Capítulo 91. La legión de Leteo
La exploración del continente Mu fue un desastre desde el comienzo.
Eren de Orión Negro, como capitán designado por Munin, llevó a los sabuesos a través de la niebla omnipresente hasta la montaña más cercana. La idea era usarla como primera base en territorio hostil, siendo tanto un punto de referencia para la Alianza del Pacífico cuanto un puesto de observación. Si podían llegar hasta allí, la guerra en el frente oriental empezaría con ventaja para el bando de los vivos.
Lograron hacerlo, pero la miel de tan pequeña victoria no pudo ser saboreada por los caballeros negros. En cambio, muchos de ellos, sombras de Lobo, Zorro y León Menor, vieron sus gargantas presas de una sequedad antinatural, que tenía su origen en uno de los fantasmas de la legión de Leteo. Apareció de improviso, como un fantasma en el sentido más clásico de la palabra. Una holgada túnica cubría un cuerpo hecho de aire, orbes amarillos flotaban entre la capucha y una máscara para proteger la boca que un día debió tener aquel ente; se movía con soberbia lentitud entre los vivos a los que había sometido, tal vez disfrutando el modo en que estos se acariciaban el cuello, desesperados. Eren de Orión Negro, furioso, descargó una lluvia de rayos púrpuras sobre el enemigo, arrasando con la túnica y, al parecer, destruyendo el espíritu.
Nada más lejos de la realidad. Mientras Eren ordenaba a todos cuidar de los heridos, Sham de Flecha Negra, líder de los guardaespaldas del grupo, enloqueció. En cuestión de segundos disparó flechas envenenadas contra las gargantas abrasadas de todas las víctimas del fantasma. Eren miró aquello horrorizado: ¿debía matar a uno de los suyos? ¿Por qué el santo de Aries no había avisado de esa cualidad en la legión de Leteo? No fue hasta que Sham le apuntó a él que entendió la razón: no existía forma de que un santo de oro fuera poseído por un fantasma. Maldiciendo su suerte, el caballero negro de Orión desplegó su cosmos relampagueante al mismo tiempo que la sombra de Flecha disparaba sobre él un centenar de aquellas saetas de muerte.
—¡Recordad! —gritó Munin de Cuervo Negro, a tan viva voz que se sobrepuso al estruendo del choque de técnicas. En ese mismo instante, cuando los rayos incineraban las flechas y estaban por alcanzar a Sham, un ave blanca como la nieve apareció de la nada y posó sus patas sobre la cabeza de este último, haciéndolo caer de bruces al suelo—. ¿Qué demonios estáis haciendo, idiotas?
—El fantasma lo había poseído —explicó Eren, avergonzado no obstante de su acción. Ni siquiera se había planteado que hubiera una solución para su compañero.
—Le estaba controlando la mente —corrigió Munin—. Yo puedo ocuparme de esto, dejad que mis Hijos de Mnemosine… ¡Diablos! ¡Qué mal huele aquí!
A un mismo tiempo, Eren y Munin intercambiaron una mirada de horror, pero fue un caballero negro de Can Mayor quien dio la alarma: ¡el suelo se había impregnado del amarillento Aqueronte mientras Eren y Sham luchaban! Todos los caídos por el ataque del fantasma estaban pegados a tal maldad sin que la fuerza de todos los caballeros presentes pudiera hacer nada por cambiarlo. Munin se alistó para hacer lo más misericordioso, siendo censurado por el capitán de la expedición.
—Señor, son mis hombres —dijo Eren.
—Incinéralos tú entonces —ordenó Munin—. ¡Antes de que el Aqueronte los devore!
Pero entonces empezaron a surgir soldados desde la leve capa de agua amarillenta. No eran los mismos que lucharon en las primeras batallas de los otros frentes, sino que eran todos aspirantes fracasados de otras épocas, más fuertes que el común de los mortales, aun si no habían cultivado un cosmos ni portaban un manto sagrado. En grupo, cayeron sobre la sombra que dio la alarma y lo presionaron contra el suelo. Ramsay de Can Mayor Negro forcejeaba, desesperado mientras el agua del Aqueronte subía por su piel y devoraba ansiosa el cosmos. Quienes quisieron socorrerle a él y al resto de heridos corrieron la misma suerte. Eran demasiados, al parecer, los hombres que intentaron convertirse en santos de Atenea y solo conocieron la muerte.
—Escuadrón de arqueros —gritó Eren—. ¡Atacad!
Todos los subordinados de Sham obedecieron enseguida. Trescientas flechas llovieron sobre los soldados del Aqueronte, infringiéndoles un dolor terrible y dando un respiro a todos los caballeros negros que aun tenían una oportunidad.
