Capítulo 73. Muro de hierro

Primero, todo tembló, como si el puño del traidor Adrammelech hubiese sacudido el mundo entero. Luego, tanto el ex-santo como Caronte desaparecieron sin más. Nadie en el batallón conformado por las amazonas y el ciego Tiresias podía imaginar el combate que iniciaba en la Esfera de Plutón, pues ni siquiera eran conscientes de que se hubiese abierto. Y tenían problemas de los que ocuparse, mucho más cercanos.

—¿De verdad crees que podremos con ellos? —cuestionó la líder amazona, Helena.

Las demás, cientos de guerreras hasta ese día implacables, retrocedían lo más posible del sinfín de trozos de carne que había regado por el suelo. Veían, impotentes, cómo hasta el más insignificante trozo de piel regresaba a su sitio; los hombres que Adremmelech había rebanado se unían de nuevo, pedazo a pedazo. Y cuando los cuerpos, pálidos y sin cualquier signo distintivo, se alzaron, indemnes, volvieron a ser cubiertos con las armas y armaduras oscuras que el ex-santo había destrozado.

—Para regenerarse, necesitan energía —murmuró Tiresias—. Helena, ¿has sentido alguna vez el cosmos?

—No —contestó la mujer, aliviada ante la ceguera del capitán de la guardia.

—Yo lo sentí. Una vez, hace mucho tiempo. Fue maravilloso… —Tiresias acercó una mano al rostro, palpándose las vendas que ocultaban sus vacíos globos oculares—. Y, sin embargo, debemos agradecer a los dioses por no haber sido dignos de sus dones.

Una lanza estuvo a punto de atravesarle, tan rápida como silenciosa. Tiresias la esquivó en el momento justo para poder tomarla con las manos. Por un momento la hizo girar varias veces, primero con una mano, y luego con ambas, solo para acabar apuñalando a un enemigo invisible. Al final, se la devolvió al lancero ante una estupefacta Helena.

—Impotencia, desesperación, dolor… Sin el cosmos de un santo, no podrán regenerarse infinitamente, pero toda emoción negativa que provoquemos en estas almas condenadas los volverá más fuertes.

Una vez dio advertencia, Tiresias se lanzó contra la horda. Saltó sobre el lancero que trató de matarlo, y golpeó a otros tres en un rápido giro. Ataques certeros al cuello y la nuca. Alguien estuvo a punto de cortarle el hombro, pero reaccionó a tiempo para atrapar la hoja por los lados, descubriendo un secreto a voces: solo el filo era mortal.

Todas las amazonas vieron cómo un hombre se metía de lleno en el peligro. Contemplaron a dos soldados esgrimir espadones demasiado grandes a los flancos del capitán de la guardia, y a este último aplastar sus cascos con sendos ataques para luego ocuparse del espadachín, quien no tuvo tiempo de mover la espada. Los tres no habían terminado de caer inertes al suelo cuando las amazonas se unieron a la batalla.

Nunca portaron un manto. Fueron incapaces de proteger a Ethel, en su bando o desde fuera. Tampoco pudieron salvar a los jóvenes que la orden de los caballeros negros arrebató al Santuario. Trece años atrás, ayudaron a salvar Rodorio, aunque todas sabían que solo compraron tiempo con la sangre de compañeras muertas. Ahora, ese día en el que por fin podían vengarse, les habían arrebatado lo poco sagrado que podían conservar, e incluso vieron su orgullo caer al suelo tal y como lo hicieron los guardias de Rodorio, pues ninguna, ni la intrépida Helena, pudo siquiera intentar salvarlos.

Todas y cada una de esas humillaciones hervían en la sangre de las amazonas. Alimentaron su voluntad quebrada como una dosis de adrenalina sin precedentes, y endurecieron los puños y las piernas de aquellas guerreras de rostro descubierto; la legión de Aqueronte, una masa sin voluntad, solo pudo utilizar sus armas.

