Fuente de Atenea en compañía del capitán de la guardia y llevaba horas sin regresar. Eso debía significar que fue digno de ser atendido, ya que aquel lugar era tan seguro como el monte Estrellado, o incluso la montaña principal. Así lo expresaron Makoto y Arthur, y sin embargo, Akasha no cambiaba de opinión.

La solución, curiosamente, no vino de los santos, sino del par de guardias que flotaban en el aire. Propusieron, a la vez, que alguien fuera al límite del bosque que rodeaba la Fuente de Atenea: si Azrael fue rechazado, debía encontrarse allí. Lo hicieron más porque los dejaran bajar a tierra firme que por verdadera preocupación, claro, pero todos —hasta Akasha— estuvieron de acuerdo; Faetón y Claudio tenían razones teóricas y prácticas suficientes como para no retractarse luego. En cuanto cayeron al suelo de bruces —arrancando una maliciosa sonrisa a Makoto, que Arthur no compartió—, se pusieron en marcha a toda velocidad.

—Vamos —exclamó Arthur, dando media vuelta—, nuestro destino es Rodorio, ¡y hace horas que debíamos estar allí!

—No creo que la mejor forma de ayudar a Akasha sea ir a ver a su novia —masculló Makoto entre dientes.

Nadie le replicó, un inicio adecuado para un viaje en esencia mudo. Akasha los seguía de lejos, todavía preocupada por la situación de Azrael. Cada paso que daba le parecía una traición, y ese sentimiento quedaba reforzado por el hecho de estar atravesando el último camino que recorrieron juntos —y quizás el último que recorrerían—, solo que sin las entusiastas exclamaciones de Tiresias y la guardia.

«Santos de hierro —gritó hacía demasiado tiempo—, vosotros sois los santos de hierro, auténticos guerreros de Atenea.»

Pronto, Akasha notó otra diferencia entre la actual caminata. En las alturas, los vigías se inclinaban cerca del borde, dos hileras de hombres muy distintos al regimiento de Tiresias: de armadura ligera, con un cuchillo curvo atado al cinto y un arco largo a la espalda que jamás podrían utilizar, pues estaban ciegos; todos y cada uno carecían de ojos, se los habían arrancado.

—Es verdad que le odia —comentó Makoto en voz baja.

—No odio a ningún santo —dijo Akasha, poniéndose al fin a la altura del par. Makoto, arrebolado, empezó a disculparse a base de balbuceos; los ignoró—. Es solo que… lo que antes admiraba de Arthur… ahora lo temo —admitió, cabizbaja.

—Mi hermanita sigue siendo la lista de los doce, con el perdón de nuestra querida Leona de Oro —dijo Arthur, de nuevo más cálido de lo que acostumbraba a ser. En un gesto inesperado, revolvió el cabello de Akasha—. La mayoría teme a quienes se muestran siempre temibles, como Sneyder y Triela, ¡par de matones! Solo unos pocos ven la amenaza donde no aparenta estar, en el hombre de trato amable y sonrisa fácil.

—Sin ánimo de ofenderle, Juez —terció Makoto—. Su fama es tan conocida como la del Pacificador y la Silente. De hecho, fue usted quien les dio un nombre: ordenó, o al menos aprobó la Pacificación, y cuando la Leona de Oro usó sus poderes en Oriente Medio, dirigió la partida para capturarla junta a Akasha, acompañado por Acuario y Sagitario. Usted es temido por muchos, si no es que por todos.

—También odiado —lamentó Arthur—. Está bien así, no me quejo.

—Yo no te odio.

—Y te lo agradezco, hermanita. —Le volvió a revolver el cabello, superando los intentos de Akasha por evitarlo.

La caminata continuó sin incidentes. Akasha volvió a quedarse atrás, observando los vigías cegados que les seguían la pista desde lo alto, sin tratar que no les vieran. Los otros dos iban hacia delante, con la vista puesta en el frente y no hacia arriba, aunque a buen seguro Arthur era consciente de aquellas presencias desde un principio.

—Antes de que lleguemos, hay algo que debo preguntarte —dijo Arthur.

—¿Un interrogatorio? —preguntó Akasha, prudente.

—En la batalla del Pacífico, ¿es cierto que despertaste el Octavo Sentido?

—Sí.

—Bien, ahora los cinco generales podemos apuntar al noveno.

Makoto no pudo evitar reír, nervioso, ante aquella broma, hasta Akasha lo hizo, pero más allá de eso, se sintió agradecida. Los cinco generales. ¿Arthur todavía la consideraba como tal, después de tantas decepciones?

