Capítulo 88. Lamento eterno

Antes de que la guerra diera comienzo, Bluegrad había hecho las llamadas necesarias para que las conexiones entre esta y el resto de Rusia no se vieran afectadas por los duros enfrentamientos que estaban a punto de librarse. En respuesta, Moscú había acordonado la carretera principal movilizando a una parte del ejército nacional. Para la opinión pública, referencias vagas a una amenaza que tenía que ser controlada; para los soldados rusos, un problema gordo del Estado que era mejor no conocer.

Para Ignis era solo un obstáculo más.

—¿Qué demonios…? —exclamaba el oficial al mando, contemplando el ser que había caído a la zona como un auténtico meteorito, según sus hombres.

—¿Estoy cerca de Bluegrad? —cuestionó Ignis, saltando del cráter que había generado su caída tras el duro enfrentamiento con Tetis. No recordaba cuánto tiempo llevaba inconsciente—. ¿Bluegrad? ¿Estoy cerca? —repitió, aferrando el hombro del oficial.

Este lo miraba extrañado. No porque no lo entendiera, claro, Ignis pasó un tiempo como compañero del príncipe Alexer, hasta su fallido golpe de Estado. Hablaba bien el ruso, por lo que el problema no era de entendimiento, sino de las circunstancias. Él era un hombre enfundado en una armadura oscura y brillante, con un yelmo cubriéndole dos tercios de la cabeza. La parte que quedaba al aire libre, el ojo derecho y una sección del cabello, se estaba recuperando todavía del golpe decisivo que la nereida Tetis pudo asestarle antes de tener que retirarse, cualesquiera que fueran sus razones. Entre esa visión, extraña de por sí, y el cráter del que había emergido un hombre que tendría que estar esperando una ambulancia, aquel militar tenía que estar replanteándose su vida.

Él no tenía paciencia para eso. No muy lejos de donde estaban había todo un batallón de soldados, por no hablar de los tanques, cañoneros y otros vehículos de artillería que habían traído consigo. Tampoco para esas cosas le quedaba paciencia; ya no era un mercenario yendo de aventuras junto a Alexer y los demás, ni siquiera era el mero subordinado del rey Bolverk, no después de lo que sintió al ser perseguido por ese santo de Tauro. No después de lo que la dama Tetis le había dicho mientras luchaban por toda Siberia Oriental, ocultos a los sentidos de aliados y enemigos.

—¿Por qué luchas junto a aquellos que quieren revivir a los dioses del Zodiaco? —cuestionó la nereida sobre los restos de la Abominación del Aqueronte destinada a infectar aquella tierra—. ¿No eran tus enemigos?

—¿De qué hablas, hechicera? ¡El rey Bolverk no haría tal locura! —aseveró Ignis, en guardia aun mientras aquella criatura se limitaba a hablar.

—No él. Damon.

—¡Pretendes engañarme, hechicera! ¡Damon es leal al rey Bolverk!

—Puedo sentirlo desde aquí. Cómo se prepara para crear un nuevo mundo, uno joven, que por tanto necesitará de dioses que lo guíen.

—¡Ellos no eran dioses, por eso están muertos! ¡Todos ellos murieron por la gloria y gracia de nuestra auténtica diosa! ¡Deja de mentir y pelea, hechicera!

En efecto, siguieron combatiendo, pero el poder de Tetis era grande y él se negaba a servirse del río del sufrimiento. En esas circunstancias, fue cuestión de tiempo que acabara derrotado. Y desde entonces tuvo tiempo, en el reino de Morfeo, para reflexionar sobre la veracidad de las palabras de aquella criatura. Su resolución fue clara: tenía que acabar pronto la misión. Una vez tomara el Trono de Hielo para la legión del Aqueronte, tendría poder suficiente como para hacer que Damon rindiera cuentas. Ahora mismo no sería rival para él, como no lo fue para la nereida.