Se alzaron espadas y se arrojaron lanzas. Metal chocaba contra el suelo llano del Reino Fantasma, y enormes escudos se interponían ante la furia desatada de las antiguas aspirantes. Para todas había acabado el imposible sueño de convertirse en santas, y con él se iban el honor y cualquier forma de cortesía. Muchas se valieron de la ventaja numérica para lograr una victoria rápida y limpia, y no eran extraños los soldados que recibían en el suelo un golpe fatal.

Tiresias peleaba con otro estilo. Desarmar y apartar eran sus acciones básicas, ya que mientras los soldados pudieran recuperar una espada, una lanza o un escudo, no se molestarían en crear otra. También, si no mataba a demasiados, el resto seguiría convencido de que podía ganar, y no se volverían más fuertes.

Motivado por todas aquellas teorías sobre la legión, Tiresias se metía una y otra vez en riesgos innecesarios. Oía la música del acero del infierno, y bailaba a su compás, esperando a que fuera un uno contra uno. Entonces era tan letal como sus compañeras: al último le había decapitado de un certero movimiento.

Algo lo golpeó; una mujer sin duda. Cayó al suelo con aquella imagen insertada en la cabeza, y allí se mantuvo incluso con la punzada de dolor. No tardó en entender que tenía el brazo roto. «¿Me vas a fallar ahora?»

Obtuvo su respuesta al predecir una lluvia de lanzas. Rodó para esquivarlas y, al alzarse, pudo ver de nuevo a la mujer, o más bien, la sintió. Placas de metal oscuro unidas por cuero negro, todo sobre las ropas de combate de una aspirante. Estaba muerta, una amazona le acababa de atravesar el corazón. ¿Y por qué no iba a hacerlo? Era igual que los soldados de la legión, pálida y de armadura oscura.

Escuchó la risita sádica de su compañera, y se preguntó si ella sabía lo que él empezaba a entender. «No —se dijo—. No tiene la visión. Ve con los ojos, nada más.»

Era así para todas, amazonas que habían adaptado sus cinco sentidos para aquel tipo de enfrentamiento: frenético, rápido, letal. Terminar cada combate lo más rápido posible, sin preguntas ni discursos. Un abanico de fuerza, agilidad y destreza que por un simple descuido, había dejado al capitán sin un rival. ¿Sería así si supieran contra qué estaban luchando? Tiresias quería creer que sí, pero eso no le daba seguridad.

Los soldados eran un montón de cadáveres. La mayoría cayó sin dolor, y los demás cuerpos estaban destrozados. La misma Helena acababa de aplastar el cráneo de un lancero de un pisotón. Y las que combatían a las guerreras pálidas, último estertor de la legión, lo hacían con una brutalidad animal; los huesos se rompían y pulverizaban a cada segundo, y los restos rasgaban los órganos de aquellas, matándolas.

Tiresias sintió terror al imaginar lo que se levantaría de aquella masacre. «Nuestros hermanos caídos —pensó, sin atreverse a decirlo—. Los hombres y mujeres que sucumbieron ante la legión de Aqueronte, hace trece años.»

A través de la visión, percibió la victoria de sus furiosas compañeras, y también su futura derrota. «Cosmos. Arde. ¡Cosmos…!»

Aquellos rezos inútiles fueron interrumpidos por la primera sangre. Una guerrera pálida clavó sus dedos en el rostro de una amazona, llenándolas de un mar carmesí interrumpido por astillas blancas y fluido cerebral. Tres amazonas fueron necesarias para acabar con la asesina. Ninguna salió ilesa.

Lejos, en la frontera de aquel campo de batalla, se ahogaron siete gritos más. Los cadáveres empezaban a reanimarse, más rápidos, más fuertes. Una amazona de fornidos brazos había reventado el cráneo a nueve espadachines el último minuto, y sin embargo su golpe apenas hizo mella en la cara del décimo, quien la atravesó desde el hombro al costado. La mujer se deshizo en polvo.

