Capítulo 81. Campeón argénteo

En el norte, la tierra tembló, se abrió y devoró un pueblo entero.

En el sur, una montaña escupió fuego, ahogando en llamas a un grupo de montañeses.

En el este, la costa se hundió bajo un gran tsunami.

En el oeste, los cielos temblaron, se abrieron y arrojaron rayos sobre una ciudad.

Todo esto sucedió mientras los santos de Atenea luchaban, mientras Shun de Andrómeda, en el centro de la vorágine, sentía en silencio el mal que el inframundo había despertado. Porque del fuego del sur nació un ave inmortal y de las aguas del este emergió un dragón indestructible, porque la vida era extinguida por la profunda oscuridad de la tierra en el norte y la brillante luz de los rayos dadores de muerte en el oeste, donde otras bestias terribles avanzaban con cautela.

Hacia la Torre de los Espectros, que habrían de derribar.

xxx

La aparición del Leviatán en el campo de batalla dejó a todos los santos enmudecidos, no por el considerable tamaño del eidolon, sino por la gran cantidad de cosmos que lo conformaba. El hecho de que Ishmael de Ballena pudiera mantener a semejante criatura por sí solo parecía imposible, y en verdad lo sería si no hubiese más de seis mil fuentes de energía listas para ser devoradas. Conforme avanzaba, Leviatán abría su enorme boca, revelando un torbellino negro como las profundidades oceánicas. Entonces, todos los guerreros helados eran arrancados del suelo por una fuerza invisible a la que los santos se oponían encendiendo sus cosmos, demostrando así al Leviatán que estaban vivos. De algún modo, eso bastaba para que se hiciera la distinción y solo la legión de Cocito acababa entre las fauces de aquella bestia apocalíptica. Allí, aplastadas por las tinieblas, las temibles huestes del Hades eran reducidas a millones de fragmentos de hielo, y al instante siguiente, mera energía para sostener al eidolon.

Si bien el procedimiento exacto escapaba del intelecto de Makoto de Mosca, entendía lo esencial: contaban con un arma poderosa, que sin embargo se volvería ineficaz si los guerreros helados saltaban al otro lado del frente, donde luchaba la Guardia de Acero. Por eso, Makoto y otros santos de bronce y plata se unieron en un único y sólido grupo una vez más, cargando contra todo guerrero helado que tratara de retirarse.

Los números no jugaban en absoluto a favor del bando ateniense, pese a las apariencias. Hasta ahora, la estrategia de las legiones de Cocito y el Aqueronte había sido la lucha de desgaste; quien fuera que las dirigiese, acaso los mismos ríos del inframundo, sabía que tarde o temprano todos los santos acabarían maldecidos y las fuerzas de los hombres de armas bendecidas por Nimrod de Cáncer mermarían, de modo que no necesitaban atacar con todo, sino mandar los soldados necesarios para mantener a los vivos luchando, agotándose. Ya les llegaría el momento de obtener una victoria fácil, a su tiempo.

El problema era que ahora, con el Leviatán dominando los cielos y los santos de Atenea luchando como una unidad, Cocito no tenía motivos para contenerse, y eran miles de guerreros helados contra un puñado de hombres, no todos en plena forma. Ishmael, rememorando lo ocurrido durante el primer gran choque entre las fuerzas, cuando la invocación de Hugin de Cuervo cambió las tornas, tuvo una idea.

—Yu, necesito tu ayuda.

—¿Tan desesperado está, Comandante? —dijo Margaret, recién aparecido sobre el amplio lomo del Leviatán—. Terra cumplió su palabra.

Aquellas palabras fueron dirigidas a Yu de Auriga, quien ocultó un suspiro de alivio gruñendo, como era su costumbre.

—¿Minwu de Copa lo está tratando? —cuestionó el santo de Auriga, recibiendo pronto un gesto afirmativo de su recién llegado compañero—. Bien, entonces solo tenemos que patear unos cuantos traseros antes de que regrese Joseph.

—Pretendo acabar esta batalla ahora —sentenció Ishmael, alzando la mano todo lo alto que podía, como un saludo militar a los cielos. El Leviatán se estremeció, o al menos lo hizo su piel, que empezaba a cuartearse—. Yu, Margaret, necesito que…

Ishmael calló en seco, olvidándose incluso de que tenía la mano en alto. Ni Margaret ni Yu tenían voz tampoco para hacérselo notar, pues como el líder del frente sur, miraban atónitos al este, donde un gran muro de fuego se levantaba hasta alcanzar las nubes.

