Capítulo 90. Jäger de Aqueronte
El hombre que se hacía llamar Ignis, Portador del Dolor, fue testigo de aquel extraño intento de Tritos de Neptuno, demasiado ajeno al devenir de la guerra en el norte para lo determinante que pudo haber sido. Aun en el estado en el que se encontraba, con tanto dolor presionando su mente y espíritu que ya no era consciente de dónde acababa su cuerpo y dónde empezaba el de su captor, tuvo la suficiente lucidez para atar algunos cabos: Tetis no lo había dejado con vida por compasión, sino porque de algún modo, tal vez guiada por el mismo Poseidón, se dio cuenta de que Tritos de Neptuno estaba oculto en Bluegrad. Saber aquello lo tranquilizaba; no era deshonroso ser un objetivo secundario frente a uno de los Astra Planeta. Sí lo era, en cambio, ser perdonado por piedad. Aun los débiles tenían el derecho de morir como guerreros.
«Morir como un guerrero —pensó el prisionero con amargura—. Pasé demasiado tiempo con Alexer. No soy un mercenario que ame las batallas, soy…»
—Mi avatar —dijo una voz cruel, hundiéndose en sus pensamientos como el agua del mar llena el interior de los ahogados—. Mi Portador. Mi avatar.
Quiso hablar y le fue imposible. Por un momento, creyó que ya no tenía boca, ni brazos que pudieran apartar de sí aquel mal que lo asfixiaba, ni piernas para ir lejos de esa omnipresente aura amarillenta, esa infección en el firmamento siberiano. En aquellas circunstancias en las que los cinco sentidos le fallaban y la mente estaba embotada por el dolor, recurrió al único que importaba, el Séptimo Sentido. Buscó el cosmos que se hallaba en lo más profundo de su ser, y al no encontrarlo, se desesperó.
—Los Astra Planeta nos han abandonado —afirmó la voz de su captor, proveniente de cada pedazo de ese cielo de pestilencia y podredumbre donde miles y miles de cadáveres flotaban, arrastrados desde el mismo el inframundo—. No importa, nosotros nos bastamos para preparar este paraíso para los Señores del Hades.
«¿Vosotros? Me estás… —El cautivo se detuvo. Pensar, aunque doloroso, era al menos posible—. Me estás arrebatando mi poder, solo eres un parásito.»
—Todo lo contrario, sirviente. Tú y todos los Campeones del Hades sois parásitos de nuestro reino, de él obtuvisteis el poder para revivir. Tomamos lo que dimos, solo eso.
La última frase, lapidaria, aplastó al cautivo de tal forma que se creyó a punto de morir. ¿Morir? Si temía tal cosa, era que estaba vivo. A decir verdad, le pareció que el solo hecho de que pensaba ya era suficiente para decir que existía.
No enfrentó la sentencia del captor con palabras vanas, sino con el silencio. El exterior dejó de importarle, porque sabía que no encontraría allí ayuda alguna, su suerte dependía de lo que se hallaba dentro de sí, en su alma. Octavo Sentido. Los dolores del cuerpo, la mente y el espíritu mitigaron en cuanto se entregó a aquel estado elevado desde el que pudo ver lo que acontecía a su alrededor. Un ser de increíbles proporciones se manifestaba por sobre un valle que no recordaba haber visto en su anterior visita a Bluegrad. La fuente de su existencia era por supuesto el cosmos arrebatado a los vivos, excepto que el Aqueronte no se había servido solo de hordas interminables de soldados, sino también de una suerte de Abominación con forma de bosque. Un bosque extenso, abarcando el valle entero con árboles muertos por los que campaban cadáveres andantes y monstruos mitológicos. Y santos, marinos y guardias del Santuario, según pudo ver en último término. Estaban muy desperdigados, solo los santos permanecían como una sola unidad, pero también ellos se separaron para ayudar a sus aliados.
«¿Los débiles tenemos el derecho a ser arrogantes? —reflexionó el cautivo.»
—Tanto como cualquier humano —concedió el captor, la entidad nacida de la energía recolectada por la legión del Aqueronte y su Abominación. El dios del dolor.
«En ese caso, yo lucharé.»
—Has fracasado. La dama Tetis te derrotó. Perdiste la Semilla que te otorgué.