Tiresias hizo lo posible por impedir más muertes. El capitán calló todos los llamados de su conciencia mientras mataba a los que aún se estaban recuperando. Provocó a los que parecían más peligrosos, y puso a prueba la visión, aquella percepción sobrenatural que hubo de desarrollar cinco años atrás, al privarse sus ojos, como nunca antes lo había hecho: sabía cuántos le atacarían, así como por dónde y de qué manera; conocía la fuerza y velocidad de aquella legión de pesadilla, y podía calcular la respuesta necesaria para eliminarlos ¿una vez más?, ¿dos?, ¿tres?

—¿Cuántas veces tenemos que matarlos? —preguntó Helena, de lo más oportuna.

—¡Qué importa! ¡Destrozadlos! ¡No esperéis a que se regeneren! ¡Matadlos hasta que se queden muertos!

Un grito de euforia llenó la atmósfera, y el capitán quedó sorprendido de la fuerza de aquel batallón. Seguía habiendo muertes, pero por cada mujer que caía, treinta enemigos ya lo habían hecho, y aquella regla no se cumplía para todas. Helena buscaba a los más fuertes de los que Tiresias no podía ocuparse, y de los que escapaban a las capacidades del par, se encargaban pequeños grupos de amazonas. Entre ellas estaba la pícara que lo había salvado hacía un momento, siempre con esa risa triunfante tras cada muerte.

Cuando hasta el último soldado de la legión estuvo en el suelo, el batallón ateniense no dudó en matarlos durante el proceso de regeneración. Separaban la cabeza que trataba de unirse al cuello; volvían a aplastar la mano huesuda que se empezaba a cubrir de carne; arrancaban, las más bestiales, el corazón de los pechos abiertos que amenazaban con cerrarse. Tiresias, Helena, y algunas amazonas que, para su desgracia, todavía podían razonar, se limitaban a partir el cuello de los muertos reanimados.

Entonces llegó el momento inevitable. Un soldado desarmado agarró los brazos de una amazona que quiso jugar con la muerte, y antes de que nadie pudiera intervenir, se los arrancó como quien parte la ramita de un arbusto.

Tiresias no llegó para protegerla, pero sí para la venganza. Se abalanzó sobre el soldado, y le destrozó el cráneo con golpes que él mismo merecía. «Lo hemos hecho todo mal, todo… No hemos aprendido nada en trece años.»

—¡Los Toros de Rodorio! —gritó una amazona.

El capitán no conocía a aquella mujer, pero la habría abrazado en ese mismo instante. Cincuenta hombres se unieron a la batalla, aplastando todo cuanto se interponía entre ellos y sus compañeros. Los martillos de guerra que portaban, inmensos y oscuros, trataban el metal del infierno como una maza de hierro haría con una figura de cristal.

—¿Y vais a dejar que un montón de hombres-toro se queden con la gloria de las amazonas? —cuestionó Helena.

No hubo mujer en aquel campo de batalla que no respondiera a aquel grito de guerra. Hasta Tiresias lo hizo, pues algo había renovado sus esperanzas: los cuerpos que caían a merced de los Toros de Rodorio, no volvían a levantarse. ¡Estaban desapareciendo!

Ajeno a los combates librados en el Reino Fantasma, Joseph ayudaba a los heridos, dispersos a lo largo del bosque. A esas alturas, no le extrañó estar a tan poca distancia del Santuario, sospechaba que la idea de Caronte era infiltrarse en tierra sagrada usando a Terra como mula de carga. El sujeto no pudo responderle porque en cuanto escaparon de las guerras de Caronte empezó a dar muestras de sentir un gran dolor y se recostó junto a un árbol mientras explicaba muy por encima la forma en que los había secuestrado. Cayó dormido poco después, mientras se disculpaba con todos.

Otro que estaba en la misma situación era Margaret. En parte, Joseph comprendía que el santo de Lagarto quisiera descansar después de transportar a dos mil guardias y situarlos a lo largo de un bosque que ni siquiera estaba viendo. Era cierto que gracias al portal abierto por Adremmelech podían sentir el exterior del Reino Fantasma si enfocaban en ello el sexto sentido, y también debía ayudar que para ese momento Joseph se había encargado de dormirlos, pero incluso contando aquellos factores la hazaña de Margaret era digna de alabanza. Y las habría recibido de no ser por la forma en que respondió a Yu cuando le preguntó por qué dejó algunos atrás.

