Capítulo 50. Poder absoluto

Caída la medianoche, todos los guardias se habían marchado. Guardianes y vigías bromeaban sobre lo que momentos atrás parecía la lucha entre enemigos irreconciliables. El último en salir, por supuesto, fue el líder.

—No olvides —fueron los últimas palabras de Tiresias para Akasha de Virgo.

Los Arqueros Ciegos bajaron entonces del segundo piso y se dispusieron limpiar la suciedad y a apartar mesas y alguna que otra silla que había quedado rota en la trifulca, todo bajo la silenciosa mirada de Triela, quien estaba sentada al pie de la escalera. Azrael, intrigado por la habilidad de aquellos hombres a pesar de su discapacidad, optó por ayudarles en su labor. Nadie que lo viera diría que acababan de dispararle.

—Te preocupas demasiado —dijo Arthur, notando que Akasha no le quitaba el ojo de encima al asistente—. Minwu lo trató.

—Todavía no me lo creo, Minwu…

—¿Solo trata a los santos de Atenea? —interrumpió Arthur—. No es un desalmado, hermanita, si ve a un animalito herido, al menos le dará primeros auxilios.

Ya que Akasha no había hablado mucho con el santo de Copa, no tenía argumentos para refutar aquello. Y había asuntos más importantes de qué hablar.

—Primero Plutón, luego Neptuno y ahora Marte.

—Le encargué a Kiki que diera la voz de alarma tan pronto Azrael nos dio el informe —aseguró Arthur, tocándose la sien. De ese modo indicaba que había usado telepatía—. Ahora mismo, nuestro maestro debe de estar haciendo planes mientras Marin moviliza a la división Pegaso por todo el Santuario. En cuanto al bosque, es terreno de Minwu de Copa, en parte —acotó Arthur, misterioso.

—Nada se te escapa en tierra sagrada, recuerdo que me lo dijiste una vez, hace muchos años. Eres consciente de todo, desde la más diminuta partícula hasta el Santuario entero.

Pese a la máscara, que ocultaba la mirada que Akasha debía estar dirigiendo al santo de Libra, este entendió al punto el tono acusatorio detrás de todas esas palabras.

—No nos visitas a menudo —se excusó Arthur—, tenía que aprovechar la ocasión para resolver este aburrido drama entre tus santos de hierro.

—Eres el Juez.

—Y como tal hago cumplir la ley —insistió Arthur—. Yo no inspiro lealtad en la gente. Cuando entro en una taberna, solo, la gente calla, no me dedica una canción.

Akasha sacudió la cabeza.

—No estaba dedicada a mí.

—Detalles —dijo Arthur—. Resolviste la mitad de mis problemas en una sola noche y te doy las gracias. Hoy has demostrado las cualidades de todo un Sumo Sacerdote.

—No es propio de ti tomarte estos asuntos en broma.

—Y no lo hago —dijo Arthur, muy serio—. No solo bastan la inteligencia y el poder que he cultivado estos años, sino también compasión, humildad y capacidad de liderazgo. Todo lo que me falta, tú lo tienes.

Akasha alzó una mano enguantada.

—El representante de Atenea en la Tierra es elegido por la diosa, no por los hombres.

—Shion de Aries murió sin comunicar a nadie el secreto detrás del manto divino de Atenea; Saga de Géminis fue incapaz de sobreponerse a sus propios demonios y llevó a la muerte a muchos santos de plata y de oro durante la guerra civil; Dohko de Libra impidió a los santos de oro intervenir en la Guerra Santa contra Poseidón… —enumeraba Arthur, tan implacable que Akasha temió escuchar en cualquier momento el nombre que la última encarnación de Atenea había utilizado—. Los hombres que son elegidos por los dioses siguen siendo hombres, falibles, como Su Santidad. No niego que fuera un factor clave en el renacimiento de un ejército hecho trizas y apruebo la decisión de reestructurarlo en honor a los héroes de la pasada Guerra Santa, sin atender a la diferencia entre el oro y el bronce. No obstante, la última buena decisión que tuvo fue negarnos el manto zodiacal hasta que superáramos las más altas expectativas. Desde que todos los santos de oro completamos el entrenamiento, delega siempre en Nicole de Altar mientras vigila a cierta pupila díscola.