—Siempre es igual —gruñó Ignis, apretando la mano hasta hundir los dedos en el hombro del oficial, quien cayó al suelo de rodillas. Todos los soldados que había cerca, con uniformes blancos que los mimetizaban con la nieve, lo apuntaron con fusiles—. Porque soy débil, nunca puedo detener el mal antes de que ocurra. Si tuviera más poder.

—Debe… retirarse… —habló el oficial con dificultad. De algún modo había desenfundado un cuchillo. En sus ojos podía verse la idea de alcanzar el ojo descubierto de Ignis desde esa posición. Tan valiente como ridículo.

Le soltó el hombro. Una fracción de segundo después, le arrancó la cabeza.

—Si os largáis, viviréis —dijo mientras el cuerpo del oficial caía sin vida.

—No, señor. Usted debe marcharse —anunció alguien, acaso el segundo al mando. Para Ignis solo fue necesario mirarlo para que de sus ojos manara sangre y el tapabocas se enrojeciera por el líquido vital también fluyendo de sus labios y nariz.

Sintió que todos los soldados temblaban. Le temían, sin duda. Pero no retrocedían. Eran como él, débiles, y sin embargo, dispuestos a cobrar caras sus vidas.

—Esto es Rusia, señor. Los invasores son los que retroceden, no nosotros.

Para cuando Ignis encontró al responsable de esa declaración, este ya había apretado el gatillo. Todos lo hicieron, en realidad, a la vez que más lejos podía oírse a un tiempo la mezcla de botas militares pisando la nieve, hélices de cañoneros poniéndose en movimiento y tanques y artilleros moviendo sus cañones y torretas hacia el enemigo de su patria. Era posible que supieran que nada de eso tendría sentido, quizás, algunos de aquellos insensatos tenían constancia de que la única ciudad cercana a esa zona era la sede de aquellos mercenarios que valían tanto como ejércitos enteros. Pero no retrocedían, no huían, no claudicaban. Ignis tampoco lo haría, llegado el momento.

Rigel —murmuró el Portador del Dolor, en medio de un millar de sonidos inútiles. Su puño apuntaba a la fuente de las miles de balas que le llovían desde todas direcciones, como un enjambre de moscas inofensivas—. Espada de Orión.

Su brazo brilló con el calor del sol, la nieve en derredor desapareció junto con el suelo que cubría y los hombres que la pisaban a diez metros a la redonda. Un instante después, aquella energía calorífica manó en forma de una larguísima hoja de fuego. A Ignis le bastó mover el brazo de lado a lado para que tal colosal arma lo hiciese también, borrando todo rastro de que alguna vez hubo un ejército apostado allí.

Poco después, él avanzó sobre la tierra ennegrecida. Para tomar el Trono de Hielo, entraría en la Ciudad Azul de frente, sin engaños. Al menos eso le debía a Alexer.

xxx

A pesar de sus secretos propósitos, Nimrod fue una ayuda indispensable en la dolorosa retirada que marinos, guardias y guerreros azules debieron llevar a cabo, mientras los suyos morían sin ninguna clase de honor. En cuanto el último de los aliados con posibilidades de sobrevivir estuvo en la superficie, Nadia apareció desde sus espaldas y destrozó el puente de hielo que unía la tierra con el hondo valle, aniquilando al tiempo gran parte de la avanzadilla de monstruos y soldados del Aqueronte que ya estaba por alcanzarlo. De esa forma, solo quedaba ya un camino que seguir para el río del sufrimiento, aquel que defendía Mil Manos Shiva y que estaba más próximo a Bluegrad. Los santos de Atenea no tuvieron más opción que intervenir.

En un principio, Lesath y los demás combatieron para hacer retroceder a los monstruos y que los aliados pudieran replantear la estrategia, dando tiempo de paso para que los supervivientes de la masacra se les unieran. Sin embargo, la ventaja que ofrecían pronto se invirtió. El Bosque del Hades, como ya llamaban a aquella helada arboleda en la que abundaban las raíces ocultas y vivas bajo un suelo de pronto pantanoso, devoraba cada chispa de cosmos gastada para dar al dios del sufrimiento la capacidad de manifestarse en el mundo de los vivos. Pero nada podían hacer los santos de Atenea por evitarlo: la Guardia de Acero era inútil contra los monstruos del Flegetonte y si el ejército marino venía a auxiliarlos, tan solo se agravaría la situación. Era su turno de luchar.