El responsable era difícil de ver. Demasiado rápido hasta para los ojos de los tres santos de plata, quienes seguían a duras penas una línea de llamas pasando por el firmamento. Estuvieron así un largo minuto, tratando sin éxito de capturar a aquella fuerza de la naturaleza mediante pulsos gravitatorios y ataques de telequinesis, y la legión de Cocito aprovechó esa distracción para romper la defensa de los santos en tierra y llegar a más allá del muro de fuego, donde el río Aqueronte imperaba.

Makoto era uno de los pocos que había seguido al enemigo sin pensarlo demasiado, pero teniendo las llamas tan cerca, dudó. Aquel fuego no era normal. Pese a tener su color característico, parecía más bien quitarle calor que lo contrario, como una extensión más del río Cocito. Buscó a Emil, apenas un punto a unos cuantos cientos de metros, distinguible solo por su cosmos y la irrefrenable salva de flechas que disparaba sobre todos los guerreros helados que tenía a tiro. Si recordaba bien, aquel capaz arquero había combatido a un soldado de la legión de Cocito por mucho peor que aquellos guerreros de piel de hielo: el alma de un gigante. ¿Podía ser que el responsable de aquel fuego fuese lo mismo? ¿Tendrían que luchar con gigantes también?

Cuando otros santos se fueron uniendo al temerario Makoto, Nicole de Altar extinguió el muro de llamas en un tornado colosal, instando al tiempo a todos para que cargaran contra el enemigo. Todos obedecieron, un segundo después de que la tierra se alzara.

Desde las alturas, Ishmael vio primero cómo los guerreros helados tomaban la frontera que separaba el infierno de plata del infierno de hierro, donde la Guardia de Acero debía mantener una precaria lucha contra la legión del Aqueronte. Solo en ese momento bajó la mano, conminando al Leviatán a avanzar, o más bien, a sus vástagos.

Para sorpresa de Yu y Margaret, la piel del eidolon se transformó en un gran enjambre de criaturas, todas sacadas del fondo marino, aunque ninguno de los santos de plata estaba muy puesto en la materia. Podían notar, eso sí, que los Hijos del Leviatán eran traslúcidos, ni siquiera eran construcciones de cosmos, sino auténticos espíritus sacados de algún plano existencial entre el mundo de los vivos y el de los muertos. Entonces miraron a Ishmael con otros ojos. ¿De qué rincón del mundo lo había sacado Nicole de Altar antes de regresar al Santuario, lleno de vergüenza por ser uno de los hombres que se mantuvo oculto durante la Guerra Santa contra Hades, veinte años atrás? El santo de Ballena no dio respuesta a la mirada expectante de sus subordinados, ni se la daría nunca. Lo importante era la victoria, no los medios para alcanzarla.

—El Comandante es un brujo —dijo Yu, rompiendo todo el halo de misterio con una risotada—. Si nadie dice lo contrario en tres segundos, lo es. Un…

—Eres el Cochero, Yu —cortó Ishmael sin mirarlo—. ¿No piensas conducirlos?

Margaret rio después de que su compañero callara. No obstante, se contuvo de decir nada y también Yu de Auriga guardó un respetuoso silencio; los Hijos del Leviatán, algunos de ellos por lo menos, los estaban rodeando. La mayoría iba más allá del remolino en el que se extinguían las llamas, volando por encima de los santos que saltaban hacia el lado del frente dominado por el Aqueronte.

Pero una sorpresa más quedaba por revelarse antes de que Yu de Auriga cumpliera su misión. Desde que Nicole de Altar deshizo el muro de fuego, un gran terremoto azotaba la totalidad de Naraka, y ahora, aquel cataclismo levantaba la tierra, la roca y el río del inframundo junto a todos los que lucharan encima. Sobre el Leviatán, los tres santos de plata tuvieron una visión privilegiada del prodigio y hasta pudieron distinguir la forma que parte de aquel país inerte estaba adoptando, ¡la de una gran tortuga!

