Capítulo 63. El sitial del invierno
Según la leyenda, tras la caída de la Atlántida ocho santos viajaron hasta el Noreste transportando el ánfora de Atenea, donde las almas inmortales de los reyes atlantes fueron selladas. Al principio esperaron, pacientes, a la siguiente Guerra Santa, viviendo en las duras montañas a lo largo de los años, las décadas y hasta los siglos. La primera entre los ocho, Selvaria de Acuario, compartió con sus compañeros la legendaria técnica Misophetamenos, capaz de reducir la frecuencia cardiaca hasta que el corazón latiera cien mil veces al año, lo mismo que tendría que latir en un día. Sin embargo, por mucho que no envejeciesen el tiempo pasaba y la esperanza de que recibieran noticias algún día flaqueaba más y más. Nadie se ponía de acuerdo en cuantas centurias pasaron hasta que se decidieron a fundar una ciudad en la que pasar una vida más apacible, solo estaba constatado que para ese entonces ya todos tenían nietos de gran poder y carácter, siendo Bor, ex-santo de Osa Mayor, quien engendró la estirpe más notable.
Conforme más gente se unía a la Ciudad Azul, desde todos los rincones de la estepa siberiana, más importante se volvía ser líderes antes que santos de Atenea. Uno tras otro, fueron abandonando los mantos sagrados, hasta que incluso Selvaria de Acuario, obligada a velar por sus subordinados, dejó la caja de Pandora en las profundidades de una montaña junto a otras siete. Quedó, no obstante, el problema del ánfora; guardar ese tesoro no era una responsabilidad a la que nadie allí podía renunciar. Esa fue una discusión que duró siete días con sus noches, hasta que el octavo día encontraron una solución que no enfrentase su posición como líderes de Bluegrad con la de protectores del mundo: mientras vivieran, serían lo primero, buscando siempre el bienestar de sus súbditos; en la muerte, cederían todo el cosmos que poseían a un arma que solo podrían emplear por el bien de la Tierra, si un día el sello del ánfora perdía su eficacia.
Los otrora santos esperaron al solsticio de invierno para crear el arma, cuya forma fue decidida por Bor, el viejo oso al que todos pedían consejo. Un pueblo necesitaba un líder claro si quería prosperar, ocho eran multitud, por lo que era prudente que existiese un Primero entre Pares al que todos debieran obediencia. Nadie podía imaginar que el hombre en quien todos confiaban ya tenía a alguien en mente para el primer Señor del Invierno, nadie menos que su hijo Bolverk, de modo que a la mayoría les pareció bien la idea, y así fue escrita en piedra la ley de que solo quien reinaba en Bluegrad podía utilizar el arma: un trono, hecho de hielo a cero absoluto y por tanto irrompible.
Tan digno asiento sería levantado en el mismo lugar en que quedaron las cajas de Pandora, para que ningún soberano pudiera olvidar del todo su pasado, y el ánfora de Atenea, para que tampoco pudiese dar la espalda a su sagrado deber con el mundo. Ese era el argumento que presentaba Bor a los discrepantes, entre ellos Selvaria, quienes no querían inclinar la cabeza hacia un mortal. Hasta la ex-santa tuvo que ceder al final, al prever que el poder combinado de los otro siete bastaría para realizar la obra sin ella. Así era recordada la historia por los Señores del Invierno, tal y como quiso Bor.
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Por mucho que los hombres quisieran pensar en sus deseos como únicos y trascendentales, era un hecho innegable que desde los primeros días la raza humana siempre había perseguido los mismos sueños: venganza, amor, riquezas, poder… Muchos habían matado por sillas de piedra, madera y metal, creyéndolas un símbolo de poderío y, ¿por qué no?, felicidad, ya fuera para ellos mismos, ya para sus semejantes. Entonces, ¿por qué no estaba él satisfecho? No se encontraba sentado sobre una baratija, sino algo en verdad único en el mundo. Sentía el frío del hielo en todo el cuerpo, de una temperatura que muy pocos, incluso hoy en día, podían alcanzar. El trono de Bluegrad era de un cristal perfecto, una obra propia de dioses, no era fácil aceptar que en realidad habían sido ocho mortales los responsables de su construcción.