Eren esperó hasta que solo quedaran las sombras de sombra, todos al borde de la muerte, presos de la devastadora cooperación entre Leteo y Aqueronte. Sabía que tenía que destruirlos, pero el haber estado a punto de hacer lo mismo con Sham lo hacía dudar. Dio un paso al frente movido por la responsabilidad que tenía para con ellos, y avanzó el resto de la distancia para no delegarla en Cuervo Negro, su comandante. Así llegó hasta los jóvenes, lleno de una energía que no reconocía como suya. Uno tras otro, arrancó a las sombras del horrendo abrazo del Aqueronte y los fue lanzando hacia donde sabía otros compañeros se harían cargo de ellos. Puso en tal acción todo su ser, y aun así, tres eran ya cuerpos exánimes cuando tocó sus frías manos, entre ellos Ramsay de Can Mayor Negro, llamado de forma despectiva el Carnicero entre los oficiales de Hybris por la fama que tenía de torturar a los criminales hasta el momento de la ejecución. De la fiereza de antaño no quedó nada: solo un rostro pálido y sin alma.
Si pudieron retirarse sin más bajas fue gracias al buen trabajo en equipo de las sombras de Flecha, de forma temporal bajo el mando de Archon de Flecha Negra. El resto de miembros de la expedición hubo de centrarse en cargar con los compañeros inconscientes, incluido Sham. Eren les echó un mano, por supuesto, uniendo sus rayos a la constante lluvia de saetas con las que impedían a la horda de Aqueronte alcanzarles. Los soldados dejaron de perseguirles en cuanto se alejaron lo suficiente de la montaña, generando en Munin una sospecha que necesitaba ser corroborada. Ello, empero, requería una libertad de movimiento que el estado en que se hallaba el grupo no permitía. No pudo condenar lo que la compasión de Eren había hecho, dejándolos en medio de territorio enemigo con tantos pesos muertos, no después de que Sham despertara y diera las gracias de rodillas al atribulado caballero negro de Orión. Por él, su debilidad al dejarse controlar por el fantasma no había causado un daño mayor. Con todo, tener un corazón no impedía a Munin ser práctico, por algo el Viejo le había dejado el mando en el frente donde Hybris era el protagonista.
—Regresarás al campamento con Dorer —ordenó Cuervo Negro—. Informa de que la legión de Aqueronte tiene presencia en el continente Mu, con toda probabilidad en las montañas, lo que me lleva a pensar que es ahí donde los fantasmas residen.
—¿Insinúa que lo que vimos fue una proyección? —dijo Eren.
—Eres un chico listo. Sí. Pienso que podría ser parecido a lo que ocurre con los telquines, que los fantasmas necesitan algo para mantener sus espíritus en la Tierra.
—Si es así, deberíamos…
Munin atajó las palabras de Eren con una dura mirada.
—Ocuparnos de los heridos. Preparar una estrategia para lidiar con la legión de Aqueronte y la de Leteo a un tiempo. Por lo pronto, da órdenes para que todos los caballeros negros con habilidades mentales se reúnan en el campamento, también los soldados de la Guardia de Acero y, si te es posible, marinos de la armada que puedan inmovilizar al enemigo sin gastos excesivos de cosmos. No tardaré mucho.
—¿¡Piensa ir solo!?
—Yo iba a matar a esos chicos, tú los salvaste. A mí me toca acabar la exploración y a ti responsabilizarte por lo que has hecho.
—No me arrepiento, señor.
—Por eso sé que harás un estupendo trabajo cuidándolos. Ahora, vete, pero primero…
El cosmos de Munin se encendió de pronto, cegando a todos sus hombres salvo el propio Eren. En ese momento de distracción, el comandante de Hybris hizo aparecer tantos cuervos blancos como caballeros negros había, estuvieran conscientes o no, ordenando después a tales criaturas que se introdujeran en las mentes de estos. Mediante esa técnica, Hijos de Mnemosine, una parte de la mente de Munin estaría con aquellos sabuesos de gran fuerza y débil pensamiento, cuidando sus recuerdos frente a cualquier asalto psíquico de un fantasma, siempre que fuera uno solo.
No, no podía condenar la decisión de Eren cuando él pudo haber evitado ese problema. Hijos de Mnemosine existía para manipular las memorias de criminales ricachones y engrosar las arcas de Hybris, por el bien del mundo, pero debió habérsele ocurrido que al asaltar el continente donde los Mu vivieron una técnica así sería lo mínimo para protegerse. Tuvo un error de juicio del que ni siquiera Eren parecía culparle, aun mientras veía cómo el último eidolon se introducía en su frente para asentarse en algún rincón de sus pensamientos como un espíritu guardián. Sin embargo, el oficial era inteligente y enseguida hizo la pregunta más importante:
—Señor, ¿puede hacer esto con todos los caballeros negros?
—Ojalá. Por suerte, no todo el poder militar de Hybris son unos brutos descerebrados.
Lo despidió con un gesto y se marchó sin mirar atrás.
