Capítulo 80. La legión de Cocito

En Naraka, todos los santos estaban combatiendo.

Los santos de bronce combatían. El viejo Ban lo hacía, golpeando sin miedo a los espectros de Cocito para convertirlos en explosivos humanos; era todo un espectáculo ver cómo aquellas criaturas humanoides de helada piel estallaban en miles de fragmentos de hielo que a su vez explotaban en todas direcciones, como las más eficientes granadas del mundo. También June luchaba. En el fondo de una garganta, la subcomandante de la división Andrómeda, con los pies clavados en la escarpada pared, tomaba con el látigo a los guerreros del río de las lamentaciones y los golpeaba contra la roca con tal fuerza que esta acababa decorada por una gran mancha de hielo y agua nieve. Retsu de Lince enfrentaba con más reservas a sus rivales, arriesgándose en cada envite a que el Lamento de Cocito le paralizara los dedos desgarradores de carne, o más bien de hielo, agradecido por el apoyo del santo de Zorro y otros compañeros incluso si sus técnicas eran tan inútiles para esa clase de enemigo como las ilusiones, el envenenamiento y la capacidad de leer los movimientos musculares.

Los santos de plata combatían. Lo hacían Emil y Hugin. Desde tierra, el joven de pelo blanco disparaba saetas a mach 50 cada diez segundos, letales para cualquier espectro; desde el aire, la mano derecha de Sneyder hacía caer numerosas plumas de las alas que pendían de su espalda, todas ellas convirtiéndose pronto en ardientes proyectiles que, aun sin gozar de la potencia de los tiros de Emil, eran mucho más numerosos y dañaban a todo aquel que estuviese a al menos cinco metros de la zona de impacto. Lo hacía Makoto con igual entrega que sus compañeros, tratando de dar siempre rápidos y certeros golpes para que su cuerpo y el de los espectros de Cocito no estuviesen en contacto durante más de una fracción de segundo; la única técnica a distancia que poseía era inútil contra aquellas criaturas, solo le quedaba el cuerpo a cuerpo.

Y más allá de aquellos tres luchaban también hombres que rara vez habían sido vistos luchando por la nueva generación, pues Nicole de Altar y Noesis de Triángulo, perseguidos durante el patriarcado de Saga de Géminis, regresaron al Santuario como maestros. Noesis, maestro de Retsu de Lince y, según se decía, discípulo de quien usurpó el trono papal, sellaba a los espectros de Cocito y después los transportaba a algún rincón perdido del espacio-tiempo, aliviando así la carga de los que luchaban en la vanguardia y de los que resguardaban la Torre de los Espectros. Nicole, por el contrario, no lograba victorias tan aplastantes, nunca había sido un combatiente capaz, centrándose sus destrezas en la habilidad para administrar el Santuario en épocas de paz y aun en la guerra, como había demostrado al llevar a la realidad el descabellado plan de Azrael de modificar la geografía usando el poder de los santos —la habilidad de Hugin de Curvo para moldear la materia, sobre todo, había sido muy útil—, quizá por eso las fuerzas del Hades se fueron concentrando más y más en él.

Noesis de Triángulo estaba demasiado lejos. Ishmael de Ballena, dirigente militar del frente sur, no tenía permitido abandonar la Torre de los Espectros, incluso si esta contaba con Orestes, Adremmelech e Ícaro de Sagitario Negro para protegerla del ataque de los magos. Nicole sabía que estaba solo, por lo que no dudó en conjurar un tornado que enseguida arrastró a todos los enemigos cercanos. Cielo y tierra se unieron en aquel pilar, visible desde toda aquella parte de Naraka, en el que los espectros de Cocito chocaban unos con otro formando sonrisas despreciativas. El poder del santo de Altar era insignificante, no podría contenerlos por mucho tiempo…