—Es de nuestro maestro de quien hablas.

—En efecto —dijo Arthur—. Más guerrero que líder, Kanon de Géminis necesita un sucesor, alguien que le permita hacer lo que en verdad desea.

—¿Y eso es?

—Cargar contra Alemania y reducir el castillo de los Heinstein y a quienes lo habitan a una nube de partículas subatómicas. ¿Estás enterada de la batalla que allí se dio, no? —preguntó Arthur, a lo que Akasha hizo un gesto de asentimiento—. Me dijo que me ocupara, iniciar una guerra mientras está en duda el destino de una de los doce.

—La guerra es inevitable.

—Un hombre sabio no es el que elige cuándo hay guerra —convino Arthur—, sino cómo quiere empezar. Que el ejército esté unido es la diferencia entre victoria y derrota, así que dime, hermanita. ¿Quién podría suceder a Su Santidad?

Pese a que Azrael y los Arqueros Ciegos se mantenían lejos del par, Arthur y Akasha buscaron una mesa apartada. Había en ella una botella de vino, llena hasta la mitad, y un par de copas que los santos ignoraron por el momento.

—Lucile —lanzó Akasha.

—¿Perdón?

—Hoy en día hay mujeres de hierro, bronce, plata y oro en el ejército. ¿Por qué no una Suma Sacerdotisa? Una Papisa —dijo Akasha, divertida.

—No se trata de género, hermanita. Lucile es Lucile.

—Tiene el don de apaciguar a los hombres —explicó Akasha—. Lo que yo he hecho hoy, ella podría replicarlo con solo una nota. ¿No quieres un ejército unido?

Como entendiendo por fin el punto de la joven, Arthur se golpeó la frente.

—Por todos los dioses del Olimpo, hermanita. ¡Esto es serio!

—Es una pérdida de tiempo, eso es —dijo Akasha, abandonando el tono jocoso—. Una distracción tuya para el juicio que me espera. Lo entiendo, Arthur, pero créeme, no lo necesito. Sé cuáles son mis errores y sé que debo pagar por ellos. En tu posición no deberías estar consolándome, sino ayudando a Su Santidad para la guerra que se avecina. ¡Dioses! Pese a que obligaste a Azrael a recordar todas esas visiones, no haces nada al respecto. Me dejaste ahí… bailando… ¿Y ahora me hablas de elecciones?

Una vez pudo desahogarse, se recostó en la silla, agotada. Era como si los seis meses de inactividad y el viaje hasta la cima del Santuario le hubiesen sobrevenido de golpe.

—En primer lugar, no me preocupa el bienestar de Azrael más de lo que me preocupa el de cualquier otro hombre del Santuario. En segundo lugar, llevo un buen rato tratando de buscar un significado detrás de esas visiones, que bien podrían ser un engaño del enemigo. Y en tercero —dijo, bajando el último de los tres dedos que había alzado—, la leona de oro no aceptaría esa posición. Quiere ser parte del Santuario, no dirigirlo.

Esta vez fue Akasha la que se llevó las manos a la cabeza.

—Sí, tienes razón, Lucile no es la Papisa que hará al Santuario grande otra vez.

—Pasas demasiado tiempo con Azrael —observó Arthur—. Entonces, estamos de acuerdo en descartar a Leo, y te haré el favor de descartar de forma unilateral a Shaula, Triela y Sneyder. A esos matones se les da bien recibir órdenes, no darlas.

—¿Qué te ha hecho Shaula?

—¿Perseguir a Adremmelech por todo el mundo mientras Hybris y el Santuario forjaban una provechosa alianza? —contestó Arthur—. No es muy lista.

—¿Qué hay de la humildad y la compasión?

—Basta de sarcasmos, hermanita —dijo Arthur—, se supone que eres la optimista.