¿La Semilla? El captor debía estar refiriéndose a la Abominación que había traído desde Alemania. Tetis, la nereida, lo había destruido en la misma batalla en que fue derrotado.
«No importa cuántas veces caiga.»
—Tu turno ha expirado, sirviente.
«Porque soy un mortal.»
—Un fracaso.
«Si vosotros, los dioses del Hades habéis seguido viniendo a esta tierra de luz después de mil derrotas, ¿por qué habría yo de avergonzarme de perder contra una diosa?»
El captor no respondió a aquel cuestionamiento, perdiendo toda autoridad sobre el cautivo por un valioso momento. Desde el alma al cosmos, desde el cosmos a la mente y desde esta al cuerpo, Jäger de Orión descubrió que su ser no había sido consumido.
Desde ese punto, solo tuvo que acostumbrarse al dolor. Algo simple para él.
«Porque yo soy…»
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Con los sentidos sobrehumanos que lo caracterizaban, Lesath, encima de una montaña de monstruosos cadáveres, pudo percibir el duelo de titanes. De una parte, un coloso hecho de un aire enfermizo, casi acuoso, en el que flotaban todas las víctimas de la legión de Aqueronte a lo largo del mundo. Tal ente movía con insólita celeridad un brazo en el que se amontonaban los cuerpos y espíritus de sirenas y valerosos guerreros del mar y la tierra. Los nudillos, en los que podía verse al menos una docena de cíclopes, chocaron con la pierna dorada del recién llegado Nimrod.
De momento, la fuerza del santo de Cáncer era mayor que la de Aqueronte, cuyo auténtico poder se hallaba en el Hades. Sin embargo, cuanto más se prolongase el enfrentamiento, más cuerpos se unirían al ente hecho de las aguas y los vapores del río infernal. Incluso si el dios del dolor restaba en el proceso soldados en los otros frentes, poca importancia tendría; de aplastar a la resistencia en ese lugar y alcanzar el Trono de Hielo, podría desplegar un ejército al que incluso los santos de oro temerían, y todos los santos de plata sabían que no podían contar con la élite del Santuario para enfrentar a las legiones del Hades. Eso era problema suyo.
—Cada uno tiene su parte del pastel —masculló Lesath, esquivando los mordiscos de nueve cabezas de serpiente. Cada gota que se escurría de aquellas bocas al cerrarse, quemaba la tierra como el ácido, generando virutas de humo tóxico—. Me parece bien.
Al sentir la espalda chocando con un árbol cálido, el santo de Orión no dudó un instante en partirlo en dos de un manotazo. Ni siquiera se molestó en ver cómo el cadáver de una ninfa caía al suelo herida, llenando las malolientes aguas del Aqueronte de sangre. Él ya estaba saltando hacia la cabeza principal de la hidra, que pateó con tal fuerza que el monstruo cayó hacia un lado mientras él se impulsaba para alejarse de la refriega.
¡Qué peligrosas se habían vuelto aquellas criaturas desde que se separó del resto! El objetivo de los santos y marinos debía ser siempre mantener ocupados a los monstruos usando la menor cantidad de energía posible a la vez que la Guardia de Acero liberaba las almas que el necio Aqueronte seguía empleando a pesar de todo. Eso los había obligado a seguir separándose en grupos. Y, claro, el santo de Orión no pudo desaprovechar la oportunidad para asegurar que él no era de los que necesitaba ayuda.
—Debí cortarme la lengua hace tiempo —murmuró, nostálgico. Vio una sirena colgando de una rama demasiado larga. Quiso ayudarla al ver que se movía, pero acabó pisando el cuerpo de otra, muy joven—. Tenía que pasar. Tenía que pasar.
Oyó sonidos en todas direcciones. Pisadas, bestias relamiéndose, armas chocando con la tierra o los árboles cercanos, dientes rechinando… Y al final, un fuego abrasador arrasando con los alrededores, calcinando a los enemigos en un mero parpadeo.
—Se me ha acabado el pan —lamentaba Aerys desde atrás—. Bueno, qué importa…
Al girarse, el santo de Orión notó que el santo de Erídano estaba desmejorado. ¡Claro! Incluso si la diferencia entre rangos ya no era la de años pasados, dos santos de bronce, excepciones aparte, no podían seguir el ritmo de tres de plata más todo un ejército de cíclopes y sirenas. Con todo, el huraño guerrero del fuego se había molestado en ayudar a un compañero demasiado orgulloso para pedírselo a nadie.
