Capítulo 86. Tiempo de monstruos
Dos batallones de la legión de Flegetonte cambiaban en ese momento las batallas en el continente Mu y las cercanías de Bluegrad, pero Kanon no podía ayudar en aquellos frentes. A esas alturas apenas podía prestar atención al sub-espacio, en el que ahora se movilizaban unos refuerzos de lo más inesperados. Toda la guerra dependía de que los santos de oro entraran en el Hades, y él había escogido esa entrada, la de Alemania. En la era mitológica, el legendario héroe Orfeo cantó al mundo para que el suelo se abriese de par en par, permitiéndole una oportunidad para reunirse con su amada Euridice, sin imaginar que en el futuro tal abismo sería usado como bastión para el ejército de Hades. Y que su alma, sin poder hallar el descanso, reencarnaría una y otra vez para vivir la misma tragedia, a veces como uno de los santos de Atenea.
«La voluntad de Atenea fue acabar con eso. Nosotros debemos completar su obra —se dijo Kanon, decidido—. Acabar con todas las Guerras Santas.»
Atrás, Marin, Zaon y Aqua se mantenían a la expectativa, mientras que Cristal y Pavlin se organizaban para desplegar a los caballeros negros y los guerreros azules a lo largo del abismo una vez más. No obstante, ninguno se interpuso entre el santo de Géminis y su presa, la Abominación que respondía al nombre de Ker.
—Aqueronte se alimenta de la vida y el cosmos —dijo aquel, flotando sobre el abismo—. Para Leteo, las memorias de los hombres, y a Cocito le son gozosas las almas de estos. ¿Qué hay para nosotros? Débil, débil, demasiado débil —repitió, colérico.
Una vez más, para hastío del santo de Perseo, la bestia de sombras y fuego resurgió, rugiendo y rasgando el aire con el hacha oscura. Las ondas resultantes cortaron la tierra con aplastante facilidad, pero nada pudieron hacer contra el manto zodiacal de Kanon, cuyo semblante no varió en lo más mínimo.
—Por cada monstruo que habéis matado, mayor es la fuerza de este ser. La venganza de los monstruos, ¿Némesis? No. Demasiado débil. Nombrarlo como a la hija de la Noche sería una blasfemia. ¡Sería humano! La Bestia, sí, ese es un nombre muy apropiado.
—Gracias por la información. Ha sido muy amable —dijo Aqua, para luego añadir a través de la telepatía—: Solo tenemos que evitar matarlos.
—Eso sería posible aquí —dijo Marin—. Donde la Guardia de Acero debe actuar, mantenerse a la defensiva podría ser perjudicial para nuestros aliados.
—Primero sellemos a todos los que nos manden, luego pensaremos en los demás —insistió Aqua—. ¡Nada de romper las estatuas, Zaon!
—Es un buen consejo, para todos —acotó el santo de Perseo, mirando muy serio a la santa de ataques colosales—. ¡Debemos inmovilizarlos de cualquier forma, pero no matarlos! Si los caballeros negros y los guerreros azules atacan desde la retaguardia…
—Estamos pensando en algo mucho mejor —dijo Pavlin, mirando a Cristal, oficial al mando de los Caballeros de Ganímedes.
—Puedo escucharos —dijo Ker, provocando que casi todos retrocedieran. Solo el estoico Kanon permaneció donde estaba, impertérrito—. Si matáis monstruos, fortaleceréis a la Bestia. Si los encerráis, engrandeceréis la cólera de los monstruos. ¡Y yo me alimentaré de ella! Hagáis lo que hagáis, fracasaréis.
El abismo bajo los pies de Ker ardió con especial furia, surgiendo una columna de fuego de la que sin parar venían centauros, ninfas de los fresnos, hidras, salamandras y otros seres monstruosos que los héroes mitológicos debieron enfrentar. La Bestia lideraba la horda, siendo la primera en arremeter contra el bando de los vivos.
Mientras los santos de plata se alistaban para responder, un nuevo grupo de guerreros azules apareció en escena, atravesando el espacio-tiempo desde el frente norte. Nadie quedó indiferente ante tamaños refuerzos: cien de los formidables mercenarios de Bluegrad con un miembro de la guardia real como capitán, Günther.
—Hemos decidido confiar la defensa de la Ciudad Azul a vuestros santos de oro —dijo el hombre de serio semblante, entendiendo con una sola mirada hacia los siberianos ya apostados por el abismo lo que se proponían—. Escuadrones 1 a 5, rodead el abismo. ¡El resto venid conmigo! ¡Que la vida prevalezca sobre la muerte!
La fuerza combinada de los guerreros azules tornó el calor infernal en una suave brisa, animando a todos. Al tiempo, Kanon esquivaba con holgura los hachazos de la Bestia.
—Jóvenes santos —dijo con una voz que llenó toda aquella tierra, como si no solo se dirigiera a los que portaban mantos de bronce y de plata, sino también a los llamados santos de hierro, a los guerreros azules y aun los caballeros negros—. ¡Por Atenea!