Nicole de Altar sonrió para sus adentros. Era posible que la idea de que aquellos guerreros de hielo se estuviesen burlando de la cárcel de viento que había conjurado solo estuviese en su cabeza, que lo único que había sucedido fuera que los rostros de hielo se hubiesen cuarteado por un mal golpe… Pero él no vio en el enemigo a las fuerzas del Hades, sino la seguridad de su última rival, Hipólita, en que matar al más débil de los cinco que combatía sería tarea fácil. Como hizo con la poderosa sombra de Águila, Nicole se fundió con su propio tornado; si alguien hubiese estado allí para verlo, ya no podría distinguir cuándo empezaba el santo de Altar y cuándo la técnica, todo era uno, el hombre y la naturaleza. En ese estado, cada vez que el aire en su perpetuo girar azotaba a los guerreros de Cocito era como si el propio Nicole los estuviese golpeando a velocidad hipersónica, y no en un solo punto, como un puñetazo, sino en todo el cuerpo a la vez. No tardó mucho en triturarlos, a todos y cada uno. Salió airoso y sin daños, listo para socorrer a su compañero Noesis de un asedio todavía más duro que el que él había sufrido. En ese frente no podían prescindir de ni un solo santo, ya no.

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El joven que deambulaba por el frente sabía bien eso. De piel morena y largos cabellos rizados, Minwu de Copa había llegado al campo de batalla seguro de que podría hacer un bien. Al principio, cuando Adremmelech combatía a la Abominación y a otros mil espectros a pesar de conservar solo un tercio de su tronco, se permitió incluso desviar sus atenciones a donde la Guardia de Acero luchaba. Ishmael le dio autorización para acompañar a Hugin, cosa que hizo de buen grado, tomando por el lado amable las constantes quejas del santo de Cuervo; no le gustaba nada ser obrero.

Así que vio construidas grandes colinas en el tiempo en que un niño construiría una caseta con troncos y ramas, visitó a tantos guardias como pudo y trató de ayudar… ¡Qué ingenuo había sido! Las lesiones causadas por cualquier cosa que no fuera el hierro del infierno, eran escasas, las demás, letales. Él no podía hacer nada, no importaba si llegaba justo en el momento en que una lanza acariciaba con la punta la mejilla de un curtido guardia que lo doblase en altura y músculo, todas sus artes eran ineficaces contra el llamado de la Muerte. Vio morir a decenas, cientos tal vez, antes de retirarse junto a Hugin; el caudal del Aqueronte se estaba volviendo más y más violento y no podían arriesgarse a que el río del dolor los convirtiera en baterías de la destrucción de sus propios camaradas. Además, las cosas estaban empeorando en el oeste.

¡Y vaya que empeoraban! El terreno había cambiado tanto en el corto tiempo que Minwu estuvo fuera, que creyó haber ido a cualquier otro rincón del mundo. Parte era responsabilidad de Adremmelech, claro, el Caballero sin Rostro no era un hombre conocido por contenerse más de la cuenta, pero los demás habían sumado también. Así lo demostraba la escena que el santo de Copa vio, el resultado esperable del choque entre los santos que vivían hoy y los que vivieron en un pasado remoto. Sobre un terremoto interminable, miles de criaturas de hielo peleaban con un puñado de hombres de carne, a apenas cien metros de la Torre de los Espectros. Ishmael lideraba la defensa, desplegando una lluvia de estrellas fugaces sobre el enemigo: cada vez que alcanzaba al blanco, este era comprimido hasta ser desintegrado, en una implosión imperceptible hasta para él. Entre el poderoso santo de Ballena y los demás, santos de bronce y plata por igual, mantenían un precario equilibrio que a punto estuvo de ser roto por la caída de Adremmelech, incluso si el Caballero sin Rostro se llevó consigo a la Abominación.

En ese punto, llegó Grigori de Cruz del Sur, proveniente del frente occidental, en Alemania. Aquel joven no dudó en hacer llover sobre los guerreros de hielo su Tormenta; rayos cayeron en todo lugar mientras él chocaba contra todo enemigo que tuviese enfrente, creando aberturas para todos sus compañeros a costa de recibir algún que otro golpe. Hugin, al lado de Minwu, se sumó a la batalla formando cuervos suficientes para ennegrecer el cielo; el santo de Copa se quedó quieto, admirado del aparente sacrificio de Grigori, preguntándose si podría curar el Lamento de Cocito allí, sin contar con la Fuente de Atenea. Se distrajo entonces de tal manera que ahora era incapaz de recordar cómo los vivos pudieron hacer retroceder a los muertos. Solo una imagen se le quedó grabada en la mente: la de un magnífico destello dorado destrozando a parte de la vanguardia de la legión de Cocito antes de perderse en la cima de la Torre.

