Capítulo 78. Encuentro predestinado

El hombre que encaraba a los santos de Atenea no era el mismo con el que el Santuario había tenido que lidiar hasta entonces. A pecho descubierto desde que el último ataque de Seiya desintegró el habitual traje, Caronte era ahora un guerrero listo para un auténtico combate a muerte. No quedaban rastros de la sonrisa que solía mostrar, sino un semblante severo, preludio de una explosión de ira capaz de arrasarlo todo.

Seiya se alistó para combatir. Sus compañeros, en cambio, esperaron.

—Habla, santo de Dragón —repitió Caronte—. ¿Has dicho que Narciso de Venus es el líder de los ángeles? ¿Conoce la situación?

—He aprendido mucho desde que vine aquí —dijo Shiryu, más prosiguiendo su explicación que respondiendo a Caronte. De hecho, parecía ignorarlo—. Todo cuanto se puede saber sobre las Guerras Santas estaba recopilado en el Templo de Hermes. El diluvio, los primeros santos de Atenea, la Guerra de Troya… Lo que ocurrió en las profundidades del Hades, conocido como el milagro de Elíseos, ya había ocurrido en el pasado. Pude entender, incluso si sigo sin aprobarlo, por qué los dioses han actuado del modo en que lo han hecho hasta ahora.

—Todo eso ya lo sé —espetó Caronte, haciendo un gesto brusco—. No es importante.

—Si quieres respuestas, permite que sea yo el que decida lo que es importante y lo que no —dijo Shiryu, tajante.

Por un momento, pareció que Caronte iba a lanzarse al ataque, pero el santo de Dragón se mantuvo firme y al final el astral se cruzó de brazos. Y escuchó.

—Lo que no pude extraer de los libros se lo pregunté a los ángeles en quienes confiaba. Odiseo… Aquiles —se corrigió Shiryu, conforme Caronte arqueaba las cejas; como hombre de paz, sería sincero—, me contó tu origen, Ilión. Eres la encarnación de los diez años de asedio sufridos por Troya al final de la Edad de los Héroes.

—¿Eso importa? —cuestionó Caronte.

—Podría explicar por qué… —Shiryu sacudió la cabeza—. Hablamos con Narciso de Venus, le expusimos el plan de Fobos y solicitamos una audiencia con los dioses, para asegurar, entre otras cosas, que los ángeles no atacaran la Tierra.

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El regente de Venus tenía más de ángel que cualquiera de los guerreros de los cielos. Jamás perdía los estribos y era sabio de un modo que ni el buen rey Teseo habría podido ser. Tan pronto lo conocieron, los santos de Atenea intuyeron de un modo u otro que Fobos no podría influenciarlo. Aun así, Narciso no habría podido detener al dios del miedo sin la mediación de Shiryu, Hyoga e Ikki, por lo que les estuvo lo bastante agradecido como para confiar en ellos y contarles la verdad.

Hubo una guerra, olvidada por los hombres y solo recordada como leyenda por los ángeles, conocida como la Guerra del Hijo. Esta enfrentó a los dioses ordenadores de la Creación contra el primer y último descendiente de Zeus, una divinidad imposible de denominar, pues carecía tanto de nombre como de un papel en el orden de las cosas. Lo que sí poseía el Hijo, empero, era un poder inmenso, por el que buscaba ocupar el trono abandonado por su padre. Que Zeus no estuviera presente fue la razón por la que la guerra duró más de lo esperado, en un empate eterno en el que los mortales caían como las hojas en otoño. Los nueve ejércitos del Olimpo se vieron involucrados, con los ángeles como capitanes y los Astra Planeta como máxima autoridad militar, también el Hijo tenía numerosos seguidores, pero las batallas no solo se libraron en el plano físico. La misma espiritualidad de todos los seres creados por los dioses se vio afectada, porque la aspiración del adversario del Olimpo terminó siendo muy distinta a la inicial. Después de tanta lucha, no buscaba ser un rey como lo fueron Urano, Crono y Zeus.

Quería ser el único dios. La Gran Voluntad encarnada.