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Tiempo después, había investigado ya la base de tres montañas desde lejos, notando en todas ellas charcos de tono amarillo y la pestilencia de siempre, con hordas de soldados de pálida piel y armas de muerte dirigidos siempre por un fantasma que invitaba al caballero de Cuervo Negro a intentarlo. La situación siempre terminaba en él enseñándoles el dedo medio y siguiendo su camino. Bastante agotador le era el manipular gente en su trabajo habitual como para intentar ser creativo con esos enemigos mudos a los que ya había aprendido a despreciar.
Los fantasmas de Leteo tampoco debían apreciarle mucho, porque en su camino a la cuarta montaña, en un punto lo suficiente cercano a esta como para que la bruma fuera menos densa de lo normal, seis de aquellos seres se le aparecieron, rodeándolo de improviso. Juntos, asaltaron su mente con la misma virulencia de la que Sham fue objeto, pero él no era el caballero de Flecha Negra, era Munin, discípulo de Kiki cuando este todavía era candidato a un manto zodiacal. Cuando regresó a los fantasmas su ataque multiplicado por diez, volvió a sentir orgullo de tal herencia, en lugar de recordar que era uno entre los muchos pupilos del maestro herrero de Jamir. Los fantasmas desaparecieron; el contraataque psíquico debía haber acertado en los originales.
Pero aparecieron más, muchos más. Extendían brazos a medias visibles como corrientes de aire y la tierra temblaba y se abría a merced de sus pensamientos. De esas grietas, decenas de seres amorfos aparecieron. Masas de tierra, roca y hasta piedras preciosas, de entre uno y tres metros de altura. Munin proyectó sobre ellos una ola de telequinesis, partiéndolos en mil pedazos que empero volvían a juntarse de forma errática. Los que eran cinco pasaban a ser un solo gigante, el que era dos metros de resistente piedra pasó a estar en las cabezas de siete enanos, todo sin que dejaran de avanzar.
—Polvo sois y en polvo os convertiré —anunció Munin, desafiante. Tras un innecesario chasquido, terminó el trabajo de los fantasmas: abrió la tierra, toda ella, donde era visible y donde la bruma imposibilitaba siquiera ver el suelo. El ejército gólem de los fantasmas cayó a las oscuras profundidades en un abrir y cerrar de ojos.
Chasqueó los dedos una vez más y la tierra se cerró. Luego dirigió una mirada furibunda a los fantasmas, en el par de segundos que el suelo tardó en volver a temblar.
Esta vez, no era el poder psíquico de los antiguos habitantes de Mu el responsable, sino un gigante, o más bien, un coloso de metal. Para asombro de Munin, veinte metros de puro bronce venían hacia él, asiendo con la mano más ruidosa del mundo un espadón por lo menos la mitad de grande. Sonrió, creyendo que un armatoste tan grande no podría ser un problema, pero la sorpresa no tardó en llegar por partida doble: el coloso —ingenio mecánico, habían dicho en la reunión— movió la espada a la velocidad del rayo, a la vez que los fantasmas unían sus fuerzas para mantenerlo paralizado una determinante fracción de segundo. Sin tiempo suficiente como para resistirse al asalto psíquico, Munin maldijo a los dioses de todas las formas posibles, en su mente. ¡Ni siquiera podía insultar como era debido a aquel robot endemoniado!
—Oh, en la mitología solo hablaban de un Talos —afirmó una voz conocida.
Munin enmudeció. Para él, había sido solo un parpadeo, incluso si no había podido parpadear, pero a Katyusha, la guerrera azul con armadura de sirena, le había bastado ese tiempo para venir hasta donde estaba y parar con su uña el espadón del coloso.
—¿Talos? —preguntó el caballero negro, ya libre del dominio de los fantasmas—. ¿El robot tiene un nombre? ¡Genial, porque tengo que…!
—Les dicen ingenios mecánicos —corrigió Katyusha antes de iniciar su contraataque.
Si el coloso podía atacar con la celeridad de los rayos que caen del cielo, la siberiana era como los relámpagos, desmembrando al ingenio mecánico en un instante demasiado pequeño como para que Munin pudiera verlo. El tronco, las extremidades y la cabeza del broncíneo gigante cayeron al suelo presas de una repentina congelación, estallando por ello en mil pedazos durante el impacto. Con un vago gesto, Katyusha manipuló todos los fragmentos resultantes para atravesar a endiablada velocidad las túnicas de todos los fantasmas presentes hasta no dejar ni el más mínimo rastro físico de ellos.
—Bueno, ¿nos vamos? —dijo Katyusha, sonriente.
—Primero, necesito protegerte de… —Munin calló a media frase, aterrado. La sonrisa de la siberiana, primero amistosa, ahora se había vuelto cruel.
En lugar de empezar una inútil retirada, Munin invocó a un cuervo blanco.
—Es por su bien, señora.