—¡Nada ha cambiado! —gritó Lesath, esquivando el aguijón de un escorpión grande como un rinoceronte—. Nosotros aplastamos a los monstruos, la Guardia de Acero va a por los soldados del Aqueronte y los demás… ¡Con un demonio, no hagáis eso!

Pero los marinos que venían del otro lado tenían un gran dolor en sus corazones. Sus hermanos y hermanas habían sido exterminadas por el Bosque del Hades y querían venganza como la ansiaron alguna vez en el pasado contra toda la humanidad. También Nadia y los guerreros azules deseaban combatir de una vez, porque la guerra era su vida y razón de ser, de modo que los refuerzos no esperaron instrucción de Lesath de Orión, sino que acudieron en su auxilio y aplastaron a todos los monstruos que lo rodeaban como una encarnación viviente del diluvio universal.

En medio de esa tormenta de cosmos, la Guardia de Acero cumplía su cometido, incluso si no pasaban de ser un tercio, aun si no tenían un líder. No importaba, porque en pequeños grupos funcionaban mejor. Los cuchillos Hydra buscaron las gargantas de los soldados del Aqueronte, uno tras otro. Eso era todo.

xxx

Aqueronte, dios del dolor y del sufrimiento, estaba por despertar.

Ignis lo sentía en su pecho, como Portador del Dolor que era, pero todavía no veía necesidad de acudir a esa fuerza. Primero lucharía con Alexer de igual a igual.

Cuando estaba lo bastante cerca de la entrada a la Ciudad Azul como para ver las montañas, notó que ninguna de las Keres enviadas por el Flegetonte se había quedado en el ridículo valle creado por la Alianza del Norte. Estas se habían dispersado, unas yendo hacia Bluegrad y pereciendo a manos de Alexer, otras buscando debilitar a la santa de Sagitario y hallando el mismo destino. Eran fuertes, esas criaturas, pero en comparación a un santo de oro y al Señor del Invierno no eran más que una molestia.

Corrió, pues, veloz. Él era el general de la legión del Aqueronte, suyo era el honor de enfrentar a los campeones del bando de los vivos. En un pestañeo, ya estaba a doscientos metros de la Ciudad Azul y el capitán de sus defensores estaba dando órdenes a un crío vestido con la armadura propia de la guardia real.

Pronto descubrió que el niño, de nombre Misha, no era tal, sino solo un hombre de baja estatura y penosa complexión, pero con un poder espiritual que lo hizo estremecer en el momento en que se apareció a su espalda. Ignis giró de inmediato, confrontando mediante el cosmos el intento del miembro de la Guardia Real para separar alma y cuerpo. Misha solo tuvo tiempo demostrar su decepción antes de que Ignis le golpeara el rostro. Sus dedos llegaron al cerebro del hombrecito, matándolo en el acto. Los guerreros azules aprovecharon esa corta batalla para cargar sobre él, arrojando en conjunto una tormenta terrible capaz de traer la ruina a ejércitos y naciones.

Él permaneció firme. De su cuerpo emergieron doce brazos, todos invisibles a los ojos mortales, y de una longitud y poder que podían variar a merced de sus pensamientos.

Betelgeuse —susurró a la furia de la naturaleza, frente a la cual el cadáver de Misha se había tornado enseguida en estatua de hielo—. Brazo del Gigante.

