Capítulo 87. Ruina en el lejano norte

Derrotar a cinco Abominaciones costó las vidas de cuatro de los cíclopes que acompañaban a los santos y el sobrevenido agotamiento de estos últimos. Lesath y Mera, de la plata, y Mil Manos Shiva, del hierro, debieron buscar refugio en un lugar alejado de Bluegrad y de los alrededores, donde el Aqueronte era fuerte, sin saber si la retirada del grueso de las tropas había sido un éxito o un rotundo fracaso.

Luego de un tiempo indeterminado, poco después de que se recuperaran y el cíclope que había estado cuidando del refugio se marchara sin decir palabra, los tres encontraron en las estepas a Aerys de Erídano, con un gran saco de panes a la espalda.

—He ido y venido de la Ciudad Azul como tres veces sin veros, ¿dónde estabais? —cuestionó con tono acusador mientras sus manos, en contraste, tomaban uno de los panes y lo partían en tres pedazos. Lesath y Shiva recibieron gustosos la comida tal que fuera un auténtico manjar; Mera, con un gesto de asentimiento, se retiró para tomar el suyo y asegurarse de que no había enemigos cerca—. De nada.

—Estás más generoso que de costumbre —advirtió Lesath con la boca llena.

—Un regalo de la Ciudad Azul —repuso Aerys—. El resto es mío.

Lesath rio, eso era más propio de aquel santo de bronce. Después de terminar el aperitivo, se apresuró a señalar lo que consideraba una retirada estratégica.

—Huisteis con la cola entre las patas, ¿eh? —dijo Aerys sin un ápice de piedad—. Bueno, es tener cabeza, cosa que tus perros no tienen. Me acompañaron las dos primeras veces en mi regreso a la Ciudad Azul, pero ahora hace tiempo que…

No tuvo que terminar la frase, porque enseguida dos meteoros cayeron desde el cielo, a un par de metros de donde estaban. Se trataba de Bianca y Nico.

—Ah, rayos —gritó Lesath, apartando la nieve que le cayó encima. Shiva y Aerys hicieron otro tanto mientras él decía—: ¿Siempre tenéis que ser tan salvajes?

—Señor Lesath, ¡está vivo! —dijo Nico—. No parece muy contento de vernos.

—Esperaba que se me hubiese caído la máscara en el aterrizaje, hermano.

Como desconociendo las implicaciones de lo que decía, Bianca se alisó el negro cabello. Lesath, acostumbrado a ataques más hirientes desde hacía años, solo rio.

—Eso sería divertido, dadas las circunstancias —comentó el santo de Orión—. Reportad, par de perros traviesos. ¿Cómo va la caza?

—La retirada fue un éxito, el ejército de la Alianza del Norte se ha recuperado en las montañas y la batalla va ahora la mar de bien —aseguró Bianca, todavía poniendo más atención en el estado de su manto sagrado que en los oyentes—. Siendo francos, la fuerza combinada de la Guardia de Acero, la armada atlante y los guerreros azules hace nuestra presencia inútil en este frente. No tendríamos que haber sido enviados aquí ni al Pacífico, donde también abundan marinos junto al grueso del ejército de Hybris, tendríamos que habernos concentrado en el frente de China y el de Alemania. A Marin y a Willy les vendría bien nuestra ayuda.

—Señorita Bianca, le ruego que no se refiera al subcomandante Ishmael con ese mote, afecta a la cadena de mando más de lo que cree —aseguró Shiva.

—Sí, hay que llamar a las personas por su nombre —convino Lesath—, por eso tú, mandamás de la Guardia de Acero en este frente, deberías dejar de llamar a Bianca, señorita, das una imagen equivocada de lo que es.

Shiva asintió, aceptando la crítica. Bianca, en cambio, soltó una risita.

—¿Y qué se supone que soy yo?

—Una holgazana que no quiere luchar donde no puede lucirse.

—Sé que te gustaría hacer otras cosas —susurró Bianca mientras daba lentos y calculados pasos hacia quien la entrenó—. Pero sí, luchar es lo que nos toca hoy.