—Más les vale a los santos de oro que acaben esto rápido… —advirtió Lesath, alistándose para enfrentar a la hidra que recién salía de la inconsciencia.
—Las acciones valen más que las palabras —acusó Aerys, formando una brillante bola de fuego entre los dedos temblorosos—. Y si la Silente nunca habla, es por algo.
Lesath no tenía ni la más remota idea de qué quería decir el santo de Erídano, aparte de soltar otra frase bonita más, así que se limitó a cargar contra la bestia de nueve cabezas tal como en el pasado lo hiciera Heracles, con una pequeña y flamígera ayuda.
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Entretanto, Nimrod golpeaba por partes el cuerpo maltrecho de aquel dios manifestado a medias, arrancando sin asco los cadáveres que le daban forma. Los cuerpos, si había suerte, caían al fondo del valle cerca de la Guardia de Acero; si no, se tornaban en masas de aquella desagradable agua amarillenta. Nimrod no podía controlar eso, así que no se molestaba en intentarlo y seguía su ruta hasta la cabeza.
En medio de un salto quizás demasiado temerario, pasó lo inevitable. Aqueronte lo tomó con una mano grande como una montaña y lo sometió a dolores inenarrables, acaso semejantes a los que postraron incluso al revivido Jäger de Orión. Nimrod apretó los dientes con furia mientras se oponía al intento de aquella entidad por sorber sus fuerzas. Solo él podía hacer algo así, y más le valía tener éxito, porque de lo contrario estaría faltando a la norma que con tantos esfuerzos inculcó en todo el ejército de Atenea y sus aliados para esa guerra en la que tan solo quería encontrar venganza.
Llegó a salir de la mano sin perder una gota de energía, atravesando una suerte de plataforma hecha de cuerpos humanos, pálidos y pegados entre sí. Lo rodeaban dedos retorcidos como garfios; diez mil lanzas bordeaban la punta de cada dedo, listas para atravesarlo por todos los poros de su cuerpo. Pero Nimrod de Cáncer no miró a los cuerpos que pisaba y las armas de muerte que le estaban apuntando, sino a lo que había más allá de ese mano inmensa y pestilente, el rostro del un anciano, como él lo era, solo que con cuerpos haciendo las veces de largos cabellos, pobladas barbas y densas cejas delineando unos ojos oscuros, hundidos bajo la masa amarillenta que era su rostro.
—¿Qué estás haciendo, sirviente? —cuestionó el Aqueronte con portentosa voz.
—Solo a Atenea rindo servidumbre —repuso Nimrod para ocultar el temblor que le recorría el cuerpo, pero un momento después entendió que no se refería a él.
Del rostro colosal de Aqueronte emergió un cosmos que Nimrod reconoció al instante. Primero amarillo, como lo era la esencia del río del dolor, después plateado, como debía ser el aura de aquel hombre. La estela, rayo lunar, chocó contra la plataforma de cadáveres, a dos metros de donde Nimrod estaba. Allí tomó la forma del Portador del Dolor, cubierto por un manto oscuro venido del mismo Hades, aunque con una apariencia distinta a la que había ostentado al inicio de la invasión.
—Mi nombre es Jäger de Orión. Junto a mis amigos, encontré a Atenea en tiempos aciagos en que los hombres adoraban ídolos. La acompañé como una niña inocente, una aguerrida joven y una sabia mujer a lo largo de diez años de guerra. Caminé entre héroes que marcaron la historia hasta llegar a las sombras de esta, para levantar allí un faro para los que como yo estamos destinados al olvido. Ese faro es lo que los santos de Atenea llamáis ahora el Santuario, sin importar cuanto lo habéis corrompido.
—La humanidad nació corrupta —espetó Aqueronte.
—No es eso lo que la diosa Atenea cree —dijo Jäger—. El diluvio universal demostró que hay esperanza en nuestra raza. Así como existe el mal en nosotros, también el bien.