Era rey, señor de los hielos de Siberia. Cada vez que recibía los fríos vientos de la región, que pasaban por los huecos de los pétreos muros del palacio, era consciente de ello. ¿Dónde quedaron los sueños de conquista? ¿A dónde fue la felicidad prometida?
No llevaba la armadura que le correspondía como guerrero azul, sino las nobles ropas de su padre, hacía tan solo tres días rey y ahora un diplomático dedicando el poco tiempo que tenía a estudiar el pasado de su estirpe. ¡Cuánto lo repudió en el lejano ayer, al punto de buscar la gloria y hallar en cambio la muerte décadas atrás! Ni siquiera revivir como un Campeón del Hades cambió eso, sino que más bien lo agravó. Bluegrad fue la piedra angular de un antiguo imperio, ¿cómo podía Piotr conformarse con las migajas de Rusia, cuando podía influenciar en el Kremlin si quisiera? Necesitó ser derrotado una vez más para empezar a entender que estaba siendo un necio al aferrarse al pasado. En esas tierras no era frecuente que la gente tuviera una segunda oportunidad; él tuvo una tercera: después de sobrevivir al duro interrogatorio de Ishmael, con el alocado humor de Aqua como única compañía, el Señor del Invierno bajó hasta las mazmorras y reconoció en su hijo el orgullo y la tenacidad de su estirpe, con una pizca de sabiduría que ayudaría a acrecentar a lo largo de dieciséis meses.
El día prometido llegó sin que pudiera preverlo. Piotr, reconociendo la amenaza del rey Bolverk, inició los preparativos para ceder al príncipe el mando de los guerreros azules y el resto de mercenarios. Se le llevó a la sala del trono, donde los más sabios entre la guardia real, el médico Néstor y el chamán Vladimir, fueron los primeros en jurarle lealtad, no sin antes contarle la historia del asiento que estaba por ocupar. El príncipe no halló motivos para interrumpirles, incluso si conocía la historia: detrás de la expansión y la caída del imperio de los Señores de Invierno, debajo de las habladurías de la gente sobre uno de los hijos del último emperador, quien regresó al hogar solo para erigir un castillo que lo colocase por encima de todos, estaba el Trono de Hielo.
—Aquí somos invencibles —murmuró Alexer, rememorando las palabras de aquellos sabios, evocando la imagen de la recién fundada Ciudad Azul, antes de que tuviera un rey con sed de conquista y un consejero real, progenitor del primero, temeroso de la cólera divina—. Fuera, solo hallaremos la ruina.
Bor aceleró la coronación de Bolverk el día después de que el Trono de Hielo fuese creado, no fuera que Selvaria pudiera poner al resto en su contra. Aquel fue el principio de la primera expansión de Bluegrad, que desembocó en la Guerra de la Sangre, la única Guerra Santa en la que los santos de Atenea no estuvieron involucrados, sino que debieron ser los guerreros de la Ciudad Azul, junto a la dispersa armada atlante, quienes entorpecieron un nuevo intento de los gigantes por resucitar a Tifón.
Al final del conflicto, Bor y otros cinco fundadores de Bluegrad habían fallecido. Solo quedó Acuario para servir a Bolverk como consejera, al haber en el otro superviviente demasiado miedo como para volver a salir de la Ciudad Azul en el resto de sus días.