Con ese grito, el santo de Géminis saltó hacia Ker, golpeándole tan fuerte como le era posible para enviarlo directo a las profundidades del abismo.
El ente, tal y como Kanon esperaba, se le aferró con las afiladas garras que le otorgaba la armadura. Incluso trató de atravesarle la nuca con la afilada punta de la cola, pero ni lograba acertarle ni bastaba la fuerza que poseía para atravesar el manto de Géminis, así que juntos descendieron como una bola de fuego al mismo Hades, frente a las miradas conmocionadas de todos los hombres allí congregados.
—¡Ya lo habéis oído! —dijo Aqua al ver que ninguno de los monstruos traídos por Ker dudaba en avanzar—. ¡Por Atenea!
Así como Kanon había golpeado a la cabeza de la legión de Flegetonte, Aqua embistió a la Bestia en pleno estómago, evitando el filo del hacha por poco. En el momento en que la santa de Cefeo golpeó a la Abominación de una patada alta, mandándolo a más allá de las nubes, los ánimos de la Alianza del Oeste se encendieron. Decenas de centauros quedaron entonces congelados por las veloces acometidas de Günther y sus hombres, que combinaban el cuerpo a cuerpo con el arte de detener el movimiento de los átomos. A la vez, Zaon petrificaba a todos los monstruos que se le interponían, desde las ninfas del asesinato hasta hidras de venenosas fauces, apenas usando Harpe como defensa para las cimitarras también envenenadas de las lamias de encendidos caballos.
Entretanto, los cosmos de los caballeros negros y los guerreros azules se encendían al unísono, filtrados por la hábil Pavlin de Pavo Real de tal forma que ni una pizca de energía se desperdiciase. Un círculo de poder, de un azul gélido, iluminó todo el borde del abismo, las fuerzas de todos unidos era mucho mayor que la suma de las partes, como habían esperado. Unidos en espíritu y pensamiento, los Cien de Heinstein compartieron un millar de ideas para dar una forma al sello que pretendían crear; debía ser uno capaz de cerrar las puertas mismas del infierno, no podía ser cualquier cosa.
La idea de Cristal prevaleció sobre las demás. La santa de Pavo Real aprobó el parecer del líder de los caballeros negros, y los guerreros azules, acostumbrados a actuar como mercenarios, no replicaron. Del círculo de poder fueron emanando hilos de energía hasta un solo punto, en el centro del abismo. Allí empezó a formarse.
La Copa de Ganímedes.
Por supuesto, la legión del Flegetonte presentía que los actos de los Cien de Heinstein eran peligrosos. Por eso, algunas de las salamandras de fuego se desviaron del camino hacia Günther y sus hombres y corrían en cambio hacia el eslabón débil de la vanguardia en el frente. Pavlin de Pavo Real no podía atenderlos sin romper la concentración, y Marin de Águila, aunque de afamado poder, no podía destruir del todo a aquellas criaturas que renacían de la pura ira, su Puño Meteórico era inútil para apagar aquellas llamas. Necesitaban algo más, o más bien, a alguien más, alguien que no debía estar demasiado tiempo en la retaguardia, donde el hierro y el bronce enfrentaban con tesón a la infatigable e inmortal legión de Aqueronte.
—¡Fang de Cerbero! —exclamó la santa de Águila, destrozando las patas de una tropa de centauros con una lluvia de veloces puletazos—. ¡Te necesitamos!
El mensaje fue captado, como era de esperar, y el que fuera custodio de las tierras de Heinstein apareció frente a una salamandra en tan solo un segundo. Las cadenas, ambas terminadas en bolas picudas, vibraban con una emoción que no podría ni intuirse en el rostro del santo de cerbero, tan serio y cansado como siempre. El monstruo, hecho de fuego, reculó, como intuyendo el riesgo que representaba el recién llegado.
—Sabes que si yo muero la barrera caerá, ¿cierto? —dijo Fang, estático en un lugar en el que todos no cesaban de moverse de un lado a otro. Era un milagro que no sufriera ningún daño a pesar de todo. El tipo de milagros que irritaban a muchos.
—¡No importa! —exclamó Marin, desplegando el Puño Meteórico contra tres salamandras—. ¡En el peor de los casos, Aqua se encargará de protegerlos!
—¿Aqua? —repitió Fang, mirando arriba. La joven de pelo azul azotaba a un monstruo de unos diez metros con puños de agua que la quintuplicaban en altura, manteniéndolo siempre en el aire—. Si ella sigue aquí, ¿por qué tengo que trabajar yo?
—¡Actúa de una vez! —exigió la santa de Águila—. ¡Ahora!
—Sí, sí…
En ese momento, la salamandra estaba por cerrar las fauces de fuego en torno al santo de Cerbero, que reaccionaba a esa situación con la misma apatía de siempre, como si se hubiese olvidado de la herida recibida durante el encuentro con el rey Bolverk. Aun sabiendo bien la clase de hombre en el que estaba confiando, Marin estuvo a punto de intervenir para salvarlo, pero antes de que tomara la decisión, el monstruo desapareció.