—Sabes que esos juegos no funcionan conmigo, ¿verdad? —dijo Lesath, mirando de reojo la cara avergonzada del santo de Can Menor.

—Somos perros de presa —le recordó Bianca, encogiéndose de hombros—. Está en nuestra naturaleza cazar, en todos los sentidos imaginables.

—¡Yo no hago esas cosas! —replicó Nico, molesto.

—Porque aún eres muy pequeño —dijo Bianca—. Ya lo hago yo por los dos.

—Si ya hemos terminado de divagar —terció Aerys, llamando la atención de todos—, os informaré de la situación actual en el norte.

Mera regresaba en ese momento, uniéndose a Lesath y Aerys como simple oyente de los recientes acontecimientos en el frente norteño.

Aunque la retirada fue un éxito, hubo en verdad un momento en el que los encargados de la defensa de la ciudad temieron lo peor. En lugar de atacar por la entrada principal, cuya defensa estaba a cargo de Günther y quinientos guerreros azules, el Aqueronte decidió mandar tropas a la que estaba en desuso desde los tiempos de la URSS, donde Triela de Sagitario se había apostado junto a sus Arqueros Ciegos. Un santo de oro estuvo a punto de hacer contacto con el río Aqueronte, justo lo que no debía acontecer bajo ningún concepto, por lo que los dos guerreros azules enviados allí por Günther para vigilar a Triela tomaron la decisión de combatir contra el batallón de muertos.

No fue necesario. La Silente, de cosmos tan notable como era de esperar en quien portaba un manto zodiacal, compartió tales fuerzas con los sesentaiséis Arqueros Ciegos que lideraba. Según lo relatado con admiración por Néstor y Vladimir a Günther, capitán en funciones de los guerreros azules, en las cuencas vacías que aquellos hombres tenían por ojos brillaron luces de solar resplandor antes de que una salva de sesentaiséis certeras flechas cayera sobre la primera línea del ejército invasor.

Debido a que las puntas de los proyectiles eran de gammanium, todos se enterraron con facilidad en los cuerpos sin importar si caían sobre una zona protegida. Además, al parecer, también habían sido bañados en una suerte de veneno: una sustancia carmesí que el primer miembro de los Arqueros Ciegos cargaba en un cuenco. Incluso un roce bastaba para que al instante el afectado cayera al suelo convulsionándose.

—Pienso que Triela comparte el sentido de la vista con los Arqueros Ciegos. Podría ser algo parecido a un enlace psíquico —teorizó Lesath—. Sigue siendo algo extremo arrancar los ojos de un compañero, claro.

Conforme las filas caían, el río pestilente empezó a desplazarse en sentido contrario. Los cadáveres se deshacían y los Arqueros Ciegos recogieron las saetas que aún servían. Actuaban como un solo cuerpo, de forma mecánica, sin dar al enemigo ni un solo segundo de respiro. Gracias a ello pudieron atraerlo a la emboscada.

Entre las montañas que rodeaban Blue Graad esperaban las sirenas, más veloces que el dulce canto con el que sin cesar embriagaban a la horda inmortal. Ese momento de distracción fue bien aprovechado por los soldados del Santuario. La Guardia de Acero, con Faetón a la cabeza, cayó sobre el batallón como una marea destazando la carne sin piedad, liberando así más y más almas y ganándose vítores de los aliados marinos. Muy pocos soldados, aletargados por el cantar de las sirenas y el veneno del que eran incapaces de desligarse, reaccionaron a tiempo, pero estos se vieron congelados de cintura para abajo antes de poder hacer nada; los tritones se habían unido a la refriega. Así, en cuestión de minutos, terminó la batalla con una aplastante victoria.

Todos recordaban cómo empeoraron las cosas en los pasados enfrentamientos, así que nadie se confió y no hubo sorpresas al ver que el Aqueronte seguía manando sobre la tierra y la nieve por muchas almas que fueran liberadas, lamiendo las botas de aquellos soldados de armas bendecidas con el fin de sorber su fuerza vital y acaso también el nuevo poder del que hacían gala. Frente a esa posibilidad, Faetón tuvo lo que creyó una estupenda idea, la de que las sirenas hicieran retroceder al río Aqueronte, pero fue del todo inútil: uno de los más poderosos hijos de los titanes Océano y Tetis jamás podría ser doblegado por el canto de aquellas criaturas, mortales pese a todo.