Bolverk y Skadi, como renombró el rey a su consejera, tuvieron algunas recompensas que ayudaron a aligerar la carga de las pérdidas. Por la ayuda recibida, los atlantes premiaron al soberano y a todos los guerreros que este lideraba —no solo oriundos de la Ciudad Azul, sino también antiguos miembros de tribus conquistadas— con armaduras a la altura de las escamas y los mantos sagrados. Además, frente al empeño de los ahora nombrados guerreros azules por conquistar todo el continente de Eurasia, las fuerzas del océano no tenían objeción alguna mientras Poseidón no dijera lo contrario. Eso satisfizo a Bolverk en gran medida; decidido a conquistar todo el mundo conocido, solicitó a Skadi que no transmitiera el Misophetamenos a nadie más que a él. Ni su descendencia, ni los guerreros azules, ni las personas que heredarían los puestos del resto de fundadores debían vivir más que cualquier mortal. Ella aceptó.
De ahí en adelante, cada Señor del Invierno que tenía una opinión de la historia de Bluegrad decidiría un momento distinto para el inicio del declive. ¿Cuando hizo esa infame propuesta a Skadi? Lo cierto era que la muerte de un guerrero azul en un tiempo razonable ayudaba a potenciar el Trono de Hielo. ¿El uso del tesoro real para propósitos distintos al de su creación? Eso se repetía en todas las épocas, no era algo nuevo. ¿El encuentro con las tribus del norte de Europa? Fue allí donde el soberano mil veces victorioso empezó a pensar en sí mismo como algo más que un hombre. Las leyendas locales le entusiasmaron de tal forma que aceptó sin reservas la pleitesía que las tribus del territorio le rendían cada que realizaba algún prodigio, engañándoles para que lo aceptaran como encarnación del Padre Celestial, y peor todavía, engañándose a sí mismo. Sin embargo, si Skadi hubiese hecho bien su trabajo, Bolverk no habría cedido a tales infantilismos. Habría seguido su camino en lugar de asentarse, o tal vez, aburrido del ambiente europeo, volvería a casa, a esa magnífica ciudad por la que decía luchar y que empero solo rememoraba como una tumba para los caídos, cada vez más numerosos. ¿Era entonces Skadi el problema, al alimentar primero la ambición desmedida del rey y luego los delirios de un farsante? No, la ex-santa de Acuario era una causa más del error cometido. Aun cuando los santos de Atenea regresaron y Skadi volvió con la diosa de la sabiduría y la guerra, dándole la espalda, Bolverk fue derrotado en Micenas por Heracles y se vio obligado a replegarse por primera vez en su vida, hacia un asentamiento formado en el Ártico desde el que pudo mantener la farsa del imperio a la sombra de la historia. No era esa una época muy interesante, si se descontaba el poder que Bolverk iba acumulando y que solo compartía con los súbditos de Europa, montañeses belicosos la mayoría. La gloria no creció cuando la consejera real se fue, ni cuando murió, ni cuando la civilización micénica colapsó. Y ya que Bolverk se llevó todos sus más importantes secretos a la tumba, quienes le sucedieron seiscientos años después de la caída de la Atlántida fueron incapaces de repetir sus hazañas. Todo fue a peor, hasta que un último descendiente, desesperado, entendió que solo podían regresar a casa, donde estarían seguros.
Ahí terminaba el relato que Vladimir y Néstor contaron a Alexer, ya sentado en el trono, ya empezando a comprender lo que ahora entendía. Él quiso ser igual que Bolverk: un conquistador, reuniendo poderes más allá de la imaginación por el bien de una ciudad a la que daría la espalda el resto de su vida, siempre con la vista en el horizonte. De haberlo conseguido, habría acabado sus días igual que él, con poderes de los que nadie supo nada y falleciendo sin darles un uso que perdurara. Hasta para los santos de Atenea de esa época no fue más que una nota a pie de página en la milenaria guerra que estos sostuvieron con Ares y sus vástagos, un peón del belicoso dios como lo fueron todas las naciones de conquistadores que cayeron bajo el poder del Santuario.
—¿Morir a manos de la hija de Zeus es tan malo? —lanzó Alexer al aire gélido, en el que por un momento creyó ver formada la escena: Atenea, vistiendo el manto divino; Bolverk, viejo, tuerto y rodeado de espíritus viles con forma de animal. Un duelo que por lo menos puso fin a las hostilidades entre los santos de Atenea y los guerreros azules, aun si solo era una diosa asegurando el camino hacia el verdadero enemigo y un rey delirante cargando hacia una muerte gloriosa—. Para un guerrero, no.