—Mi Prisión Fantasma está hecha de fuego —le recordó Fang—. Me parece un poco ridículo usarla para encerrar a los monstruos de la legión de Flegetonte.
A pesar de las quejas, las cadenas de Cerbero ya volaban a velocidad hipersónica, y cuando las bolas de pinchos atravesaban los cuerpos de las salamandras, estas desaparecían de improviso, transportadas a un espacio al que solo Fang tenía acceso, lleno de fuego y piedra. La Prisión Fantasma. El infierno de plata. No había sabido qué nombre darlo hasta una charla que tuvo con un mercenario hacía un par de años, sobre reyes que pudieron ser y reinos fantasmales, sin riquezas, sin ciudades, sin súbditos.
—Ese Kiki. Cuando quiere trabajar, de verdad trabaja —dijo Fang con una sonrisa. Del poder de su reparado manto eran fiel reflejo la ausencia de salamandras en el lugar.
—Se parece a uno que yo me sé —dijo Pavlin, en una apurada forma de agradecimiento. La Copa de Ganímedes ya había adquirido solidez.
La llegada de tan eficaz aliado permitió a Marin estar a la expectativa de la siguiente horda, distinta al resto de monstruos que caminaban por la tierra. Treinta pitones de piedra volaban por el cielo con fauces llenas de colmillos diamantinos, acompañadas por un centenar de mujeres de armaduras carmesí. Eran las Keres, criaturas que como la Abominación de nombre Ker, volaban por sobre los campos de batalla en busca de heridos y cadáveres a los que sorber hasta la última gota de sangre y cosmos.
Marin no pudo alcanzar más que a tres de esas criaturas, y luchar con ellas fue duro, sobreviniéndole una sensación de debilidad cada vez que las garras de estas, filosas como cuchillas, le rasgaban la piel. El resto, junto a varios pitones pétreos que Zaon y Fang no pudieron detener, marcharon hacia el noreste, a Bluegrad.
Todavía quedaban algunos monstruos en tierra cuando un nuevo pilar de llamas surgió del abismo. En ese momento, aun si seguían luchando, todos sintieron que la batalla solo podría volverse eterna si el plan de los Cien de Heinstein no daba resultado.
Aun Aqua debió entenderlo, porque desde las alturas bajó a toda velocidad hacia la Copa de Ganímedes, construcción de apariencia cristalina en la que se reunía el cosmos de Cristal, Pavlin y un numeroso grupo de caballeros negros y guerreros azules. Arrastraba consigo a la Bestia, sosteniéndola con una mano mientras usaba la otra para dedicar un emocionado adiós a todos. Nadie tuvo oportunidad de decir nada antes de que el manto de Cefeo la abandonase y cayera como estelas de luz plateada al fondo del abismo. Atónitos, todos vieron cómo la nereida se convertía en un abrir y cerrar de ojos en agua suficiente para llenar la Copa de Ganímedes y ahogar a la Bestia desde los pies a la cabeza. Era líquido más claro y puro que habían visto jamás, y se complementaba a la perfección con la copa, de modo que los Cien de Heinstein no dudaron.
El resto de la Alianza del Oeste se unió en un solo grupo para aplastar a los nuevos monstruos que llenaban la tierra, dando tiempo para que la Copa de Ganímedes derramara el sagrado líquido junto a todo aquel cosmos sobre el abismo. En ese mismo instante, la temperatura descendió por todo el lugar, los alrededores se cristalizaron y un hielo irrompible fue formándose desde los bordes hasta el centro del abismo.
Una de las Keres con las que Marin luchaba estaba bajo la Copa de Ganímedes en ese momento. Murió al instante. Con la otra, la santa de Águila podía lidiar, mientras que la tercera fue más lista que el resto y voló a velocidad endiablada sobre Cristal, a quien no le dio tiempo de levantar su técnica, la Pared de Ébano, antes de recibir el golpe fatal. Sintió de hecho las garras abriendo la armadura negra de Copa y rozando la carne cuando, tan rápido como cabría esperarse de un guerrero azul veterano, Günther lo socorrió, incapacitando a la criatura de un puñetazo directo en la cabeza.
—Tengo una deuda de honor con los santos de Atenea. ¡Moriría mil veces antes de dejar que las huestes del Hades me robasen el deber de pagarla! —afirmó Günther, con tal seriedad que Cristal no se atrevió a replicarle que él no era uno.
—Gracias —dijo en cambio el caballero negro, transmitiendo el sentimiento de todos.
Pese a las circunstancias, nadie se confió. La Copa de Ganímedes era una técnica menos apresurada que el congelamiento de la Gran Inundación de Aqua de Cefeo, en especial porque la propia nereida se había unido por completo a aquel sello, pero ya las llamas del inframundo habían deshecho el hielo de Pavlin y los demás una vez. Muchos siguieron luchando, seguros de que después de acabar con lo que quedaba de la legión de Flegetonte, una nueva horda los asaltaría. La idea de que la ausencia de Abominaciones y Campeones del Hades en el campo de batalla mitigaría el poder de aquel río infernal era apenas un rumor para los combatientes.