Ishmael se alistó para comandar al eidolon y devorar aquel nuevo enemigo, con un océano amarillo lleno de islotes como caparazón, y varios kilómetros de roca sólida como una cabeza que parecía mirar desafiante al Leviatán. Las aguas del Aqueronte, abundantes en el cuerpo de la bestia, fluyeron como el río que eran en el infierno, penetrando entre las grietas de la cabeza y alimentando con una energía maléfica la boca que abría con insultante parsimonia. Estaba preparando un ataque.

Una explosión se oyó lejos. Las llamas se alzaron alrededor de la abandonada Torre de los Espectros e Ishmael maldijo su suerte sin ningún cuidado.

—¡No puedo estar en dos sitios a la vez! ¡Yu! ¡Margaret! —pidió a sus subordinados, ya recuperados de la sorpresa. Sin tiempo para bromas ni dudas, los dos asintieron—. ¡La prioridad es ayudar a la Guardia de Acero a retirarse! ¡Sin ellos no podremos ganar a la legión de Aqueronte!

Como para dar peso a sus palabras, el ataque de la Gran Tortuga se ejecutó en ese mismo instante: un haz de luz amarillo que golpeó la Torre de los Espectros mucho antes de que ninguno de sus defensores pudiera reaccionar.

—Seré el Cochero del Infierno por esta noche —aseveró Yu.

—Uno que solo va al frente —intervino Margaret—. Alguien tendrá que cuidarte las espaldas. Por el bien de los caballos.

Eso fue suficiente para aquellos tres. Yu dio un gran salto desde el Leviatán hasta la cabeza de la tortuga; un sinfín de espíritus lo seguían. Ishmael pudo verlo correr sobre el cráneo de la bestia, semejante a una montaña, antes de ordenar al Leviatán virar hacia el otro enemigo. Margaret ya se había aparecido a la espalda de su compañero para entonces y ambos pronto se perdieron en el horizonte.

Entretanto, la Gran Tortuga cargaba un nuevo ataque.

xxx

Todo lo logrado en el llamado infierno de hierro se estaba perdiendo.

Ni el fuego abrasador, ni el primer ataque de los guerreros de Cocito llegó a afectar a la Guardia de Acero, ya retirada hacia el centro y la frontera de Naraka por el constante avance de la legión de Aqueronte. Sin embargo, para los guerreros de piel helada el terreno que a los hombres de Leda y Azrael les costaba tanto mantener era como un pequeño patio que podían recorrer en cuestión de segundos.

De modo que enseguida la Guardia de Acero pudo sentir al mismo tiempo las aguas del Aqueronte en sus botas y el frio de Cocito en el aire que respiraban. Los santos de Atenea hacían todo lo que podían para contenerlos, a apenas dos kilómetros del sobresaturado campamento central, pero muchos se les escapaba y entonces entraban en juego unas criaturas espectrales de las que nadie sabía nada, calamares traslúcidos que abrazaban a los guerreros helados hasta aplastarlos de cintura para arriba. Y luego los consumían, adquiriendo un mortífero brillo azulado antes de marcharse a las alturas.

Sin una explicación para ese fenómeno, un mensajero corrió desde el extremo sur hasta la principal tienda de campaña de la meseta, trastabillando con cada paso quedaba. ¡Menudo terremoto! Tal había sido el pensamiento del soldado, seguro de que el equipo lo protegería de la ira de la naturaleza tal y como le había permitido esquivar el hierro del infierno todo ese tiempo. No tuvo tiempo de condenarse por esa excesiva confianza. Cuando la tierra entera se elevó, él fue uno de los numerosos miserables que cayeron en las grietas que se iban abriendo en el suelo. El Aqueronte obtuvo nuevas almas para recuperar las que había perdido en esa endemoniada batalla.

En el campamento central, Azrael hacía todo lo posible por devolver las esperanzas a sus hombres. Tuvo que usar un lenguaje que no usaría delante de la señorita Akasha, fue necesario tratar a las amazonas que protegían el norte del campamento como mujeres y a los Toros de Rodorio como bárbaros con martillos, pero consiguió que los miembros de la Guardia de Acero recuperaran la compostura y empezase la retirada.

Era difícil. Mucho. El suelo se movía de forma extraña y seguían bajo el constante asedio de la legión de Aqueronte. Si tuvieran que ir hacia atrás, pasando por el punto defendido por Helena y los demás, Azrael habría preferido una muerte digna a una huida inútil, pero el sub-espacio del antiguo Sumo Sacerdote seguía en funcionamiento. Solo tenían que entrar en los portales que seguían activos y volver al Egeón para replantear una estrategia. Teniendo eso claro, Azrael comunicó a sus hombres el lugar al que debían dirigirse con el lenguaje de un marinero borracho.