Akasha quería responder al santo de Libra de mil formas distintas, como que ya no era la niña con la que entrenó trece años atrás, o que algo se había removido en ella cuando lo escuchó criticar al Sumo Sacerdote, el primero de sus maestros. No le gustaba esa conversación porque sentía que lo estaba traicionando, pero era tan grande el respeto que sentía por el líder del Santuario como profunda la admiración que siempre había tenido por la afamada inteligencia de Arthur. Solo eso la animaba a seguirle el juego.

—¿Garland?

—No confío en los viejos —confesó Arthur—. Vinieron de ninguna parte, sin un maestro, sin ser parte de un entrenamiento del que tengamos constancia. Y antes de que lo menciones, que Tauro y Cáncer les reconocieran solo hace todo más sospechoso.

—¿Tú?

Quedando fuera Garland, Nimrod, Lucile, Shaula, Triela y Sneyder, dudaba que el autodidacta Aries y la misteriosa Piscis estuvieran en mente de Arthur. Además, Géminis no tenía más portador que el Sumo Sacerdote, el propio Arthur entrenó para sustituirlo y resultó ser escogido por Libra, mientras que Adremmelech de Capricornio desertó hace cinco años. Solo quedaba una opción, la más obvia.

—¿Me querrías a mí, Arthur de Libra, en el trono papal? Yo no habría exculpado a Tiresias esta noche, tampoco perdonaría las fechorías de los caballeros negros y ni se me pasaría por la cabeza una alianza con Poseidón.

—Sea quien sea el Sumo Sacerdote, lo hecho, hecho está. No puede deshacerse —afirmó Akasha, con un orgullo empañado de tristeza—. Fui consciente de eso mientras daba cada paso, jugué a ser un dios que maneja los destinos de mis iguales.

—¿Y no preferirías a un líder que pueda perdonarte?

—El bien del mundo es más importante que el mío —sentenció Akasha.

—Hasta nuestros días, los santos de Libra han existido para apoyar al Sumo Sacerdote, como jueces imparciales que solo responden a Atenea. Esa imparcialidad a veces juega a nuestro favor y otras en contra, no puedo jurar que la inamovilidad impuesta por el Viejo Maestro del Monte Lu, mi antecesor, fuera una decisión que yo no tomaría.

—En ese caso, dejemos que nuestro maestro siga ocupando el puesto que le corresponde, tal y como Atenea quería —cortó Akasha, levantándose con brusquedad.

Por el contrario, Arthur estaba más relajado que nunca. Con toda tranquilidad, abrió la botella y llenó a las copas, para luego lanzar una pregunta al aire.

—Triela, ¿crees que yo sería un buen Sumo Sacerdote?

En el mismo instante en que su nombre empezó a ser pronunciado, Triela apareció cabecean de lado a lado, como si ya previera lo que le iba a decir.

—¿Es por haberte llamado matona? ¿Preferirías un líder mentiroso?

Triela, siempre particular, trató de darle un coscorrón. Si Arthur no lo hubiese esquivado, Akasha intuía que ni siquiera él habría salido ileso.

—¿Y Akasha? ¿Apoyarías su nombramiento? —preguntó Arthur, escondiéndose detrás de la santa de Virgo, algo más bien cómico considerando la diferencia de altura entre ambos. Akasha, demasiado sorprendida como para reír, estaba muda del todo.

«¿A qué estás jugando, Arthur?»

No tuvo tiempo de convertir ese pensamiento en palabras, pues Triela había hecho lo impensable: asintió, a tal velocidad que resultaba un movimiento hilarante, encantador y hasta temible. Aprobaba de esa forma la broma pesada de Arthur, a pesar de que apenas habían hablado una vez, si es que por hablar se entendía dar explicaciones a un verdugo tan silencioso que se había ganado el sobrenombre de la Silente. En eso podía resumirse la relación entre ambas, en el encuentro de Akasha y Lucile con la implacable trinidad que formaron dos años atrás Arthur, Sneyder y Triela. Más allá de ese evento, el inicio de su exilio, lo único que compartían era la condición de santo femenino de oro que alguna vez entrenó bajo la tutela de Kanon de Géminis.