¿Cómo llegó a ser derrotado? Narciso de Venus no conocía la respuesta, tan solo que supuso el sacrifico de ocho de los nueve Astra Planeta anteriores a la actual generación. Caronte fue el único que sobrevivió, pasando una eternidad en las profundidades del Tártaro desde entonces, como prisionero y al tiempo carcelero del Hijo. Poco más se sabía, porque aquella victoria tenía un sabor amargo entre las huestes del cielo y los dioses. El daño que el Hijo hizo a la Creación fue tan grande, que aun después de borrar su mera existencia del recuerdo de todos los seres y del mundo mismo, todavía perdura. Dioses, espíritus, héroes y otras criaturas de antaño quedaron reducidas por siempre a ser mitos y leyendas, la noción de una única divinidad, o todavía peor, de la ausencia de un ser divino detrás de la maravilla improbable que era el universo y la vida en él, se propagó con el paso de los siglos. El Olimpo tuvo que replantearse la manera en que guiaría a la Creación desde ese momento en adelante.

Había además otra razón para cambiar de perspectiva. La Guerra del Hijo no solo afectó a la Tierra, sino también a otros mundos, o mejor dicho, otras Tierras, en incontables universos. Los dioses del Olimpo se fueron concentrando en reparar ese daño causado, abandonado por igual el cielo, la tierra y, en tiempos recientes, el infierno.

Para Shiryu, Hyoga e Ikki, esa noticia fue la más inesperada. Hades no había muerto en los Campos Elíseos, no había forma de que hubiese ocurrido así, después de que Hipnos los maldijera con el Sueño Eterno por el mero acto de pisar tal paraíso. En cambio, el rey del inframundo accedió a ir en pos de sus iguales, tal y como se les había solicitado en la llamada era mitológica a él y a Poseidón, a lo que se negaron en rotundo. En opinión de Narciso, la misión de Atenea en los últimos milenios fue convencerlos de lo contrario, incluso pudo haber descendido a las profundidades del reino de los muertos con el fin de hacer entrar en razón a Hades, pero no tenía pruebas al respecto. Nadie sabía qué ocurrió con Atenea tras su marcha. Si ella siguió el mismo camino que Hades, entre los principales dioses del Olimpo solo Poseidón seguía presente en el mundo de los hombres, de modo que la era de de las Guerras Santas había llegado a su fin.

Aquello parecía demasiado bueno para ser verdad, por lo que los santos de Atenea pronto acusaron que dos de los enemigos del Santuario no habían sido mencionados en esa conversación: Ares y Tifón. El asunto del dios de los gigantes era preocupante, pero todos los intentos de esa raza por romper el sello de Zeus habían demostrado ser inútiles, y en cuanto al dios de la guerra, no era probable que estuviese usando a su hijo, Fobos, para un plan que involucrara una venganza contra el Santuario. Más bien, a lo que el más belicoso entre los descendientes de Zeus debía estar aspirando era que el Hijo fuera liberado y tanto él como sus inmortales familiares vistieran sus excelsas armaduras y enarbolaran las armas más poderosas de la Creación una vez más. Pero no podía verse involucrado en ello de modo directo y los Astra Planeta existían para impedir cualquier intento por liberar al Hijo, de manera que los santos de Atenea no tenían por qué preocuparse de Ares, a menos que…

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—… Juremos lealtad al Olimpo —planteó Shiryu.

—Somos santos de Atenea —dijo Hyoga—. No lucharemos por ningún otro dios.

—En especial si estos son tan inconstantes —intervino Ikki, severo—. Entiendo que sea el dios de la guerra, pero esperar la liberación de un enemigo que estuvo a punto de derrotarlo a él y a sus pares es algo propio de un loco.

—Un dios loco —comentó Seiya.

Caronte bufó, cortando una risa que nunca llegó a nacer.

—Hay un pequeño problema en tu relato, santo de Dragón. Dices que no quedan dioses en el Olimpo desde hace tiempo, que incluso Hades se retiró de este universo cuando él y Atenea combatieron. Pero yo fui enviado a mataros años después de eso, seis, si no me falla la memoria. ¿Quién me dio la orden? Ninguno de los Señores del Hades tiene autoridad para abrir las puertas del Abismo. ¿Fue Poseidón, tal vez?