—¿Por qué me miras de reojo al hablar del mal? —preguntó Nimrod, notando tal gesto. Al no obtener respuesta, adoptó una cara de genuina indignación y exclamó—: ¡Tenía toda intención de traer flores a tu tumba, créeme! Es solo que hoy en día lo de morirse es tan pasajero que no nos dio tiempo de enterrarte siquiera.
—¡Estuve dentro del río del dolor! —gritó Jäger, furibundo—. Mi alma y su pérfida esencia estuvieron unidas, así fuera por un instante. Sé lo que eres, monstruo. También sé lo que buscas con esta batalla, por qué permitiste que tus propios hombres murieran.
—No hables tan alto —pidió Nimrod—, alguien podría llevarse una idea equivocada.
—¿Vas a negarlo? —cuestionó Jäger, dando un paso al frente.
El santo de Cáncer se rascó la barbilla antes de responder.
—Si haces esa pregunta, es que no sabes lo que soy. De lo contrario, comprenderías por igual mi accionar y la razón por la que los santos de hierro viven y mueren.
—¿Santos de hierro? ¿Qué tontería es esa?
—Es buena forma de llamarlo, porque la idea vino de una niña tonta y llorona a la que ahora debo dirigirme como Su Santidad. Una fantasía en la que creen por igual quien la pregona y quienes la oyen, pero esta tiene un precio. ¿Sabes qué es lo que determina la vida de un santo de Atenea, sea cual sea su rango? Que mueren. Todos los santos de Atenea están llamados a morir antes que el resto de los hombres. Lo único que se puede cambiar al respecto es si sus muertes tienen significado o no. Bien, ningún guardia en la larga historia del Santuario ha tenido una razón para luchar tan grande como la que los ha impulsado en este día nefasto. Cada golpe que han dado y recibido ha sido un paso hacia la victoria del ejército de Atenea, una victoria que los santos de oro, de plata y de bronce no habrían podido alcanzar por sí mismos.
—¿De qué hablas? ¡No eres más que un monstruo, devorador de las almas de los hombres por tu propio beneficio! ¿Te haces llamar santo de Atenea tú, que tan solo has esperado con paciencia la aparición del Aqueronte para apropiarte de su poder?
—Aqueronte de Cáncer —dijo Nimrod con una taimada sonrisa—. Suena estupendo.
—Eres igual que ellos —escupió Jäger—. Un falso dios.
—Ah, ¿todavía reconoces su existencia? —se burló Nimrod—. No debe ser halagüeño recordar que tú y tus amigos no fuisteis los padres fundadores del ejército de Atenea.
—El Santuario iba a lavar las faltas de los que nos precedieron.
—Eso es justo lo que yo pretendo con todo esto. Lavar las faltas de quienes me precedieron. Lisandro y nueve mil novecientos noventa y nueve hombres como él insultaron a la diosa de su devoción trece años atrás. Mi deber es reparar ese daño, así tenga que convertirme en el peor de los demonios para lograrlo.
—Si ese es el caso, mi deber será cazarte, monstruo del Hades.
—Es lo que espero de ti. No naciste para ser alimento de nadie.
Sin nada más que decir, el santo de Cáncer y el Portador del Dolor se alistaron para proseguir con el duelo. Pero una risa inhumana rompió el silencio antes de que cualquiera de los oponentes diera el primer paso. Miles y miles de columnas vertebrales se partieron a un tiempo, seguidas de la rotura de los huesos de los muertos; así imitó el Aqueronte el sonido de la risa de los hombres, llenando de malestar a quienes lo miraban ahora con asombro y repudio, desde la palma de su inmensa mano.
—Me he equivocado, no eres mi sirviente.
—No nos convertimos en los Portadores de los poderes del Hades para serviros —convino Jäger, en un tono que no podía dejar de ser desafiante.
—No eres un sirviente, eres un bufón.
La risa regresó. Cuerpos flotaron a lo largo de aquel rostro titánico, fundiéndose entre sí y separándose una y otra vez. No eran solo los habituales soldados de la legión y sus víctimas a lo largo del mundo, sino toda clase de hombres, almas en pena ahogadas en el río del dolor desde los primeros días de la renovada humanidad.
—Bien, divertidme, mortales. En el circo de vuestras insignificantes vidas, acaso halléis una razón para respirar antes de que me alimente de vuestros cosmos.