Ahora estaba allí, sin dar un solo golpe y sin tampoco poder sanar a sus pocos pacientes. Tres santos de bronce que habían querido honrar a sus antecesores, muertos durante la Noche de la Podredumbre, y que por ironías del destino tan solo habían podido convertirse en víctimas de uno de los males del inframundo. Ellos, empero, solo estaban agotados, un poco pálidos, tal vez, pero no compartían el precario estado de Grigori, tan azul que bien podría ser un enemigo más. El santo de Cruz del Sur gritaba, en sueños, algo sobre lo mucho que le había costado obtener el manto argénteo, y de lo poco que a otras les costaba llegar al mismo fin. Por supuesto, afectada su alma por el Lamento de Cocito, los más viles venenos, los del espíritu, salían a florecer. Envidia.

Llegados a aquel estado de las cosas, Minwu de Copa solo esperaba una excusa para regresar al Santuario con todos aquellos desgraciados, por lo que la llegada de Margaret de Lagarto fue para él como un mensaje venido del cielo mismo.

—Iré —dijo enseguida Minwu, no sin que la vergüenza marcara su rostro.

—¡Bendita Atenea! —fue todo lo que Margaret pudo decir, satisfecho de no tener una nueva discusión sobre el deber de cada uno.

Desaparecieron sin más preámbulos, los dos santos de plata y los cuatro heridos, incluyendo a Grigori de Cruz del Sur. Yu de Auriga llegó justo a tiempo para verlos marcharse, seguido por una docena de espectros de Cocito.

—Bien, rescatamos al médico. Ya no hace falta contenerse —dijo Yu, más para sí que porque pensara ser escuchado por aquellas criaturas. Con rápidos movimientos de los brazos, envió dos discos de sólido metal contra los enemigos, cercenando a los ocho más cercanos a la altura de la cintura. Los discos, después de trazar un amplio arco en el aire y quemar la escarcha del congelamiento con el calor de la fricción, volvieron a los brazales de Auriga—. ¿Solo ocho? ¡Qué vergüenza! ¡Vamos venid!

Los supervivientes respondieron a la arenga con una oleada de viento frío. El manto de Auriga ya empezaba a helarse cuando su portador cargó contra ellos.

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Entretanto, Ishmael de Ballena terminaba de exterminar a quienes habían permanecido firmes en su posición a la sombra de la Torre de los Espectros. La mayoría se había dispersado tras la caída de la Abominación y el brutal despliegue de cuervos conjurados por Hugin de Cuervo. En esos últimos compases de la batalla inicial, todo era fuego ante sus ojos, plumas negras bombardeando todo el campo hasta incendiarlo por completo; la legión del inframundo debió comprender de algún modo que reunir sus fuerzas en un solo punto era contraproducente, y la intervención de un santo de oro les terminó de hacer tomar la decisión de debilitar al bando de los vivos uno a uno.

Por supuesto, eso significaba que tanto había grupos más allá, luchando contra todos sus subordinados, como había también algunos tratando de derribar la Torre de los Espectros. Aquellos enemigos, santos de plata de épocas remotas, trataban de alcanzarlo con flechas de cristal, plumas de cuervo blanco y hasta llamaradas del color de la nieve, que quemaban como el hielo y le arrancaban el calor de todo su cuerpo con el mero roce. Eran técnicas letales, sin duda, y por una cuestión de números, el subcomandante de la división Cisne y líder de los santos en ese frente tenía que haber caído hacía mucho, pero a diferencia de la legión de Aqueronte, siempre inmortal, armada con la muerte y protegida bajo el velo del dolor, servir en la legión de Cocito tenía sus desventajas. Las criaturas con las que Ishmael había luchado pudieron ser santos de Atenea en el pasado, pero ahora eran almas cristalizadas en las profundidades del averno, su poder era fijo, sin capacidad para crecer, sin llama que arder ni cultivar.