Los Cien de Heinstein, en cambio, notaron una nueva voz en el círculo al que todos estaban enlazados. Una conocida, orgullosa, acaso arrogante.
Y, sobre todo, muy optimista.
xxx
La comunión entre el espíritu de Shaula de Escorpio y la Naturaleza se estremeció cuando Casandra movió la guadaña, causándole dolor suficiente como para que Deríades de Flegetonte pudiera alcanzarla.
El Portador de la Ira, puro fuego bajo un metal rojo, atrajo hacia así las dos mitades de su lanza rota y las unió, otorgándole un nuevo poder sin que el tiempo avanzara. Ya no era un hombre de carne y hueso, el Octavo Sentido era para él lo natural y no tuvo reparos en emplearlo para correr hacia aquel poderoso enemigo que nunca más vería como solo una ninfa más. El filo del arma, empero, no llegó hasta ella, sino que fue detenido por la Espada de Cristal del santo de Acuario.
Eso terminó con el elemento sorpresa, de modo que Casandra no tuvo más remedio que unirse a la refriega, guadaña en ristre. Quiso herir a Shaula, y lo logró a pesar de que Sneyder detuvo también ese ataque, pues la distancia no era problema, pero la santa de Escorpio se sobrepuso al dolor y la rodeó como un torbellino del mismo aire que la rodeaba, golpeándola con una fuerza imposible para la que su única defensa fue desaparecer del escenario e irse al otro extremo de la isla.
Sneyder de Acuario vio con el rabillo del ojo cómo Shaula seguía a la escurridiza Portadora del Olvido mientras él perdía la Espada de Cristal en un segundo choque con la nueva lanza de Deríades. Lo que quedaba de la técnica fue vaporizado por el puro calor que emanaba de cada palmo del Portador de la Ira.
—Armas de hielo contra el fuego del infierno —bufó Deríades, lanzando un tajo hacia el ya herido pecho del santo de Acuario. Que aquel lo esquivara fue toda la explicación que necesitaba de que aquel hombre también estaba recurriendo al Octavo Sentido—. Para mi legión sería suficiente con eso, el Cero Absoluto. Mas yo no soy un monstruo, ni una Abominación, ni siquiera un Campeón del Hades, ¡soy el Portador de la Ira y pronto me convertiré en el avatar de Flegetonte en este mundo!
—Todo fuego puede apagarse —afirmó Sneyder, separando las piernas y juntando las manos, que elevó a los cielos—. Las estrellas del universo, todas ellas, un día lo harán.
—¡Humano arrogante! —gritó Deríades antes de ejecutar un nuevo ataque—. ¡Muere!
xxx
Casandra apareció en el mismo instante en que Sneyder lanzaba la Ejecución de la Aurora sobre Deríades. Y sintió el frío, vaya que sí, incluso si las llamas del Flegetonte pronto salieron vencedoras de aquel choque, por un momento le dolió todo el cuerpo.
«Claro que en eso podría ayudar que me han dado una paliza —pensó la Portadora del Olvido, al serle imposible hablar después de que Shaula le dislocara la mandíbula.»
El Retroceso Biológico actuó de forma pasiva, como era de esperar; todos los huesos volvieron a su correcta posición al tiempo que las heridas desaparecían como por arte de magia. No conforme con ello, activó el Retroceso Mundial, reparando los daños de la ropa y hasta haciendo aparecer de nuevo el sombrero perdido sobre su cabeza.
—¡Como nueva! —exclamó con alegría la Portadora del Olvido.
—¿De qué hablas? —cuestionó Shaula, apareciendo a su espalda—. ¿No ves el futuro?
—¡Oh! —Casandra, dando una vuelta de lo más teatral, dedicó una sonrisa a aquella que hacía poco le había causado un gran dolor—. ¿Te refieres al veneno que introduces en mi cuerpo cada vez que respiro? Mi Retroceso Biológico es a prueba de enfermedades. No te preocupes, la contaminación no me matará como a tu Madre Tierra —aseguró, riendo y dando dos rápidos cortes con la guadaña.
Shaula se tambaleó, algo raro de ver ahora que flotaba en el aire, pero se compuso antes de ponerse de rodillas y lanzó una sola Aguja Escarlata.
Casandra no pudo esquivarla. La visión de aquel ataque le llegó demasiado tarde, y además, era demasiado rápido. Le atravesó el estómago, abriendo un gran boquete, pero los labios de la Portadora del Olvido apenas estaban moviéndose para soltar un grito de dolor cuando el tiempo de su cuerpo retrocedió. Ya no había herida, ni sufrimiento.
—Eres tan, tan, tan fuerte —admiró Casandra, sin molestarse en reparar una vez más el traje. Se veía el vientre impoluto con los ojos muy abiertos, como sorprendiéndole que no hubiera ahora allí un agujero—. ¿Por qué te molestas en jugar a la serpiente?