En verdad no podía odiarlo.

xxx

En cierta parte del camino, tomaron un desvío, adentrándose en una grieta que solo permitía el paso de una persona a la vez. El primer par de minutos fue bastante incómodo; ascendían, avanzando en fila casi de lado, partiendo esquirlas de roca a cual más afilada. Cuando el sendero empezó a ensancharse, Makoto suspiró de puro alivio.

—Creía que íbamos a Rodorio.

—Y así es —dijo Arthur, quien encabezaba la marcha—. Hace miles de años, los santos de Atenea eran cazados a lo largo y ancho del mundo por un siervo de Ares, por lo que debieron buscar un refugio. ¿Y qué mejor lugar para vivir que la ciudad de Atenas, donde todos rendían culto a la diosa por la que aquellos jóvenes vivían y morían? El problema era que Atenas estaría demasiado involucrada en los asuntos mundanos. El hombre que en esa época estaba a cargo de los santos de Atenea, podríamos decir que el primer Sumo Sacerdote, encontró la solución en una villa vecina, de extensas tierras destinadas al cultivo y el ganado. O más bien la solución lo encontró a él, ya que la buena gente de ese lugar recibió al Sumo Sacerdote y al resto de visitantes con los brazos abiertos y, según se dice, cedieron gustosos sus riquezas y el lugar que ocupaban en la historia de los hombres sin que nadie, dios u hombre, se lo pidiese.

—Tiempo después, Atenea encarnó en esa tierra y, con el permiso de cada hombre, mujer y niño de la villa, Atenea levantó el Santuario aquí, inmensos muros de roca rodeando un valle que ha protegido a los santos hasta nuestros días —completó Akasha—. ¿Sixto sigue contando esas historias?

—Ayer fue la centena, si llevo bien la cuenta.

—Un momento —dijo Makoto, algo confundido—. Si esa historia es cierta, ¿esa villa no sería Rodorio? ¿El Santuario perteneció a la gente de Rodorio?

—El Santuario no existe en el mismo espacio-tiempo que nuestro mundo, esa fue una de las primeras lecciones de mi maestro. Debería ser lo mismo para cualquier santo.

—Es porque también me explicaron eso que vuestra historia me confunde.

—Existen montañas cerca de Atenas —intervino Akasha—. Todo hombre puede verlas, los satélites las graban y fotografían; ocupan el espacio que un día perteneció a los habitantes de Rodorio. Este sendero fue construido por las gentes de Rodorio, para las gentes de Rodorio hace mucho tiempo. En principio no debería poderse acceder desde dentro del Santuario, a menos que puedas moldear a tu capricho el espacio-tiempo.

—Consideraré eso un halago, hermanita —dijo Arthur, inclinando la cabeza.

Makoto sacudió la cabeza, quizás sin hallar todavía el sentido a todo aquello.

Al salir del camino, terminaron en una zona circular, bastante amplia. Todavía estaban rodeados de paredes rocosas, pero la distancia entre su posición y la cima de las pequeñas montañas era muchísimo menor. Inserta en la roca, al lado de una especie de montacargas, había una casa de dos pisos, única fuente de luz y sonido en aquel lugar, ahora que había caído la noche. Hasta los hombres que hacían guardia en el exterior, de la misma casta que los vigías que Akasha vio minutos antes, permanecían en el más absoluto silencio, de palabra y de acto.

—Arqueros Ciegos —musitó Makoto—. La Silente está en el Santuario.

—Se llama Triela —dijo Arthur—. ¡Y claro que está aquí! La taberna se construyó para la guardia, y los Arqueros Ciegos son parte de ella.

—¿Se supone que ese camino tan estrecho, que podría desgarrar a una persona como un cochino, sirve para que la guardia vaya a tomarse unas copas?

—La dificultad es parte de su encanto —terció Akasha.

Makoto resopló, e inclinado, dejó caer ambos brazos. No sabía cómo debía sentirse con que Akasha supiera más de la taberna secreta de la guardia que él, que un día sirvió a Atenea como tal, años antes de convertirse en el santo de Mosca.

En la entrada del local, dos Arqueros Ciegos les impidieron el paso. Los dos eran altos, y serían apuestos de no ser porque donde deberían estar los ojos, solo había un vacío.

—Creo que es mejor que dejes tu chaqueta aquí. Vistes demasiado formal para este sitio. —Akasha, con nulas ganas de discutir, le hizo caso, entregando a uno de los guardias la chaqueta y la corbata. Aun así, los dos arqueros ciegos permanecieron en la misma posición—. ¿Tendríais algo para Makoto? ¿Ropas de guardia, al menos?