No era una amenaza vana. Jäger lo sabía. Si no acababa pronto con el santo de Cáncer, el Aqueronte usaría todo el poder que había reunido para devorarlo y esta vez no podría oponerse a su voluntad. Tenía que acabar esto rápido, para poder ir a Bluegrad. Una vez se apoderara del Trono de Hielo, ya no tendría que rendir cuentas a nadie y podría eliminar todo rastro que quedase en el mundo de los males de la Antigüedad.
«Esa es la voluntad de Atenea —pensaba el Portador del Dolor—. Si no, ¿por qué dejarnos arrancar del Santuario toda mención a sus anteriores siervos? Eran falsos dioses, no merecían reinar sobre la humanidad, tampoco merecen ser recordados.»
Miró a su oponente, sin poder sentir más que repudio por él. Estuvo en el momento en que los monstruos del Flegetonte arrasaron con sus hombres y no combatió, les dejó morir como perros y ahora hablaba sin vergüenza del valor que tenían sus vidas en esa guerra. ¿Tan impaciente estaba porque el Aqueronte despertara? ¿O al querer luchar como uno de ellos, sin el cosmos de oro que por la gracia de Atenea había recibido, no pudo reaccionar a tiempo como para defenderlos de las bestias y otros horrores del inframundo? Jäger se inclinaba más por la primera opción. Aquel monstruo no le había dado razones para pensar lo contrario. Tal vez no le importaba.
Aun así, se llamaran como se llamasen, seguían siendo guerreros.
—Jäger de Aqueronte. Portador del Dolor.
—Nimrod de Cáncer. Santo de Atenea.
Un breve instante de paz sucedió a las presentaciones. Después, ambos saltaron, listos para darse muerte. Aqueronte, espectador de tal batalla, rio una vez más, pero los sonidos fueron consumidos por un silencio antinatural.
Durante sesenta segundos, nada se oiría en aquel coliseo improvisado. En ese tiempo, Jäger convocó de nuevo a Betelgeuse y Rigel de forma simultánea, enviando media docena de brazos contra el cuerpo de su rival y llenando de un fuego amarillento las restantes extremidades, en preparación de una variante de la Espada de Orión. Nimrod, sin duda comprendiendo el peligro de la técnica, se alejó de un salto y así evitó ser cortado por seis hojas de energía, portadoras de la muerte inevitable que acompañaba a las armas de la legión de Aqueronte. Sin embargo, debido a eso, Jäger pudo golpearle de lleno con los puños invisibles de Betelgeuse, ganando además tiempo para acercarse y atacarle sin darle espacio para responder. Ni un solo segundo de respiro
Torció el gesto. Ninguno de los ataques podía ser decisivo ahora que su oponente vistiera el manto de Cáncer, salvo la Espada de Orión. Poca importancia tenía que lo respaldara una gran fuerza ahora que había apartado las dudas de servirse del Aqueronte, porque el viejo cargaba a sus espaldas con el poder de las almas que había recolectado en el campo de batalla. No era distinto de las armas benditas que cargaban los guardias del Santuario más abajo, más bien, era la evolución natural de tal equipo.
«Un arma puede romperse —decidió Jäger.»
Invocó nuevos brazos, decenas, cientos. Por cada estrella de su constelación guardiana, había una larga extremidad terminando en un puño lleno de fuerza, la mitad de ellos cubierto de un aura mortífera. También apuntó con sus propias manos el suelo tachonado de cadáveres; lanzas y espadas emergieron del cuerpo de Aqueronte, obedeciendo su voluntad y proyectándose sin descanso contra Nimrod de Cáncer. El anciano guerrero se puso a la defensiva, pero no era suficiente, no mientras pudiera sonreír, de modo que ejecutó cien veces la Espada de Orión al mismo tiempo, cortándole hasta la última salida posible, todo mientras acometía contra él y descargaba puñetazos desde todas las direcciones. Miles de veces debió poder conectarle algún golpe, pero de alguna forma, Nimrod de Cáncer lograba mitigar la fuerza de estos, partiendo las proyecciones de Betelgeuse, deshaciéndose de los agarres y hasta contraatacando a los más directos intentos de Jäger con una potente patada.