—Porque soy un escorpión —sentenció Shaula, disparando nuevas Agujas Escarlata. Las piernas de Casandra fueron partidas en dos y reconstruidas; de la cabeza solo quedó la sonrisa, parada en el tiempo, y de repente volvió haber encima una nariz y unos ojos entre esta y el largo cabello azul, bajo el sombrero de copa—. La Unidad de la Naturaleza me viene de nacimiento, no me conformaría con un poder regalado.
Dando un gran suspiro que debía aparentar ser de cansancio, Casandra se quitó un polvo imaginario del traje y esperó un nuevo ataque que, sabía, no iba a llegar.
—¿Ya has entendido que esta batalla es inútil, no? Yo puedo herirte, tú no.
—¿Piensas cortar el mundo entero para ganarme? Ni siquiera eres una guerrera.
—Me basta con segar el lazo que te une al mundo entero, como dices.
—Solo tengo que matarte antes de que puedas procesarlo.
—El Retroceso Biológico es automático. Déjalo, no puedes ganarme. Mejor ríndete.
—Ya veo. Es la guadaña.
La sonrisa de Casandra desapareció.
—Todavía no ibas a decir eso. Íbamos a tener una larga charla y luego descubrirías ese trozo del pastel, justo después de que tu amigo muriera.
—Mis amigos no están aquí.
Casandra soltó un bufido, exasperada.
—Tu compañero. El seco. Lo dejé a punto para que Deríades, mi amigo —dijo la Portadora del Olvido con especial énfasis—, pueda darle muerte. ¿Cuánto tiempo crees que aguantará? ¿Un minuto? ¿Dos?
Tras un encogimiento de hombros, Shaula se apareció ante su rival.
—Tú eres la pitonisa, dímelo tú.
—¡Le doy cinco minutos y me estoy arriesgando!
—Bien, entonces Sneyder solo necesita matarlo en cuatro.
—¡En cuatro minutos tu cuerpo ya habrá perdido demasiada sangre!
—Eso no te conviene —replicó Shaula, muy cerca de Casandra—. Si no puedes destruir mi alma, esperas que regrese a mi cuerpo y huya; a pesar de que temes lo que podría haberte hecho si luchábamos desde el principio, ese es tu objetivo.
—No, qué va —dijo Casandra, mirando a otro lado—. Puedo recuperarme de tus golpes y de tus venenos, de hecho puedo convertirte en un bebé, ¿quieres tener una infancia feliz, eh? ¡Yo te daré una! Sin padres violentos ni madres sacrificadas.
—En este estado, no puedes hacer que me enfade —aseguró Shaula, agarrándola empero del cabello y susurrándole luego al oído—: Te mataría. No hoy, ni mañana, ni pasado, porque ves el futuro y contra eso no tengo estrategia, pero soy perseverante y por mi sangre poco sé del cansancio y la falta de sueño. No querías pasarte la vida huyendo de mí, por eso hiciste que mostrara mi alma, para destruirla.
—¡Qué lista soy! —dijo Casandra, tratando de alejarse, sin éxito.
—Después de matarte, te recuperarías y te volvería a matar. Una y otra y otra vez. Por un año, por una década, te perseguiría hasta que fueras una anciana atormentada, rodeada de gatos. Te daría una paliza entonces y me quedaría con los gatos.
Los ojos de Casandra se abrieron tanto como era posible, porque todo cuanto Shaula decía era cierto. Sería muy, muy capaz de seguirla por tanto rato si se enfadaba de verdad. Y en esas circunstancias tendría a dos acompañantes que le darían no solo la misma habilidad de retroceder el tiempo que ella tenía, sino también una defensa infranqueable. ¡Su guadaña no podría herirla, ni de gravedad, ni de ninguna forma!
—Ahora te has negado incluso el recurso del Retroceso Biológico, así que hay dos futuros posibles —prosiguió Shaula—. Si rompo tu guadaña antes de que mi cuerpo se desangre, te mato y el juego habrá acabado. Si no es posible romperla, o bien mi cuerpo se destruye antes de que lo logre, solo me queda la opción de perseguirte.
—¿Perseguirme?
—De por vida. Hasta que mueras de vieja. Y en tu siguiente reencarnación. Y en la que sigue. Sin mi cuerpo, la Tierra sería el receptáculo de mi alma durante los próximos cinco mil millones de años, tendría todo eso para atormentarte, si es que no pudiera derrotarte. ¿La inmortalidad nunca pareció tan divertida, a que sí?
—Estás loca. ¡Loca! ¡Loca! ¡Loca!
Con cada grito, Casandra movía al azar la guadaña, causando cortes por todo el cuerpo de Shaula, el espiritual y el físico. Hizo todo posible para cambiar las visiones que le sobrevenían, de la santa de Escorpio arrastrando su cuerpo maltrecho hacia un hospital de mala muerte, donde moría de asfixia a los noventa años en una casa grande, con jardín, con esa misma mujer como una enfermera que trataba de salvarla para atormentarla más. Pero ningún ataque bastaba para desviar el futuro, este solo se volvía más y más oscuro. No podía ser de otra forma, porque así lo había planeado Shaula desde que percibió la marca del Lamento de Cocito en el rostro de su nueva rival.