Los guardias asintieron a la vez, permitiendo que Akasha y Arthur entraran en la taberna. Makoto trató de seguirlos, pero ya para entonces los Arqueros Ciegos le habían agarrado por ambos brazos. Demasiado extrañado para reaccionar, pensó en lo que diría Azrael al respecto: «¿Dónde queda la velocidad supersónica y la fuerza sobrehumana?»

—Ya estoy bajo sospecha sin causar problemas —gritó mientras lo arrastraban, como si el asistente de Akasha pudiera escucharlo.

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Azrael se despertó a las pocas horas, pero viendo cómo había cambiado el bosque, cualquiera diría que estuvo dormido años. No había hojas en los árboles, ni tampoco en el suelo. Las ramas, desnudas y retorcidas, lucían ahora terribles y lamentables a la vez, pues dibujaban sombras bestiales en el suelo sin que ningún sol les diera luz —no había sol, ni luna; no era de día, ni de noche—, y estaban rodeadas por un aura de muerte inconfundible. No quedaba vida en ellas, ni en nada que estuviera a la vista.

Desde luego, no podía calificar como «vida» el zumbido que escuchaba: eran simples máquinas con forma de mosca, que prudentemente había traído consigo desde el hospital de Bluegrad. Alzó la vista, ignorando el dolor que sentía en la pierna y la costilla, y se tranquilizó al ver que su yo infante estaba inconsciente.

«¿Él puede estar vivo o muerto? —se preguntó—. Es una ilusión, y sin embargo, Sandman le afectó. ¡Demonios! No tiene sentido.»

Quiso incorporarse, usando el tronco que tenía detrás de apoyo. Lo mismo hubiese dado apoyarse en un ventisquero. El árbol se inclinó hacia atrás hasta casi partirse, y él acabó sentado, con las ropas de viaje empapadas de sangre. Lo habían herido de verdad.

«Estoy hecho un desastre. La señorita no puede verme así, se preocupará. —Entonces se fijó en un brillo dorado, apenas perceptible entre las manchas oscuras—. Es demasiado buena conmigo, demasiado.»

—Me vendría bien una inyección de adrenalina —susurró, teniendo la vaga idea de que los moscas cibernéticas debían poder interpretar el habla humana. Debía ser así, pues una de las cinco se le acercó, pinchándole en el cuello.

Aprovechó el impulso para levantarse, ignorando el dolor —y el frío, de especial intensidad en las heridas—. Falló una vez, y otra, y a la tercera estaba de pie, cojeando. No estaba seguro de qué hacer: ¿seguir adelante, o retroceder? Si tenía alguna esperanza de ser recibido en la Fuente de Atenea, ya la había perdido, y las heridas que le habían provocado debían ser atendidas. Iba a dar media vuelta, esperando que salir del laberinto fuera más fácil que atravesarlo, cuando una corazonada lo detuvo.

—Él es yo —afirmó, mirando al niño tendido en la tierra. Se acercó a él, y cada paso le costaba una oleada de dolor desde la pierna hasta la cabeza. Llegó hasta el pequeño, y se arrodilló para asegurarse de que estuviera dormido—. Si lo dejo aquí, ¿qué sería de mí? Sin un pasado, un hombre no es nada. —Lo colgó sobre sus hombros, consciente del riesgo que estaba corriendo.

De nuevo en pie, ya habituado al dolor, Azrael giró hacia atrás, teniendo el tronco doblado como referencia. Entonces, antes de que diera un paso, un soplo de aire frío lo golpeó. Desenfundó sin demora, creyendo que el sacerdote aparecería en cualquier momento, pero en lugar de un individuo con forma humana, se encontró con un millar de árboles doblándose, y más de diez mil ramas retorciéndose como los dedos de mil hombres. Por tales movimientos, bruscos y antinaturales, se produjeron grietas y cortes, de los que no tardaron en fluir cascadas carmesís.

Y él estaba apuntando a aquel fenómeno, no con la pistola que había tenido a mano durante más de una década, sino con una daga. Era dorada como los mantos de los santos de oro, con alas a los lados del mango, y una esmeralda en el centro. La sorpresa y el temor de tener esa arma —el «regalo» de la sombra— lo convencían de tirarla al suelo y olvidarla para siempre, y sin embargo, no lo hizo. De algún modo, tenerla en las manos le otorgaba tanta protección como el cosmos de Akasha en sus heridas.

Clavado al suelo como estaba, sintió que una fina capa de líquido sanguinolento le mojaba las botas, y escuchó sonidos que jamás había escuchado. Las copas de los árboles, antes diversas, eran ahora iguales: manos de madera muerta con las palmas abiertas, preparadas para recibir algo que venía del cielo.