—Salgan de mi cabeza.
—¿Señorita? No sé si es casada.
—Ahora mismo.
—Por rango, bueno, usted es capitana de los guerreros azules y yo comandante de los caballeros negros en el Pacífico, podríamos tutearnos.
—Salgan o los mataré a todos.
—Oiga, son fantasmas. Ya están muertos.
—¡Al que no se vaya ahora mismo pienso arrancarle las pelotas!
Tras tal amenaza, Katyusha empezó a golpearse la cabeza con tal violencia que Munin no se atrevió a enviar al eidolon. Se quedó mirando, con los ojos muy abiertos, cómo de la siberiana parecían estar saliendo espíritus asustados. Era una visión absurda, sin duda fruto de la conmoción; él sabía que no lidiaban con fantasmas capaces de poseer cuerpos, sino mentalistas con el poder de controlar la mente humana, sin embargo, esa era la forma en la que interpretaba aquel disparatado auto-exorcismo.
—Dioses, había mil voces en mi cabeza —murmuró Katyusha cuando todo terminó. Tenía la mejilla hinchada y un feo corte en la ceja izquierda del que no paraba de salir sangre, sangre que bebía sin pretenderlo, porque todavía estaba sonriendo—. ¡Y sin beber ni una gota de alcohol! Todavía escucho una, de hecho.
—Imaginaciones suyas —dijo Munin, confiando en poder enmascarar que en el último momento había dado uso a su eidolon. No iban a ganar esa guerra si aquella capaz mujer se daba una paliza a sí misma cada vez que trataban de controlarla.
Por un momento creyó que lo había descubierto. Durante un par de segundos, la siberiana lo miró con fijeza, tal vez lista para arrancarle una parte de su cuerpo en la que prefería no pensar, pero en lugar de eso, lo agarró por el hombro y rio.
—Buen trabajo, señor comandante.
—Si yo no he hecho nada, señora capitana.
—Si estás vivo al final de una misión, es que lo hiciste bien.
—Así piensan los mercenarios.
—Ah, cómo me gustaría tener ese poder para destruir almas. Lo haría todo más fácil.
—¿Me está escuchando?
—Tus muchachos están bien, Baldr fue a por ellos y ese hombre es bastante fuerte. ¡Mucho más que yo! ¡Rayos! Me hace sentir tan debilucha como cuando era una niña.
—Si usted es una debilucha, no sé lo que queda para mí.
—Me llevaría mejor con Folkell, creo, podríamos hacernos más fuertes juntos. Tengo que mejorar mucho, muchísimo, por mi tío y mi tío abuelo. ¿Soy su orgullo, sabes?
En lugar de mantener la conversación, Munin dio un suspiro. Tal vez se había dado un golpe demasiado duro en la cabeza, quizás solo estaba más cansada de lo que quería aparentar por el asalto de los fantasmas. Si era así, no le importaba servir de bastón un rato. Si no, bueno, podría contar a los demás en Hybris cómo los rusos comparaban ser controlados por un millar de mentalistas con una borrachera.
Además, había un par de buenas noticias. Que Baldr pudiera destruir almas protegidas por Leteo le resultaría difícil de creer si no supiera que el Santuario poseía medios para neutralizar a los soldados del Aqueronte. En las circunstancias en las que estaban, podía permitirse tener fe y creer que si alguien así cuidaba de Eren y los demás, todos ellos llegarían al campamento sanos y salvos. Se alegraba por el muchacho, y lo que era más sorprendente, se alegraba por sí mismo. Aquellos caballeros negros eran sus hombres, todos los que lucharían en ese frente estaban a su cargo. De repente fue más consciente que nunca de lo dolorosa que le sería cada pérdida, cobrando por ello valor cada vida salvada. Miró a la siberiana, preparando palabras de gratitud hacia ella y su compañero.
—¿Tan mal estoy? —dijo Katyusha.
—Oh, no —repuso Munin, apartando pronto la mirada—. Es solo que… ¿La batalla apenas empieza, no? Es pronto para celebrar.
La siberiana, desde luego, tenía cara de querer montar una fiesta.
—Nunca es pronto para tomar un barril.
—En Hybris tomamos refresco. Somos gente pobre.
De tan absurda que era aquel comentario, Munin rio. Estuvo riendo durante buena parte del viaje de regreso, rememorando una reunión igual de absurda.
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Tal viaje fue de lo más tranquilo, por eso empezaron a desconfiar. E hicieron bien.
Munin y Katyusha regresaron a un campamento en pie de guerra. Dorer de Cerbero Negro, junto a Oribarkon, un cíclope ciego y un guerrero del mar armado con red y tridente estaban al mando de las fuerzas en tierra, resistiendo a las fuerzas combinadas de dos ríos infernales. La legión de Aqueronte hacía de vanguardia, pero en cuanto los pocos miembros de la Guardia de Acero que había se preparaban para liberar algunas de aquellas almas, intervenía la legión de Leteo: los fantasmas de los Mu, capaces por igual de enviar hordas de soldados de roca y colosos de bronce como de embrujar las mentes de los aliados conocedores del cosmos que podían ayudarlos.