Cada vez que la destrozaba, cada vez que la obligaba a retroceder el tiempo, a ver el futuro y atacarla, lo que pretendía era que usase más y más poder. De ese modo, la maldición que Sneyder le dejó se fortalecería hasta que el daño fuera irreparable.
Era una lucha de resistencia, aquella. Muy arriesgada, como bien comprendió Shaula, porque el arma portada por la Portadora del Olvido merecía en verdad ser llamada la Asesina de Espíritus. Jugaba a su favor, sin embargo, que Casandra no podía comprender que ya no estaba viendo visiones, sino que se le quedaron grabadas a fuego en la mente las historias de terror que Shaula le relató con la serenidad de una diosa.
Así que lloró, a lágrima viva, al dios del que provenía su poder. Rogó entre alaridos que todos la olvidasen, que el mundo olvidara que Casandra de Leteo estaba viva.
Su plegaria obtuvo una respuesta.
xxx
Al recibir la Ejecución de la Aurora, Deríades aprendió a temer a su oponente.
Sí, pudo pasar a través de ese frío glaciar, atravesar su costado y su pierna en un doble lanzazo y esquivar el contraataque del santo de Acuario, quien había formado una nueva Espada de Cristal en ese mísero instante, pero nada de eso evitó el dolor.
—Ya veo. Cocito y Flegetonte pueden dañarse entre sí, por eso no he podido movilizar al río de la cólera hacia la Torre de los Espectros hasta ahora —comentó para sí Deríades—. Duele, en verdad duele, pero para mí, el dolor es fuerza.
En un rápido movimiento, buscó la espalda del santo de Acuario y a punto estuvo de atravesarle las entrañas, pero este reaccionó a tiempo. Las armas chocaron con fuerza una y otra vez, mientras el uno se iba acostumbrando al otro. Cuando se alcanzaban, lo hacían buscando la muerte del adversario, sin ninguna piedad; la Espada de Cristal pasó a través del cuerpo llameante de Deríades y la renacida lanza de Crisaor atravesó el pecho y las piernas de Sneyder, pero así como el poder de Flegetonte podía mitigar el Lamento de Cocito, también ocurría al contrario y las heridas en el cuerpo de Sneyder no dejaban de ser las de esperar de una buena lanza en manos del más hábil lancero, así que nada era definitivo y el duelo proseguía sin que pudiera intuirse un final.
Tan concentrados estaban, que apenas notaron cómo sus pies pisaban el mar que había llenado la isla, tornándolo en un hielo indestructible y en fuego a un mismo tiempo.
—¿De dónde sale tu fuerza, santo de Atenea? —cuestionó Deríades a aquel hombre del que nada sabía, después de verlo dar rápidos tajos con el brazo en carne vida. Las piernas que creía haber inutilizado se movían sin descanso, siempre hacia él, como si no conocieran la palabra retirada—. ¿Del dolor?
—Para mí, el dolor no es nada —replicó Sneyder, prosiguiendo la acometida. Del mismo modo que no daba un paso atrás, tampoco se molestaba en defenderse. La ofensiva era todo en lo que parecía pensar ahora que estaba tan malherido—. No siento furia, ni lamentos, ni atesoro ningún recuerdo. Mi cuerpo es un arma, mi alma, su combustible. Solo así pude obtener este poder.
—Tienes más de Campeón del Hades que nosotros —confesó Deríades con admiración, antes de lograr su cometido de enterrar la lanza en el pecho de su adversario, a poca distancia del corazón—. Es una lástima que tengas que morir.
—No me es posible hacer eso —repuso Sneyder, dando un rápido corte hacia el rostro llameante del Portador de la Ira y aprovechando la distracción para dar un salto hacia atrás. En el proceso, sangre en abundancia manchó el hielo sobre el que estaban.
—Mírate —dijo Deríades—. ¿Cuánta sangre puede perder un cuerpo humano antes de morir? ¡Ya has rebasado ese límite! ¡Tu cuerpo no se sostiene más!
Para demostrarlo, cortó la Espada de Cristal, rajando a la vez la mano a la altura de la palma. El ataque prosiguió por encima del pecho hasta el hombro, y después, en un rápido giro, rasgó las rodillas del santo de oro.
Ni siquiera así logró hacerlo caer.
—Mi cuerpo no es humano —aseveró Sneyder, moviendo con lentitud la mano herida—. Es un arma, afilada en nombre de la justicia.