Pero él no deseaba ser como Bolverk, así como no creía poder ser como su padre. Entre aquellas figuras opuestas, él encontraría el equilibrio. Con el tiempo. Por ahora, le bastaba con defender la ciudad como guerrero y dirigir a los hombres como rey, podía y debía hacer esas cosas, siempre que no abandonara lo verdaderamente importante: no el Trono de Hielo, resultado del engaño de Bolverk, sino el sentido de Bluegrad, lo que los ocho fundadores quisieron defender desde un principio.
—Ya no están aquí las cajas de Pandora —comentó para sí, imaginándose a los ex-santos debatiendo en ese mismo lugar, antes de que fuera un salón del trono—. Tampoco el ánfora de Atenea. Pero yo sigo recordando.
Y eso era suficiente.
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La mayor parte de los enviados del Santuario ya se hallaban reunidos en el patio interior del castillo. Los santos de Escudo, Reloj y Can Mayor permanecían en el extremo opuesto de donde estaba Fantasma, el santo de Lira, un hombre alto, de muy delgadas extremidades y alargados dedos, conocido por una mirada tétrica carente de cejas, las pocas veces que el abundante cabello gris no le tapaba los ojos. No era que la apariencia pudiese ahuyentar a santos de plata hechos y derechos, sino que el miembro de la división Dragón hacía una música muy especial, por así decirlo. A los que no tenían remordimientos, como los niños pequeños, les era fácil disfrutarla, mientras que los adultos, cuanta más malicia hubiera en sus corazones, más la sufrían. Los tres habrían preferido que tan particular guerrero no se hubiese unido a ese frente en concreto.
Natasha, hija de Jacob, junto a un joven pelirrojo, hijo y escudero de un miembro de la guardia real, escuchaban con amplias sonrisas la tonada de Fantasma, aunque solo el tercer espectador, Nico de Can Menor, pudo ver con claridad las ágiles caricias con las que el músico movía las cuerdas. El espectáculo, empero, se detuvo de repente cuando un variopinto grupo entró en el patio. Natasha y su nuevo amigo corrieron a saludar a sus padres: Jacob, la guerrera azul Nadia y otro con la misma armadura estilizada que lo distinguía como guardaespaldas del rey.
—Padre, padre, ¿puedo tocar un arpa como el señor Fantasma?
—¿Tan pronto te rindes con la espada, Mime? —El guerrero, de cortos cabellos rubios, endureció el semblante cuando vio a Fantasma levantarse para pedir disculpas. A él sí que no le agradaba nada que un sujeto así diera lecciones a su hijo—. Mira que acababa de convencer a lord Folkell para que te enseñe algunas cosas.
—¿De verdad?
Folkell, un hombre regio de cuidada barba, atavíos de cuero y capa de la mejor piel, corroboró las palabras del guardia real.
—En cuanto yo y mis berserkers regresemos, estaré encantado de darte clases de esgrima. No teoría, jovencito, sino práctica.
—¡Es una promesa!
—¿Solo a él? —terció Nadia.
—La señorita Natasha es muy joven —empezó a decir Folkell—. Pero puede mirar, estoy seguro de que aprenderá mucho si decide tomar el camino de la espada.
Natasha no parecía estar muy contenta con eso, por lo que hizo lo que siempre hacía cuando su madre decidía por ella: tirar del pantalón de su padre para que se agachara y pudiera decirle al oído lo que pensaba. Jacob asintió, respondiendo con el mismo tono de voz algo que nadie más oyó. Luego, los dos se escabulleron del patio. Mime no tardó en seguirlos, no fuera que hubiese algo interesante que le quisieran ocultar.
Los santos presentes decidieron no intervenir de momento, no solo por estar esperando a Aerys y Lesath, jefe de la sección norteña, sino porque todavía desconocían mucho sobre algunos de los aliados del Santuario.