—Mejor que mueran con honor a que vivan en la vergüenza, ¿no? —había dicho el santo de Lagarto mientras creaba entre sus manos una flor roja, de aroma embriagador—. Tenían esa cara. Quieren morir luchando.

Yu hizo una mueca entonces. Hasta a él, acostumbrado a despreciar a la guardia, le molestaron las palabras de Margaret y a punto estuvo de ir hacia el dormido Terra, entrar en ese extraño mundo al que estaba conectado y sacar a rastras a Tiresias y las amazonas. Sin embargo, no lo hizo, de nuevo la parálisis le sobrevino y ya no había nadie que le provocara para regresar ante Caronte, ante una muerte segura. Margaret rio a costa del santo de Auriga, para después oler la rosa y adormecerse un momento antes de recibir otro golpe más. Él tampoco quería luchar contra Caronte.

El santo de Centauro no era mejor que sus compañeros. Lo único que diferenciaba a Joseph de estos era que ocultaba su impotencia con el empeño en tratar a los damnificados por Caronte, tarea que compartía con las guardianas del bosque. Por supuesto, no habían concentrado a los guardias en un solo lugar, Margaret había tenido que calcular diversas zonas en las que pudieran descansar un numeroso grupo de personas que nunca podría superar el centenar, ni en el más espacioso claro del bosque. De modo que él se encargaba de unos cuantos, de velar por su sueño y asegurarse de que ninguno tratara de suicidarse al despertar. Si las ninfas podían hacer algo más por ellos, lo desconocía. Ellas solo le informaban, en su idioma que era el soplo del viento y el tacto de la tierra sobre su manto de plata, de que estaban cuidando de todos.

—Debo irme, aquí no estoy haciendo nada.

—¿Vas a dejarme solo con este? —cuestionó Yu, señalando a Terra. El sujeto se removía en sueños, como presa de una pesadilla. O algo peor.

—Despierta a Margaret si necesitas compañía —respondió Joseph—. Yo…

Yu le interrumpió con un gruñido y un gesto brusco, la forma de aquel hombre simple de despedir a un compañero. Joseph lo agradecía. No habría podido darle más explicaciones que la vergonzosa necesidad de sentir que estaba haciendo algo.

El silencio se adueñó de la zona una vez el santo de Centauro se alejó a buscar ninfas. Despertar al santo de Lagarto no valdría la pena si no era de un puñetazo, y Yu no creía que la nariz de Margaret resistiera un golpe suyo después del que Adremmelech le encajó en toda la cara, ¡se la destrozaría, sin duda! Los dioses sabían lo mucho que aquel dormilón apreciaba su aspecto. Quien le dejara la marca de una herida, así fuera pequeña, ya podía prepararse para ser perseguido hasta el fin del mundo.

Así pensó Yu durante todo el tiempo que podía estar de pie sin hacer nada, hasta que se le ocurrió que estaba tratando a un amigo —un hermano de armas, diría si le preguntasen— como si fuera solo un chiste y no una persona. Entonces le dio más y más vueltas al asunto, de cómo Margaret se había limpiado la sangre de la nariz con el guantelete después de dedicar todos sus esfuerzos a salvar a un montón de miserables, no porque sintiera aprecio por ellos, no por una repentina comprensión de lo que significaba ser un santo de Atenea, sino porque era Margaret de Lagarto, el copión de la clase. Toda técnica que viera, la diseccionaría hasta los más elementales componentes, la comprendería y después la volvería a formar, todo en su cabeza, de modo que con el tiempo pudiera ejecutarla. Esa capacidad de observación le permitió crear una imitación las Rosas Diabólicas Reales a partir de una flor que encontró perdida en un jardín secreto, en el templo de Piscis, si bien su versión estaba a años luz de las habilidades de su anterior guardián. Esos ojos atentos y ese cerebro prodigioso le permitieron comprender que si no salvaba a la carne de cañón, Joseph no se marcharía y moriría.