Por una última vez, la Espada de Cristal se formó, esta vez revestida de un color sanguinario que animó a Deríades a ponerlo todo en ese último ataque. No quiso bloquearla, sino partirla en dos junto al santo de Acuario. Pudo lograr ese objetivo a medias, y entonces, cuando era demasiado tarde como para crear distancia, su oponente lo sorprendió como no creía posible. ¡La mano libre, hasta ahora inútil en la batalla, se revistió de un aura congelante y una segunda Espada de Cristal se formó cuando estaba a tan solo diez centímetros de su pecho! El dolor del Portador de la Ira fue mayúsculo al sentir aquel hielo del infierno apagando las llamas de su corazón, pero siguió multiplicándose más cuando además, la primera Espada de Cristal se reconstruyó a tiempo de desviar el lanzazo y permitir al santo de Acuario ejecutar un doble ataque.
xxx
Zaon de Perseo cayó sobre el helado sello del abismo de Heinstein, todavía intacto a pesar de los mil intentos de las Keres por romperlo. La última batalla había sido la más dura de todas, porque informados de la situación en el frente sur, él mismo sugirió la idea de que tendrían que socorrer a los demás en Naraka. No podrían vencer a la legión de Cocito solos y si la Torre de los Espectros caía, poco importaba que ganaran la guerra, habría otra más después y estarían demasiado debilitados como para sobrevivir.
Así que se fueron todos. En realidad, los Heraclidas se habían marchado mucho antes, porque el Aqueronte retiró sus aguas de Alemania y ya no eran necesarios. Los santos de bronce y Fang de Cerbero les siguieron, no sin que antes aquel perezoso custodio se quejara de que estaban ofendiendo a una diosa al rechazar el descanso que esta había ganado para ellos; Pavlin tuvo que seguirlo, acaso para asegurarse de que aquel hombre no acababa durmiendo en cualquier rincón del ancho mundo.
Marin fue la última en marcharse, y Zaon se lo agradecía mucho todavía, porque solo gracias a ella y al apoyo de Günther pudieron sobrevivir al ataque de las Keres que venían de una derrota sufrida en Bluegrad.
—¿Cómo sabes que han sido derrotadas en Bluegrad? —cuestionó Zaon.
—Su Majestad es el único con el poder para aplastar a tantas criaturas y aun así tener que dejar a algunas marchar —replicó Günther, entonces en buen estado—. Él protege la Ciudad Azul, puedo imaginarlo reduciendo a cien de esos demonios a esto.
Solo quedaban ocho, pero derrotarlas costó lo suyo. Muchos guerreros azules cayeron y aun Günther tuvo que conformarse con sustituir a Pavlin en el círculo que llamaban con orgullo los Cien de Heinstein, sostén del sello. En cuanto a Zaon, fue derribado por la séptima en plena petrificación, y la octava, antes de ser despedazada por Marin, le rasgó el rostro mientras se levantaba, la ira las fortalecía, en verdad. Desde entonces todo lo que sus ojos podían ver era una gran oscuridad. Igual de oscuro fue el miedo que lo llenaba, pero fue tajante al decirle a su compañera que ella también debía marchar a Naraka, por el bien de la guerra. Ella se vio obligada a aceptar.
—Qué perra —dijo una vocecita muy conocida para el agotado santo de Perseo.
—Esa lengua —se quejó Zaon, sonriendo a su pesar.
—Bien, qué mala persona —dijo Aqua, pues no era otra más que ella—. Y qué perra.
Solo habían empezado a hablar después de que todos los santos se marcharan. Todo había empezado cuando todavía Zaon se negaba a descansar por si alguien venía. Ni siquiera había dejado de pisar aquel hielo sobre el que junto a Marin, Günther y otros guerreros azules lucharon contra las Keres. Y entonces Aqua se comunicó con él, revelándole lo que ya había sospechado: ella era el sello en sí mismo.
—Me sacrifiqué y nadie me lloró —se quejaba Aqua entonces.
—No pensamos que moriste —repuso Zaon—. Ni un poco.
—¿De verdad?
—No es propio de alguien como tú tener una muerte heroica.
—Ah, no, ¿por qué?
—Eres una diosa, no una heroína.
Zaon sospechaba que esas palabras dieron tanto aliento a la santa de Cefeo como el cosmos que recibía de los Cien de Heinstein de forma constante. Siguieron hablando un buen rato, él le explicaba los últimos acontecimientos y ella gritaba sin descanso las técnicas que ejecutaba en rápida sucesión. ¡Sello del Rey! ¡Gran Inundación! ¡Perdición de Tormentas! ¡Pulsión Hídrica! ¡Daga Real! Zaon podía imaginarse las cadenas atravesando mil monstruos, tornándose en un mar cayendo al infierno como un yunque y acabando tal masa como prisiones y dagas acuosas entre diversos disparos de agua a presión. Solo entonces, cuando supo que estaba todo bien, se dejó caer al suelo.
Con el tiempo, empero, vio la otra cara de la moneda. Entre la charla ociosa, Aqua gemía de dolor. Por muy fuerte que fuera, seguía siendo solo una santa de plata luchando contra toda una legión. Con mucho esfuerzo podía incluso imaginarse a esa compañera tan fuerte y odiosa con moratones, cortes… ¿De qué color sería su sangre?