—¿No pudo haber implantado Hades un mecanismo para que fueras enviado si la maldición de Hipnos fuera interrumpida? —aventuró Shiryu.

—Esa es tu teoría, santo de Dragón. ¿Qué te dijo Narciso de Venus?

Se hizo el silencio, un incómodo silencio, en especial para Seiya, quien pese a la información obtenida a retazos no podía entender todo lo que sus compañeros ya sabían. Si era capaz, empero, de intuir que ninguno deseaba responder a Caronte.

—El Hijo pudo haberte liberado —dijo Shiryu al fin, cuando Hyoga estaba por tomar la palabra—. El Hijo te mandó a matarnos.

Los labios de Caronte se curvaron en una leve sonrisa.

—Me liberó a mí para mataros y os liberó a vosotros para que no pueda mataros.

—No nos mataste —aclaró Shiryu—. Propusiste una alianza con el Olimpo y al tiempo nos causaste un gran daño, ¿de verdad crees que alguien en el Santuario siquiera se molestaría en pactar contigo? ¡Te convertiste en nuestro enemigo!

Caronte frunció el ceño un momento, pero se contuvo de decir nada.

—Siempre hay un traidor entre los Astra Planeta —informó Hyoga, tal vez cansado de los rodeos que Shiryu estaba dando—. Sí, sabemos sobre el origen de vuestra orden, por qué existís, de dónde viene vuestro poder… —proseguía el santo de Cisne, ignorando una corta risa cargada de desprecio—. ¿Por qué no ibas a serlo tú, que en tiempos serviste a Ares y a sus hijos, incluyendo a Fobos?

—¿Traicionar a los dioses? —dijo Caronte, atónito—. ¿Yo?

—Tú —intervino Ikki, dispuesto a cerrar el círculo—. Ilión de los Makhai. Naciste de la Guerra de Troya, los dioses ordenaron la aniquilación de esa ciudad. Solo Ares, impulsado por su amante Afrodita, veló por reparar ese daño, guiando al troyano Eneas y su descendencia hasta la fundación de Roma. Pero eso no cambia en nada lo ocurrido en el asedio. Quieres venganza, venganza por lo que los dioses hicieron a tu ciudad.

Caronte se mantuvo en silencio.

Shiryu, aprobando pese a su crudeza las palabras de sus compañeros, añadió:

—Aquiles solo conoció el final del asedio de Troya por boca de los compañeros que murieron mucho después, cazados por un demonio que llevó a la civilización aquea a la ruina. Como en todas las guerras, hubo poco de heroico en la toma de la ciudad. Demasiado dolor. Los dioses abandonaron a aquellos en quienes un día confiaron, a hombres como Agamenón, Áyax y Diomedes se les negó el Elíseo y solo les quedó la opción de convertirse en ángeles del Olimpo, luchando por siempre en nombre de los dioses a los que ofendieron. Odiseo perdió incluso ese derecho por servir a la diosa de su devoción, Atenea. Por ello, los héroes troyanos que ascendieron a los cielos no guardan ya rencor a sus rivales, pero tú eres diferente, Caronte. Tú naciste de una guerra que involucró a soldados e inocentes por igual, es normal que no pienses que se hizo justicia. ¿Cómo uno de los Makhai acabó formando parte de los Astra Planeta?

—Es muy simple, Shiryu de Dragón. Los dioses confían en mí, porque saben que jamás los traicionaría. No por lealtad, ni por una cuestión de fe, ni siquiera por miedo, sino porque me niego a ser lo que se espera que sea. ¿Una bestia nacida en la guerra, ansiando la guerra? ¿Un espíritu nacido de víctimas y derrotas, buscando venganza? No, escogí mi lugar de nacimiento y a mis padres, ¡también escogeré mi destino!

Y en cuanto acabó de hablar, rio sin medida, sin control. Los santos de bronce quedaron enmudecidos por un corto tiempo, incluso Seiya.