Las siguientes oleadas aumentaron en intensidad, número y fuerza. Sin embargo, la estrategia seguía siendo la misma, centrándose en hacer retroceder al enemigo lo más posible de la Ciudad Azul. Así, los tritones y sirenas se ocupaban de los más peligrosos, los Arqueros Ciegos disparaban el veneno mortal desde la lejanía y la Guardia de Acero cargaba de frente, semejante a un escuadrón suicida. Blandían los soldados armas bien llamadas heréticas, pues eran la mezcla de la ciencia humana, la alquimia de los Mu y un poder nuevo para el que no tenían demasiadas explicaciones, ni las necesitaban. Las almas de hombres comunes como ellos eran liberadas por tras la ejecución de cada soldado del Aqueronte, ellos se fortalecían después de tal prodigio y por tales fuerzas adquiridas podían liberar todavía más almas, saber eso les bastaba.

Era la cuarta horda que el Aqueronte enviaba cuando la batalla ya se había desplazado más allá de las montañas. Allí, los soldados de piel pálida y armas oscuras toparon con una muralla de cíclopes, encarnaciones vivientes de catástrofes naturales. Una vez más, el ejército aliado logró una victoria sin bajas, aunque en esta ocasión la Guardia de Acero tardó más en poder asestar los golpes determinantes; era difícil controlar la sed de sangre de los cíclopes, quienes con cada ataque pulverizaban a cien soldados.

Para ese punto, la Guardia de Acero ya se había diseminado a lo largo de la estepa. Triela, los Arqueros Ciegos y una unidad de los mejores guardias regresaron a la posición original en defensa de la Ciudad Azul, bajo el monte Sachenka. La quinta oleada no fue un ataque en conjunto, sino grupos de revividos aspirantes a santo luchando en toda suerte de escaramuzas. No obstante, ninguna de estas les permitió acercarse de nuevo a Bluegrad, ni siquiera un poco.

—Me pregunto —empezó a decir Lesath, rascándose el mentón—, ¿por qué no aparecen sin más en la ciudad? ¿No es el Trono de Hielo lo que buscan?

—Necesitaban cosmos —dijo Bianca—. Rico y suculento cosmos.

—¡Hermana, basta! —dijo Nico—. No hagas comentarios de mal agüero.

—En Bluegrad están el Trono de Hielo, Piotr y Alexer, ¿qué mejor fuente de cosmos que ellos? —insistió Lesath—. Además, si llegó hasta donde está la Silente, solo necesitaba seguir avanzando, no es como si tuviéramos medios para destruir el río del dolor desde que perdimos los tesoros de Atenea, ¿verdad?

—Si me dejarais terminar —Aerys dio un gran suspiro—. La nereida Tetis obliga al Aqueronte a mantenerse en una parte concreta del territorio. Ha estado haciéndolo desde que terminó su combate contra el Portador del Dolor y su Abominación. Por lo que sé, Nimrod de Cáncer la ayuda en esa tarea y gracias a ambos la Alianza del Norte ha podido hacer retroceder a la legión de Aqueronte a un punto en el que se puede luchar sin causar daño a nadie. Son muy eficientes.

—Entiendo por qué los encantos de Tetis podrían mantener quieto a ese río infernal… —dijo Lesath sin el menor asomo de vergüenza—. Sí cierro los ojos, puedo sentirlo, un aura diferente protege la ciudad. Imagino que los marinos tienen algo parecido en el continente Mu y Aqua de Cefeo podría estar jugando un rol similar en Alemania. Pero Nimrod es otra historia. Primero sus armas especiales y ahora esto, ¿qué tiene ese viejo?

—Come bien.

—¡Si vuelves a mencionar tu pan, te enterraré en lo más profundo del mar ártico!

—Los caminos de los dioses son misteriosos —afirmó Shiva, hasta ahora mudo—. Lo importante es que la legión de Aqueronte lucha en un lugar controlado y que hay dos santos de oro listos para el momento en el que el dios del sufrimiento aparezca.