Al menos, eso fue lo que Leda le dijo al aparecer de improviso.

—¡Pensaba que estabas muerto! —gritó Azrael, muy serio—. ¿Crees que es tiempo para bromear? ¡Informaré de esto a nuestros superiores!

—¿Tenemos superiores? —cuestionó Leda, con sincera sorpresa.

De forma somera, el recién llegado informó a Azrael que había logrado salvar a todos los hombres a su disposición, gracias al considerable apoyo de los santos.

Aun así, quedaba gente allí. Y bastaba un solo guerrero helado allí para empezar una masacre. Enseguida se repartieron las tareas: Leda iría con Helena, para ayudarla en el repliegue de tropas, mientras Azrael seguía ocupándose de esa zona.

—Vamos, vamos, vamos —ordenaba el antiguo asistente, dando un manotazo en la cabeza a todo aquel que mencionara la idea de seguir luchando en esas circunstancias. Ni siquiera Shoryu, el enlace con el gobierno chino, se libró de ese trato.

—¡No soy uno de tus subordinados! —le gritó el hijo de Shiryu. La frente le sangraba por una caída reciente, cuando el suelo empezó a moverse.

—Todo el que esté en este lado del frente está bajo mis órdenes —repuso Azrael. Y antes de que el muchacho dijera nada, lo levantó del suelo y avanzó unos pasos hacia el portal en el centro del campamento, un círculo en el aire rodeado de energía dorada.

—Debo quedarme hasta el final —insistía Shoryu, forcejeando.

—Eso déjaselo al capitán del barco —dijo Azrael antes de lanzarlo al portal.

El muchacho desapareció junto a sus reclamos, y Azrael, olvidando ya lo que había hecho, miró a los que quedaban. Seguían siendo demasiados.

Entonces llegó Presea de Paloma, parte del escuadrón de Rin que por específicas órdenes de Azrael, repartía su atención entre el lado protegido por los santos y el defendido por Helena. Las noticias que le trajo no eran nada halagüeñas: el enemigo era el campo de batalla en sí mismo, una Gran Tortuga que avanzaba hacia la Torre de los Espectros. Y no era la única bestia en manifestarse. Ishmael de Ballena sostenía un devastador envite contra un ave de fuego que no cesaba de bombardear la torre con llameantes meteoritos, y una estela de luz atravesaba la tierra defendida por los santos de plata y bronce, ni siquiera las extrañas criaturas marinas que los ayudaban contra los guerreros de Cocito podían atraparla, siendo extinguidas por el mero roce. Presea había podido ver lo que estaba detrás de ese relámpago viviente solo una vez, cuando incapacitaba a Nicole de Altar en una embestida atronadora.

—Una tortuga de tierra, un pájaro de fuego y un tigre hecho de luz —observó Azrael—. Se diría que las Cuatro Bestias Sagradas de Kyoto han despertado.

—Más bien de China —corrigió Presea.

Azrael asintió. No podían depender de los santos de Atenea más tiempo, solo ellos tenían poder suficiente para derribar a aquellas bestias. Por suerte, en ese momento llegaban Helena, Leda y un tercer hombre al que Azrael tardó más en reconocer.

Lord Folkell apestaba a Aqueronte y tenía en la piel la palidez de los muertos, pero sonreía como si aquel fuese el mejor día de su vida. También lo hacían sus hombres, los berserkers, quienes lanzaban sin reparo toda clase de comentarios a las hoscas amazonas. Solo la ausencia de los Toros de Rodorio, cuyas armas eran cargadas por las espaldas fortalecidas de una veintena de guardias, ensombrecía la imagen. Aquellos hombres sin futuro habían alcanzado la clase de muerte que tanto habían buscado.

Leda se adelantó cuando Helena y Folkell iniciaron una discusión que Azrael ignoró, en parte por la distancia, en parte por estar más interesado en las noticias de su compañero.

—Esos taurinos siguieron luchando hasta el final, no creo poder olvidarlos nunca. Luchando allí, en el Aqueronte, hasta que la carne se les despegó de los huesos. ¡Hasta las aguas de ese río maldito tuvieron que retirarse ante su valor!