No era mucho el poder que cada emisario de Leteo podía ofrecer, más bien, el río del olvido se conformaba con abrumar al bando de los vivos con números. Y si algo debía sobrarle era cantidad de soldados, pues la entera raza de los Mu había sido olvidada por la historia. A pesar de ello, no parecía necesario traer refuerzos, en opinión de Katyusha. Munin, no tan convencido de ello, corrió entre las hordas de Leteo y envió una docena de cuervos blancos sobre los fantasmas que los lideraran. Las aves picoteaban al enemigo entre los ojos, produciendo extraños gritos y su inmediata desaparición. Tan concentrado estaba el caballero de Cuervo Negro en esa tarea que un coloso estuvo a punto de ensartar su espadón sobre su cráneo, pero Katyusha actuó a tiempo, despedazándolo con una facilidad que era hasta molesta de ver.
—Gracias —dijo Munin, en nombre suyo y de todo el bando de los vivos en ese frente. La siberiana había destrozado a cinco colosos y un sinnúmero de soldados rocosos mientras lo acompañaba—. ¿No estabas cansada?
—Con resaca, podría decirse —contestó Katyusha, señalando al guerrero del mar que se les acercaba, un marino de fina barba y grasos cabellos negros.
De aquel hombre recibió la misma instrucción que los otros como él —el grupo de Eren, dedujo—: unirse a la flota aliada en el océano, donde abundaban los monstruos de tiempos antiguos. Si bien Munin no podía permitirse ir al mar y desatender a las tropas de tierra, escuchó con atención lo que el marino tenía que decir. La presencia de Flegetonte en la Tierra había avivado el lado más oscuro de los mares, despertando a monstruos de tiempos pretéritos, siendo esa la razón por la que el Gran General Sorrento y la dama Dione no estaban allí, sino sus hombres de confianza.
Con lo que Munin estaba viendo, podía decir que se merecían esa confianza. Los soldados rasos del mar gozaban de gran fuerza y armas durísimas; gólem que tenían enfrente, gólem que machacaban hasta reducirlo a la quinta parte de sus cinco metros promedio de altura. Entonces los arrojaban al agua, dejándolos a merced de las ninfas del mar y sus invulnerables cuerpos líquidos. De ese modo, la horda rocosa era arrastrada hasta las profundidades del océano mientras el canto de las sirenas contenía el grueso de la legión de Aqueronte. Algunos escapaban, pero era a propósito, para que siendo unos pocos pudieran ser derribados por la Guardia de Acero.
Adelantándose a aquellos combates, corazón de la batalla, iban los gigantes de un solo ojo, desatando relámpagos contra colosos de igual tamaño, inutilizando las espadas que portaban y debilitando sus cuerpos para que los caballeros negros cargaran contra ellos con tremenda ferocidad. Aquellos jóvenes que se unieron a Hybris con la vergüenza de no haber podido convertirse en santos de Atenea, tenían empero una misión por la que luchar. Por el mundo con el que soñaban, desplegaron sobre el enemigo una fuerza que debía destellar a través de los mares, como un signo de esperanza para la flota aliada.
Miles de saetas llovían de forma constante junto a llamaradas verdes, discos de metal cortante y soplos de aire oscuro. Altos guerreros vistiendo los mantos negros de Hércules, Perseo, Orión, Dragón y Osa Mayor aplastaban con una fuerza más allá de sus propias expectativas a todo gólem que se les pusiera enfrente, cuando no mandaban a la inconsciencia a los poseídos. Cadenas de ébano atrapaban las extremidades de los colosos mientras los más ágiles entre los caballeros negros, sombras de Can Mayor y Lebreles, rasgaban el descubierto punto débil en el tobillo sin una pizca de temor. Así, tras duros minutos de batalla cayeron tres colosos frente al asombrado Munin.
—Quizá no es tan fuerte como imaginaba, señora… ¿Eh? ¿Dónde está?
Katyusha no estaba a su lado. Miró hacia el cielo, creyendo que se había ido volando, y no pudo evitar dar varios pasos hacia atrás. Allí se hallaba el resto de los Mu, sin tiempo para reorientar la batalla tomando el control de los que más problemas causaban, porque Baldr estaba luchando contra todos ellos. Un solo hombre hacía frente a miles de fantasmas sobre un suelo de apariencia cristalina. Munin tuvo oportunidad de ver la famosa técnica del Lord capaz de destruir incluso las almas protegidas por un río infernal, a medias. No las destruía, sino que un portal se abría en su mano extendida hacia el enemigo que tuviera enfrente y este era aspirado de la misma forma que si estuviera frente a un agujero negro. Pero ni una habilidad tan prodigiosa le ponía las cosas fáciles, no cuando todos los fantasmas eran poseedores de un mínimo de poder mental: teletransportanción, telequinesis, asaltos psíquicos a través de telepatía, muros reflectantes de cosmos surgiendo del suelo cristalino, portales que se abrían para hacer aparecer partes de la legión de Leteo y el Aqueronte donde más problemas podían causar… ¡Hasta había monstruos hechos de pura energía! Un eidolon con forma de grifo estaba por golpear la espalda de Baldr, cuando apartó la vista.
