Capítulo 79. Refuerzos
Con Joseph inconsciente, Margaret y Yu debieron cumplir como capitanes. Nimrod de Cáncer se les apareció de improviso junto a Adremmelech de Capricornio, era tal la prisa del Pequeño Abuelo que no dio tiempo a los santos de plata de pedir explicaciones: tenían que ir al frente sur, a Naraka, con urgencia, y ocuparse de los heridos. Las ninfas estaban allí como invitadas, no como parte del ejército, hasta pedirles que actuaran como sanadoras era un abuso. Después de dar esa instrucción, Nimrod marchó al norte, regresando al frente de Bluegrad, mientras que Adremmelech se dirigió a oriente, ambos estelas de luz dorada a los ojos de Margaret y Yu.
La discusión fue tensa, más todavía porque ni las amazonas ni los Toros de Rodorio parecían interesados en dar su opinión, demasiado ocupados en recordar a cuántos compañeros habían perdido sin conservar siquiera un cuerpo que pudieran enterrar. Hasta Tiresias quedó reducido a polvo con el paso del tiempo, siendo Helena la única que se percató de la caída de aquel gran guerrero. Mientras el santo de Auriga bramaba sobre cómo las guardianas del bosque no hicieron lo único que se les pedía, la líder de las amazonas arrojó su arma a Eco y recogió las dos espadas del finado capitán de la guardia, decidida a honrar su memoria liberando hasta la última alma del inframundo.
—¡La Suma Sacerdotisa debió ponerse firme! —dijo Yu,
—¿De verdad ordenarías a un grupo de doncellas que no hacen más que cantar y bailar luchar contra alguien capaz de derrotar a un santo de oro en lo que tardas en parpadear? —cuestionó Margaret, callando a su compañero.
En realidad, el santo de Auriga tenía algo de razón esta vez. Tanto el lago como el bosque fueron creados a partir del valle que Geki de Oso y Nachi de Lobo crearon para contener a la legión de Aqueronte, con el fin de servir de impedimento para otra invasión. Las ninfas que habitaban el bosque, adaptando muchas veces la forma del viento, la tierra y los árboles, tenían en conjunto el poder suficiente para repeler la invasión sufrida durante la Noche de la Podredumbre, sin embargo, en ese día Caronte había dado muestra de un poder mayor, y lo que era más importante, una actitud más proactiva. Pretender que las guardianas del bosque retuvieran a semejante monstruo sería una locura, lo mismo habría dado ordenarles que se suicidaran.
Un hombre práctico como el santo de Lagarto podía entender eso, así como la decisión de la Suma Sacerdotisa. Aun sin cruzar el lago en pos de Caronte, por el miedo que este volvió a infundirle desde que el efecto de la técnica de Joseph pasó, llegó a percibir parte del encuentro entre este y la nueva líder del Santuario, llegó incluso a verla aparecer vistiendo el manto de Virgo en lugar de la toga papal, uno de los tantos signos que le permitieron adivinar que se trataba de una proyección astral. Una técnica más para el extenso repertorio de Margaret, el Copista.
—¿Cuándo nos marchamos? —dijo Helena, apareciendo de repente entre ambos—. Según el santo de Cáncer, se necesita ayuda en Naraka.
—Según el Pequeño Abuelo, tenemos que ocuparnos de un par de miles de tullidos —gruñó Yu—. Con la gente que hay aquí, tendríamos que hacer veinte viajes…
—¡No estarás pensando cruzar Rodorio ahora! —exclamó Helena, cortando al santo de Auriga—. Sería una noticia devastadora para la gente de la villa. ¿No puede encargarse él de llevarnos al campo de batalla? —preguntó mirando a Margaret,
Al santo de Lagarto se le escapó una risita.
—Ah, ¿lo dices en serio? Transportar tanta cantidad de gente cuesta más que derribar montañas a puñetazos. Ya es un milagro que me tenga en pie después de salvar a vuestros compañeros antes y tengo que ir a combatir. No, no voy a llevar a vuestras compañeras a Naraka solo para que no pasen vergüenza en Rodorio.