Los brazos se agitaron con violencia, reduciendo a añicos la estatua que hacía escasos segundos fue un guardia real. Luego atravesaron la tempestad y buscaron vidas que arrebatar. Ignis pudo verlo mientras avanzaba con paso tranquilo: los conjuradores de la tempestad eran alzados al cielo y luego impactados contra el suelo en estruendosos impactos, los que aprovechaban la misma para atacar eran despedazados por fuerzas que ni siquiera llevaban a ver… Los de la retaguardia padecían el fin más deshonroso, el de verse elevados por sobre la tierra sembrada de cadáveres mientras manos invisibles les apretaban el cuello hasta matarlos de asfixia. La defensa de Bluegrad, para desesperación de su capitán, cayó en tan solo un minuto, junto a la tempestad.

—Ha sido un recibimiento refrescante —saludó Ignis al capitán, por fin con la guardia alzada. Quedaban todavía allí más de doscientos guerreros azules, pero ninguno se movía hacia él. Habían aprendido la lección al perder la mitad de sus fuerzas en un intento pueril de detener a quien solo el Señor del Invierno podía enfrentar.

—Puedo hacer que la despedida también lo sea —repuso Günther, llenando ambos puños de cosmos gélido. Era un hombre fuerte, para los guerreros de su clase.

—¿Quién eres tú como para desafiar a quien luchó codo con codo con tu rey?

—Aquel que sí conserva la confianza de Su Majestad.

—Eso lo discutiré con Alexer en persona.

—Su Majestad no tiene tiempo para mequetrefes como tú.

Acometió rápido, demasiado, en realidad. Aunque el movimiento fue lineal, el puño que terminó encajándose en el peto de Ignis sin duda había acelerado hasta alcanzar una velocidad relativista. La sorpresa retrasó el contraataque del Portador del Dolor, de modo que su puño, tan fiero como aquel que dio muerte a Misha, solo atravesó una imagen residual dejada por Günther en el mismo instante en que el auténtico descargaba un nuevo puñetazo en su espalda, haciéndolo trastabillar.

—Solo la capitana de los guerreros azules tiene esa fuerza —dijo Ignis, más por sorpresa que por dolor. Ya se había repuesto de los golpes.

—Ahora que ocupo su cargo, no puedo ser menos —repuso Günther—. En esta, la tierra de mis padres, debo dar todo de mí. Por los que me precedieron y los que vendrán después, por todos ellos, mi puño aplastará a todos los enemigos de Bluegrad.

Betelgeuse —soltó Ignis en el momento justo en que Günther estaba por acelerar. El hombre, más fuerte que cualquiera de sus subordinados, forcejeó contra las manos invisibles que lo tomaron de los brazos, las piernas, la cintura y el cuello.

—¡No, padre! —gritó la voz de un niño desde lejos. Un chiquillo pelirrojo que corría para asombro y temor de un santo de plata de lúgubre aspecto.

La piedad aguijoneó su corazón, que creía de piedra. Dejó caer al hombre al suelo y esperó un segundo, solo uno, antes de que los brazos invisibles volvieran a tocar al capitán de los guerreros azules. Esta vez para matarlo.

El segundo pasó sin que nadie se aviniera a ayudarlo. Los guerreros azules lo habían visto aniquilar la mitad del ejército sin esfuerzo, habían contemplado cómo el mejor de todos ellos podía ser derrotado en menos de lo que dura un pestañeo. Aquellos mercenarios, mercaderes de la muerte, se reconciliaban por fin con el natural temor a esta que caracterizaba a la humanidad. Un miedo profundo, más verdadero que ninguna otra sensación, los mantenía fijos en la tierra de sus padres. Ignis frunció el ceño. Si había algo peor que ser débil, era el ser débil y cobarde.

—¡Mano del…! —quiso gritar el furibundo Portador del Dolor, antes de que fuera su propio cuello el que se viera ahorcado por un poder invisible.

Mime llegó hasta un asombrado Günther con los ojos abiertos como platos. Apenas pudo abrazar a su padre mientras se preguntaba por qué estaban vivos. Miró al invasor, enfundado en el brillante negro de las profundidades del Hades; no se movía.

—Eso ha sido muy insensato por tu parte, Mime —dijo Fantasma de Lira, más digno que nunca ahora que caminaba hacia él sin dejar de tocar el argénteo instrumento.