—En un lugar controlado —dijo Lesath, de nuevo en aire pensativo—. ¿Qué ha pasado con el Portador del Dolor?

—La dama Tetis lo derrotó —contestó Aerys—. Los marinos creen que le dio muerte, yo no sería tan optimista. El que regresa una vez del infierno, regresa dos veces.

—Asumamos que el Portador del Dolor está escondido, lamiéndose las heridas… —Lesath, con el mentón apoyado sobre los dedos, dedicó a Nico una mirada llena de intención, a lo que el joven no pudo menos que ponerse erguido, temiendo alguna reprimenda—. ¿Qué hay de Günther y sus guerreros azules?

—La legión de Aqueronte no ha atacado esa zona —contestó Nico.

—Bien, tenemos que ir allí a toda prisa. Tengo una idea —dijo Lesath—. ¿Me acompañáis? Prometo que valdrá la pena.

—Señor Lesath, yo debería ir con mis hombres, Faetón debe tener demasiada carga ahora mismo —pidió Shiva, a lo que el santo de Orión accedió de inmediato.

Mientras el comandante de la Guardia de Acero en el frente norte corría por la estepa hasta perderse en el horizonte, Mera y Aerys realizaban un gesto de asentimiento. Nico tardó un poco más, el suficiente para que Lesath pudiera oler miedo en el santo de Can Menor, sentimiento que compartía con su hermana. Por supuesto, si se habían encontrado con Aerys en las veces que lo fueron a buscar, debían saber lo que aconteció a la Alianza del Norte después de algunas victorias consecutivas: el Aqueronte creó Abominaciones con la energía reunida en las batallas que habían perdido sus soldados, obligando a los vencedores a una huida a la desesperada.

¿Qué pasaría si se veían en una situación igual en la que no podrían huir?

—Iremos —dijo Bianca, palmeando la espalda de su hermano—, ¿verdad?

—Soy un santo de Atenea —respondió Nico—, ¡por supuesto que lucharé!

—En ese caso, no hay nada más que hablar, ¡vayamos a ver a Nadia! —exclamó Lesath, girando sobre sus talones y marchando por el mismo camino que había tomado Shiva.

Mera siguió sus pasos, mientras que Aerys aprovechó ese momento para partir entre los canes otro pan que llevaba en el saco, inmunes al parecer al duro clima siberiano.

—También tengo para vosotros —dijo entre susurros, poniendo los alimentos sobre las manos de los hermanos—. El que no come antes de la batalla, empieza perdiendo.

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—Repítemelo como si fuera la mujer más estúpida de toda Rusia —pidió Nadia, balanceando su hacha mágica, Cortaúñas, como si estuviera a punto de decapitar a Lesath frente a sus compañeros.

—Quiero que conviertas esa carretera que nadie usa y ese páramo sin vida en un bonito valle —dijo Lesath—. Esa arma no emite cosmos, así que el Aqueronte no se aprovechará de la energía gastada. Es perfecto.

—¿La idea? Genial —admitió Nadia—. El problema es que Bluegrad es una ciudad moderna, parte de un país moderno. La gente sabe que existe la Ciudad Azul, no somos un mito como el Santuario y los santos de Atenea, ¿sabes? ¿Cómo quieres que expliquemos que donde hubo una carretera ahora hay un agujero de cien kilómetros?

Lesath rio. El resto de santos se puso tenso, sopesando la posibilidad de estar siguiendo a un loco. Un loco con autoridad, eso sí; el Santuario lo puso a él al mando

—Cien metros de profundidad bastarán, deja los kilómetros para el largo del agujero. Quiero que toda la zona infectada por el Aqueronte sea destrozada.

—¿Por qué?

—Porque es un río. No lo pensamos a menudo, pero aunque pueda quitarnos nuestro cosmos y nuestra vida para crear soldados inmortales, se sigue comportando como un montón de agua pestilente fluyendo por la tierra. Si a su paso hay un agujero, cae, así pasó en la Noche de la Podredumbre, así pasará ahora. Si conseguimos que todo el río Aqueronte esté a cien metros de la superficie, reduciremos las posibilidades de que llegue a tu ciudad. Todos ganamos.