—Deberíamos ser más sinceros con él —pensó Yu en voz alta—. Al menos con él.

Pero no lo serían. Eso lo supo incluso si Margaret no despertaba para realizar algún comentario mordaz. Eran demasiado orgullosos, los dos, uno por haber sido entrenado bajo la tutela del más poderoso santo de oro y el otro por ser considerado un genio después de ser recibido en el Santuario como un chico bonito sin talento. Una tontería, ya que el techo que tanto admiraron en su juventud, conformado por los cinco santos de plata que vencieron por primera vez a Hipólita, fue rebasado no una, sino dos veces. Él había escuchado las historias sobre los santos de Reloj y Escudo, él había sentido una fuerza inmensa en la recién ascendida santa de Cefeo.

—Ellos lucharían —dijo Yu, dejándose caer al suelo sin poner cuidado. En todo momento, miraba a Terra, aunque preferiría no hacerlo. Desearía salir corriendo y no ver el líquido amarillento que le bajaba desde la comisura de sus labios—. Ellos lucharían, así fueran a morir. Por eso ellos son los más fuertes. Por eso yo soy débil.

Una risa resonó como respuesta al lamento del santo de Auriga. Este, creyéndose parte de otra broma pesada de Margaret, miró hacia su compañero. Seguía durmiendo.

Quien reía no era ningún santo, sino Terra. El hombre se había levantado a la velocidad del rayo y soltó una carcajada antes de vomitar una cantidad imposible de sustancia amarillenta interrumpida por lanzas y espadas de negro gammanium.

—¡Por todos los demonios del Hades! —gritó el santo de Auriga a la vez que saltaba hacia Terra, para atraparlo. Apenas logró rozarle el abrigo.

—Tengo que escapar. Tengo que escapar. Tengo que escapar —repetía Terra sin descanso, entre temblores cada vez más frecuentes. Vomitó de nuevo la desagradable sustancia, y otra vez, y otra. En cada ocasión se arqueaba, apretando los dientes y cerrando los ojos lo más posible mientras avanzaba un par de pasos, solo para terminar cediendo a la repentina enfermedad que padecía—. ¡Tengo que escapar!

Yu de Auriga se había interpuesto entre Terra y la salida cuando este dejó escapar ese último grito, de modo que pudo ver mejor el estado en el que se encontraba su prisionero. Tenía los ojos inyectados en sangre, los labios pálidos y las mejillas hundidas. Algunos pelos le caían desde la frente, encanecidos, para acabar en el charco maloliente que poco a poco cubría toda esa zona del bosque, junto a cien lanzas negras.

—¿A dónde piensas ir? Al Santuario, no. A Rodorio, menos.

—Al Hades. Al Hades. Al Hades —repetía Terra, siguiendo con su apurado andar. Esquivó al santo de plata con una facilidad inesperada y se internó entre un par de árboles, todavía repitiendo esa última palabra—. Hades. Hades. Hades.

Nada pudo hacer el santo de Auriga para detenerlo, y eso le extrañó tanto como muchas de las cosas que habían ocurrido ese día. ¿Hasta ese punto temía volver a estar ante Caronte? ¿Era tan cobarde? ¡Por todos los dioses del Olimpo! Él era un bruto descerebrado, así lo describió su maestro el día que lo vio vestir el manto de Auriga, ¿cómo podía pensarse tanto si luchar o no una batalla perdida? Trató de hallar una razón por la que un hombre tan enfermo, en mente y cuerpo, pudo esquivarlo y llegó a la desagradable conclusión de que en realidad fue él quien evitó tocarle. ¡Alcanzar a ese sujeto era lo mismo que entrar de nuevo al Reino Fantasma, donde estaba Caronte!

—¿Qué es mejor? —murmuraba Margaret en sueños—.¿El hierro o la plata?

—Muy oportuno —masculló Yu, caminando hacia el santo de Lagarto para, ahora sí, despertarlo a golpes. Que todavía sostuviera la flor entre sus dedos lo animó todavía más, convenciéndole de que estaba fingiendo estar dormido para burlarse de él.