El último de los espectros de Cocito desapareció a sus espaldas en medio de una implosión, dejando libre el escenario y permitiendo al santo de Ballena un respiro. Este, empero, no descansó ni un minuto y se concentró en el estado de la guerra en el frente sur: muchas batallas ganadas a costa del debilitamiento progresivo de todos los santos de Atenea, quienes no podrían socorrer a la Guardia de Acero si más al este empezaban a surgir Abominaciones. Antes le habría parecido que Nicole de Altar podría encontrar la manera de organizarlo todo, pero ahora incluso la mano derecha del antiguo Sumo Sacerdote luchaba como cualquier otro guerrero. Tenía que hacer algo…

Miró en derredor, había tantos puntos titilantes como enemigos había derrotado, el mismo número, por la gracia de los dioses, de estrellas que tenía la constelación que le daba fuerzas. Sin moverse, ejerciendo solo el poder de su mente, comandó a aquellas falsas estrellas para que danzaran más arriba, bajo el cielo nocturno, hasta que pudieran trazarse con ellas la figura de la mítica bestia marina que enfrentó Perseo en la Antigüedad. Mientras realizaba aquel ritual, la tierra tembló, acaso reaccionando a su poder desplegado, y Yu de Auriga llegó tiritando de frío.

—Apenas has llegado y ya estás en ese estado, en verdad eres un animal —acusó Ishmael sin mirarle—. La defensa es tan importante como el ataque.

—¿Cree que manipular los gravitones es lo mismo que jugar con sus bolitas, Comandante? —gruñó Yu antes de pasarse la mano por la cara—. O los reviento y salvo a los inútiles de sus subordinados, o me defiendo y no aporto nada aquí.

—Sobrevivir es un gran aporte, según la nueva Suma Sacerdotisa —dijo Ishmael.

—Ah, sí, los santos no mueren. Es una bonita frase hasta que te das cuenta de que unos santos de plata luchan contra el enemigo de todo el Santuario mientras tu Suma Sacerdotisa está bien sentada en su trono.

—Estoy seguro de que te gustaba ser uno de los santos de plata que luchaba contra… ¡Diablos! ¿Peleaste contra Caronte? Retiro lo dicho, eres más bruto que una bestia.

—Y sobreviví. Yo, Margaret y Joseph. Gracias por preocuparse, Comandante.

Ishmael se encogió de hombros, fingiendo indiferencia. ¿Qué podía aportarle al más temerario entre los santos de plata saber que él se estaba preocupando de todos, hasta de los guardias que morían como perros, asediados por el Aqueronte? Que se quejara de que la Suma Sacerdotisa hubiese cumplido su rol, el que fuera que fuese, que lo tratase de Comandante sin el menor deje de respeto en su voz… Así se entretenían algunas personas, como Yu, mientras otras se aseguraban de que quienes solo sabían quejarse pudieran hacerlo. Arriba, las estrellas fugaces ya se habían posicionado. El temblor se intensificó, la tierra empezó a agrietarse y el aire vibró, precediendo un gran fenómeno.

—¿Qué demonios está haciendo, Comandante? —dijo Yu, mirando todo con los ojos muy abierto—. No es de los que rehúyen la lucha.

—Un eidolon resiste mejor al Lamento de Cocito, por estar hecho de cosmos —explicó Ishmael—. Hugin probó la teoría arrojando contra la legión una bandada de cuervos, de miles de cuervos, me parece. Se quejó cuando los destruyeron, pero sigue luchando.

—Creía que invocar al suyo requería mucha energía —observó Yu.

—¿Es una suerte que mi poder sea absorber energía, verdad? —dijo Ishmael con no poca soberbia. Señaló las estrellas de cosmos, unidas ahora por hilos luminosos—. Devorador de Vida, así llamo a la técnica. Atraviesa al enemigo y lo consume desde dentro. Oh, vamos, ¿vas a mirarme tú con esa cara? Los caballeros negros eran nuestros enemigos hace tan solo medio año. Ya que los matábamos, ¿por qué no usarlos?

—No me quejo de que se mate al enemigo, Comandante. Es solo que… ¿Esas cosas están vivas, para empezar? ¡Si son de hielo! ¡Se les parte la cara cuando sonríen!