Los segundos, aunque estirados al máximo por el poder que ambos poseían, no eran eternos. El tiempo pasaba y Jäger debía ser cada vez más creativo para mantener distancia entre ambos: él tenía ventaja siempre y cuando no hubiera contacto, porque toda una vida como guerrero no bastaba al parecer para contrarrestar la experiencia combativa que atesoraba su oponente. Apretó la mandíbula al verlo destrozar una de las manos de Betelgeuse con el movimiento del cuello, a la vez que se agachaba y dejaba pasar siete hojas de energía amarillenta por sobre su columna. En esa ocasión estuvo más cerca que nunca, el manto de Cáncer sintió el roce del ataque y su vida se extinguió como si tan solo fuera la frágil llama de una vela, pero no le importaba la sagrada vestidura, sino el monstruo que la ensuciaba con el solo acto de portarla.
Cuando parecía que el tiempo de silencio estaba a punto de expirar, Jäger decidió correr los mayores riesgos. Se lanzó contra Nimrod de Cáncer y lo golpeó con toda la furia que tenía, él y todos los brazos que surgían de su espalda. El viejo guerrero respondía a todos los golpes con otros menos violentos, más calculados. Jäger maldijo sin que nadie pudiera escuchar sus palabras, ¡aun sin el manto de oro, su rival era en verdad increíble! Desearía poder admirarlo, como a los compañeros del pasado, pero estos eran hombres, nacieron del vientre de una mujer y terminaron siendo polvo en el cementerio del Santuario. Nimrod de Cáncer era otra cosa. Un monstruo, un demonio.
En un movimiento desesperado, replegó Betelgeuse. Solo las armas del Aqueronte seguían surgiendo de la inmensa mano del dios para llover sobre Nimrod de Cáncer, manteniéndolo ocupado. Jäger, seguro de que tal situación no duraría mucho, sacrificó los brazos invisibles, el fuego de la muerte y todo el poder que le quedaba en una última carta. Su cosmos ardió como nunca, formándose tres estrellas a su espalda.
«Mintaka. Alnilam. Alnitak —recitó en su mente conforme las estrellas lo iban abandonando para chocar contra el cuerpo del santo de Cáncer—. Cinturón de Orión.»
Por una vez, su oponente no previó su técnica ni tuvo forma de contrarrestarla. Las estrellas llegaron hasta a él a una velocidad endiablada, bebiendo del poder de quien por un nuevo instante despertó el Octavo Sentido. Ahora, su cuerpo estaba paralizado, su mente apagada y su alma sellada en el interior de una carne falta de fuerzas. El manto de Cáncer, muerto por el poder del Aqueronte, lucía como un triste sarcófago.
Las armas del Aqueronte ni siquiera impactaron a aquel hombre derrotado. Chocaron a su alrededor, sin reconocerlo como un ser viviente.
Jäger quiso sonreír, saboreando la victoria, pero entonces acabó el plazo iniciado por Nimrod. Sesenta segundos, un minuto en el que todo el dolor era ahogado en un silencio forzado, solo para regresar después de golpe.
Cayó de rodillas, aquella técnica era más efectiva en él que en nadie más, era como si el dolor al que creía haberse acostumbrado, al serle suministrado por el Aqueronte durante su encierro, no fuera más que una de las gotas de aquel río de pestilencia. Se opuso a él, de todas formas, igual que había hecho antes, buscó fuerzas en lo más profundo de su alma y abrió con determinación los ojos, solo para encontrarse con los de Nimrod de Cáncer. El viejo, aun presa del Cinturón de Orión, capaz de negar a cualquier mortal el uso de su cosmos, seguía tan lúcido como siempre.
—Trece años atrás, diez mil almas fueron redimidas por la luz de la Égida y la gracia de Atenea, entre ellas la de tu amigo Lisandro —dijo Nimrod. No movía los labios, ni se comunicaba con el cosmos, sino que parecía transformar el lamento de los cadáveres del Aqueronte en palabras—. Para corresponder a la misericordia de su diosa, estas almas decidieron renacer como una sola, una vida infame que estuviera a la altura de sus esperanzas e ilusiones. Ese soy yo, Jäger de Orión. Los que lucharon a tu lado, los que sirvieron a tus enemigos, los que apoyaron a cien generaciones después de la tuya.
—Por eso lo haces —logró decir Jäger, ya de pie—. Liberar las almas del Aqueronte. Quieres su poder, para destruir el río del dolor, para salvar a los que son como tú.