El chico se dio en cuenta entonces de que una música agradable inundaba todo el lugar. Lo llenaba de fuerza, por lo que pudo ayudar a levantarse a su padre y hasta le dieron ganas de reír, porque este no dejaba de mirar ceñudo al santo de la Lira. En realidad, todos lo hacían en ese momento, desde el paralizado Ignis hasta los guerreros azules, todos parecían cargar con un malestar tan repentino como la melodía misma.

—Solo la gente buena aprecia mi música —dijo Fantasma, deslizando sus largos dedos por los hilos. Los ojos de Ignis lo miraban ahora inyectados en sangre—. Esa es una explicación mucho más bonita que la real.

La ira nació también en todos los guerreros azules, para extrañeza de Mime. Hasta su padre, ya de pie, lo apartó sin mucho tacto para mirar a su adversario.

—Padre, ¿qué ocurre? —dijo Mime.

—Estoy manipulando sus emociones —contestó Fantasma de Lira, a la diestra del pequeño y sin parar de tocar—. En opinión de mi maestra Lucile, es por mi falta de talento que la gente nota cuando lo hago. Yo creo que es un poco de eso, otro tanto de que no poseo el mismo poder que ella y una pizca de que, a veces, dudo.

—¿Duda?

—Sí, dudo de que esté bien manipular a la gente, aun si es por un bien mayor.

Tal fue la confesión del santo de Lira, llena de pesadumbre, pero si eso había sido cierto en el pasado, no lo era ahora. Porque él tocaba con cada vez mayor intensidad, encendiendo las voluntades de todos los guerreros azules. ¡Doscientos cosmos se elevaron al unísono del de su padre, Günther, quien brillaba como la estrella polar!

Lleno de furia e impotencia, Ignis vio cómo el Brazo del Gigante era destrozado por una técnica paralela a aquella que trataba de arrebatarle el control sobre sí mismo. La música que trataba de controlar sus emociones ejercía una presión mucho menos sutil sobre Betelgeuse, retorciendo cada uno de los brazos invisibles hasta que se partían sin remedio y caían a un vacío atestado de hilos de plata. Los restos de Betelgeuse, manifestación del poder de su mente torturada por el santo de Lira, fueron despedazados una y otra vez por aquellos hilos que surgían y desaparecían entre cada nota musical. Hasta ese punto se había debilitado él, Portador del Dolor.

En contraste, los guerreros azules se habían fortalecido más allá de lo imaginable y vinieron contra él todos a la vez. Günther golpeaba siempre de lleno, entre un millón de imágenes residuales, disminuyendo cada vez más la temperatura de su oscura protección para hacerla más vulnerable a los ataques de los demás. Golpes congelantes, vientos de aire gélido, nubes de fragmentos cristalinos en medio del aire respirable, agujas de afilado cristal y grandes glaciares cayendo desde las alturas… Toda forma de combate relacionada con el arte de disminuir el movimiento atómico estaba en manos de aquel batallón de guerreros azules, tan débiles por sí solos, tan débiles incluso juntos. Y ahora eran fuertes, porque el santo de Lira los convencía de que lo eran.

«Es como en la era mitológica —se descubrió pensando Ignis—. Los humanos empezaron a creer que eran algo más que simples mortales.»

Uno de los atacantes, demasiado confiado tras haber acertado decenas de golpes en un objetivo inmóvil, pretendió atravesar el ojo de Ignis, fijo en la fuente de toda esa molestia: Fantasma de Lira. El Portador del Dolor, molesto porque aquel insecto se interpusiera entre él y la auténtica presa atravesó su corazón en un violento ataque y activó la técnica que habría de poner fin al molesto santo de plata. La temperatura se elevó en un solo instante hasta alcanzar una intensidad solar, desintegrando el cadáver del guerrero azul en ese mismo momento. Los demás, empero, no retrocedieron, sino que opusieron sus cosmos a ese fuego que amenazaba con reducir su ciudad a cenizas.