—Energía es energía. Siempre. Puede que sean un peligro por el lado espiritual de su fuerza, pero como dices, están hechos de hielo, de materia. Yo convierto esa materia en energía para invocar a mi eidolon, ¡Leviatán, Rey de los Monstruos Marinos!

Como escuchando el llamado, la bestia empezó a formarse, primero como una gran masa de cosmos plateado, después como una ballena descomunal. Ishmael no le dio tiempo a Yu de calcular el tamaño, porque enseguida pegó un salto hasta subirse a su eidolon. El santo de Auriga no tardó en unírsele, admirado.

Igual sentimiento debió nacer en los corazones de todos los santos de plata, bronce y quizá hasta de hierro cuando Leviatán inició el canto de la victoria.

—¡Esto… esto es…! —Yu de Auriga, en medio de más de ochocientos metros de oscura piel, no tenía palabras para describirlo—. ¿Así venció a Hipólita?

—Hipólita derribó a Leviatán de un solo golpe —contestó Ishmael, encogiéndose de hombros. Su vista estaba enfocada en el frente; no tardaría en ser atacado por toda la parte de la legión de Cocito que no estuviese combatiendo—. Conoce una magia capaz de anular barreras, un eidolon no es muy diferente un campo de fuerza.

—No dirá, Comandante, que toda una legión del infierno es menos que una sola mujer.

—He tenido cinco años para fortalecerme. Si crees que tú y tus amigos sois los únicos que aspiráis a ser mejores, permíteme demostrarte lo equivocado que estás.

La enorme bestia marina avanzó a través del cielo, como un pedazo de una leyenda olvidada que se hubiese caído del Olimpo para aterrizar en aquellos tiempos duros. Abrió la boca, tragando las nubes de tempestad formadas por Nicole de Altar en pasadas luchas, y también cientos de cuerpos de hielo, que eran desintegrados al llegar a su interior. ¡Leviatán distinguía entre los vivos de ardiente cosmos y los muertos de almas cristalizadas! Y avanzaba implacable hasta la completa aniquilación del enemigo.

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Entretanto, Ícaro y Orestes mantenían una lucha frenética contra los rayos y haces negros que les lanzaba sin descanso un dúo de enemigos idénticos a ellos. No podían saber qué ocurría más allá de la Torre de los Espectros, inmersos como estaban en un limbo de espacio infinito y tiempo gobernado por un azar de lo más retorcido.

Tres rostros imperaban en ese lugar, todos ocultos por capuchas, en apariencia lo bastante cercanos entre sí como para que se pudieran ver con solo mover la cabeza a uno y otro lugar, pero en realidad tan alejados como quisieran estar. Los telquines reinaban sobre el pasado, el presente y el futuro, incluso si no eran capaces de apartar a los caballeros de la Corona Boreal y Sagitario Negro de su posición, podían asegurarse de que mantenerla fuera una tarea digna del mayor de los héroes de antaño. Los enfrentaron contra lo que creyeron réplicas de sí mismos, copias burdas a las que derrotar mientras buscaban a los magos y destruían el único nexo que los unía con el mundo de los vivos: un báculo hecho a partir de la madera de una ninfa.

Pero se equivocaron, los golpes que con tanta alegría dio Ícaro sobre la réplica de Orestes, acaso movido por viejos resentimientos, acabaron notándose en el rostro y los brazos del micénico más adelante. Y lo mismo ocurrió con la herida que este último abrió en la pierna derecha de su adversario, copia del caballero negro; incluso si la había causado con un rayo de pura y ardiente luz, de modo que la herida se cauterizó al instante, ahora Ícaro no podía correr sin resentirla. Los magos habían trasladado los daños de las réplicas a los originales, o bien todo el tiempo estuvieron luchando contra su futuro, de algún modo, era difícil saberlo cuando se enfrentaba a tales seres.

Desde entonces habían pasado mucho tiempo limitándose a la defensiva, tratando de diseñar alguna forma de contrarrestar las ardides de los magos. Ícaro esperaba que el caballero de la Corona Boreal encontrara una respuesta en las mil batallas en que se había curtido y Orestes confiaba en que aquel joven tan henchido de poder como de orgullo resolviera la situación con algún ataque desesperado, impredecible. Ninguno llegó a colmar las expectativas del otro, y sin embargo, de pronto, uno de los tres magos dejó de poder verse observándoles desde el cielo. Se había extinguido al mismo tiempo que un suave sonido, más rumor del viento que palabras, recorrió a los dos aliados desde los pies a la cabeza. Un tercero había encontrado la verdadera localización de uno de los magos y destruido su báculo, devolviéndolo así al Hades.