—¿Prefieres demostrar a toda esa buena gente que los afamados santos de Atenea no pudieron evitar que sus familiares y amigos acabaran así?
—Bien jugado, amazona, bien jugado. Pero has olvidado un detalle.
—¿Cuál sería ese, santo de plata?
—Que aunque os transporte a Naraka ahora mismo, alguien tendría que encargarse de los hombres que están en el bosque.
En ese momento, Yu soltó un nuevo gruñido. Algo se estaba moviendo en el lago, cerca del muelle. La líder amazona y el santo de Lagarto giraron la cabeza hacia donde Yu apuntaba justo a tiempo de ver a un hombre inmenso salir del agua y respirar aire a bocanadas. Estaba empapado, sin gafas y con el pelo pegado a la frente, pero los tres reconocieron a Terra, si bien los santos de plata debieron explicar a Helena el papel que este había tenido en toda aquella catástrofe.
—Es el cómplice del regente de Plutón —soltó Yu.
—Y nuestro salvador —intervino Margaret—. Joseph confió en él.
Al decir eso último, el santo de Lagarto miró a su inconsciente compañero, de cabellos ahora canos. Yu podía hacer todos los esfuerzos que quisiera por no mirarlo, como quien desprecia a un aliado que se quedó dormido en plena guardia, pero él mismo no se apartaba de Joseph desde que vencieron a la legión de Aqueronte, como un celoso guardián. La constelación de Cerbero le quedaría mejor que la de Auriga.
—Ayudados por traidores y enemigos, ¿qué clase de héroes somos? —se quejó Yu.
—Héroes modernos —contestó Margaret—. Los peores de todos.
—Él nos secuestró, eso habéis dicho —murmuró Helena, sosteniendo las espadas de Tiresias con fuerza. Bastaba que ella cargara hacia el tal Terra para que el resto de amazonas y tal vez hasta los Toros de Rodorio la siguieran—. Que dejara entrar al Caballero sin Rostro no le excusa en absoluto.
Desde el muelle, Terra asintió, dejando a Helena sin palabras. La había oído a la perfección. Poco después, el Campeón del Hades fue andando hacia ellos, a paso tranquilo a pesar de verse rodeado de enemigos. A Yu le dio tiempo de hacer comentarios sobre cómo salió a trompicones del bosque, vomitando el hediondo miasma del infierno y el preciado gammanium del que se habían servido en la lucha.
—Estoy deseando verte a ti cuando la Esfera de Plutón se manifieste en tus riñones, santo de Auriga —bromeó Terra en cuanto llegó, ganándose un buen puñetazo en la cara de un enrojecido Yu. Ni siquiera llegó a moverla—. Creo que oigo cómo hierve tu sangre. Es un buen sonido, sobre todo si proviene del enemigo.
Aquel tono condescendiente permitió a Helena abandonar las dudas y descargar un corte con las espadas, al tiempo que Margaret, más por curiosidad que por genuino resentimiento contra el sujeto, descargó un millar de Agujas Carmesí sobre el amplio vientre de aquel. Ninguno de aquellos ataques le hizo el más mínimo daño, aunque tampoco fueron transportados a ningún otro mundo. El Reino Fantasma ya no existía.
—Lo extrañaré —dijo Terra. Más rápido que el rayo, trazó un arco con la mano, obligando a los tres atacantes a retroceder—. Basta, muchachos. Aun si tuvieseis la fuerza necesaria para batiros conmigo, no podríais hacerme más daño del que ese bastardo me hizo. Y yo no he venido aquí a luchar. Os debo un favor.
—Debiste quedarte en el fondo del lago —dijo Yu.
—Lo que mi no muy inteligente amigo quiere decir —intervino Margaret—, es que asumimos que Caronte te había hecho algo con esa patada.
Ante esa mentira tan descarada, Terra no pudo sonreír, mirando a Helena.
—¿Tú le crees? —La líder amazona sacudió la cabeza enseguida. Terra, aprobando la sinceridad de Helena, devolvió la atención a los santos de plata—. El Santuario me liberó de Caronte y yo no puedo quedar en deuda con los enemigos de mi rey, así que os propongo esto: yo me encargaré de llevar a los heridos a la villa, a todos ellos. También me ocuparé de que no les pase nada hasta que podáis permitiros mandar a alguien allí. De ese modo podréis volver a combatir sin más retrasos.