—¡Bluegrad es para los vivos, no para los muertos! —gritó Günther, listo para golpear el flamígero brazo de Ignis—. ¡No pasarás de aquí!

Esta vez, Mime miró a su padre con admiración, en vez de con miedo. A diferencia de los demás, él ya no mostraba un rostro molesto, sino determinado. La música de Fantasma y él se habían vuelto uno. A parecer del pequeño, no era que Günther se hubiese hecho fuerte por la melodía, sino que esta estaba teniendo un efecto genuino sobre los guerreros azules por lo fuerte que era su capitán, un héroe salido de las antiguas leyendas al que él no tenía por qué apartar de ningún mal.

—Los héroes protegen a la gente —gritó Mime—. ¡Padre nos protegerá!

—Por si acaso, ponte detrás de mí —dijo Fantasma a viva voz—. Mi manto de plata es la mitad de resistente que el cuerpo de un padre entregado, pero servirá.

Lejos de poder enfadarse por un humor tan tétrico, Mime se puso detrás del santo de Atenea, siendo junto a él centro de la vorágine de sonidos que llenaba la batalla.

Rigel. Espada de Orión.

La espada chocó contra el muro, las llamas golpearon el hielo. Una explosión terrible sacudió la entrada de la Ciudad Azul y alzó una gran nube de vapor hasta llenar el firmamento por entero durante largos segundos.

Lo que quedó después de tal espectáculo, no era del entero agrado de Ignis, pero servía. Günther seguía en pie, en muy buenas condiciones, de hecho, junto a la mitad de los guerreros azules. En cuanto al resto, estaba desperdigado por la tierra, unos heridos, otros muertos. La mayoría inconscientes. En cuanto a él, la mayor parte de su cuerpo estaba expuesto, pues la armadura había sido debilitada por los mil envites de aquel batallón invernal antes de la explosión. Con todo, no le extrañaba, no necesitaba el dolor constante que aquel manto mortuorio le infringía a su cuerpo. Él mismo se arrancó el pedazo de coraza que quedaba adherido a su estómago y la arrojó hacia un lado como un pedazo de basura. Luego, ese mismo brazo ardió.

Rigel. Espada de Orión.

Alguien empujó a Günther en el momento preciso, antes de que recibiera la técnica. Era Fantasma de Lira, en un intento desesperado de reorientar los últimos acordes de la melodía hacia él. Ignis sonrió, porque era justo eso lo que quería.

Bastó el fugaz instante en que las llamas hicieron contacto con el peto de plata para destrozarlo. Un momento más, solo uno, y aquella vida molesta se extinguiría, pero entonces un aliado inesperado hizo su aparición, empujando al santo de plata de la misma forma que este había hecho con Günther y recibiendo a pecho descubierto el ataque mortal. Sus ropas, propias de un guardia común y corriente, se extinguieron de inmediato, pero la carne prevaleció junto a una sonrisa de lo más descarada.

—Te veo bien —saludó Nimrod de Cáncer—. Jäger de Orión.

xxx

En el Bosque del Hades, Lesath, Aerys y los canes observaron el combate entre Mera y una bestia de tiempos mitológicos: la hidra, o al menos, una de las tantas que había allí.

La mayor parte de las nueve cabezas serpentinas estaba masticando el cadáver de algún guardia de acero. De nada sirvió la protección de estos frente a los colmillos de la criatura, repletos del peor de los venenos, y las piezas de gammanium desperdigadas en derredor junto a cañones de riel Lupus aplastados dejaban claro que tampoco las armas servían contra la piel del antiguo monstruo.

Como un borrón a los ojos de los demás, Mera destrozó de una sola vez ocho de las nueve cabezas del monstruo, logrando esquivar cualquier gota de sangre. Pero en cuanto trataba de encargarse de la novena, que según las leyendas no podía ser destruida, volvía a crecer el resto, a tiempo de volver a atrapar los cadáveres.

—Fuego, lo que necesita es fuego —dijo Lesath—. Vamos, panadero. ¡Lúcete!