—Te creo —dijo Azrael con sinceridad—. Aprovechemos el tiempo que nos dieron.

Si lo que decía Presea de Paloma era cierto, un tigre tan veloz como la luz estaba ocupándose de los santos de plata y los fantasmas marinos. No pasaría mucho tiempo antes de que fueran invadidos por el norte y el sur, y entonces ni siquiera todos juntos podría resistir tan solo un segundo. Morirían como perros.

Gracias a los dioses, las amazonas lograron transmitir esas mismas palabras a los berserkers en forma de puñetazos. Folkell, más sensato que sus hombres, accedió a retirarse siempre y cuando le dejaran ser el último en dar el odiado paso atrás.

Fue entonces cuando Presea ahogó un grito.

¡El Ave Inmortal estaba en el cielo!

xxx

Makoto llegó hasta Nicole guiado por la santa de Caballo Menor, quien no dejaba de hablar sobre lo imperioso que era ir en ayuda de la Guardia de Acero.

Él suspiró. También le habría gustado ayudar a Azrael, pero cada vez que lo intentaba, algo salía mal. Guerreros helados por un lado, el río Aqueronte por el otro. En un lado de la batalla logró, junto a todos los santos diestros en el arte de combatir a distancia, apoyar la retirada de muchos guardias, recibiendo el agradecimiento de Leda. No fue lo mismo cuando fueron al otro lado, defendido por los berserkers de Folkell. Un tal Erik, acaso su lugarteniente, pareció sentirse insultado por la propuesta y a punto estuvo de amartillarlo después de que Makoto derribara a un soldado que saltaba sobre él.

Dado que pudieron llegar al lado defendido por Folkell, tendría que haber sido sencillo alcanzar el campamento central, pero era todo lo contrario. Cada paso que se acercaban allí, era un paso más que avanzaban los guerreros helados. Sin la ayuda de aquellos fantasmas con forma de calamares, medusas y otras criaturas, no habrían dado abasto, no cuando la legión de Cocito se antojaba interminable y las fuerzas de todos menguaban con el paso del tiempo, tuvieran o no contacto con el Aqueronte.

De modo que perseguían guerreros de piel helada, mandaban a la inconsciencia a soldados inmortales aunque no había nadie que pudiera liberarlos, y avanzaban, y luchaban, con la única esperanza de poder retirarse. ¿Habían fracasado? Rin de Caballo Menor encontró a Makoto cuando se planteaba esa posibilidad. No le costó mucho seguirla entonces, porque su posición estaba bastante bien protegida por un enajenado Yu de Auriga. El Cochero del Hades, según decía todo el rato, en aquel loco escenario donde los fantasmas giraban como un remolino espectral, devorando a todo enemigo.

Así que ahora estaba viendo al santo de Altar, con el manto de plata destrozado y el pecho ensangrentado. Dio un paso hacia él, esperanzado al escuchar el sonido de su agitada respiración, pero en ese momento un sonido salvaje lo hizo quedarse quieto.

En cuanto lo vio, supo que estaba ante Byakko, el Guardián del Este. Un tigre en forma, compuesto por la luz fugaz de un relámpago ocurrido en alguna parte. Cuando rugió, fue como un trueno, haciendo vibrar todo el cuerpo del santo de Mosca, quien sin embargo se preparó para atacar. Cargó hacia él todo lo rápido que podía, como cuando combatió a Hipólita en Reina Muerte. Y aun así, Byakko se le adelantó.

No le fue posible describir el impacto recibido. De una sola vez, oyó tantos crujidos que hasta consideró que se le hubiesen roto todos los huesos, pero lo cierto era que la mayor parte del daño estaba en el manto de plata. Abrió los ojos y se dio cuenta de que llevaba un rato inconsciente, ¡Byakko lo había dejado en semejante estado de un solo golpe! Con dificultad, rodó por el suelo y vio a Rin también tendida sobre la tierra ensangrentada; tenía una herida en el vientre, no grave siempre y cuando se tratara. Se arrastró hacia ella. Byakko rugió de nuevo. Seguía allí. Su cola cortaba el suelo como si fuera un cuchillo cortando mantequilla caliente. No logró explicarse cómo seguían vivos hasta que notó la presencia de Margaret de Lagarto allá donde debía estar Nicole de Altar. Byakko se lanzó hacia el santo de plata de sonrisa maliciosa, pero no lo alcanzó antes de que desapareciera. Esa situación se repetía, una y otra vez.