Pero pensar en la flor le llevó a oler su aroma y recordar el hedor que este había estado enmascarando, el de las aguas del Aqueronte que surgieron a la fuerza de Terra. Yu miró abajo, no quedaba ni una sola gota de aquella sustancia amarilla, aunque sí las lanzas. El río seguía a Terra, como siguió a Caronte trece años atrás.

—Joseph sabrá qué hacer —decidió Yu, abriendo el puño que empezaba encajar en la cara de Margaret para hacer algo no menos brusco: agarrarlo y colgárselo al hombro como un saco de patatas. La rosa cayó al suelo—. Joseph sabrá qué hacer.

Un santo de Atenea nunca debe perder la esperanza, eso también se lo dijo su maestro el día en que lo recibió y el día en que terminó el entrenamiento. Él tenía la fuerza, Margaret la inteligencia y Joseph el corazón que los animaba a los tres a hacer grandes cosas. Y si Ishmael estaba para dar las órdenes…

—Deja de pensar en el pasado, idiota —se recriminó Yu en voz alta—. Ishmael de Ballena, Zaon de Perseo, Lesath de Orión, Marin de Águila y Nicole de Altar. ¡Ya está bien de perseguir sus sombras! Es hora de forjar nuestras propias leyendas.

Dijo eso con gran orgullo, seguro de que las ninfas estarían oyéndole a él y no atendiendo a los guardias heridos que dejaba atrás, soñando con lo que sea que soñaran los hombres demasiado débiles como para sentirse unos cobardes. Porque eso era un hombre que no perseguía al prisionero que se le había escapado frente a sus narices.

Un cobarde indigno del manto de plata.

La llegada de los Toros de Rodorio cambió las tornas de la batalla. Los martillos de guerra con los que aplastaban por igual las cabezas y los pechos de cuántos soldados se pusieran frente a ellos les daban una muerte rápida y permanente. Algunos de mayor fuerza y rapidez pudieron evitar los ataques y hasta resistirlos, pero entonces, en mitad de un salto hacia atrás o mientras estaban aturdidos por un buen mazazo en el cráneo, grupos de entre tres y cinco amazonas les inmovilizaban hasta que el guerrero más próximo se acercara para golpearle con el arma mágica que portaba.

Solo que no eran armas mágicas, según intuyó Tiresias, incluso a la vez que derrotaba a un soldado del Hades de la misma forma que había hecho en todo aquel tiempo: con las manos desnudas. Los martillos de guerra no debían ser distintos de las lanzas y del filo de las espadas con los que contaba la guardia antes de que las dejaran caer al suelo, merced del dolor y la ceguera. Todas eran armas bendecidas por Nimrod de Cáncer. Para su vergüenza, Tiresias tenía que reconocer que había olvidado tomar alguna de aquellas armas en el fragor de la batalla. ¡Habían pasado tantas cosas! Se sintió insultado por Caronte, sintió más rencor hacia él del que creía poder sentir hacia cualquier otro enemigo, de modo que dejó escapar algo que podía salvar muchas vidas.

No creía que fuera el momento de convencer a las amazonas de armarse, considerando el voto de luchar como los santos que hacían desde el momento en que recibían la máscara, pero él no tenía reparos en tomar un arma. Alguien como él no era merecedor de vestir un manto sagrado ni de apegarse a las tradiciones de hombres mejores, más sabios y bondadosos. Cuando tomó en el aire la lanza de un enemigo, al inicio de la batalla, no se quedó con ella por la única razón de que las armas del Aqueronte solo servían para dañar a los vivos, a ellos los atravesaran como si fueran fantasmas y no cadáveres andantes. Si quería matarlos, matarlos de verdad, necesitaba el arma de un santo de hierro. Tanteó a la tierra en busca de alguna y descubrió, consternado, que estaban rodando por el suelo, guiadas por el flujo del río del sufrimiento.