Aceptó la copa que Arthur le ofrecía por pura inercia, apenas notando en ese momento que se había levantado. En los ojos del santo de Libra veía la seguridad en la victoria y ella ni siquiera sabía que estaba en una pelea. ¿Cómo saberlo, si ya había aceptado el destino que le había tocado? Las copas chocaron y Arthur bebió un sorbo. Ella, bajo la máscara de oro, dejó la suya intacta.

—Maldita sea la generación que no supera a la anterior —sentenció, firme—. Es posible beber líquido en pequeños sorbos, ¿no? Me aseguraré de que nada se derrame.

—No —susurró Akasha—. Ya he tomado demasiado esta mañana.

Segura de que Arthur insistiría mientras tuviera la copa en la mano, la fue a dejar en la mesa, sorprendiéndole no encontrar la botella. Dio un giro, mirando a todos lados sin hallar otra cosa que a Azrael y los Arqueros Ciegos terminando de limpiar.

Al final, de reojo, pudo ver a Triela subiendo las escaleras con una mano sosteniendo la máscara, y la otra frente a su cabeza, agarrando la botella. El sonido del líquido bajando por la garganta, sin descanso alguno, era tan claro y descarado que Akasha no pudo aguantar la risa. La copa se le escurrió de los dedos, aunque pudo volver a recogerla antes de que cayera al suelo siquiera una gota.

—Lo siento, lo siento —se disculpaba una y otra vez, tratando de dejar de reír. Colocó al fin la copa sobre la mesa.

«Quizá Triela se quede con sed.»

—Estaba sobria cuando te confirmó como una candidata al trono papal.

—Creía que este era un tema serio —dijo Akasha—. Pretendía liberar a Poseidón y aprovechar el poder de un dios para eliminar a Caronte, si eso no sucedió fue por una cuestión de mero azar. Esta no es una falta que el Santuario pueda perdonar.

—Es cierto, para un ser humano, las decisiones que has tomado son inexcusables y la pena mínima es el encierro de por vida. No obstante, como representante de Atenea, lo que a todos parece una locura puede ser en realidad una decisión sabia.

—¿Incluso liberar al némesis de la diosa a la que pretendes representar? —insistió Akasha—. Es absurdo.

—Estoy seguro de que eso pensó nuestro maestro, Kanon de Dragón del Mar, general del Atlántico Norte, cuando Atenea lo escogió como Sumo Sacerdote.

xxx

Lejos del Santuario y de lo que allí se fraguaba, Garland de Tauro veía el océano como lo hizo hacía tanto tiempo. En esa era en la que historia antigua y las leyendas se entrelazaban, un hombre recibió la más dolorosa noticia que podía imaginar, y ni tan siquiera le quedaron fuerzas para corroborarlo y descubrir que todo había sido un simple malentendido. Un gran rey, padre de un héroe de comparable grandeza, se lanzó a las aguas creyendo a su hijo muerto, y de ese modo dio nombre a aquellas aguas: el Egeo fue bautizado con la sangre y el error del hombre. La voluntad de los dioses, así como la del mundo que crearon, era en verdad cruel.

Caminó hacia el borde del promontorio, cuestionándose si él no se había vuelto tan cruel como los inmortales, por todo el tiempo que había vivido. Pensando en ello, se quitó el casco para rascarse con la otra mano el blanco cabello; siempre le picaba en momentos como aquel, en que tomaba una decisión impulsiva. Hacer algo así era normal para los mortales de breves vivas, no para él, no para su vieja mente

«Verdaderamente vieja. No —se corrigió—, antinaturalmente vieja.»

Sostuvo el yelmo con ambas manos. Estaba tan limpio que podía verse reflejado en él, compartiendo con el dorado metal todas sus preocupaciones.