Por esas dudas, siguió hablando con ella, sin moverse. A decir verdad, estaba más cansado porque entregaba incluso su cosmos al sello, de modo que Aqua de Cefeo estaba respaldada por el poder de cien guerreros y uno más; luchaba sola, pero no estaba sola, en absoluto. Le pareció que era lo correcto.
—¿No te necesitan en otro lugar?
—Me necesitan aquí.
—¿Quién? ¡Ouch! Yo lo llevo muy bien. ¡Ay! ¿Tú otra vez? ¡Ay, duele! Si no aparece ningún dragón, todo irá bien. Vete si quieres.
—Alguien tiene que esperarte.
—¿Por qué?
—Porque eres nuestra compañera. Es gracias a lo que estás haciendo que podemos ayudar a los nuestros en Naraka, alguien tiene que compensarte por eso.
—¿Y tienes que ser tú?
—Soy Zaon de Perseo, subcomandante de la división Dragón. Este lugar es mi responsabilidad. Todo lo relativo al Hades es asunto mío y de mi general.
Se hizo el silencio. Sonidos de golpes, técnicas recitadas, chillidos mal camuflados. Y tal vez una sonrisa de agradecimiento.
—Debí escoger tu división —dijo Aqua.
—Ya no importa —susurró Zaon—. Solo hazme un favor.
—¿Cuál?
—Muéstrales al Hades nuestro brillo, el brillo de la plata y de la luna.
Después de decir esas palabras, perdió la consciencia.
xxx
Deríades de Flegetonte creó sobre su mano una gran esfera y la arrojó a los cielos, hacia la tierra muerta de Naraka. Allí había demasiados santos de Atenea, les vendría bien una buena camada de monstruos, ahora que la entrada a Heinstein estaba sellada.
De algún modo, Sneyder caminó hacia él. Dos Espadas de Cristal rotas pendían de sus brazos, tan gélidas que no parecían haber tocado el fuego del infierno.
—Descansa, guerrero —dijo Deríades. No quedaba rastro alguno de su armadura, despedazada en un combate propio de demonios. El brillo de sus llamas se apagaba poco a poco, revelando una última imagen de su verdadero ser—. Has ganado.
Sneyder dio un paso hacia él, quizá viéndolo todavía como un peligro.
—Mi furia ahora es para la legión de Flegetonte, os espera una dura guerra —afirmó, riendo—. Pero no para mí, yo ya he tenido suficiente. Enváinate, Espada del Invierno.
En el momento en que el Portador de la Ira desapareció, también lo hizo Casandra. Solo entonces Sneyder hizo desaparecer las Espadas de Cristal y buscó a su compañera
La encontró en el mismo lugar en el que quedó su cuerpo, solo que ahora estaba sentada, doliéndose de los numerosos cortes que le había hecho su adversaria. Ambos habían recibido heridas que exigían una curación concienzuda.
—¿Qué haces? —exclamó Shaula cuando Sneyder extendió hacia ella la mano que Deríades le había rajado—. ¿Vas a ayudarme tú? ¿En serio? ¿¡Tú!?
Se quiso poner de pie, pero al hacerlo trastabilló, debiendo apoyarse en Sneyder para no caer. Este, en realidad, también se apoyaba en ella, porque solo en espíritu era un arma.
Lo cierto es que era un hombre, capaz de sangrar, morir y tomar una decisión.
—Yo no haría lo mismo por ti —dijo Shaula, apartando el rostro hacia otra dirección.
Cualquier otro le diría que mentía, que una santa de Atenea como ella no dejaría a un compañero morir en una isla abandonada, empezando así una estéril discusión.
Sneyder no dijo ni una palabra.
Juntos, aquellos santos de oro empezaron su marcha a la Fuente de Atenea, después de cumplir su misión. Para cuando abandonaron la isla, ninguno recordaba ya a Casandra de Leteo. Ni ellos, ni sus compañeros, ni el mundo mismo, recordaba que sobrevivió.
Y la Portadora del Olvido no volvió jamás a tener contacto con ellos.
Notas del autor:
Shadir. ¡Gracias! Es complicado hacer batallas distintas en una historia tan larga. No me extraña que Kurumada tuviera que recurrir al final a tantos «La misma técnica no funciona dos veces contra un santo de Atenea.»
Como buena maga de apoyo, tenía que ponerlo todo patas arriba.
Ulti_SG. ¿Dónde están los personajes parlanchines cuando hacen falta? A saber la cantidad de spoilers que nos hemos perdido por esta saiyajin, como dices.
A Deríades le sentó como si a un republicano le dicen que Donald Trump se presenta en 2024 como el candidato de los demócratas. Por suerte para él quedaba la segunda venida de Ronald Reagan, el rey Bolverk, para devolver las cosas a su sitio.
Esta guerra es dura para todos. ¡Y está llena de referencias!
Me inspiré en la técnica de Alberich, que como tantas otras cosas Lost Canvas llevó a otro nivel con Ilias y Regulus. ¡No hay que meterse con las ninfas!
Era inevitable que esas peleas se dieran, al parecer.