Por lo que se les pudo informar antes de llegar allí, los bersekers, esos hombres simples que amaban la batalla, disfrutaban demostrar su fuerza siempre que podían e iban ataviados con pieles de animales, compartían sangre con los reyes de Bluegrad. En algún punto, dos hermanos de esa línea familiar se separaron, uno fundando un reino en Escandinavia, el otro erigiendo un castillo en la olvidada Ciudad Azul, justo en el que se encontraban. Los primeros hallaron un mineral único bajo las montañas de esas tierras extranjeras, que usaron para crear armas mágicas, mientras que los segundos se conformaban con construir y reparar las armaduras que tan bien les servían, ya que al igual que los santos de Atenea, los guerreros azules no tenían más arma que el cuerpo.
Así, había entre los visitantes un hombre de piel oscura con un martillo capaz de provocar terremotos, un gigante barbudo —nadie podía explicar a qué oso pudo arrancarle la piel para cubrir un cuerpo de más de tres metros de altura— con sendas hachas que siempre volvían a sus manos, un chico con un arco sin cuerda ni saetas que usaba los elementos como proyectiles… Suficientes genialidades para hacer pasar la Guardia de Acero como un proyecto con mil años de retraso, en definitiva, todo gracias al mithril. En contraste, Folkell, líder de tales hombres, afirmaba que su espada no tenía nada de mágica, era en sus brazos donde estaba la auténtica fuerza.
—Debiste pedir que te prestaran un arma mejor —apuntó Nadia—. La capitana tenía puesta una armadura. Y no tenía problemas de estómago.
—Un hombre de verdad sabe que cuando pierde, pierde. No hay excusa que valga —dijo Folkell, no por primera vez—. Katyusha es una gran guerrera, de las mejores del torneo, sin duda. ¡Su Majestad puede estar orgulloso de su nieta!
—¿De qué torneo hablan? —Nico de Can Menor entró en la conversación de repente, para desaprobación del padre de Mime, quien se le puso delante.
—Quédate en tu lugar, muchacho, con los demás.
Nico no obedeció, no consideraba que hubiese hecho algo malo, al igual que Fantasma, despreciado por aliados y extraños. El santo de bronce se mantuvo firme incluso cuando el guerrero azul alzó la mano, como quien quiere castigar a un niño rebelde.
—Te pido que lo perdones, Günther, fui yo quien mencionó el torneo —dijo Folkell, acaso sabiendo que con eso no solo calmaba los ánimos del guerrero azul, instándole a no golpear al chico, sino también a Bianca. La santa de Can Mayor estuvo a una fracción de segundo de saltar sobre la garganta del llamado Günther—. Si te ilusiona la idea de participar, joven, lamento decirte que ya ha acabado. Fue una competición amistosa entre nuestros dos pueblos, para honrar la coronación del príncipe.
—¿Aquí hacen torneos, entonces? —insistió el santo de Can Menor—. ¿Habrá uno después de la guerra? ¿Entre santos, guerreros azules y berserkers?
—No lo había pensado —dijo Folkell, sincero.
A nadie se le pasó por la cabeza, en realidad. La espontánea pregunta derribó el muro entre los santos de Atenea y los demás, permitiendo que varios de los primeros se uniesen a la conversación. Bianca felicitó a Nico a la par que los bersekers, aunque de un modo más bochornoso —le removía el pelo, según el gigante barbudo, como si fuera un cachorrillo—, mientras que Mithos exponía a los interesados Folkell, Nadia y Günther la razón por la que su barrera podía ser una defensa mejor para el tesoro de Bluegrad que la presencia de un santo de oro.
De ese modo, poco a poco, pasaron de hablar sobre el hipotético torneo a compartir opiniones sobre la cierta guerra que tenían encima.