—Ha sido una bonita historia, santos de Atenea. Un cuento digno de relatar a los niños antes de irse a la cama. ¡Os habéis equivocado en todo!

—¿De qué hablas? —dijo Seiya, adelantándose. Ninguno de sus compañeros se lo impidió—. ¿No piensas defenderte?

—¿De qué cosa? —preguntó Caronte, mirando arriba—. ¿Quién es el traidor de los Astra Planeta? ¿Qué demonio persiguió a los aqueos hasta su completa destrucción? ¿Quiénes merecen mi sed de venganza, si es que la tengo? O la auténtica pregunta que deberíais haberos hecho desde un principio: ¿esto es el Olimpo?

Seiya miró a Shiryu. En ningún momento había dudado de que fuera cierto lo que se decía, que el monte Estrellado y el Olimpo estaban conectados. Esa era la base de todo cuanto habían hecho en los últimos años.

—¿Dónde podrían estar los templos principales de Artemisa, Hermes y Apolo, si no es en el Olimpo? —cuestionó Shiryu—. Ninguna es una construcción humana.

—En la Esfera de Venus, por supuesto —contestó Caronte, golpeándose el pecho. Allí, en el punto que Seiya había golpeado con el Cometa, había una marca. Lo había herido, incluso si solo fue de modo superficial—. Donde no puedo abrir la Esfera de Plutón, donde estoy bajo reglas que no son las mías mientras no visto el alba de Plutón, donde vosotros no podéis invocar el milagro de Elíseos… Asumisteis que todo eso es normal en el dominio de los dioses, yo mismo lo creí, pero nada más lejos de la verdad. ¡Estamos siguiendo las leyes de Narciso, regente de Venus!

—Eso es una locura —dijo Hyoga—. Los ángeles eran reales.

—Oh, sí, unos auténticos imbéciles —afirmó Caronte—. Ellos fueron los primeros en creerse esta mentira, la mentira de que tras la Guerra del Hijo hubo un cielo al que volver. ¿Cómo fui tan insensato? ¿Cómo olvidé el modo en que todo ardía?

—El Hijo conquistó el cielo —entendió Ikki—. ¿Cómo lo derrotaron, entonces?

—Las nueve Esferas de Crono, combinadas, permitieron a los dioses canalizar todo su poder sin que ni las leyes del universo ni el destino se les interpusiera, esa es la parte que yo puedo entender —afirmó Caronte, encogiéndose de hombros—. Narciso también lo sabe, hablé de esto con todos mis nuevos compañeros. Por esa parte en el relato en el que juraba no saber nada de cómo el Hijo fue derrotado supe hasta qué punto os estaba mintiendo. ¿Y por qué iba él a mentirme? ¿Por qué se negó a decirme que los dioses, en lugar de recrear los cielos, se marcharon a reparar el daño causado por el Hijo? ¿Por qué mantuvo a los ángeles separados de los Astra Planeta? Solo hay una explicación.

Los santos de Dragón, Cisne y Fénix se miraron. No tenían razones para confiar en Caronte, pero a decir verdad, tampoco conocían a Narciso de Venus. Solo haberse encontrado con él y sentido aquella naturaleza tan distinta de la humana, libre de toda duda, les permitía seguir creyendo en el futuro de paz del que les habló.

Seiya, en cambio, nunca lo había visto y pudo expresar con claridad lo que todos los demás bien podían terminar creyendo:

—¿Narciso de Venus podría ser el traidor?

—Nunca ocultó su debilidad por las maravillas del universo. Las conserva en la Esfera de Venus, todas ellas. El Jardín del Edén, la Torre de Babel… Debió tomar los restos del cielo durante la Guerra del Hijo y reconstruirlo. Eso está bien. El problema es que no me dijo… —calló un momento, soltó una carcajada y sacudió la cabeza—. No, el problema es que ese bastardo me acusó a mí de ser el traidor. ¡A mí! ¡Yo luché codo con codo con Galatea de Mercurio cuando él no era más que un vulgar sirviente! ¡Yo busqué alternativas a la completa exterminación del Santuario mientras él trata de revivir a su ama, olvidando sus deberes! Él… Él… Debo matarlo.