—¿Y quién cerrará el agujero después?

—No hace falta que lo cierres. Le decís a la comunidad internacional que fue un accidente nuclear y listo. ¡No, mejor! ¡Un meteorito!

Nadia lo miraba con los ojos entrecerrados, quizá creyendo que estaba bromeando. No lo hacía. En realidad, Lesath prefería guardar para sí el secreto temor de que la presencia de Nimrod y Triela en el frente norte acabara por volvérseles en su contra.

Como leyéndole el pensamiento, Günther apareció en ese mismo momento para darle un informe desalentador:

—Nimrod de Cáncer tiene que retirarse del frente norte —informó con sequedad el capitán en funciones—. Según me ha dicho, tiene que ver con vuestros compañeros desaparecidos. Los santos de Centauro, Lagarto y Auriga. Están vivos.

—¡Rayos, no mezcles las buenas noticias con las malas! —exigió Lesath—. ¿Desde cuándo hablas con el Pequeño Abuelo? ¿Dónde estaba, para empezar?

—Apartado del frente, según sé —contestó Günther, manteniendo la calma—. Ayudaba a la nereida que habéis traído a mantener al Aqueronte lejos de la ciudad, pero lo hacía desde donde no pudiera haber contacto entre él y el río del dolor. Hemos estado en contacto desde que tu subordinado —explicaba, mirando a un de pronto molesto Aerys—, me informó de la desaparición de algunos de vuestros hombres.

—Si Joseph, Margaret y Yu están bien —dijo Mera—, ¿qué hay de los soldados? ¿Y Tiresias? El capitán de la guardia estaba con ellos. ¿Qué ha sido de él?

—No tengo noticias de ellos —respondió Günther, cabeceando.

«¿Qué está pasando? —pensaba Lesath, sumergiéndose en la tensa atmósfera que se había formado en torno a él. Ni siquiera Bianca se atrevía a hacer algún comentario jocoso, tal vez porque comprendía lo mismo que él ahora empezaba a entender—. ¿Qué clase de amenaza puede obligar a Nimrod de Cáncer a dejar de ayudarnos, si para hacerlo no necesita ni siquiera estar en el frente norte? ¡Con un demonio!»

Solo tenían un enemigo tan terrible.

—Además —dijo Gúnther—, la dama Tetis ha desaparecido.

—Genial —exclamó Lesath, irritado—. Será mejor que nos movamos. A menos que te siga importando tanto lo que la ONU piense de nuestro meteorito, Nadia.

Por un momento, la guerrera azul y su capitán se miraron. Günther mantuvo la ceja alzada en todo el tiempo que Nadia tardó en explicarle el plan de Lesath para proteger la Ciudad Azul destruyendo su propia tierra.

—Meteorito Lestat. Estoy seguro de que el Señor del Invierno y Moscú trabajando juntos pueden justificar los daños, si es que alguien se molesta en investigar esa parte de nuestras tierras. Tienes mi consentimiento, Nadia.

Y sin decir nada más, Günther se marchó con sus hombres, dejando a Nadia boquiabierta. Lesath tuvo que chocar las palmas para devolverla a la realidad.

—Parece que tu jefe es más listo de lo que esperabas.

—Ah, no me sorprendió que a Günther le parezca bien tu idea. Lo que me extrañó fue no verte molesto porque alguien más confundió tu nombre. Otra vez.

Con esa descarada declaración, Nadia se preparó para marcharse.

También Lesath lo hizo, obligándose a ser optimista sobre el destino de Tiresias y los demás hasta que tuvieran noticias. El resto de santos se dejaron llevar por su entusiasmo y accedieron a acompañarlo en su loco plan. También decidieron dejar allí a Fantasma de Lira, no podían ser tan ingenuos como para descartar un ataque en esa zona.

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Debido a que la situación estaba a favor del bando de los vivos, no fue difícil organizarlo todo para que la Alianza del Norte se apartara del territorio marcado por el Aqueronte, fingiendo una retirada que no era tal.