Era una oferta demasiado conveniente y Yu y Helena no tardaron en mirar al Campeón del Hades con desconfianza, a pesar de que este mostraba la mejor de sus sonrisas y enseñaba las palmas de las manos, gesto propio de quien no tenía nada que ocultar. Margaret, acostumbrado a ser más perceptivo que la mayoría, notó que eso era una vil mentira: Terra ocultaba un doloroso sentimiento de culpabilidad por haber ayudado en ese juego macabro, quizá porque Caronte le había causado de verdad un gran daño, quizá porque al ver a los guardias cegados en ese estado febril que Yu le había descrito cuando despertó, el mal de la compasión había anidado en su corazón. La razón no importaba tanto como el hecho de que al ayudarlos, Terra en realidad estaba velando por su conciencia, beneficiándose a sí mismo. Por tanto, su propuesta debía ser sincera.
Pasó un rato antes de que el santo de Lagarto convenciera a todos de sus conclusiones, en especial porque justo en ese momento a varias amazonas se les ocurrió que debían tener voz y voto en el asunto. Y fue tan vehemente en responder a aquellas que al final él mismo se había obligado a transportar a más de cien personas desde Grecia a la frontera occidental de China, para ayudar a la Guardia de Acero.
—Cuando esto acabe, seré tan fuerte que te mandaré a Plutón de un puñetazo —dijo Yu, estrechando pese a todo la mano de Terra.
—Oh, por favor, no. Mándame a la galaxia Andrómeda si te apetece, pero no a Plutón —contestó el Campeón del Hades, apretando la mano argéntea de Yu con quizás demasiada fuerza—. No puedo desear suerte al enemigo.
—Nosotros sí podemos —dijo Helena. Detrás de la líder amazona estaban los Toros de Rodorio, parcos en palabras, y sus subordinadas, con Eco como cabecilla. Todo el batallón conformado por dos columnas—. Porque aunque sea de forma temporal, ahora realizarás una tarea que corresponde al Santuario. Buena suerte, Terra.
El Campeón del Hades quedó mudo un momento, pero al final estrechó también la mano de la líder amazona. Esta ya no sostenía un arma; las espadas de Tiresias colgaban de un cinto que había encontrado cerca del bosque.
—Si ya hemos acabado con las formalidades, es hora de irnos —avisó Margaret, echando un último vistazo a Joseph de Centauro. No se le escapaba que estaba dejando a un buen amigo en manos de un desconocido; solo la presencia cercana de las ninfas le daba garantías de que en el peor de los casos, estas podrían encargarse de él. Y aun así estaba decidido a buscar a Minwu de Copa tan pronto llegaran a Naraka—. A ti, Terra, Aquel que pudo haber sido Rey, te encargo la seguridad de nuestros hombres y de nuestro compañero. El trabajo pesado queda para el resto, porque a ellos les cedo el deber de equiparar la entrega de dos mil quinientos guerreros fieles a Atenea.
Dio ese pequeño discurso recordando no solo a la guardia, sino también a las amazonas y los Toros de Rodorio fallecidos en el combate. Si su cálculo, hecho a la ligera, había sido lo bastante errado como para enfurecer a las amazonas, ninguno lo demostró. Tal vez el abandonar a fuerzas la máscara y el voto de luchar a mano desnuda las había dejado en un estado de shock del que todavía no se recuperaban del todo. Creía verlo en las miradas de aquellas guerreras, todas enfocadas en un punto que no era él, ni nadie que estuviese en el lugar. La batalla, la guerra, eso era en todo lo que pensaban.
—¿Y a ti quién te ha nombrado capitán? —dijo Yu, dándole tal manotazo en la cabeza que por poco cayó el suelo. Muchas sonrisas se formaron y aun algunas risas se unieron ante el traspié del por momentos tan seguro santo de Lagarto.
—¿Quién más que yo? —dijo Margaret unos segundos después, mirándole.