Katyusha estaba muy cerca de la costa creada por Miguel, combatiendo a un soldado de la legión de Leteo que nada tenía que ver con el resto. Para empezar, tenía una apariencia humana, aunque de género no definido. Un uniforme plateado ceñía su cuerpo, a juego con el cabello trenzado. Su rostro andrógino no sufría la menor turbación mientras intercambiaba puñetazos contra la siberiana y evitaba los bastonazos que Oribarkon lograba atinarle de vez en cuando.
—Solo necesito darle una vez —aseguraba el telquín, agotado.
—¿Qué pasa, muñeco? ¿Te dan miedo los pitufos? —preguntó Katyusha a la vez que rodeaba a su oponente en una esfera de agua.
Él se cubrió de una energía calorífica, vaporizando la Prisión Marina, y contestó:
—Sus habilidades no tienen sentido.
—¡Soy un mago! ¡Lo que hago no tiene por qué tener sentido! —aseguró Oribarkon.
—Ya sé lo que eres, lo que me gustaría saber es qué es ella —objetó Katyusha.
—Un autómata —repuso Oribarkon.
—Gólem de plata Beta. Acompañante del señor Mateus de Piscis —explicó con sequedad el enemigo—. Este continente pertenece a los dioses del Zodiaco, pagaréis cara vuestra invasión —aseguró antes de lanzarse al ataque.
Una vez más, Katyusha creó alrededor de Beta la Prisión Marina, solo que en esta ocasión la congeló antes de que pudiera subir la temperatura. Después, previendo lo que ocurría, elevó la esfera de hielo contra la Fortaleza de Cristal que los fantasmas habían creado para luchar contra Baldr. El impacto fue atronador, pero de los restos caía Beta sin sufrir ningún daño y listo para golpear a Katyusha. La siberiana, sonriendo, preparó también un golpe, ahora ardiente. El choque arrasó esa parte de la costa e hizo volar a Oribarkon hasta donde se hallaba Munin de Cuervo Negro, en parte espectador, en parte preparándose para ayudar a los suyos de la mejor forma que sabía.
—Cuervos blancos, me he vuelto loco —se quejó Oribarkon.
—Oye, ¿ya te has olvidado de mí? —dijo Munin—. Bueno, no importa.
Aun si tras el humo de la explosión todavía podía verse a Beta encajando los poderosos golpes congelantes de Katyusha, la batalla se estaba decantando a favor del bando de los vivos. Ya no quedaba un solo gólem en los alrededores, de modo que todo el poderío de los caballeros negros y marinos quedaba para los colosos, vulnerables a ataques combinados. En cuanto a la legión de Aqueronte, Munin no podía explicar lo que ocurría, solo decir que era bueno para ellos: las ninfas salieron del mar acompañadas de los que debían ser sus padres, hombres altos, fornidos y de cabellos y barbas blancos como la espuma del mar. Se hacían llamar los Oceánidas y con su voz atronadora desafiaban a Aqueronte en persona antes de tornarse en una capa de a agua clara y pura que enfrentaba el líquido infernal en un duelo de lo más extraño. Sobre tal enfrentamiento, remolinos de agua sobre el suelo, marchó la Guardia de Acero e hizo una auténtica masacre con los ahora lentos y desconcertados soldados del infierno.
Munin miró arriba, temiendo que los fantasmas cambiaran las tornas de la batalla. La mayoría seguía luchando contra Baldr, sin importar las aplastantes derrotas que sufrían contra sus portales devoradores de espíritus y terrible cosmos, muy capaz de dispersar la energía de un eidolon de un solo tiro. Sin embargo, los finos sentidos del caballero negro le permitieron detectar a algunos muy alejados de la batalla con el Lord del Reino. En general, eran iguales a los demás salvo por un detalle: una máscara de metal que le recordaba a las portadas por las mujeres al servicio de Atenea. ¿Era ese el medio por el que se mantenían en el mundo de los vivos, al igual que el núcleo del espíritu de un gigante y el bastón de un telquín? La respuesta, si la había, se la llevaron al desaparecer de improviso, a buen seguro decidiendo que la batalla estaba perdida.
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—Eres un robot.
—Gólem de plata Beta. Al servicio de…
—¡Cállate, robot!