—Creías que era una parte del Aqueronte que se rebeló. Ese fue el primero de tus errores —aseveró Nimrod, moviendo desde entonces su brazo con gran esfuerzo. El Cinturón de Orión vibró hasta que las tres estrellas clavadas en el cuerpo del santo de oro se disiparon—. El segundo fue querer sellar a diez mil personas, pensando en solo una de ellas. Adiós, Jäger de Orión, vuelve al reino que te corresponde.
Del dedo extendido de Nimrod surgió una espiral de fuegos fatuos. El Portador del Dolor apenas tuvo tiempo de parpadear antes de ser engullido por las Ondas Infernales.
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Sin atender a lo que sus generales realizaban en las alturas, los ejércitos de los vivos y los muertos seguían chocando una y otra vez en el Bosque del Hades, demasiado separados unos de otros al ser el territorio tan extenso y oscuro.
Entre los que más se habían alejado de la única salida del valle estaban Shiva, siempre armado con dos cuchillos Hydra, y Nico de Can Menor, a la zaga de este. Eso no hacía mucha gracia al santo de bronce, como pudo notar Shiva en cada ocasión que miraba hacia atrás de reojo. En todas ellas pensó en decirle que la fuerza que ahora poseía no lo acompañaría siempre, que todo provenía de las armas benditas por Nimrod de Cáncer y las almas que estas iban liberando a lo largo del conflicto, pero nunca hallaba el momento. El muchacho, además, no transmitía su malestar con palabras; hablaba solo para insistir en que su hermana tenía razón: debían evitar la aparición de más monstruos. Mientras no cortaran la fuente de la legión de Flegetonte en el bosque, nunca tendrían una victoria completa sobre las hordas del Hades.
El par corrió más deprisa cuando un aullido resonó muy cerca, erizando los pelos de Shiva y a buen seguro también los de Nico, incluso si estaban oyendo a su hermana con la forma de un verdadero can del infierno. Shiva había estado en el momento en que Bianca de Can Mayor se transformó en esa criatura, presa de una inexplicable sed de sangre. Ocurrió poco después de que los tres acordaran buscar la zona golpeada por las llamas del Flegetonte, cuando todo lo logrado se vino abajo. ¡Fue tan repentino! Era tan aterrador el sonido que aquella bestia podía hacer salir de sus fauces, que tanto él como Nico salieron corriendo, asegurando este último que era lo bastante bueno en el rastreo como para hallar el camino. En medio de su trote toparon con una manada de leones enormes y pudieron ver que Bianca los había estado siguiendo, pues en el momento en que se creyeron muertos, la santa de plata saltó sobre los monstruos y clavó sobre su dura piel unos colmillos capaces de atravesarlo todo, al parecer.
Desde entonces, corrían con más ímpetu, siendo las indicaciones de Nico fundamentales para no perderse en aquel lóbrego bosque lleno de maldad. Shiva tenía mucho que agradecer a aquel muchacho, una vez llegara el momento.
Tomaron un respiro cuando una luz quedó a la vista tras los árboles. Una terrible decisión, porque entonces los arbustos en derredor empezaron a transformarse en las ninfas homicidas del Aqueronte. Nico soltó un grito ahogado, tratando de avisar a su compañero, pero muy tarde habría sido para levantar defensas si en ese punto una onda de energía no hubiese barrido por completo la zona, cortando a todas y a cada una de las criaturas a la vez. Algunas aún tenían ramas en vez de brazos y raíces unidas al suelo en lugar de piernas, de tan veloz y oportuna que fue la intervención.
—¡Hey! —saludó Nadia, armada con Cortaúñas y respaldada por un can de sombras grande como un rinoceronte. Bianca.
—¿Tú no estabas resguardando el otro extremo? —se quejó Nico.
—Ahora lo cuidan doce cíclopes, cincuenta sirenas y otros cien guerreros entre siberianos, tritones y marinos con red y tridente. Está controlado —aseguró Nadia.
Nico no quedó conforme con esa explicación, pero no había tiempo para nada más. Los restos de las ninfas se convirtieron en charcos de agua pestilente y de esta surgieron soldados de gran poder, fruto de toda la desesperación acumulada.