De una parte, Lesath y Aerys se ponían de acuerdo con los marinos, tritones y sirenas, confiando en que ellos sabrían hacer entrar en razón a los cíclopes, de otra, Bianca y Nico hacían lo mismo con Faetón y Shiva para que estos repartieran la misma instrucción a la Guardia de Acero, todo mientras Nadia abría hondas grietas en la tierra desde donde Triela y sus hombres estaban apostados hasta el punto más alejado de Bluegrad donde podía notarse el Aqueronte. El resultado fue el previsto por Lesath: el río del sufrimiento cayó por las grietas en forma de amarillentas cascadas.

Mera, habiendo seguido a Nadia en todo momento, marchó a avisar de los resultados a Lesath. Este asintió sin sonreír, esa era solo la primera fase.

—La fase 1 de la operación Meteorito Lestat —dijo Nadia en una ocasión.

—No te pases —dijo Lesath, concentrando empero todos sus sentidos más allá de la guerrera azul y los santos de Atenea en el frente. Estudió las posiciones tomadas por los marinos y la Guardia de Acero durante un rato, hasta que decidió que era el momento de comenzar la segunda fase—. Procede.

La fase 2 de aquella operación era la parte más descabellada de la estrategia. Al fin y al cabo, la legión de Aqueronte estaba persiguiendo a los marinos como una jauría de perros hambrientos, era imposible que Nadia creara el valle sin destrozarlos. Lesath dejó de oír los latidos de su corazón durante el rato que la guerrera azul empezó a dar hachazos a diestra y siniestra, desatando con cada movimiento cuchillas de energía mágica muy capaces de partir montañas. La carretera que antaño unió la mítica Ciudad Azul con la Rusia soviética desapareció en cuestión de minutos junto a gran parte de la estepa. El cielo mismo cambió, desgarrándose todas las nubes que hubiera en el firmamento debido al poder desplegado. Eso era intencional, por supuesto.

En el lado defendido por Günther captaron aquel caos desde el principio, pero no fue hasta que las primeras nubes desaparecieron que el capitán mandó a la décima parte de sus fuerzas a apoyar a los santos. Empezaba la tercera fase de la operación, en la que los mejores en el arte de crear hielo en ese lado del mundo se encargaban de asegurar una ruta para que los marinos y la Guardia de Acero pudieran bajar a las profundidades del nuevo valle y luchar contra la legión de Aqueronte desde una posición ventajosa.

Solo cuando la cuarta fase de la operación dio comienzo, Lesath volvió a respirar tranquilo. Aun así, no dio órdenes a los santos de Atenea, ni siquiera a Nadia, que venía con ganas de que le dieran permiso para seguir cortando. Se limitó a observar.

Todo ocurrió mucho mejor de lo esperado. La mayor parte del valle eran en realidad paredes demasiado finas como para escalar sin clavar los dedos en la roca misma, la cual por descontado no tardaba en recubrirse del hielo conjurado por los guerreros azules. Había solo dos formas sencillas de regresar a la superficie, en ambos extremos del valle: uno lo protegía Mil Manos Shiva, al mando de los guardias de la Fundación, el otro Faetón, en quien los antiguos guardias del Santuario ponían su confianza. Atrás de ellos estaban las sirenas, recitando un canto constante que fortalecía los corazones de aquellos hombres comunes. Los tritones, marinos, cíclopes y guerreros azules permanecían en la retaguardia, en una muy gruesa rampa de hielo, esperando la aparición de Abominaciones y tentando, mientras, al río para que mandara más y más de la legión de Aqueronte contra los únicos que podían llevarla a mil derrotas.

Así pasaron un largo, largo rato de lucha constante. Atrás de Faetón, los tiradores y domesticadores de Musca no daban un respiro, mientras que el lado de Shiva era defendido por portadores de lanzas y escudos Draco, y cadenas Andromeda. Era tal la fuerza que los guardias habían reunido, que combinándola con los números que poseían lograban someter por igual a soldados y antiguos aspirantes, si bien no sin dolorosas pérdidas. Pudieron resistir todo el tiempo que tardó Nimrod de Cáncer en regresar sin que el Aqueronte saliera de aquella mastodóntica trampa, no solo por la pérdida constante de soldados y energía cósmica, sino también por los agujeros que Nadia abrió aun en las profundidades del valle; el Aqueronte necesitaría una cantidad descomunal de energía como para colmar tal abismo en el que estaba.