«Dioses. A veces es tan difícil hacer lo correcto. Quisiera volver a ser lo que era.»

Notó la presencia de Sneyder desde antes de que llegara al cabo, entre él y las ruinas del templo de Poseidón. Aun así, fingió sorpresa al girar y verlo vistiendo el manto de Acuario y la capa blanca que lo distinguía como general de la división Fénix. Contra todo pronóstico, el Pacificador había aceptado su desafío.

—Veo que entre tus defectos no está la cobardía —aprobó Garland, acercándosele con cortos y sonoros pasos. Una vez estuvo a un metro de él, se colocó el casco y adoptó una posición ofensiva—. ¿Quieres dar el primer golpe?

—Todavía estás a tiempo de retirarte.

—¿De qué hablas? ¿Es lo que te ha dicho Arthur? —cuestionó Garland—. Ah, ya veo, solo estás seguro cuando tu enemigo es más débil que tú.

—Dices cosas extrañas. Nunca he enfrentado a alguien más débil.

—Hace cinco años… —empezó Garland.

—Akasha es mi igual, como lo sois tú y Shaula. Los cuatro somos generales.

Garland apretó los dientes y cerró los puños, tratando de contenerse. Fue inútil, pues antes de poder hablar, ya había dirigido un manotazo hacia la cabeza de Sneyder y este había reaccionado formando la Espada de Cristal, que bloqueó el envite.

—¡Hablo de la Pacificación!

—Quienes servimos a la justicia no enfrentamos el mal, solo lo destruimos.

Así habló Sneyder, sin el más mínimo remordimiento. Furioso, Garland lanzó una andanada de golpes brutales que el santo de Acuario detuvo a duras penas, retrocediendo ante aquella montaña de hercúleo peto y amplias hombreras picudas. En comparación, si bien Acuario se veía como la noble vestidura de un héroe de leyenda, Tauro era una fortaleza inexpugnable que la Espada Cristal no podía atravesar. No de un solo golpe. En eso confiaba Garland al atacar abandonando toda idea de defenderse.

Solo en el último momento, el santo de Tauro entendió el error que había cometido. La fuerza bruta no era suficiente para alguien como Sneyder.

—¡Mis puños…!

Desde los dedos dorados hasta el codo, los brazos y manos de Garland estaban cubiertos del más sólido hielo, dejándole a merced de Sneyder. Este, lejos de ser misericordioso, apuntó al vientre del hombre.

La Espada de Cristal llegó hasta el dorado metal un instante antes de que Garland lo atrapara con las manos, ya libres de la congelación y cubiertos de un aura vibrante, precedente de su Tabla Rasa. Habiendo aprendido la lección de no tocar demasiado el hielo de Sneyder, todo un incordio hasta para un santo de oro, Garland desvió la espada y descargó un puñetazo en el rostro del santo de Acuario. ¡La fuerza capaz de distorsionar el tiempo y el espacio tenía que hacerle cambiar de expresión!

El mundo entero pareció temblar en el momento en que el golpe fue ejecutado, incluso el cabo de Sunion, mítica prisión que el Santuario utilizara en tiempos remotos, siguió remeciéndose un rato después, mientras Garland se preguntaba qué había pasado.

Su puño, detenido en el aire, no había alcanzado a Sneyder, quien miraba indiferente hacia abajo, al corte que la Espada de Cristal dejó en el brazal derecho de Tauro en ese instante fugaz. Garland se maldijo por su temeridad; incluso si aquella hoja helada no alcanzó la piel, sí que la había dejado al descubierto desde el codo hasta la muñeca. Y no solo eso: a diferencia de la congelación superficial de antes, el filo de la Espada de Cristal era una manifestación pura del Cero Absoluto; desde el momento en que rasgó el metal dorado, le había dado muerte. Solo Kiki podía repararlo.

—Buen golpe —tuvo que admitir Garland—. No pensé que elegirías atacar en vez de esquivarlo. Si hubieses fallado, quizás no conservarías esa cabeza tuya.