—Necesitamos irnos de aquí —dijo Rin, ya de pie. Tenía una mano sobre la herida—. No puedo ayudar a mis compañeras si no me curo primero, y tú… ¡Mírate!

Makoto miró hacia abajo, el manto de Mosca restaurado por Kiki se estaba cayendo a pedazos, más rojos que plateados. Al alzar la visa, Rin lo estaba levantando. ¡Una chiquilla iba a salvarlo a él! Abochornado por la situación y avergonzado de su inútil orgullo, se dejó cargar por la joven santa de bronce y, por segunda vez en su vida, voló.

De ese modo, Rin, Nicole y Makoto abandonaron el campo de batalla, justo mientras las santas de Delfín, Casiopea y Osa Menor perseguían a la veloz Ave Inmortal que Ishmael de Ballena acababa de repeler.

xxx

Fue un magro consuelo que en el campamento central quedaran sobre todo guardias con cañones de riel Lupus y armas láser Eridanus. Ni los disparos a velocidad supersónica, ni los haces de luz calorífica hacían daño alguno sobre el Fénix que extendía las alas sobre ellos, listos para aniquilarlos en un solo movimiento. El único arquero del grupo de Folkell, que hacía de su propia fuerza vital el hilo de su arco y tornaba el viento en mágicos proyectiles, se unió a los demás sin lograr mejores resultados.

Pese a lo desesperado de la situación, Azrael no pudo sino admirar la forma en la que las amazonas sostuvieron sus armas, decididas a morir con ellas. Esa era la clase orgullo que les quedaba, ahora que por razones que no terminaba de comprender ninguna máscara cubría sus rostros ni ocultaba su determinación. El orgullo del guerrero. Uno que también se veía en la forma en la que los miembros de la Guardia de Acero enfocados en el cuerpo a cuerpo se armaban con los martillos de los poderosos guerreros taurinos, uno que vibraba en torno de cada berserker y del bravo Folkell, semejante a un héroe de la Antigüedad al alzar su espada hacia el Ave Inmortal. Nadie que viera aquel hombre tocado por el mismo Hades dudaría de que fuera capaz de llegar hasta la bestia por sus propios medios y cortarle la cabeza.

Azrael dedicó a una sonrisa a aquellos valientes, y aunque era una tontería, desenfundó la pistola y disparó al Fénix. Una bala de gammanium murió ente las llamas que esta estaba por derramar sobre todos ellos, apenas un escupitajo a los dioses de la muerte.

En el último momento, Presea de Paloma, junto a las recién llegadas Alicia, Elda y Xiaoling, se interpusieron entre los santos de hierro y el Fénix.

—Gracias por todo —dijo la santa de Paloma, sin voltear. Azrael sabía que se dirigía a él—. Sin que nos encontraras, nosotras nunca…

Un gran estruendo ahogó las últimas palabras de la santa de bronce. Al mismo tiempo, el cielo se iluminó de tal forma que todos debieron apartar la mirada, en especial aquellos que contaban con visores Corvus. La mayoría esperaba verse muertos al abrirlos, pero no por ello atrasaron el momento en que lo hicieron.

El Leviatán estaba allí, en el cielo. No había ni rastro del Fénix, ni tampoco de la las llamas que iba a arrojarles, si se descontaba que el eidolon estaba rojo como el magma.

Y sobre la enorme ballena de cosmos, firme como un junco, se hallaba Ishmael, mirándoles con el mismo aire juzgador de siempre. Solo que la situación ahora era diferente. Ninguno en tierra veía al subcomandante de la división Cisne, sino a quien les había salvado la vida. Quizá era por eso que Azrael creía ver una cierta aura de dignidad en aquel santo de plata que nada tenía que ver con el poder que había desplegado. Un poder mucho mayor que el que cabría esperar de los guerreros de su rango.

—¡Los fantasmas marinos! —exclamó Azrael, viendo cómo aquellos extraños aliados se fundían en la piel de la enorme ballena. Medusas, calamares, peces… Regresaban a la fuente, trayendo consigo la energía que habían arrebatado al enemigo. Antes de volver la vista a sus hombres y otros aliados, Azrael se permitió un instante para admirar la astucia del comandante de aquel frente. Por primera vez, consideró todo un acierto contar con alguien como él al mando.