—¡Oh, Dios…! ¡Atenea! —se corrigió enseguida el caballero negro de Sagitario, mirando primero a la nada, y un segundo después, a Adremmelech, recién llegado de un par de duras batallas—. ¿El traidor nos ha traicionado?

El Caballero sin Rostro vestía ahora el manto de Capricornio, algo que no había hecho nunca desde que se unió a Hybris, cinco años atrás.

—A Ella sirvo, a nadie más —contestó Adremmelech.

—Los caminos de los dioses son inescrutables —dijo Orestes, cortando la discusión. Seguía habiendo dos magos presentes, observándoles—. ¿Habéis tardado mucho en encontrar a uno de los miembros de la Tríada? ¿Podéis hacer lo mismo con los demás?

—No pueden crear réplicas de mí, por eso pude buscarlo —dijo Adremmelech.

—Tiene sentido, no tenéis alma. El pasado, presente y futuro de una figura de barro no tiene la menor importancia —comentó Orestes—. Entonces, nuestra estrategia es simple. Nosotros soportaremos el asalto de la Tríada y vos…

—Un momento —cortó Ícaro—. ¿La Tríada? ¿Esos son nuestros enemigos?

—Fueron bastante peligrosos en la Guerra de la Magia, estuvieron a punto de hacer caer a toda la humanidad en un bucle interminable —explicó Orestes, paciente—. Sé quiénes son, mas si os preguntáis por qué no he contrarrestado su magia, debo admitir que eso está más allá de mis capacidades mientras Damon los apoye.

—Me vale esa respuesta —dijo Ícaro—. Creo que entiendo lo que planeas, ¡será fácil! ¡Este grandullón sin cara tiene más vidas que un gato!

—No me quedan fuerzas para crear otro cuerpo. Este será mi último aporte a la guerra durante un tiempo —dijo Adremmelech antes de marcharse.

El más poderoso soldado de Hybris quedó enmudecido, aunque por poco tiempo. El respiro dado por los magos se había terminado. Bajo las capuchas de los dos rostros flotantes que quedaban, brillaron unos ojos burlones, al tiempo que una vez más Orestes e Ícaro se veían frente a frente contra réplicas de sí mismos. Idénticos en todo salvo en las heridas que los caballeros cargaban de la anterior batalla.

—El pasado un día fue el futuro, el futuro un día será el pasado —recitó una voz ominosa ante la que los magos de la Tríada se inclinaron, solemnes—. El tiempo es uno e inmutable, santos de Atenea, ¡enfrentad el ahora que no será más!

La réplica de Sagitario Negra obedeció enseguida a las órdenes de la voz, descargando rayos oscuros sobre los dos caballeros. La copia de Orestes, en cambio, quiso pasar a través de ellos, en busca del peligroso Adremmelech.

Ícaro, entendiendo eso, realizó una acción arriesgada. Primero detuvo los rayos de su igual, después, lejos de querer resistirlos, les impuso su voluntad tal cual fueran su propia técnica, tornándolos poco a poco en brillantes esferas de luz oscura.

A la vez, Orestes bombardeaba a los dos enemigos con rápidos haces de luz blanca que se agradecían mucho en tan tenebrosas circunstancias. Eso retuvo a su escurridiza copia el tiempo suficiente como para que Ícaro pudiera llenar el escenario con la fase más complicada de su mejor técnica, ¡el Estallido de Fotones!

—Nosotros sufriremos el mismo daño —acusó Orestes.

—Oh, sí, puede que Oribarkon tenga que hacerme una armadura nueva y hasta es posible que visite la afamada Fuente de Atenea, aprovechando la alianza —repuso Ícaro—. Pero si queremos ganar, tendremos que correr riesgos, ¿no te parece?