Una vez más, Terra quedó sorprendido. No por la respuesta franca del santo de Lagarto, sino por cómo robó a su compañero de Auriga cualquier respuesta ingeniosa. El autoproclamado capitán del batallón hizo un dramático giro de mano y de pronto todos desaparecieron del lugar, rumbo a la guerra que él no libraría.
Bueno, no todos, ya que el santo de Centauro permaneció tendido en el suelo. Le extrañaba que confiaran en él hasta ese punto, pero no se quejaba. Había llegado a un acuerdo con ellos y él era un hombre de palabra. Cargó el cuerpo del santo de plata y empezó su andar hacia la villa, elucubrando la mentira que daría a las gentes de allí para explicarles que fuera él el encargado del transporte.
Con el tiempo descubrió que no necesitaba mentir. La gente de Rodorio era buena por naturaleza y no dudaba de los santos de Atenea ni de quienes les ayudaban.
«Oh, rey Bolverk, si conquistas el mundo, perdona a este pueblo, que jamás se arrodillará ante ti —rezó Terra en el décimo de los numerosos viajes que tendría que hacer entre el bosque y la villa. Cargaba a la única amazona cegada y lo seguían veinte lo bastante recuperados como caminar, muy pegados a él—. Perdónalos, ya que no puedes perdonar a tu propio pueblo.»
No volvió a pensar en eso las siguientes horas, no quiso recordar que arrasar la magnífica Ciudad Azul bien podría ser la primera acción a tomar por su señor.
xxx
Cuando Nimrod de Cáncer habló de la urgente necesidad de apoyo en el frente sur, Margaret no había imaginado hasta qué punto hacía falta ayuda.
La yerma tierra de Naraka era ahora un río de nauseabundas aguas amarillentas, apenas interrumpida por imposibles colinas en las que podía notar la marca de Hugin de Cuervo, diestro en el arte de manipular la materia. Él había aterrizado en una suerte de meseta, también creada por aquel santo de plata, no demasiado grande, en la que a toda prisa se había levantado un campamento. Guardias con el equipo de Azrael podían verse en uno y otro lado, asegurando que estaban sufriendo un ataque desde el norte. Helena no esperó la orden de Margaret antes de acudir a la batalla junto a todas sus amazonas. Los Toros de Rodorio, empero, permanecieron firmes hasta que el santo de Lagarto empezó a seguirlas, acompañado del hosco Yu de Auriga.
Durante el corto viaje, Margaret inspeccionó por encima la situación. La Guardia de Acero poseía, además de un buen equipo, algunas utilidades interesantes, como la red electromagnética que protegía buena parte de la meseta. No menos de cien varas de gammanium artificial, clavadas en la tierra, se conectaban entre sí por pulsos eléctricos, dificultando todavía más que los soldados del Aqueronte ascendieran. Varios hombres armados con cañones de riel estaban apostados a suficiente distancia como para poder ver la barrera, listos para disparar a los enemigos que trataran de llegar desde el aire. Protegiendo a cada francotirador, había una escuadra de entre seis y ocho guardias, portadores de espadas de alta frecuencia y las lanzas y escudos Draco. En el centro, cerca de una enorme tienda de campaña en la que debían estar los líderes del ejército en ese frente, Azrael y Leda, pudo localizar el as bajo la manga por si todo fallaba: un enjambre de mosquitos automatizados, cargados con un potente gas somnífero. Los encargados de dirigirlos se diferenciaban del resto de la Guardia de Acero por llevar a sus espaldas enormes sacos de granadas, sin duda el mismo tipo de arma que Azrael utilizó contra la legión de Aqueronte durante la invasión de hacía trece años.
Margaret estaba planteándose si los cascos de la Guardia de Acero podían funcionar como una máscara antigás cuando llegaron a donde estaba produciendo el ataque.