Entretanto, Ishmael atajó los agradecimientos de las santas con vagos gestos de asentimiento, sin dejar de mirar a tierra. Gracias a los dioses, todos aquellos insensatos se estaban retirando al fin de esa trampa mortal, pero no podría actuar hasta que el último se hubiese marchado. Le decepcionó un poco saber que tal persona no fue Azrael, quien atravesó el portal junto a Leda, sino un norteño de nombre Folkell que estuvo luchando allá donde la batalla era más cruenta, según su parecer.

A los llamados santos de hierro debía parecerles un milagro que la legión de Aqueronte no hubiese asaltado la meseta en ese tiempo en que nadie se los impedía. ¿Sabrían, acaso, que la energía suficiente como para invocar a un millón de soldados acababa de concentrarse en una sola Columna de Muerte, como había decidido llamar al pilar de luz amarilla que la Gran Tortuga expulsaba de sus montañosas fauces, mientras luchaba contra el Ave Inmortal? No era probable, lo más seguro era que todos pensaran como él lo hizo al principio, que el Aqueronte estaba consiguiendo tiempo para crear una gran Abominación y aniquilarlos a todos, cuando la verdad era mucho más retorcida. La energía vital arrebatada por el Aqueronte en ese frente sirvió para dar un cuerpo a las almas de gigantes despertados por Cocito. Él, después de luchar contra quien se apoderó del monte Sachenka hacia año y medio, no podría confundir al Ave Inmortal, la Gran Tortuga y el tigre que barría el campo de batalla en ataques relámpago con Abominaciones. Eran gigantes, sin duda, por lo que cada uno tenía un núcleo.

Pero, ¿de qué servía saber eso? Contra la esquiva Ave Inmortal, optó por devorarla, más por salvar a los que quedaban abajo que porque fuera su prioridad. A la Gran Tortuga no podía ganarle de aquel modo. Y un ataque a gran escala no le serviría de nada mientras el Aqueronte cubriera a aquella inmensa bestia, toda una isla andante. Por esa razón, necio como pocos, Ishmael había permanecido impasible mientras cientos de miles de cuerpos se derretían entre las fauces de la tortuga y la energía resultante golpeaba la Torre de los Espectros a la velocidad de la luz. ¡Todo Naraka debió estremecerse por aquel impacto! Ahora se consideraba un idiota por haber permitido aquel ataque, el cuarto, si llevaba bien la cuenta, sin embargo, era mayor el convencimiento de que no consentiría un quinto. Destruiría a la Gran Tortuga, o al menos, daría a sus compañeros santos la oportunidad de hallar el núcleo y destruirlo.

—¿Va a usarlo, cierto? —dijo Presea—. ¿El Sable Celestial?

—¿El qué? —preguntó Elda.

Una charla sin importancia sobre cómo Ishmael fue discípulo de Nicole de Altar, el Señor de la Tempestad, y de la casualidad de que este también entrenó a Presea de Paloma en el nuevo hogar de las ninfas dio comienzo. Ishmael las ignoró. También hizo caso omiso a la forma en que la temperatura subía sin parar en el cuerpo del eidolon, sin duda atacado desde dentro por el Ave Inmortal. En ese momento ni siquiera prestaba atención a cuantos compañeros podían caer ante su técnica, confiaba en que todos eran lo bastante sensatos como para buscar una buena posición. No podía esperar, si lo hacía, era posible que el Aqueronte volviera a recubrir el caparazón de la Gran Tortuga.

Con un pensamiento, ordenó a Leviatán virar y encaminarse hasta el punto que separaba a la bestia de la Torre de los Espectros, mientras en su brazo, extendido hacia el cielo, empezó a arremolinarse el aire como un tornado inagotable. El fenómeno creció rápido en tamaño y velocidad, hasta que el aire era puro cosmos y el extremo superior del remolino se hallaba en algún punto de la estratosfera. Como esperaba, las aguas del Aqueronte volvían a cubrir algunas zonas de la Gran Tortuga, acariciando la base de las colinas formadas por Hugin de Cuervo. No dudó un instante. Bajó el brazo.

El Sable Celestial, una espada de aire y cosmos capaz de cortar de extremo a extremo la montaña más alta de la Tierra, atravesó del mismo modo a la Gran Tortuga. La cabeza explotó en mil pedazos, junto a varios cuerpos que se amontonaban en su boca; el caparazón se abrió como una flor, revelando un enorme diamante.