La mentira debió ser creída por los magos, pues las réplicas, lejos de esperar una trampa, cargaron contra los originales dispuestos a sacrificarse. Pero en el último momento Ícaro voló lejos y Orestes dio un gran salto hacia adelante, evadiendo la acometida de sus enemigos, de modo que estos, siguiéndoles, evitaron la zona cubierta de fotones sin que la técnica terminara de ejecutarse. Las esferas se disiparon lejos, muy lejos del lugar donde los dos caballeros combatirían con su pasado.

Lo único que tenían que hacer era sobrevivir, ¿eso no podía ser tan difícil, no?

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Damon, Rey de la Magia, asintió, satisfecho de su obra.

Los pequeños juegos de la Tríada mantendrían ocupados a esos tres peligrosos oponentes el tiempo suficiente como para dar su último aporte a las fuerzas del Hades. Si las legiones del inframundo no ganaban la guerra después de que la Torre de los Espectros cayese, merecían otra aplastante derrota más en la larga lista.

Un pequeño telquín, el único sobreviviente del ataque al este, flotaba en torno a él. Era molesto verlo con esa burda forma: aire sobre una túnica raída, un espíritu atado al mundo material por un báculo creado con prisas, sin ningún atisbo de la azulada piel de su raza, ni de los ojos, siempre amarillos, siempre despiertos. Aun así, él podía saber lo que pensaba sin hacerle hablar, se estaba preguntando por qué el Aqueronte no creaba una gran masa de almas malditas para aplastar de una vez a aquellos enemigos tan temibles, o más bien, a aquellos vulgares humanos con armas temibles.

—Soy yo quien se lo impide. Negocio —afirmaba Damon—, para que Dolor y Lamento se unan como suelen hacerlo en los corazones de los mortales. Las almas de los gigantes están liberadas, mas necesitan cuerpos fuertes para llegar hasta la Torre de los Espectros. Y los tendrán, créeme, los tendrán muy pronto.

Todo estaba dispuesto para que el Hades tuviera su victoria sobre los santos. Después vendría la purga de todo el mal del mundo, y si Bolverk era tan capaz como creía, podría reinar en uno nuevo, pero a él eso ya no le importaría.

Le importó, al principio, creyó en el regreso de la era mitológica, hizo resurgir el continente Mu como base de los ideales del rey a quien él mismo coronaría, como Sumo Sacerdote de las Antiguas Leyes. Ni siquiera contar con sus hermanos de vuelta en ese precario estado cambió eso. Pero en esa tierra que rescató del pasado halló un extremo de un hilo que iba hasta el fondo del inframundo. Más allá de los santos que enfrentaron a Hades y Poseidón el pasado siglo, por debajo de todas las Guerras Santas y sobre las mil millones de almas perdidas en el diluvio universal. ¡Enterrados por el río Cocito, doce almas esperaban, ansiosas, ser revividas como auténticos Campeones del Hades!

—Mis enemigos del ayer —murmuró Damon para sí, el otro telquín ya ni siquiera le prestaba atención—, mis aliados del mañana.

Cuanto más pensaba en ello, más entendía que aquel mundo en guerra ya no le importaba. No le interesaba en absoluto.

Crearía su propio mundo, su propio universo, junto a Ellos.

Notas del autor:

Shadir. Desconocía ese lugar, gracias por el dato.

A la hora de narrar esta guerra, aparte de que viéramos por fin a los ejércitos de los dioses luchando como un ejército, quise reflejar lo que era luchar contra el infierno mismo no solo en cómo eran los enemigos, sino también los escenarios. Aquí vamos viendo cómo los ríos del Hades se manifiestan en la agotada Tierra, que, como bien dices, pide a gritos un patio trasero.

Seph Girl. Hay de todo en la viña del Señor, dicen, y ahora lo atestiguamos. ¡Gente con honor en el bando del inframundo! ¿Quién lo esperaría…, en Saint Seiya?

Ahora que lo veo en retrospectiva, pues sí, es tal como dices, ese par no es muy altruista que digamos. También, mal por el Santuario que descuidó el entrenamiento de sus magos blancos para la guerra y de seguro todos menos Minwu siguen en nivel 1.

Así es, las cosas se ven muy, muy mal para el bando de los vivos. ¡Recen por ellos!