—¡No tienes que decirlo de ese modo!

A una velocidad que sorprendió al propio Lesath, Aerys cargó contra la hidra y enterró el puño en una herida que Mera le había infligido. Las nueve cabezas reaccionaron a la vez, y a punto estuvieron de despedazar al santo de bronce, pero este fue más rápido.

—¿Tantos problemas le ha causado esto, señora plateada? —cuestionó mientras el interior de la hidra ardía por el Aliento del Sol Caído, similar a una prominencia solar. Las cabezas, una a una, ardieron sin tener la oportunidad de volver a crecer, y el monstruo cayó sin remedio al suelo níveo, donde se retorcía—. No parece…

El instinto permitió al santo de bronce agacharse antes de que la mandíbula de la única cabeza restante se cerrara sobre él. Ardiendo o no, lo que quedaba de la hidra no parecía estar dispuesto a perecer y seguía mordisqueando el aire y segregando veneno en todas direcciones, un mal que podría atormentar la vida entera de un inmortal.

Al tiempo que esquivaba el mal de la hidra, Mera acometió contra al monstruo como si fuese un ejército de mil amazonas. El cuerpo diamantino, junto a la sangre venenosa y las llamas de Aerys, desapareció tras la intensa embestida.

—Todo está hecho de átomos —rezó Aerys, muy tranquilo—. Hasta los monstruos mitológicos. Ya era hora de que hicieran algo de provecho.

Lesath y los canes se acercaron haciendo caso omiso de la actitud del santo de Erídano, quien no parecía percatarse de lo cerca que estuvo de morir. Ellos, por el contrario, eran más conscientes de lo que ocurría: Mera estaba agotada, como si llevara mucho tiempo luchando a pesar de que no hacía mucho que se habían separado.

—Ese bosque… Ese maldito bosque… —decía la santa de Lebreles, señalando la masa de oscuridad que había más allá, ocultando incontables en el territorio ocupado por la legión de Aqueronte—. ¡No pude salvarlos! ¡No pude salvar a nadie!

A Lesath se le atragantaron las palabras. Había notado las muertes, pero tuvo que retrasarse para defender a los marinos insensatos. La moral de las tropas había bajado más aún que la temperatura en cuanto recordaron de la peor forma posible que un solo soldado del Aqueronte podía reducir a un cíclope a polvo con solo rozarle, siendo después su cosmos alimento para el río del sufrimiento. Por si eso fuera poco, los monstruos no pararían de salir de la tierra marcada por la lluvia de meteoros de hacía un rato, de modo que la mayor parte de los guerreros del mar estaba enfocada en cazarlos para que la Guardia de Acero tuviera al menos una oportunidad de servir de algo. Así, un ejército enorme se había convertido en un cuantioso número de pequeños escuadrones aislados en la oscuridad. Solo los guerreros azules, con Nadia a la cabeza, seguían juntos, cerca del puente que unía a los pocos de la Alianza del Norte que seguían en la superficie con los que luchaban en el valle; si todo fallaba, Nadia tenía el deber de destruir el puente, aunque era dudoso que eso detuviera el crecimiento del Bosque del Hades. Los árboles crecían más y más, resquebrajando las altas paredes congeladas. Tarde o temprano superarían la altura de ese abismo.

—Mi estrategia no contaba con esto, soy un idiota. Un idiota con la boca demasiado grande —se lamentó—. Pero no pienso rendirme. Un nuevo mundo me espera después de esta guerra y tengo toda la intención de verlo antes de morir.

—¿Un nuevo… mundo…? —repitió Mera.

—Ya sabes, sin Guerras Santas —dijo Lesath—. No me hagas mucho caso. Mejor sigamos adelante. Lo de los héroes es aplastar monstruos, no filosofar.

—Por lo general no tenemos problema en seguirte en tus locuras —empezó a decir Bianca—, pero si entramos en ese bosque, nutriremos a la legión de Aqueronte.