En el horizonte se alzaba el coliseo del Santuario, cosa que no debía ser posible. Por encima, partiendo de un cielo sin color, descendió una mano inmensa, no de madera, sino de carne. Más allá del tamaño, Azrael estaba convencido de que era idéntica a la de un hombre viejo, llena de arrugas. Una mancha en la base de lo que sería el pulgar le hizo pensar en el sacerdote. Cuando lo vio antes apenas se había fijado —demasiado ocupado con la maldad que encontraba en el rostro de aquel sujeto—, pero contaba con una muy buena memoria: tenía la misma forma y color que la de la mano de Marte, excepto que era muchísimo más grande que un hombre; solo en ese espacio escurecido podrían construirse barrios enteros.

Tres de los titánicos dedos se juntaron, y entre ellos, a pesar de la enorme distancia, Azrael distinguió algo: la imagen de una persona —hormiga rodeada de descomunales muros de carne— apareció en su mente. Antes de que pudiera determinar quién era, la mano llegó al interior del coliseo, a buen seguro ensombreciéndolo por completo. Fuera quien fuese aquel desdichado —o desdichada—, lo pusieron en la tierra de la misma forma que un ajedrecista coloca una pieza en el tablero.

Con la fuerza sobrehumana que jamás tuvo, y el valor del que carecía en ese momento, Azrael caminó hacia adelante, movido por lo que creía un misterio —«¿Quién es?»—, y por la respuesta que rehuía —«¡Solo puede ser una persona!»—. Anduvo y anduvo, siempre hacia adelante, procurando dar los más amplios saltos, y sin embargo, cada vez cubriendo menos distancia. Sus pasos eran los de un niño aterrorizado, lleno de desesperación. Algo cayó al suelo dando tumbos, y a él no le importó. La vista se le nublaba, desbordada por las lágrimas, pero no se detuvo. Lloró y gritó, presa del frío, y los árboles rieron mientras caían, primero uno a uno, y luego por docenas.

Al final, tropezó, como era de esperar. En el suelo mancillado por la sangre, Azrael trató de incorporarse con unas cortas —aunque capaces— extremidades de niño. Seguía herido, así que volvió a caerse de espaldas. Arriba, donde debería haber un cielo, la nada devoraba la titánica mano, al tiempo que el último árbol caía.

Se quedó quieto y en silencio, pues ya no quedaban razones para hacer nada. Solo el chapoteo en el río sanguinolento, producido por el reconocible paso de unas botas militares, lo motivó a echar un último vistazo al mundo.

—Has fracasado, asistente —dijo con voz terrible, dolorosa de escuchar, al menos para él—. Has fracasado —repitió una vez estuvo al lado de Azrael, ahora envuelto en un cuerpo de niño. Era un hombre alto, de uniforme militar, y algo inhumano.

«No… tiene…»

Lo último que vio, fue que le arrebataban la daga dorada.

Notas del autor:

Ulti_SG. Así es, poco a poco se va dando información de esa misteriosa rebelión que se mencionó al inicio del arco pasado. Aquí, por ejemplo, vemos una parte de sus consecuencias y cómo Sneyder de Acuario ganó su título de Pacificador.

No estoy muy seguro de que Sneyder pueda divertirse, pero sí, Akasha cambió todo por sus propios motivos. ¿Impulsada por sus emociones, al no poder soportar más las ejecuciones, o porque escogió cuidadosamente el momento de actuar, haciendo honor a su título? Me gustó esta oportunidad para ver una historia desde más de un ángulo, Soma bien pudo haber vivido agradecido por ser salvado, como muchos otros, pero tuvo su propia visión de los hechos y escogió su propio camino.

Doy constancia de que el barrendero del pueblo está vivo y sano. Ahora se encarga de cuidar el Árbol de la Tregua y es querido por grandes y pequeños. Antes ni lo veían.

Conociendo a Akasha, sería capaz de decirlo. Vivimos en tiempos extraños.

Shadir. ¡Estupendo verte de vuelta por aquí! Sin duda han debido ocurrir muchas cosas para que antiguos enemigos estén ahora en una alianza formalizada por nuestra protagonista caída en desgracia. Algunas las hemos visto, otras nos las han contado, pero todo está en el telar de las Moiras que acertadamente nombras, porque siempre es bienvenido aludir a los mitos griegos. ¿Se mantendrá, como dices, lo logrado? Difícil predecirlo ahora mismo, solo nos queda seguir leyendo.

Mucha suerte con los pendientes.