Decenas y decenas de armas y armaduras estaban desperdigadas por el suelo. Toda la defensa movilizada por la Guardia de Acero había caído en el tiempo en que ellos habían querido ir en su auxilio. Y no era para menos: el río amarillo chocaba una y otra vez contra la tierra, escupiendo cada que lo hacía decenas de soldados llenos de energía. Hasta las amazonas, ya acostumbradas a luchar con tales enemigos, tuvieron pérdidas para contener la primera oleada. Para la segunda, los Toros de Rodorio tuvieron que intervenir, ya no impulsados por la fuerza que adquirieron en la pasada batalla, tal vez porque Nimrod había dejado libres las almas que los guerreros taurinos arrebataron al Aqueronte, pero seguían con la misma determinación de siempre y los martillos cayeron una y otra vez sobre espadachines y lanceros como un castigo divino sobre las fuerzas del mal. Desde su posición, Margaret y Yu provocaron una parálisis temporal a aquellos que escapaban a las amazonas y los Toros de Rodorio, ya fuera mediante el dolor, ya mediante incrementos repentinos de la gravedad. No importaba, porque las armas de gammanium, benditas por el santo de Cáncer, destrozaban los cuerpos antes de que pudieran fortalecerse. Así la balanza fue poco a poco inclinándose hacia el bando ateniense. En la cuarta oleada, nadie murió, y aunque hubo una quinta, más numerosa que las cuatro anteriores, ya para entonces los santos de plata no tenían que actuar.
—Vámonos, Yu.
—¿Estás loco, Margaret? ¡Esto es el infierno!
—El infierno del hierro, uno de tantos. Yo quiero ir al infierno de la plata.
—Claro, tenemos que buscar a Minwu de Copa.
Aun después de decir eso, Yu no dejó de retener contra el suelo a cien soldados del Aqueronte. Todavía más, cuando estos trataron de zafarse, respondiendo con una fuerza notable, el santo de Auriga aumentó la presión gravitatoria sobre cada uno, aplastándoles los huesos y llevándolos a una pronta muerte. A media resurrección, Eco paseó entre los destrozados cadáveres, cercenándolos con rápidos tajos. Los cuerpos se extinguieron y nuevas almas se sumaron a la ya considerable fuerza de la lugarteniente de Helena. Pero eso no evitó que un soldado venido de la nada chocara contra ella y la enviase al suelo de un fuerte golpe, abriéndole una herida en la frente.
Yu de Auriga quedó atónito. Su campo gravitatorio estaba a baja potencia, pero había sido suficiente para someter a cien hombres, ¿y ese soldado caminaba a bajo tal presión como si fuera más ligero que una pluma? ¿Qué estaba ocurriendo?
—El Caballero sin Rostro combatió a Caronte —entendió Margaret, como leyendo la pregunta que su compañero se hacía en silencio—. ¡El río del dolor se ha alimentado del cosmos de un santo de oro! —maldijo a viva voz al tiempo que arrojaba una, dos y hasta tres Agujas Carmesí antes de ver al soldado del inframundo caer de rodillas.
Eco se levantó del suelo y les sonrió, bebiendo por ello un hilo de la sangre que le caía del corte en la frente. Esa sonrisa, empero, no duró demasiado, la espada dadora de tantas muertes tardó tanto en cercenar el cuello del soldado sometido como lo haría un hacha oxidada en manos de un leñador inexperto para cortar un grueso árbol.
Las hordas del inframundo se estaban fortaleciendo, bajo el río que bañaba Naraka en un flujo constante. Margaret giró hacia Yu para cambiar las órdenes, pero entonces vio en el cielo a Xiaoling de Osa Menor, volando a velocidad supersónica para caer de lleno contra el trío de soldados que asediaban a uno de los Toros. Para aquel guerrero, inmerso en la defensa contra las tres espadas que caían una y otra vez contra su martillo, la joven santa de bronce debió parecer un rayo por el modo en que se ocupó de los enemigos. No solo fue veloz, sino también hábil, dando los golpes adecuados en los lugares adecuados. El guerrero taurino se ocupó enseguida a los soldados, inconscientes en el suelo; todavía se oían los martillazos cuando Xiaoling se unió a los santos de plata.
—¿Ayuda? —dijo la santa de Osa Menor, emocionada.
—Tarde, me temo —contestó Margaret, casi a modo de disculpa.
—¿Qué demonios hacéis aquí? —cuestionó una nueva voz, la de Elda de Casiopea, quien llegaba hasta ellos desde una colina cercana—. Por todos los dioses, ¿no recordáis las órdenes? ¡Os necesitan para defender la Torre de los Espectros!