—Dices cosas muy extrañas. No he sido yo quien te ha detenido.

Sneyder balanceó la Espada de Cristal mientras hablaba. Frente a los ojos muy abiertos de Garland, que de un momento a otro se sentía más ligero, la hoja de hielo que apenas había podido mellar se partió en dos, deshaciéndose en polvo diamantino antes de caer al suelo. Solo entonces, el santo de Tauro entendió que no había sido él quien había estremecido los cimientos del espacio-tiempo, sino un tercero. Un entrometido.

—Hace mucho tiempo que no conocía a un monstruo como tú, Arthur de Libra.

—Tomaré eso como un cumplido, ya que es de tu parte, Garland de Tauro.

La voz vino de todas direcciones, precediendo la aparición del afamado Juez del Santuario. Vistiendo el séptimo manto zodiacal, con las doce armas de Libra a la vista, Arthur era muy distinto al sujeto de descuidada vestimenta que pasaba las tardes en Rodorio hablando con el viejo Sixto y su nieta. No era raro que en la guardia los confundieran como dos personas del todo distintas, al menos en una primera impresión. Bastaba profundizar para darse cuenta que solo había uno como él, severo, inflexible, la clase de líder del que hombres como Sneyder aceptarían órdenes.

—Contigo ya somos tres generales aquí —dijo Garland—. ¿Shaula viene contigo?

—Me temo que cada general conspira a solas. Me alegra verte por aquí, Sneyder, eso me facilitará el trabajo, siempre que no pretendáis seguir este duelo. Más allá del resultado, es evidente quién perderá: Atenea, el Santuario, el mundo. En ese orden.

Mientras que Sneyder se limitó a asentir, Garland bufó, mostrando una amplia sonrisa.

—Solo pensaba partirle algunos huesos.

—Es por eso que perderías —dijo Arthur—. El único escenario en el que podrías vencer a Sneyder es en una lucha a muerte en la que no le subestimes. Tu Tabla Rasa, que eliminó a la Abominación del Pacífico, no es la clase de técnica con la que un santo de oro puede lidiar en condiciones normales. Si no recurres a ella, da igual que seas más fuerte, Sneyder te dará al menos un golpe y eso le basta para incapacitarte.

La sonrisa desapareció del rostro de Garland ante aquella predicción, por cierta. Bastaba ver la grieta en el brazal dorado. Un poco más y le habría atravesado la piel y el hueso.

Lamento de Cocito, la maldición que utilizó con una compañera de armas.

—No tenía autorización para ejecutarla —fue la única defensa que dio Sneyder.

—Sé lo que haces cuando tienes autorización, Pacificador.

Mientras hablaba, Garland hizo amago de acercarse a Sneyder, pero solo pudo dar un paso. La presión gravitatoria se elevó de repente en torno a él, haciendo vibrar el manto de Tauro sin causar la más mínima perturbación en el cabo.

—Dejemos la compasión por los desvalidos guardias y aprendices a la única general que es buena de corazón. Entre los tres, podemos admitir que la Pacificación, de haberse completado, habría dejado a Hybris sin fuerza ejecutora estos cinco años.

—Así que es cierto. Tú lo ordenaste —acusó Garland.

—Eso carece de importancia —dijo Sneyder—. No es por eso que está aquí.

—Estoy aquí porque se avecina una guerra, compañeros, el ejército de los vivos contra las huestes de Hades, tal vez comandadas por Caronte y otros más como él. Podemos ganarla, siempre que contemos con todos los santos en activo, de bronce, plata y oro.

—¡Díselo a este asesino!

—Soy una herramienta de la justicia, no de los intereses del Santuario.

Arthur negó con la cabeza. ¡Qué tercos podían ser aquellos dos! De un lado estaba Sneyder, de rostro pétreo que rara vez variaba; del otro Garland, un hombre tan anciano como sabio, que empero se caracterizaba por unas emociones que afloraban vivas e intensas, en las no muy frecuentes ocasiones en que esto ocurría. Tal vez debió haber permitido que aquellos dos limaran asperezas con la lucha, así como dejó que Akasha lidiara con el problema de la taberna. Empero, por mucho que su hermana de entrenamiento dijera lo contrario, había una diferencia fundamental entre el papel que jugaba un guardia, cualquiera, y el que estaba reservado a un santo de oro. No podía permitir que se enfrentaran entre ellos, no serían iguales que sus predecesores.