Mientras que Seiya ya estaba listo para combatir e Ikki y Hyoga ponían en orden sus ideas, Shiryu hizo el último gesto conciliador, a buen seguro demasiado confundido como para tomar una decisión más drástica. Ni siquiera pudo acercarse un par de metros antes de que Caronte se arrojara sobre él buscando desgarrarle la garganta. El santo de Dragón reaccionó a duras penas, ejecutando Excalibur. La mítica espada, cuyo poder estaba presente en el brazo derecho de Shiryu, chocó de lleno con el antebrazo del astral. Ni siquiera la capa más superficial de la piel fue cortada.

A Seiya no le dio tiempo de explicarle que para causar un daño real tuvo que poner en ello toda su fuerza, porque Caronte enseguida estaba contraatacando de tal forma que Shiryu solo era capaz de defenderse. El santo de Pegaso lanzó los Meteoros sobre el astral al tiempo que se le unían las Alas del Fénix, dándole una abertura a Shiryu para retirarse y que Hyoga podía actuar. Este último, comprendiendo enseguida que el poder bruto no bastaría en esa batalla, descargó la Ejecución de la Aurora sobre Caronte, congelándolo de pies a cabeza bajo la más baja temperatura.

Pero Caronte no se detuvo ni siquiera un instante. Corrió a través de la Ejecución de la Aurora y golpeó el peto de Cisne con un puño cubierto de hielo a cero absoluto, mandándolo a volar. Ikki se le interpuso para que no lo persiguiese, pero por muchos puñetazos que acertaba en Caronte, no bastaban para destruir la capa de hielo. El astral, por el contrario, sí que contaba con una fuerza prodigiosa, lo bastante como para hacer retroceder al santo de Fénix con un manto que poco a poco empezaba a congelarse.

En el momento más crítico, cuando el hielo del puño de Caronte se partió en mil pedazos y las garras del astral estaban por aplastar el cuello del santo de Fénix, un dragón esmeralda chocó contra el poderoso enemigo, impulsado por haces de luz y vientos gélidos. Ikki, lejos de querer aprovechar para apartarse, unió a las técnicas de sus compañeros la suya propia, desatando una gran explosión.

A ninguno le sorprendió que el astral siguiera indemne después de todo. Parecía, pese a la herida en el pecho, lo natural. Era Caronte de Plutón, la razón por la que existía un Santuario tan solo veinte años después de que terminara la Guerra Santa.

—Han pasado trece años —se quejaba Caronte, tronando los puños y el cuello—. ¿Cómo es posible que siga tan débil? Vosotros rompisteis el pacto.

Tales palabras, pronunciadas con tono desafiante, impulsaron a los santos de Atenea a luchar con más cabeza. De poco serviría luchar uno a uno, y tampoco bastaba con juntar las fuerzas de los cuatro en un solo y portentoso ataque, tenían que aprovechar por igual la ventaja numérica y la fuerza que cada uno poseía.

Cada uno entendió eso en un momento, tal era el lazo que les había unido los últimos trece años. Distinto al que los unía cuando todo empezó, porque habían tenido que ser más que guerreros, maestros; debieron ayudar, juntos, a marcar el futuro del Santuario. Confiando en que esa comunidad los guiaría, cargaron los cuatro contra Caronte, quien con violentos movimientos bloqueaba los puñetazos de Seiya e Ikki, rompiendo al tiempo el hielo que todavía tenía adherido al cuerpo. Hyoga actuaba en ese momento, desatando la Ejecución de la Aurora en un rápido impacto y luego cambiando de posición, con el fin de reducir lo más posible la velocidad del enemigo. En un campo de batalla como aquel, la millonésima parte de cada segundo era valiosa como el mejor de los tesoros. Eso lo sabía en especial Shiryu, rememorando el mortal punto débil de su técnica. Por eso mantenía un rol defensivo, extrañando en parte a los demás cada vez que apuntaba a bloquear los contraataques de Caronte y resentía su fuerza en el escudo.