A Subaru le fascinaba contemplar de lejos aquella escena. Los guerreros azules eran corrientes, la clase de personas que podría encontrarse en la división Cisne cualquier día de la semana, pero al juntarse con los bersekers todo cambiaba. Gente simple, amigos de las batallas, que veían todo bien siempre y cuando les dejaran partir algunas cabezas; los hombres de Folkell tenían la facultad de hacer que Nadia y Günther se comportaran menos como soldados disciplinados y más como gente capaz de divertirse, cuando tocaba. ¿Y Nico, el santo de Can Menor? ¡Todo un genio derribando murallas! Al momento había entendido qué unía a tres grupos tan dispares y en menos de un minuto supo hacer que todos vieran esa conexión. ¿Lo mejor de todo? Él podía suponer que el hermano de Bianca formuló la pregunta clave a sabiendas, pero era eso, una suposición. Hacía tiempo que no experimentaba por segunda vez un hecho de su vida.
En parte, eso le daba miedo, quizá la misma clase de miedo que mantenía a Fantasma apartado aun ahora. Por tal motivo seguía de observador, el puesto más cómodo que podía concebir. Así veía a todos hablando tan animadamente, así veía con el rabillo del ojo derecho a Fantasma pasando los dedos por las cuerdas sin tocarlas, mientras que con el izquierdo captaba su símil en el ejército norteño.
Baldr, como se hacía llamar el sujeto, era distinto del resto de berserkers, incluso de Folkell, a quien parecía respetar como un igual. Era esbelto, no fornido, de facciones menos toscas y expresión más cargada de astucia que de arrojo, si bien bajo la armadura era claro que debía haber un cuerpo bien entrenado para la guerra. El cosmos que poseía delataba que no era un cualquiera, ni siquiera entre tantos hábiles guerreros.
—Si existiese un santo de Tigre, él lo sería —comentó Subaru, incapaz de apartar la vista de la armadura, tan blanca como los cabellos de su portador, con marcadas líneas a lo largo del peto, las hombreras, los brazales y las perneras. Ya que no podía entender el sentido de esos signos, le llamaba sobre todo la atención el yelmo, semejante a la cabeza de un tigre dientes de sable—. El tigre estepario.
—No existe la constelación de Tigre —observó Fantasma.
—Estoy hablando de posibilidades, compañero. Usa la imaginación.
—Si la uso, llorarás —repuso Fantasma, tratando en vano de no sonar amenazante.
—No es que odie tu música, es maravillosa…
—Solo que es una tortura para tu oído musical —completó Fantasma—. La maestra Lucile me lo decía a menudo. La decepcioné tanto que olvidó quién era —relató pasándose la mano por los cabellos grises—. Pero me gusta tocar.
—¿Esto es lo que se siente al no saber lo que te van a decir? —dijo Subaru, limpiándose el sudor de la frente. No podía negar que le entraba miedo cada que el santo de Lira acercaba un dedo a las cuerdas—. Si me hubieses dejado acabar, en lugar de lamentarte, escucharías que tu música me hace recordar que soy una persona terrible. ¡Y eso no me gusta nada, nada de nada! Por eso prefiero estar lejos cuando tocas.
—No me lamento —corrigió Fantasma—. Soy feliz siendo quien soy, incluso si a la maestra Lucile le parezco poca cosa. Solo que mi sonrisa no es muy agradable.
En lugar de responder, Subaru dejó escapar un largo suspiro. Fantasma no necesitaba de la lira para hacerle sentir como un canalla, ya lo era de por sí.
—Anda, toca algo, los demás no te van a oír.
El santo de Lira así lo hizo, susurrando unos versos desastrosos.
—Quién fuera Meleagro, para de esta Atalanta, el corazón conquistar.
Conforme cantaba, si es que a eso se le podía llamar cantar, una imagen mítica aparecía en las pupilas del santo de Lira, la de una doncella guerrera de cabellos lacios y plateados que nada tenían que ver con su pelambrera gris.
—¿Te gusta Katyusha? —murmuró Subaru.
—No de la forma que piensas —respondió Fantasma.