—Orden de retirada recibida.
—¡A dónde vas, no hemos terminado!
—Volveremos.
Katyusha y Beta cerraron los enfrentamientos con esa discusión, pero Munin apenas prestó atención al asunto. Ni siquiera se molestó en intentar impedir a la siberiana el perseguir al robot, estaba más interesado en prepararse para el siguiente ataque. En cuanto a eso, primero pasó revista a todos los supervivientes y felicitó a Dorer por su buen hacer como defensor del campamento. Con él compartió sus preocupaciones sobre Eren y los demás y las dudas sobre el sentido de esa batalla. Al parecer, todo inició con la aparición de algunos rostros ancianos en el cielo hablando a las mentes de quienes habían atracado en el continente. Todos oyeron lo mismo: el Pueblo de Mu los consideraba invasores, y según decían los viejos, se iban a defender.
—Bueno, a los caballeros negros se nos da bien hacer de malos —dijo Munin, encogiéndose de hombros—. Me preocupa más eso de los dioses del Zodiaco.
—Dijo Mateus de Piscis —dijo Dorer—. ¿No será un santo de oro?
—Una mujer guarda el templo de Piscis en esta época. A menos que el río del olvido esté resucitando santos de oro dudo que veamos a ese Mateus.
—Ojalá sea así, comandante.
Con todo, no estaba de más prepararse para lo peor. Munin pidió a los líderes marinos, realizar una reunión estratégica lo antes posible. En lo que aquellos terminaban con sus propios asuntos, buscó a la sombra de Lebreles. Dorer había hablado muy bien de la ayuda que Miguel había prestado en el principio de la batalla, de manera que en primer lugar lo liberó de cualquier llamada de atención y le dio un nuevo encargo: si, como sospechaba, los enfrentamientos en el mar habían cesado, debía ordenar a todos los mentalistas de Hybris que se reunieran en el campamento lo antes posible.
—¿Vamos a invadir ya?
—Tiempo al tiempo. Anda, vete ya, antes de que me arrepienta.
Miguel se marchó sin decir palabra. Como la mayoría, no se imaginaba que cuando se cercioró de quienes habían sobrevivido, mandó sobre él uno de los Hijos de Mnemosine, enmascarado por una ilusión para que no se alteraran en la flota aliada. Tenía que hacer lo mismo con todo el ejército negro, aun si con cuanto había hecho hasta ahora ya se sentía a un tiempo agotado y eufórico, presente en más lados de los que le gustaría. Si quería salir cuerdo de algo así, más le valía tener la ayuda de gente capaz.
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En la reunión estuvieron Munin y Dorer por los caballeros negros, Polifemo el ciego por los cíclopes, Egeo por las ninfas y Oceánidas, Agenor por los guerreros del mar y las sirenas y Oribarkon por sí mismo, como llegó a decir al unírseles en el último momento. La Guardia de Acero cercó el encuentro, siéndoles de suma importancia el escuchar todo lo que se acordara para la campaña en el frente del Pacífico.
Primero, Munin alabó lo que Egeo, sus amigos barbudos y bellas hijas hicieron con el Aqueronte, preguntándoles si no podían repetirlo dividiéndose en pequeños grupos y sin la ayuda de las sirenas. Aquello escandalizó al oceánida, en parte por la falta de respeto, en parte por ser el Aqueronte una sustancia inmunda de la que solo podrían despegarse tras mil años de purificación, incluso contando solo ese combate, pero el semblante del marino se fue suavizando conforme Munin iba relatando su plan a todos.
—Un cíclope se basta para aplastar a un coloso, los guerreros del mar pueden encargarse de esas cosas hechas de roca con ayuda de los caballeros negros. Si además de eso poseemos medios para neutralizar a la legión de Aqueronte, podríamos mandar sirenas para contrarrestar la habilidad de los fantasmas. Algunos en Hybris, entre ellos un servidor, poseemos un don para la telepatía que podría ayudar en eso. De hecho, tengo una técnica de lo más eficaz para lidiar con ataques psíquicos.
En esa parte de la estrategia, fue Agenor el ofendido. Era uno de los dirigentes de la batalla en el campamento, el de la red y el tridente; por lo que Munin había visto entonces, le pareció un hombre simple al que le gustaban las guerras en las que sobrevivía el bando que más gente viva conservara al final. Sin embargo, resultó ser lo bastante inteligente como para que le revolviera el estómago que un extraño se le metiera en su cabeza para protegerlo de otros. Munin no pudo hacer que cambiara de opinión, pero sí consiguió permiso para cuidar de la parte más débil del ejército.