La lucha fue frenética y agotadora. Nadie se tomó un respiro y aun así tan solo tres minutos transcurrieron antes de que Shiryu viera al alcance del canto de su mano el cuello de Caronte. No dudó. Excalibur golpeó de lleno en la nuez de Adán del enemigo, siendo lo previsible que una cascada de sangre se derramara en ese momento.

No pasó. De nuevo, el ataque a quemarropa, en un punto vulnerable, fue por completo inútil. Caronte sonrió, burlándose del intento de Shiryu.

Tensó los músculos y todo el hielo generado por Hyoga fue desintegrado. Ikki quiso dar un certero golpe en la nuca, mientras Shiryu y Seiya daban un salto hacia atrás, pero Caronte fue mucho más rápido al voltear y le acertó una patada en pleno rostro.

El yelmo de Fénix se hizo añicos y la sangre bajó en abundancia de un corte en la frente del temerario santo, pero ese daño era insignificante si se comparaba con lo que hubiese ocurrido de no haber visto venir ese golpe. En el último momento, Ikki pasó de la ofensiva a la defensiva, aguantando el ataque de Caronte para después ejecutar el Puño Fantasma sobre aquel, justo antes de que pudiera apartarse.

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Ikki recordaba haber recurrido a esa técnica en numerosas ocasiones, como guerrero y como maestro. Fue parte esencial en el crecimiento de Sneyder, aunque el chico que más adelante se convertiría en el santo de Acuario venía ya siendo una persona extraña desde que lo encontró en Alaska. Las emociones humanas no lo dominaban, no parecía sentir capacidad para odiarle, por duras que fueran las pruebas que le impuso, como hacerle realizar un largo viaje en mar abierto con una barca, sin darle alimento alguno, solo agua. No trató de cambiar eso, porque el Santuario necesitaba a alguien capaz de enfrentarse al frío de Cocito, incluso si en esa época todavía aquel río del infierno no se había manifestado en la Tierra. Más bien, se aseguró de mantenerla, llevarlo hasta los límites de lo posible, el punto en que un alma solo puede romperse o volverse indestructible, todo sin que Sneyder diera una sola queja, todo sin que, cada vez que Ikki ejecutaba el Puño Fantasma sobre su discípulo, viera algo. Un viejo resentimiento, un sueño secreto. La mente y el espíritu de Sneyder no tenían nada de eso.

Lo que vio en Caronte era todo lo contrario. Bullía de pensamientos, emociones y pasiones, pero él no podía acceder a ellos, estaban resguardados por las más altas y sólidas murallas del mundo antiguo. Trató de acceder a ellas, de asaltar Ilión como habría querido hacerlo Aquiles sin los ardides de Odiseo. ¡Y pudo hacerlo, sin que ningún dios le insuflara fuerza alguna! Cayó en la magnífica ciudad de Troya y recorrió sus calles, hallando solo muerte. Niños, decenas de niños de entre seis y nueve años ahogándose en su propia sangre. Un hombre enmascarado con un agujero en el pecho, parecía mirarle, sentado junto a la pared de una montaña que escupía fuego sin descanso. Sin saber bien por qué, Ikki saltó hacia donde las llamas estaban por caer, no muy lejos del enmascarado, pero no pudo llegar a tiempo. La joven ya ardía cuando él estaba protegiéndola, viendo cómo Esmeralda era reducida a cenizas.

Entonces oyó unos pasos y volteó, furioso por aquel ultraje, dolido por tal visión.

—Cree el león que todos son de su condición —aseveró Caronte, divirtiéndole el estado de su oponente—. Pensaste, así sea por un segundo, que yo era como tú, un niño llorando por lo que se perdió hace mucho. Qué ridículo, santo de Atenea.

Sin darle tiempo a hablar siquiera, Caronte tomó la frente de Ikki y rompió así el hechizo del Puño Fantasma, sufrido por él mismo. Volvieron a la realidad.

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Hyoga y Shiryu yacían en el suelo, con los mantos sagrados llenos de grietas y la sangre bajando desde sus rostros y brazos golpeados. Seiya seguía de pie, tambaleándose, aunque listo para presentar pelea. Caronte no rio al verle. Por el contrario, miró admirado al santo de Pegaso, omitiendo incluso la cercana presencia de Ikki.