Subaru quiso insistir, pero atrás, con un andar seguro a pesar de que a medio camino la recién llegada se sacó una enorme hacha de guerra y se la lanzó a Nadia, confiando en que esta podría agarrarla al vuelo, Katyusha venía hasta ellos. Ni el santo de Reloj ni el de Lira pudieron contener el impulso que en ese momento les sobrevino, bajo el escrutinio de esos ojos rojos: se colocaron en posición de firmes.
—¿Desde cuándo tengo autoridad sobre dos santos de plata? —cuestionó Katyusha, empleando una voz fuerte, inesperada en aquella joven de suaves rasgos.
—Estamos aquí para ayudar —contestó Fantasma.
—Lo que dice él —añadió Subaru.
—Soy Katyusha, capitana de los guerreros azules —se presentó la joven, golpeando sin contenerse la pechera. Llevaba puesta una armadura de escamas azulada. Aun si los santos no podían saber que era un obsequio del reino submarino, sí que lo intuían, en especial por las aletas que pendían de los flancos del yelmo—. Mando sobre Günther, Nadia, Néstor, Vladimir y el resto de guerreros azules, no sobre vosotros, así que venid, venid como amigos, porque eso somos.
La joven les sonrió, siendo imitada por los dos santos de plata. Ahí fue que Subaru entendió que Fantasma no exageraba al hablar sobre su sonrisa, pero Katyusha no le dio importancia. Más bien, les indicó otra vez que se unieran al grupo.
—La señorita Shaula podría aprender de ella —decidió Subaru.
—Solo tiene las orejas un poco puntiagudas, es normal —dijo Fantasma.
—¿Quién ha hablado del físico? Aunque sí me creería que es una ninfa —confesó Subaru en voz muy baja—, sobre todo con esa armadura de sirena.
—¿Qué tienen que ver las sirenas con las ninfas?
—Nada, que extraño dar profecías a diestra y siniestra. Venga, vamos.
Ya todos juntos, a excepción de Baldr, decidieron reunirse con el nuevo rey en la sala del trono. La situación era demasiado grave como para esperar a que viniese el emisario del ejército marino, ni hablar del par de santos extraviados.
—Espere, capitana. Necesito… —dijo Nadia.
—Hay un cuarto de invitados preparado para Jacob y Natasha. Dejaré pasar por esta vez que tienes a tu familia en el castillo a pesar de que Su Majestad dio refugio en la Ciudad Azul a toda la gente de Kohoutek y otras aldeas siberianas.
—Se lo agradezco, capitana, sé que no le causarán problemas… No es eso, capitana, sino esto —insistió Nadia, mostrándole el hacha—. Esta arma mágica es el premio que obtuvo por ganar el torneo. ¿Por qué me la da a mí?
—A ti te queda mejor Cortaúñas que a mí. Yo no la necesito. Y este tampoco —añadió Katyusha, pasando el brazo por sobre el cuello de un sorprendido Folkell—. Todavía me duelen esos puñetazos, ¿sabes? ¡Destrozaste mi armadura favorita!
—Ambos pusimos todo de nuestra parte —aseguró Folkell—. Ganó el mejor.
—Pues si yo soy la mejor, Cortaúñas es mía y hago con ella lo que me apetece. ¡Acuérdate de mí cuando derribes la primera montaña, medalla de bronce!
Sin dejar a Nadia tiempo para replicar, los dos oficiales marcharon hasta salir del patio, seguidos por los santos de Atenea y los berserkers.
—Siento que me están dando las sobras, Günther —se lamentó Nadia.
—No salió a la madre, desde luego —dijo el guerrero azul.
Atrás de aquellos dos quedó Baldr, con la vista fija en la inesperada columna que formaban todos, y en especial en quienes la encabezaban, Katyusha, nieta del rey Piotr y lord Folkell, su honroso prometido.
—Debería alejarme —murmuró para sí.
Pero no lo hizo. Un dios guerrero nunca daba la espalda a la batalla. Fuera cual fuese.