Ese fue el momento de Shiva. Haciendo honor a su apodo, acometió contra los soldados del Aqueronte como si tuviera mil manos en vez de dos, yendo siempre a la yugular para no perder tiempo en batallas de desgaste, tan inútiles con aquellas criaturas.
—Sigue, muchacho, yo los entretendré.
—G-Gracias —dijo Nico, obedeciéndole sin rechistar.
Nadia, Bianca y otros guerreros que los acompañaban, marinos sobre todo, siguieron el paso seguro del santo de Can Menor. La legión del Aqueronte era asunto de la Guardia de Acero, todos habían aprendido eso en la batalla.
—Lo sabía. ¡Sabía que mi hermana tenía razón! —exclamó Nico en cuanto llegaron a su destino: la pared del valle estaba bañada en una extraña mezcla entre magma y las aguas del Aqueronte, siendo imposible a estas últimas llegar a la superficie por el calor al que estaban sometidas. Un calor procedente del Hades mismo. En el centro de tal contacto, una Abominación mitad humana, mitad serpiente, creaba monstruos en su vientre sin descanso alguno. Ella era la responsable de que siguiera habiendo una hidra campando por el valle por muchas que hubiesen caído, de ella provenían todos los monstruos—. Si la matamos…. ¡Hermana, no!
Pero Bianca cargó hacia la Abominación y clavó sus fauces en su cuello, importándole poco el aliento venenoso que la entidad dejó escapar al punto.
—Déjala, ha venido a patear traseros, como yo —dijo Nadia. El aliento de la Abominación, nube de un verdor maléfico, estuvo a punto de alcanzarla a ella y el santo de bronce, pero la siberiana correspondió el ataque con su propio soplo, contrarrestando tal mal con el gélido aire de Siberia. Nada dañino quedó del choque, solo un polvo diamantino—. Lo nuestro no es esperar, ni defender. Sino atacar.
Asió el hacha hacia el cielo y varios guerreros azules la vitorearon. También lo hicieron los marinos que la acompañaban, quienes habían caminado hasta esa parte del valle viendo los restos que quedaban de sus compañeros: armaduras de coral, escamas sencillas y corazas de hielo sobre el polvo que alguna vez fueron sirenas, marinos y tritones. Demasiada muerte había ocurrido en ese lugar como para que la armada dudase un solo segundo en querer cobrar venganza contra el Hades.
Con un solo vistazo a esos valientes, Nico recobró fuerzas y abandonó su forma de muchacho, uniéndose después a su hermana como can de sombras.
Notas del autor:
Shadir. Como bien establece Adrien Solo, los Astra Planeta pueden ser los primeros entre los siervos de los dioses, pero siguen siendo sus siervos.
Moraleja: No te alíes con los dioses del infierno, nunca sale bien.
Ulti_SG. ¡Ojo que el capítulo es genial, no solo bueno!
Al final el quinto puesto sí que correspondía a un siberiano. El equilibrio del universo se ha restaurado. Gracias por tu sacrificio, Misha.
Nuestra amiga Tetis resultó ser toda una detective. ¿Quién lo habría imaginado?
Jäger/Ignis pelea demasiado limpio para los gustos de Aqueronte. Ya ves que quería ir a pecho descubierto sobre la Ciudad Azul. ¿Qué nos reservará el dios de las trampas?
Recuerden, espías de todo el mundo: ¡Hay que respetar las formas para dirigirse a la gente! No quise decirlo tal cual en la narración, pero se supone que es Tritos el que con sus convenientes poderes de Astra Planeta hace que el Aqueronte se manifieste.
Genial. La gran Tetis Holmes ya tiene con qué pasar su jornada como carcelera.
Pocas cosas disfruto más que escribir sobre los dioses, como ya sabes. Una de ellas es que, además, las escenas que escribo me queden bien. ¡Gracias! Sí, Tritos debe dar las gracias que no acabó como todos esos personajes de los mitos que quisieron cuestionar a los dioses. El bono de paciencia que descargó Poseidón desde su encuentro con Saori todavía no debe haberse agotado. Así que en vez de un buen golpe de tridente, tenemos la teoría de la disuasión nuclear a escala cósmica. Ni Tritos de Neptuno, ni Poseidón, serán quienes determinen el desarrollo de esta guerra.