Yu de Auriga gruñó, pero de nuevo fue Margaret quien tomó la palabra.
—Según las órdenes, vosotras tendríais que estar en Alemania.
—Allí no hacíamos falta.
La respuesta de Elda no dio tanta información como el punto al que miró: hasta tres varas de gammanium destrizadas de tal forma que la barrera electromagnética no funcionaba por esa zona. Era esa la entrada empleada por las últimas oleadas de soldados para tratar de invadir el campamento, y debía haber sido también la vía para un ataque anterior, uno que pudo haber sido fatal sin la intervención de un grupo de santas expertas en el combate aéreo, lejos de todo contacto con el Aqueronte.
Como para confirmar las sospechas de Margaret, Alicia de Delfín llegó anunciando la recuperación de Azrael. Incluso si callaba a la mitad de la frase, dejándolo después en un correcto susurro, Margaret podía entender que aquellas jóvenes habían escogido la misión de socorrer a la Guardia de Acero en esos duros momentos.
—¿Todavía seguís aquí? ¿Es que no comprendéis lo que está pasando, santos de plata? —cuestionó Elda, irritada. Ni Alicia ni Xiaoling la corrigieron por su impertinencia, así de grave debía ser la situación—. ¡Hay miles de espectros de Cocito al oeste!
Yu y Margaret se miraron: espectros era la forma que tenían de denominar a los guerreros de piel cristalina, un enemigo letal para un santo de bronce y problemático aun para uno de plata, en especial si eran tantos. Ambos pensaron enseguida en Minwu, más médico que guerrero, y tomaron una decisión. Más adelante, cuando les cuestionaran por haber abandonado a la principal guarnición de la Guardia de Acero, hablarían del deber que tenía cada parte del ejército Ateniense, pero lo cierto era que, por una vez, los santos de Auriga y Lagarto pensaban más en conservar la vida de su compañero y amigo que en cualquier otra cosa.
xxx
Así fue como Margaret y Yu sobrevolaron la meseta, defendida por amazonas, santas, guerreros taurinos y guardias y fueron avanzando hacia el oeste entre colina y colina. La visión en estas era cada vez más macabra. Al principio la defensa era digna de alabanza, con Leda dando órdenes a un grupo de trescientos guardias para después tomar carrerilla y saltar hacia otra colina, a cien metros de distancia, donde socorría a media docena de supervivientes el tiempo en que tardaba en abrirse un portal a las espaldas de guardias y soldados del inframundo. Había uno por el estilo en la mayoría de las rocosas construcciones de Hugin, trayendo consigo soldados de reserva. Los refuerzos siempre eran decisivos, la victoria acostumbraba a ser aplastante y los santos de plata seguían su camino, determinados a encontrar a Minwu. Ni siquiera llegaron a hablar con Leda.
Entonces empezaron a ver batallas en las que los vivos cedían a los muertos. La mayoría de las veces, nadie podía llegar a ayudar antes de que cientos y cientos de soldados saltaran desde el hediondo río y se deshicieran en pleno aire en explosiones de aguas amarillentas, bañando la tierra y a los guardias que en ella combatían con el mismo líquido infernal. Cuando eso ocurría, ni siquiera Margaret tenía nada que hacer, porque las aguas del Aqueronte sorbían con anhelo la fuerza vital de los hombres, por bueno que fuese su equipamiento. Los debilitaba hasta que caían al suelo y entonces de este salían innumerables brazos armados con el hierro del infierno. Muchas vidas se perdieron ante los ojos del santo de Lagarto, quien solo podía continuar avanzando.
Para su desconcierto, Margaret de Lagarto tuvo tiempo de reflexionar sobre los guardias que ayudaban a las colinas más cercanas a la meseta principal. ¿Venían desde el Egeón como tropas de refresco? ¿Estaba todo tan bien en otros frentes como para prescindir de un puñado de buenos hombres? ¿O era más bien lo que empezó como una retirada estratégica y había acabado como una huida en desbandada? Si era lo último, bastaba con que empezaran a surgir Abominaciones para que la afamada Guardia de Acero fuera aplastada por completo. El trabajo de años no habría servido parada nada.