En ese momento respiró como si llevara ya una eternidad sin aire, al mismo tiempo que la bestia caía, como perdiendo el equilibrio. Naraka se estremeció, pero ninguno de los que luchaban sobre la Gran Tortuga perdió el equilibrio. Más bien, luchaban, como estelas de un pálido azul, de brillante plata y otros colores llenos de vida; la legión de Cocito y un pequeño batallón de seres vivos pugnando por llegar hasta el núcleo de la bestia. En esas circunstancias, la legión de Aqueronte era todavía inofensiva. Gran parte del poder acumulado hasta ahora se había gastado en cuatro ataques contra la Torre de los Espectros, la cual Ishmael empezaba a ver inclinada hacia un lado.

Reunió todo el poder que le quedaba, decidido a destruir el núcleo con un nuevo Sable Celestial, pero entonces, algo atravesó a Leviatán de lado a lado, golpeándole también a él. Nunca jamás había recibido un impacto semejante, ni siquiera en el más duro de sus combates. ¡El manto de Ballena se hizo añicos como un jarro de cristal!

Con los brazos sobre el dolorido costado, ni siquiera tuvo que abrir los ojos para adivinar qué clase de enemigo había herido de muerte al Rey de los Monstruos Marinos.

—Tú —murmuró, viendo al tigre luz. Incluso si el eidolon estaba cayendo al suelo, la tercera bestia mantenía el equilibrio sin ningún problema—. También a ti te mataré.

Mientras los santos de abajo se aproximaban cada vez más al núcleo de la Gran Tortuga, Ishmael de Ballena acometió contra el tigre, decidido a destruirlo.

La bestia de luz solo se movió en el último momento.

Notas del autor:

Primero que nada, ofrecerles una disculpa a todos los lectores de esta historia. Me fue imposible publicar este capítulo el día lunes tal y como es habitual. Sin embargo, en principio esto no tiene por qué afectar a la fecha de publicación del siguiente capítulo.

Shadir. Si algo nos enseñó Orfeo, es que el infierno tiene muchas entradas.

Me alegra oír eso. Era una de las cosas que quería lograr con esta historia, representar una guerra de guerreros sagrados en toda su magnitud y siento que lo estoy consiguiendo si puedes imaginarlo. ¡Esperemos que siga siendo así!

Uf, complicado que no se ponga de ese color cuando se trata del Hades.

Ulti_SG. ¡Ojo que la frase es genial, no solo buena! Y como en la mañana me dejé la humildad en alguna parte voy a decir que sí, lo es y me encantó ponerla.

Tú sabes que desde siempre he querido ver batallas campales en Saint Seiya, por el tema de que la historia hablaba de Guerras Santas y eso. Mucho ha llovido desde la serie clásica y ahora esta obra se suma a aquellas que las tuvieron. Margaret se llama así, mitad para seguir la tradición del anterior santo de Lagarto, Misty, mitad por un personaje de La Ley de Ueki; Nicole no es culpa mía, lo saqué de la estupenda novela ligera Gigantomaquia, donde también es el santo de Altar y hace las veces de líder del Santuario. Así es, como ocurría con Lesath, Nicole y Noesis son de la anterior generación de santos de Atenea; por cierto que Noesis está inspirado en aquel personaje del mismo nombre que salió en el Episodio G, al igual que Retsu.

¿Minwu se debe avergonzar por haberse ido pronto del campo de batalla, o porque se fue sin que la mitad del ejército de ese frente se murió para que sobreviviera?

Parece que Aqueronte era el pesado de la familia. ¡Con Cocito sí se puede jugar!

Eso fue hace años. Esta es la nueva ballena, del nuevo Ishmael que ha tenido un entrenamiento que ni vimos, ni veremos, veamos cómo le va a él y a su ballena.

Telquines, representando a los enemigos más latosos de esta historia desde tiempos inmemoriales. Como aquella vez que una técnica funcionó mal por todo un… Ah, mira, Adremmelech salvando el día. ¡Eres un grande, Adremmelech!

Parece ser que eso quiere, sí. Pobre Santuario, ¡la que se le viene encima! Demasiado pronto dijiste que Cocito no era tan problemático como Aqueronte.