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El grupo descendió por el castillo hasta internarse en la montaña sobre la que había sido construido, pasando por una escalera espiral. Según explicaban los guerreros azules, lo que estaban por ver era más antiguo que la residencia del rey; esta había sido construida en torno al Trono de Hielo, fuente del poder de los Señores del Invierno. Quien ordenó aquel proyecto era recordado como un hombre tan sensato como Piotr, por entender que el soberano de la Ciudad Azul tenía que estar siempre cerca del crisol en que latían los cosmos de todos los guerreros que le sirvieron a él y a sus antepasados. Desde ese día, abandonar Bluegrad era impensable para un rey, sobre todo en un tiempo prolongado.
—Ahora estás más conversador, ¿eh? —dijo Bianca.
—Si mi rudeza los ha importunado, lo lamento —se excusó Günther, viendo de reojo cómo la santa de Can Mayor se aseguraba de que su hermano no estuviera delante de él mientras bajaban esas escaleras interminables—. No hace ni siquiera un año que intentasteis robar algo que guardábamos por petición del Santuario.
—Yo no tengo nada que ver con eso —mintió Bianca.
—Hablo de los santos en general —dijo Günther—. No tengo humor para la política.
—La política es estrategia —terció Erik, el berserker del martillo, pasando la mano por la amplia barba roja—. La estrategia es indispensable para un soldado.
En eso, muchos concordaron, hasta Katyusha y Folkell expusieron su opinión al respecto, amenizando el cansado viaje.
Al fondo de la escalera, no quedaba ni un solo bloque de la piedra del castillo. Todo era roca, parte de una cueva formada hacía muchísimo tiempo, enmarcando un portón de madera de un árbol sagrado. En teoría, ahí debería estar el Secretario del Rey, pero Gigas seguía ayudando a Piotr en las labores diplomáticas, por lo que un par de guerreros azules se encargaban de hacer la guardia y anunciar a los visitantes.
Las puertas se abrieron tras una breve orden de Katyusha y todos pudieron por fin entrar en la famosa sala del trono, donde Alexer les esperaba sentado en el sitial del invierno.
—Su Majestad —saludaron Katyusha y Folkell a un mismo tiempo.
—Este cosmos es… este cosmos es… —Subaru era incapaz de terminar una sola frase. El resto de santos, ni tan siquiera podía hablar. Todo lo que sabían del Trono de Hielo era demasiado superficial como para entender lo que veían. ¿Un tesoro antiguo? ¿Todo el poder de los guerreros azules reunido en un solo lugar? Era más que eso. Era una pieza de la historia, una de las Siete Maravillas de la era mitológica.
—Santos de Atenea. Bienvenidos a la Alianza del Norte.
Así les saludó Alexer, rey de Bluegrad.
Notas del autor:
Shadir. Así es, los secretos son necesarios, pero a veces, que unos desconozcan lo que otros sí puede degenerar en verdaderos desastres bélicos. Ahí es donde se ve quienes son los mejores líderes, que saben balancear esto. Esperemos que este sea el caso.
Yo tampoco lo creo, así que… ¡Valor santos de Atenea, venced esta dura guerra!
Ulti_SG. Les falta ver las películas de Wonder Woman para saber lo que se pierden. Este ejército ateniense siempre tan tradicionalista…
Tradicionalismo del que Makoto es su mayor defensor. ¡Cuidado Azrael!
En algún lado tenían que estar esos muchachos, si costó tanto despertarlos de su largo sueño. ¡Otro misterio que se suma a la larga lista! ¿Y qué tendrá Shiryu que nos gusta a todos darle una familia?
Sí, justamente los imagino así, como el Minotauro.
Aquí me declaro culpable, son demasiados casos como para que no parezca todo muy sospechoso. ¡Y en el original era todavía peor! Hay que verle el lado positivo: si no fuera por Triela, esos sesenta y seis estarían muertos y no mutilados y… ¿Por qué siento que Aioros me está mirando con una cara de pocos amigos?
Esa es una muy curiosa forma de disfrutar de esta guerra que se viene, aunque a Akasha no le gustará saberlo. ¡Ánimo con el conteo!