—Para crear cuerpos necesita cosmos —añadió Nico—. El que arrebata a los santos y marinos. Así fue en la Noche de la Podredumbre, cuando solo podía alimentarse de menos de diez. ¿Por qué no se lo dejamos a la Guardia de Acero?

—No —dijo Lesath—. Mientras los monstruos sigan campando por ese bosque, les será imposible a esos… santos de hierro —decidió llamarles—, liberar las almas de nuestros pares. Sí, me he referido a los guardias del Santuario como nuestros pares. Os agradeceré que no se lo digáis a Lucile. Me haría la vida imposible.

—Tal vez, si encontramos la fuente de la que surgen —aventuró Bianca.

—No creo que sirva —repuso Lesath—. Tendríamos que cortar la conexión entre el Flegetonte y la Tierra. Dudo que eso esté a nuestro alcance.

—Es como caer en una trampa adrede —apuntó Aerys—. O actuamos ahora y le regalamos nuestras fuerzas al enemigo, o los guerreros del mar, sirenas, tritones y cíclopes serán devorados y el problema será aún mayor. ¿Qué demonios está haciendo Nimrod de Cáncer? ¿Cuándo piensa venir a ayudar?

—¿¡Quién dijo que necesitamos a los santos de oro!? Se supone que todos somos santos de Atenea, ¿no? Cualquiera de nosotros basta, sin importar el color de la armadura —aseguró, pensando para sí mismo que había pasado demasiado tiempo con Akasha y su alocada división—. ¿Estás conmigo, Mera?

—A nosotros ni nos pregunta… —murmuró Bianca, dirigiéndose a Nico y Aerys.

La santa de Lebreles guardó silencio unos segundos en los que mantenía la mirada, oculta tras una máscara de plata, fija en el santo de Orión.

—¿A qué te refieres con un nuevo mundo? —terminó por preguntar.

—¿No te lo dije ya? Esta es la última Guerra Santa que tendremos que librar.

Pareció que Lesath tenía algo más que decir, pero un repentino ataque alcanzó a todos los santos, invisible e intangible. Ni los mantos sagrados ni el cosmos pudieron ofrecer resistencia alguna y de un momento para otro los cinco cayeron al suelo presas de un dolor inimaginable. Con los sentidos nublados, ninguno pudo ver del todo bien lo que se estaba formando por sobre el Bosque del Hades.

El cielo había adoptado un tono amarillento en el que flotaban centenas de cadáveres, tanto de antiguos guardias del Santuario como de miembros de la Guardia de Acero y el ejército del mar que habían muerto entre los árboles sin hojas. No parecía que siguieran ningún orden en concreto, pero si un buen observador se fijanba en la escena desde lejos, notaría el contorno de un ente inmenso con formas vagamente humanas.

No era una simple Abominación, sino el mismo Aqueronte, dios del dolor.

Notas del autor:

Shadir. Batalla oscura, buena forma de nombrar a aquel duelo que se libra contra el mismo infierno. ¿Y quién tiene que estar presente cuando la muerte es el enemigo? Los cangrejos, siempre asociados a ese último misterio de la vida.

Ulti_SG. ¿No estaba muerto? ¡La traición, la decepción hermano!

Sí, nuestra guerrera silenciosa no arrancaba ojos a los mirones por morbo. O al menos no lo hacía solo por eso. Sí, Aqueronte no será el más fuerte de los ríos del infierno, pero es de lejos el más molesto de todos.

Trato de que este arco se sienta como una guerra de las de verdad. Por lo general, en las películas lo que dicen que es una guerra acaba siendo una batalla en una gran ciudad. Lo demás nos lo tenemos que imaginar… ¡Y ahora entiendo por qué! Tener presentes varios frentes que ocurren de forma simultánea ya es complicado. Si además manejas personajes que pueden moverse de un lado a otro del mundo en tiempo récord… Uf, mis disculpas anticipadas si hubiese algún error de concordancia.

Debería darte vergüenza, Cristal, nos hiciste desperdiciar un vasito de whisky. ¡A hacer el paseo de la vergüenza en Desembarco del Rey!