—Te necesitan en el continente Mu. —Nimrod de Cáncer apareció a la diestra de Faetón en el mismo instante en que este atravesaba a dos enemigos con su Draco.

—¿Qué haces aquí? ¿Dónde está tu manto…? —En un rápido movimiento, Nimrod, vestido como un guardia cualquiera del Santuario, tapó la boca del jefe de vigías.

—Ni manto sagrado, ni cosmos, solo habilidad. He venido a sustituirte.

—Esto no está bien.

—Déjame decidir qué está bien y qué no, como tu superior que soy.

—Mis hombres no lo aceptarán.

—Llévate a los que no —dijo Nimrod, encogiéndose hombros—. Me basta con la mitad para hacer tu trabajo, tal y como están las cosas.

—Claro, claro —dijo Faetón, murmurando para sí—: Viejo arrogante.

Era posible definir la buena suerte del bando de los vivos por cómo pudo hacerse ese cambio de liderazgo sin que se perdiera un solo palmo de la defensa. Faetón se marchó del frente norte con la mitad de sus hombres, rodeó las montañas y atravesó el portal que lo llevaría al sub-espacio conectado con el resto de frentes. De esa forma pudo llegar al continente de Mu en un tiempo muy, muy corto.

El suficiente como para que todo cambiase.

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Primero una lluvia de meteoritos llenó de fuego los cielos helados de Bluegrad. Protegían las esferas innumerables mujeres aladas, quienes blandiendo las afiladas garras carmesí bloquearon los rayos y haces de aire congelante que cíclopes y tritones descargaron para detener la hecatombe. Sin remedio, los bordes del abismo ardieron como antorchas y derramaron magma sobre el valle, junto a grandes pitones de piedra que aplastaron la vanguardia entera dirigida por Nimrod. Ni las armaduras de la Guardia de Acero ni el poder que poseían tuvieron más utilidad que la de alargar la agonía de cientos de antiguos soldados del Santuario, que de nuevo veían truncadas sus esperanzas de ayudar a los santos de Atenea como algo más que carne de cañón.

Los hombres fueron reducidos a polvo y ceniza, la nieve fluyó en riachuelos de agua que acababan convertidos en vapor mientras los soldados del mar avanzaban para ayudar a los supervivientes. Pero antes de que pudieran hacer nada empezó a emerger una mortal vegetación desde las profundidades de la tierra.

Poderosas raíces atraparon los pies de los tritones que corrían con gran estrépito. Árboles milenarios, cortados hacía demasiado tiempo, se elevaron hasta las alturas y acariciaron el frío viento con las ramas sin hojas. Poco a poco, el valle que había resguardado el ejército aliado, la defensa de Bluegrad, se vio envuelta en un gran bosque de imposible oscuridad, como si se apropiara del más mínimo rayo de sol que pudiera haber en las tierras norteñas. Esa ausencia de luz fue aprovechada por nuevos soldados del Aqueronte: melíades, las ninfas de los fresnos que dieron a los hombres la inspiración y las armas para el asesinato. Aunque ahora tenían una piel pálida, carente de vida, y harapos sombríos, seguían gozando de una fuerza y velocidad sobrehumanas que les permitieron hacer retroceder a los tritones que no se ahogaban en el suelo, envueltos por raíces que con voracidad devoraban toda fuerza vital.

Mientras se daba tal matanza, las sirenas solo podían retorcerse y llorar por el dolor y la muerte de sus hermanos. Tan pronto emergió el bosque oscuro, bajaron cientos de lianas hacia la suave piel de aquellas cantoras. El territorio había cobrado vida propia, o bien solo era otra forma de manifestarse de aquel que había aprendido a repudiar esas voces angelicales. Muchos cuellos fueron partidos debido a lo difícil que era matar de asfixia a una hija del mar, mientras que las más notables guerreras entre aquellas criaturas se vieron atravesadas una y otra vez por saetas de luz ardiente.