—Así que Aqueronte nos teme —dijo con una gran sonrisa. Desde la primera sílaba ya corría en busca de una lanza, pero cuando escuchó el andar de cuatro soldados cerca de Helena, quien les desafiaba a ir todos a la vez, decidió que cualquier arma valdría. En plena carrera, notó dos espadas y no dudó en realizar con ellas un corte cruzado para despedazar la cabeza de uno de los soldados, que se extinguió dejando escapar un brillo azul. Podía verlo, a pesar de su ceguera. Podía verlo y eso solo tenía una explicación—. ¡Un alma! ¡Un alma humana ha sido liberada del Aqueronte! —anunció a todos a la vez que bloqueaba los lances de los otros tres.

Animadas por esa pequeña esperanza, todas las amazonas redoblaron esfuerzos para apoyar a sus compañeros taurinos. Ya cuatro de ellos habían caído, uno atravesado por una lanza de costado a costado, los otros por meros roces de espada. Otros tres luchaban con furia con un único soldado del Aqueronte que luchaba a mano desnuda, demasiado ágil para ellos, demasiado rápido para cualquier hombre, o así pareció hasta que el más alto de todos los Toros de Rodorio apareció de la nada con dos de las armas de los caídos y ejecutó sobre el escurridizo enemigo un doble martillazo. El cadáver ya tenía todo el pecho y la espalda aplastados antes de desaparecer para siempre. Y hasta ese guerrero sin parangón habría caído si una amazona no hubiese desviado una espada arrojada por el enemigo, directa a su columna. Los Toros de Rodorio no eran invencibles, necesitaban apoyo, y las bravas mujeres de Atenea estaban decididas a cumplir ese rol hasta la completa derrota de la legión de Aqueronte.

Un remolino de guerreros, amazonas y soldados del inframundo ocupó la mayor parte del campo de batalla, mientras que Tiresias y Helena acabaron luchando en un punto alejado de sus compañeros, espalda contra espalda. La líder amazona daba golpes certeros, buscando puntos débiles hasta en los rivales más peligrosos; el capitán de la guardia decapitaba a uno tras otro sin preocuparse de un ataque a traición, tal era la confianza que tenía en su compañera. De vez en cuando, otra amazona les echaba una mano, la más particular de todas y acaso la mano derecha de Helena. Eco, decía llamarse, la única en ese febril enfrentamiento que todavía reía. A Tiresias le acompañaron sus risas hasta que la tierra empezó a temblar y agrietarse.

—Esto no me gusta —dijo Helena—. La batalla de Caronte y Adremmelech nos está alcanzando, dondequiera que estén.

—El río Aqueronte está llevándose las armas a algún sitio. Fuera del Reino Fantasma, creo. Si seguimos su flujo, encontraremos una salida —advirtió Tiresias.

Antes de que Helena pudiera opinar, un nuevo y necio soldado trató de atacarlos, recibiendo en pleno salto un corte transversal del hábil Tiresias. La espada, empero, no rasgó la carne ni el metal, sino que pasó a través de un líquido nauseabundo. El Aqueronte había reclamado esa alma como también reclamaba otras, las pocas almas con las que contaba, así pudo entenderlo el capitán de la guardia al escuchar el mismo sonido, de masas de agua infernal del tamaño de un hombre cayendo al suelo e integrándose a un río que fluía lejos de ese mundo, abandonando a Caronte.

Una vez comprendió que estaban ganando, Tiresias no necesitó que Helena le confirmara nada. No había problema en salir, más bien era su deber hacerlo.

—¿Los Toros de Rodorio te obedecerán?

—Siguen siendo parte de la guardia y yo sigo siendo capitán. Así que sí.

Ya no quedaban enemigos en las cercanías, solo un río de aguas amarillentas mojando las botas de quienes habían vencido a la horda. Helena y Tiresias se separaron y llamaron a gritos a sus hombres para darles la instrucción más sencilla de todas.

¡Seguir al enemigo hasta su completa derrota!

Notas del autor:

Shadir. ¡Ya le tocaba al amigo Adremmelech demostrar su fuerza! Muchos capítulos siendo conocido como el traidor y el que aparece para ser vencido por unos y otros.