Animados por la férrea voluntad de Seiya, los santos de Cisne y Dragón se alzaron, no sin un gran esfuerzo. También Ikki se recuperó de la conmoción, y cuando los cosmos de todos se elevaron, de pronto las heridas sufridas por ellos y por los mantos sagrados dejaron de importar. Volvían ser los mismos que al inicio de la batalla, sino es que más fuertes y determinados. Así había sido en las pasadas batallas. Así era siempre con esos santos de bronce hacedores de milagros.

Caronte había sido liberado del Abismo, del Tártaro, para asesinar a esos mortales y luchando con ellos podía entender por qué. Con cada segundo que pasaba, sentía que se acercaba más a ser el mismo de antes, el que luchó en la Guerra del Hijo; combatir le resultaba más beneficioso que todo el néctar y la ambrosía que recibió para contrarrestar el mal de Campe, aquella maldición de la guardiana del Tártaro que le impidió matar con sus manos a un solo hombre hacía trece años, durante el transcurso de su misión. El problema era que aquellos santos de bronce crecían también, se iban dando cuenta de lo que el santo de Pegaso no había podido decirles: jamás le harían sombra en un cuerpo a cuerpo mientras rehuyeran emplear el Octavo Sentido, así fuera para evitar los efectos secundarios que sobre los hombres tiene esa sobrenatural percepción. A la velocidad de la luz, un puño humano no podría generar jamás energía suficiente para herirlo.

Tenía que matarlos, era su misión. Destruirlos por completo y después de ello matar al resto de los santos de Atenea. Y Narciso de Venus. Él también tendría que rendirle cuentas, con el tiempo, pero primero estaba su misión. La misión que los dioses le habían dado desde donde fuera que estuviesen, la razón por la que ya no estaba en el Abismo. ¿Qué otro ser en los cielos se habría atrevido a descender al Tártaro por su propia voluntad? ¡Nadie! Y aun así, los necios que tenía enfrente, los insensatos a los que debía matar, se habían atrevido a considerarlo un traidor.

—Desapareced de mi vista —comandó Caronte, arrojando sobre sus oponentes una fuerza invisible que los empujó lejos, muy lejos.

A través de millones de kilómetros, los santos de bronce rasgaron infinidad de nubes y sobrevolaron un bosque más grande que toda la superficie terrestre.

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Seiya fue el primero en recuperarse, luego de tres segundos de inconsciencia. De nuevo, dos alas surgían desde su manto de bronce, en cuyo interior la bendición de Atenea debía estar latiendo contra las leyes del cielo. O las leyes de Narciso.

Poco después se unieron todos los demás, por suerte sin daños graves. Tal y como ocurrió cuando iniciaron el viaje desde el Hades hasta los Campos de Elíseos, los mantos de Dragón, Fénix y Cisne también presentaban alas y además se habían restaurado, bebiendo de la bendición de la sangre de Atenea. Seiya esperaba que los tres hubiesen tenido tiempo de aprender combate aéreo en esos años. En la Tierra, él nunca fue capaz de animarlos a probar esa forma de lucha. Si acaso, llegó a transmitirles algunas nociones básicas de la técnica de vuelo que aprendió junto a Marin.

Por un momento, el santo de Pegaso quiso dejar de pensar en un combate inminente. Tenía tantas ganas como los demás de hacer pagar a Caronte por todo el daño que hizo, pero también le asqueaba estar siendo manipulado por alguien a quien ni siquiera conocía. Miró a Shiryu en busca de respuestas y ese movió la cabeza en sentido negativo. Por una vez desde que llegó al cielo, la Esfera de Venus o lo que fuera que fuese aquel insólito lugar, el santo de Dragón sabía tan poco como él. ¿Quién decía la verdad? ¿Quién estaba mintiendo? ¿Por qué mentían? Todo eso tendría que esperar.

—Seiya, esa herida en el pecho… —comentó Hyoga.

—Es importante —confirmó el santo de Pegaso—. Según dijo durante la invasión del Santuario, hace trece años, él es tan inmortal como los soldados del Aqueronte.