La lluvia de meteoritos era en realidad la forma de Flegetonte de enviar bestias para socorrer a su hermano, el dios del sufrimiento. Y las más numerosas entre estas eran los centauros, seres salvajes, sin una ley que los rigiera a excepción de las más bajas pasiones. El río ardiente los había traído a la tierra con medio cuerpo de caballo, negro como la noche, y la mitad humana de un gris cenizo, lleno de heridas abiertas que brillaban como la lava de un volcán. Con sonrisas llenas de crueldad en el rostro, aquellas criaturas tendieron arcos flamígeros, apuntando a cada sirena o tritón atrapado que vieran. Y no paraban de disparar mientras olieran el más leve atisbo de vida.

Mientras los cadáveres se hundían en la tierra pantanosa, ahora llena de podredumbre, un sonido llenó el lugar. Eran las ramas desnudas mecidas por el viento, los últimos gritos de dolor de las criaturas que un dios creó para llenar de alegría el mundo, las esperanzas rotas de los santos de hierro, cuyas armas de nada sirvieron para detener aquello. Era, en definitiva, la satisfacción y el regocijo del dios del sufrimiento, Aqueronte, para quien el bosque no era más que la semilla de la que nacería.

«Debía ocurrir así. Lo siento —pensaba Nimrod de Cáncer mientras ayudaba a los supervivientes a replegarse. Escasos, en realidad. Demasiado escasos. El necio de Faetón debió llevarse a más gente a Mu, aunque de todas formas era imposible predecir que Flegetonte ayudaría a su hermano—. Sin cosmos. Sin manto sagrado.»

Él no era nadie para las personas a las que guiaba, pero las aguas del Aqueronte lo rehuían, al contrario de las armas de los guardias fallecidos. Cuchillos Hydra, vibrantes espadas y sólidas lanzas, todas rodaban por el suelo hasta él, después se incineraban de repente y desaparecían en un brillo azul, al tiempo que nuevas almas se fundían con el cuerpo del santo de Cáncer. Sin cosmos, sin manto sagrado. Era hora de usar ese poder.

El poder que empezó siendo el de diez mil hombres.

Notas del autor:

Irhen. Vaya… ¡Gracias!

Bienvenido a esta aventura, Irhen. Espero que lo que viene sea de tu agrado.

Shadir. Así es la guerra, batalla tras batalla, al punto que cada victoria sabe a gloria. Pero que no se duerman en los laureles nuestros héroes, no sea que la Tierra pierda a sus defensores en un descuido.

Ulti_SG. Los monstruos de Flegetonte tienen complejo e Hulk, sí, aunque tal y como lo dices suena a que Slayers conoció a Saint Seiya.

(Los demonios de Slayers comen sentimientos negativos. Ricos y crujientes.).

Ya ves, los santos de oro son ejércitos de un solo hombre.

Me congratula decir que Cristal sigue con nosotros, Günther evitó que el golpe fatal fuera fatal. ¡Culpa mía por la elección de palabras! Ciento uno, pero sí, a Aqua le tendrán que doblar la paga por su esfuerzo extra.

Como señalas, se tenía que decir y se dijo. También se ignoró. ¿Qué héroe se muere por desangramiento? ¡Eso es lo más anti-Saint Seiya que hay! Oh, ¿también contaremos los del bando contrario? Bien, no hay que discriminarlos por no ser parte del bando protagonista. Ni por ser malos perdedores. Diría que Sneyder ha hecho un buen trabajo para ser la primera vez que lo vemos en una batalla seria on screen. ¿Qué es mejor que una espada de hielo del infierno? Dos espadas de hielo del infierno.

Escribir a un vidente perdiendo y que sea convincente es complicado, gracias Sneyder por aportar tu granizo de nieve, digo, granito de arena. Es la parte mala de ver el futuro: que el futuro que veas sea horrible, ¿qué haces entonces? ¡Rezar a tu dios, claro!

Escorpio y Acuario es un barco muy clásico. ¡Cuidado Mithos, que te roban a la ninfa!