—Margaret —dijo Yu—. Me estoy debilitando.
—¿Te ha caído una…?
—Aunque corra a esta velocidad, mis reflejos son buenos —cortó Yu enseguida—. No he tocado el río Aqueronte, pero ese río de mierda tira de mí todo el rato.
Margaret abrió mucho los ojos. Acababan de saltar a una colina bastante alejada de la última y la sensación que había sentido entonces le provocaba ahora ganas de vomitar.
Pero no vomitó. En lugar de ello, se rio de su propia imprudencia.
—¡Ahora entiendo por qué la mocosa de Casiopea quería que nos fuéramos! ¡Hemos sido unos idiotas! ¡Unos auténticos idiotas!
—Habla por ti —gruñó Yu.
—¡El Aqueronte se está manifestando aquí, no es solo una suave capa sobre el suelo! ¡Toda esta zona está influenciada por el inframundo! —explicaba Margaret, al parecer demasiado alto, por cómo Yu reaccionaba a sus palabras—. Las fuerzas de todos menguan, que el agua amarilla les alcance solo acelera el proceso. O ganamos esta guerra pronto, o toda la Guardia de Acero perecerá. Así que dejemos de conservar nuestras fuerzas para mañana, ¡no habrá un mañana si no ganamos hoy!
Por toda respuesta, Yu combinó un brusco gesto de asentimiento con un sonoro gruñido. Después aceleró de tal forma que Margaret no podía alcanzar su espalda ni corriendo a toda velocidad. Apenas tardaron tres segundos más en atravesar las últimas colinas, meras cimas de medio metro hundidas en el río y rodeadas de piezas de gammanium.
El infierno de hierro terminaba en una insólita reproducción a pequeña escala del Gran Cañón del Colorado, empezando con una notable grieta de unos cincuenta metros de anchura y una profundidad tal que era imposible ver el fondo; allí caía sin descanso el río Aqueronte, en forma de una cascada eterna que sin embargo no terminaba de vaciar las aguas infernales que llenaban el campo de batalla de más al oeste. En cuanto a la longitud, la grieta era en realidad un gran círculo en torno a la Torre de los Espectros y los santos que los defendían con ahínco, en una batalla frenética que a cada minuto cambiaba toda la geografía de Naraka. Nuevas montañas y valles debieron crearse en el tiempo que llevaban luchando las fuerzas de los vivos y los muertos, solo para que las montañas fueran derribadas y los valles colmados de rocas, solo para que todo terminara reducido a polvo y abismos insondables aparecieran en todo lugar. Una locura.
Por suerte, él tenía una mente más despierta que la de la mayoría. Le resultaría sencillo encontrar a Minwu de Copa, incluso en ese caos. Si es que seguía vivo.
Notas del autor:
Shadir. Como dices, es lo típico. Testosterona aderezada con un resentimiento que lleva cociéndose a lo largo de trece largos años.
Ulti_SG. Visto así, sí, es muy gracioso, porque pasa justo al revés que en la película Leyenda del Santuario, donde todos ignoran las explicaciones de Shiryu. ¡No fue intencional, acabo de pensar en la similitud! Pero es gracioso de todas formas.
Es una buena forma de resumirlo, sí, monoteísmo frente a politeísmo, aunque ahora me esté preguntando qué sentido hay que despertar para ganarle al dios Internet.
«No estaba muerto, estaba de parranda.» Lo típico. ¡A Ares siempre lo culpan de todo!
Oh, sí, hay momentos en la vida en el que el uno contra uno no es viable. Enfrentar a uno de los Astra Planeta es uno de esos momentos.
Guilty estaría orgulloso de su alumno. Es una forma poco ortodoxa de entrenamiento, pero alguien como Sneyder, que trasciende cosas banales como quejarse, no podía haber tenido un entrenamiento normal, ni mucho menos.
Uno… dos… Ultraviolento… ¡Uno, dos! ¡Ultraviolento! ¿Y ahora qué…?
Mejor apagamos la música porque esa pelea sigue después. Ahora volvemos a sintonizar con la guerra entre los vivos y los muertos.