De ahí en adelante, empezaron a trazar planes para asaltar las montañas una a una. Todos los líderes habían visto a los fantasmas con máscaras y no les resultó descabellada la idea de que rompiéndolas podrían evitar que estos regresaran del inframundo con tanta facilidad. Lo de que pudieran encontrarlos en las cimas de la montaña fue más difícil de sostener, ahí fue donde Oribarkon sirvió de ayuda, para variar, al recordar a todos que los Mu fueron siempre gente de las montañas, amigos de las alturas tan alejadas de los mares de los atlantes. Si había un sitio en el que los fantasmas se asentaban, debía ser el que fuera su hogar cuando vivían. Atacar tales lugares sería complicado, claro, primero tenían que pasar por encima del Aqueronte, siempre presente en la falda de las montañas, después ocuparse de las proyecciones de fantasmas, por no hablar de las hordas que estos podían dirigir. Sería una larga guerra.
—Ganar —fue lo único que dijo Polifemo en toda la reunión.
—Sí —afirmó Munin—. Nos costará sangre, sudor y lágrimas, pero ganaremos.
Tomadas las decisiones importantes, se fueron uniendo algunos de los soldados, de Hybris, los mares y la Guardia de Acero, con cuestionamientos que sus superiores respondieron con claridad. En ese tiempo también llegaron los caballeros negros hábiles en las artes mentales, sombras de Cincel y Escultor, Cefeo y Casiopea, entre otras.
Munin se reunió con los recién llegados en privado, empleando con toda franqueza la técnica Hijos de Mnemosine con ellos. El poder mental fue compartido, elevando las posibilidades de la victoria. La sombra de Cuervo, más relajado, empezó a preocuparse por la tardanza de Katyusha y justo en ese momento la siberiana llegó desde algún lugar lejano, más allá de las brumas. De la armadura solo le quedaba la pechera y las protecciones de las piernas, pero no parecía malherida, sobre todo tenía moratones.
—¿En tu plan de ataque has tenido en cuenta al robot?
—Si tú no puedes vencerlo, tal vez tu amigo pueda.
Baldr, al igual que Katyusha, no se unió a ellos después de la batalla, aunque tampoco fue en busca de los enemigos. En el momento en que la Fortaleza de Cristal creada por los fantasmas se hizo añicos, el Lord del Reino marchó a ayudar a la flota aliada contra los monstruos marinos. Desde entonces no lo había visto.
—Se adapta a todo lo que le lanzo —explicaba Katyusha—. Si es frío, sube la temperatura, si es calor, la baja. Tal vez si combino ambas a suficiente velocidad, pueda… ¡Diablos, estúpida costilla!
—Creo que Oribarkon podría curarte —propuso Munin.
—Es que pega tan fuerte…
—Es el sirviente de un dios, por lo que dijo.
Lejos de restar importancia al comentario de Beta, Katyusha dirigió a Munin una mirada seria que no le gustó nada. Entonces, un de lo más inoportuno Oribarkon llegó para decirles que él no era ningún curandero y el momento para las preguntas se perdió en medio de una discusión inútil, parte de una espera demasiado larga.
Porque para continuar la campaña necesitaban hombres. Había demasiados de la Alianza del Pacífico luchando en el mar, por no hablar del escaso número de miembros de la Guardia de Acero con los que contaban en ese frente. Le suerte les sonreiría más adelante, con la llegada de los Heraclidas desde Alemania y Faetón desde Bluegrad, pero no lo sabían en ese momento y por ende cada minuto fue más amargo que el anterior. Estaban en guerra contra todo un continente, no podían permitirse solo esperar a recibir oleadas de enemigos, tenían que llegar hasta el corazón del problema.
—Eso, ¿qué es lo que buscamos con exactitud? —preguntó Katyusha, ya puesta al día.
—El lugar donde debería estar Reina Muerte —dijo Munin—, si Garland de Tauro no lo hubiese removido de la existencia. Ahí se manifestó Leteo en este mundo.
Los líderes del ejército marino se estremecieron al oír ese nombre. Munin no los culpaba. Si lo que enfrentaron era una avanzadilla de su legión, ¿qué tanto poder podía ostentar el dios del olvido, aun si se manifestaba en un mundo que no era el suyo?
Ninguno allí lo sabía. Sí entendían, en cambio, lo que Munin no terminaba de decir: el objetivo era alcanzar la raíz del río del olvido, enfrentarlo en su propio terreno.
Alguien tenía que ir al Hades y destruir a Leteo. Ese era el plan.
Notas del autor:
Shadir. En esta larga historia hay muchos misterios por desentrañar, aquí empieza a revelarse uno: la identidad del santo de Cáncer. Mal por Jäger, que no quiso prestar atención, y bien por Nimrod, que sin duda sabe, como muchos otros antes que él, que quienes vienen preparados, tienen la mitad de la batalla ganada.
Pero, ¿qué hay de la otra mitad? Es una alianza única en la historia de las Guerras Santas, contra todas las huestes del inframundo. ¿Será que los vivos pueden salir victoriosos de esta guerra tan anticipada?