—En ese caso —intervino Ikki—, ya tendría que estar curado.

—Él mismo nos dio la pista que necesitamos —sentenció Shiryu—. Aquí no puede recurrir a toda su fuerza, es posible que tampoco pueda regenerarse. Es un hecho que Narciso nos está dando facilidades para derrotarlo.

—No estoy de acuerdo —dijo Hyoga—. A nosotros también nos impide despertar los mantos divinos, ¿no será que quiere que nos exterminemos mutuamente?

Antes de que alguien pudiera decir algo al respecto, Caronte apareció ante ellos.

Para él, la gravedad no era problema. Andaba sobre el aire como si este fuera un suelo más. La expresión, empero, no era de un hombre tranquilo, pese a la sonrisa que mantenía en todo momento. Los ojos permanecían fijos en los santos de Atenea, ignorando cualquier otra cosa. Era claro que él sí había tomado una decisión.

—Si puedes llamar a tus amigos, es un buen momento para hacerlo —sugirió Seiya.

—¿De qué…? —A media frase, Shiryu entendió que Seiya se refería a los ángeles con los que se había comunicado—. Narciso de Venus les permitió marcharse en busca de los dioses. Desaparecieron en un rincón del Olimpo… —calló un momento, acaso temiendo titubear—, de este lugar, conocido como el Empíreo. Yo nunca he llegado tan lejos. Nunca fuimos más allá del Templo de Apolo.

Caronte no decía nada al respecto. Tronaba las manos y movía el cuello, como desentumeciéndose antes de librar una batalla de verdad.

—Con cien ángeles ayudándonos, esto habría sido fácil —dijo Ikki.

—¿Cuándo las cosas han sido fáciles para nosotros? —preguntó Hyoga.

—¿Cuándo habéis enfrentado a alguien como yo? —dijo Caronte, de repente, lanzando de nuevo aquel ataque invisible. Esta vez, los santos de bronce se pusieron en guardia y pudieron mantener el equilibrio, para sorpresa del astral.

Los preliminares habían terminado, la verdadera batalla estaba por comenzar y todos allí, sin importar el bando en que se encontraran, eran guerreros. Sabían lo que debían decir, aun si no hubiese en ese cielo un solo dios que los oyese.

—Seiya de Pegaso.

—Shiryu de Dragón.

—Hyoga de Cisne.

—Ikki de Fénix.

—Caronte de Plutón —se presentó este en último término, cubierto de repente por una profunda oscuridad—. De los Astra Planeta.

Notas del autor:

Shadir. Sí, ya ves, la historia parece que genera nuevos misterios por cada uno que se resuelve. Es una de las cosas que quería mostrar, como la propia serie original que tanto disfrutamos en su día y que también tenía sus secretos.

Exacto. Esa debe de ser su cara ahora mismo.

Ulti_SG. ¡Por fin un misterio de esta historia resuelto!

A lo mejor lo entiende Ares, el de lanza grande y carro impresionante. ¡Más misterios que se van desvelando! Parecía que nunca iban a llegar respuestas. Enhorabuena a todos los lectores pacientes que han llegado hasta aquí, ya ven que hay recompensa.

Era la intención, así que gracias, lástima que Shun no se les pudo unir. Sí, sin duda habríamos tenido un largo flashback sobre estas aventuras. Creo que incluso sopesé la idea de extenderlo más, pero habría roto por completo el ritmo de la guerra, aparte de quedar como refrito del Tenkai Hen Overture, y como tú, siento que así queda perfecto.

Uf, un santo de Acuario aprendiendo de Hyoga habría sido un Hyoga v2. No quería eso, para nada. Y sí, Sneyder es único en su especie, más seco que un desierto.

¿Verdad que el publicista de esta historia hizo un trabajo estupendo? Ya no podrá nadie criticarles que se quedaron sin hacer nada, pues, ¿imaginas que aparte de la guerra que está dándose en la Tierra, cayeran cien ángeles? Bien por esos tres que hicieron tanto incluso sin la ayuda de Seiya. Mal por Caronte por interrumpir el flujo de información.