—Escuchadme —pidió el santo de Libra—, la justicia es perfecta, los humanos no. Para que la una y los otros coincidan, a veces se necesitan puentes. El perdón es uno.

Ni Garland ni Sneyder respondieron a esa declaración. El santo de Tauro, incluso, dio la espalda a ambos y dirigió la vista al horizonte, hablando entre susurros.

—La naturaleza está tan tranquila… Sería una lástima molestarla con los asuntos de un par de soldados glorificados. Pero expondré el caso al Sumo Sacerdote.

—Es lo adecuado —dijo Arthur, percibiendo en el silencio de Sneyder que hasta él estaba de acuerdo—. Sobre todo en estos tiempos, en el que un nuevo líder ha de surgir.

—Ah, no debí decirte eso. Venía de saber que mientras nuestros enemigos campaban a sus anchas un general del ejército se dedicaba a maldecir a nuestros compañeros. Lo único que mantengo de esa charla es que no tengas en cuenta a Nimrod. Ese viejo sádico pasa demasiado tiempo en la Colina del Yomi.

—En realidad, pensaba en… —quiso decir Arthur.

—Y no a mí, por todos los dioses, no pretendas que yo me siente en el trono papal —interrumpió Garland, dando un violento giro—. Ni siquiera cuando era rey me gustaba gobernar, menos ahora. Serviré al Santuario como general y nada más.

—Nadie inteligente querría dirigir a siete mil millones de idiotas —dijo Arthur—. No obstante, alguien tiene que hacerlo.

—Ya lo hace alguien. Déjalo estar. Y si no, siempre tienes a esos jóvenes que pusieron fin a las Guerras Santas. Seiya de Pegaso y Shun de Andrómeda siguen en activo.

—La guerra que nos espera es resultado de la anterior. Si tus pretensiones de Matusalén son ciertas, deberías diferenciarte de los chiquillos del Santuario que sobreestiman las proezas de esos cinco, por formidables que sean. Además —añadió Arthur—, tienen tendencia a desaparecer cuando menos lo esperas.

—¿Mis pretensiones de Matusalén? ¡Vuelve a decir eso y compartirás lecho con el rey Egeo, monstruito! No nací ayer, te lo digo a ti como se lo digo a cada guardia, aprendiz y santo que duda de mi edad, del mundo que he visto y de las eras que he vivido. Por eso sé que los que son listos como tú no dan tantas vueltas para llegar a ninguna parte. Nadie te parece un sucesor idóneo para el Sumo Sacerdote más que tú, ¿verdad? Si a eso querías llegar, adelante, propónselo, no creo que lo hagas peor que Su Santidad.

Tras tan airado discurso, emprendió camino hacia al borde del promontorio, bajo el cual sin duda pensaba encerrar a Sneyder una vez lo derrotara. Eso era lo que imaginaba Arthur, por lo menos, sin por ello entender cómo el destino de Akasha podía preocuparle tanto a quien decía haber vivido más que el Viejo Maestro del monte Lu. Era todo un misterio, uno que quizás jamás dilucidaría.

Por suerte, él mismo no era tan difícil de leer.

—Te equivocas Garland —dijo Sneyder, hasta ahora un observador más de la escena—. El candidato de Arthur para el trono papal no es él.

Cuando el santo de Acuario nombró a quien habría de suceder al Sumo Sacerdote, el destino del mundo dio un brusco giro. Todos allí pudieron sentirlo, de un modo u otro.

Notas del autor:

ShainaCobra. Tardó en arreglarse, pero parece que ya puede leerse el décimo capítulo de este arco. ¡Muchas gracias por el aviso!