Capítulo 93. Dios guerrero
Al dirigirse a Beta, el santo de Aries se recordó que aquel sirviente era una máquina creada para acompañar a un anciano postrado en una silla de ruedas, no un guerrero, mucho menos un igual. Por ende, debía ser paciente, ¿qué culpa tenía él, ella o lo que fuera, del temor de su amo por la muerte?
«Existe por esa razón —le dijo la parte más retorcida de su ser—. Mateus nunca abandonaba el Misophetamenos, por eso creó a los clase Beta y los demás.»
—Señor Belial, no comprendo sus últimas instrucciones.
—No obstante, has obedecido.
—Según la directriz del señor Mateus, debo seguir cualquier orden dada por el Zodiaco siempre y cuando no sean dañinas para el señor Mateus y la señora Atenea.
—Exprésate con libertad —dijo el santo de Aries, seco.
—¿Por qué reunir a la legión de Leteo en este lugar? —cuestionó Beta.
—Porque seremos atacados muy pronto. Nos han estado vigilando, como espero que hayas notado. Me refiero a la única gente que importa entre estos invasores —hubo de aclarar el santo de Aries, desconfiado de la capacidad de procesamiento de la máquina.
—¿Dice que el resto del ejército invasor es irrelevante? —quiso confirmar Beta.
—En efecto, no es necesario perder el tiempo con los demás.
Por el rabillo del ojo, vio a los fantasmas mirándole y sonrió. ¿A eso había quedado reducido el pueblo de Mu? ¿Andrajos sobre cuerpos de aire, máscaras flotando como una pobre imitación del rostro humano? Y lo llamaban loco por irse del hogar.
Munin y los demás aterrizaron a pocos metros de donde estaba el santo de Aries. Ningún miembro de las legiones del Hades se lo impidió, hasta los monstruos estaban sometidos por el vasto poder psíquico que ahora emanaba del Ermitaño.
—¿Qué ha ocurrido, Ofión? —preguntó Sorrento, adelantándose a los demás. Parecía preocupado, pero al tiempo ya sostenía la flauta con la mano derecha.
El santo de Aries lo miró sin decir palabra. Beta giró, alzando la guardia.
—Oye, te están hablando —dijo Munin, molesto—. ¡Responde!
—De rodillas —ordenó el santo de Aries a los cinco, resonando su voz dentro de la cabeza de todos ellos—. De rodillas —insistió al ver que Baldr y Sorrento se resistían.
Desde su posición, Munin pudo ver con pavor cómo la fiera siberiana y el orgulloso Oribarkon golpeaban el suelo con la cabeza, apretando las mandíbulas como único signo de resistencia que les era permitido. ¿Cuánto tardarían el Gran General y el Lord del Reino en ceder también? Trató de levantar la cabeza y comprobarlo, pero al final lo que hizo fue lanzar al santo de Aries una mirada desafiante. ¿Qué demonios pasaba?
—Somos… aliados… —dijo Cuervo Negro, siéndole doloroso el incluso hablar.
—Te diriges al señor Belial de Aries —dijo Beta, caminando hacia él y agarrándolo por el cuello—. Reconoce tu lugar, gusano, y arrástrate por la tierra
Los dedos del autómata se clavaron en el cuello de Munin hasta hacerlo sangrar antes de empujarlo contra el suelo. La roca se partió bajo el peso de su cráneo, mientras Katyusha reunía fuerzas para librarse del control psíquico y decapitar a su captor.
—Deja de respirar —dijo entonces el santo de Aries, cortando el noble intento de la siberiana. Se tomó el cuello, falta de aire y sin poder siquiera hablar.
Baldr y Sorrento gruñeron, presas de una ira tremenda, pero Munin presentía que la capitana de los guerreros azules moriría antes de que intervinieran. ¡Moriría por haber tratado de ayudarle! No podía permitirlo. Como una bestia salvaje se removió entre la presión de Beta, sin que la presión que el autómata ejercía sobre él disminuyera en lo más mínimo. Por supuesto, él no entraba en esas ligas, al menos no en lo físico. Si quería hacer algo, tenía que ser en su terreno, el mental.
Relajó los músculos un instante, cerró los ojos y bloqueó los sentidos al mundo que lo rodeaba. Aun así, pudo ver todas las batallas que transcurrían a lo largo del continente, no como imágenes, sino como la marea de pensamientos, emociones y temores que eran las mentes del ejército que luchaba para darles una oportunidad. Quiso tocar con las manos de su cuerpo astral aquel poder increíble que unía a todos sin importar la distancia que los separaba, hasta que recordó que él mismo era ese poder, eran los Hijos de Mnemosine, potenciados por todos los mentalistas de Hybris en el Pacífico, los que habían reforzado las mentes de marinos, caballeros negros y guardias.
«Pensaba que eso me dejaría exhausto. ¿Por qué estoy tan eufórico? Siento que todo es posible. —Miró a Beta, el autómata capaz de adaptarse a los ataques de Katyusha. Con suavidad, tocó el abdomen de aquel enemigo invencible. Empujó.»
El cuerpo de Beta desapareció en el cielo en un parpadeo, a la vez que Munin se levantaba, respaldado por dos alas de blanco plumaje y seis cuervos del mismo color. Una de las criaturas se mantuvo en su hombro, mientras que las otras fueron hacia el santo de Aries, picoteando con furia el brazo que este había alzado en signo de desprecio. En ese momento, Sorrento aparecía a la diestra de aquel enemigo inesperado y tocaba su melodía, acaso para devolverlo a su auténtico yo, el de Ofión de Aries. Baldr no fue tan clemente: en cuanto llegó hacia quien había definido como un enemigo, descargó sobre su abdomen dorado una ráfaga de puro cosmos.
—Muchacha, ¿estás bien? —Oribarkon, aprovechando la situación, rodó hacia Katyusha y con solo tocarla rompió el hechizo que estaba obligada a acatar.
—Gracias —dijo la siberiana, tosiendo—. Estoy bien.
El telquín asintió, dirigiendo luego su rostro hacia el santo de Aries. Estaba furioso, tanto, que no le importaba que este siguiera siendo presa del triple ataque.
—¡Lo habéis hecho! ¡Malditos seáis, lo habéis hecho! ¡Ni siquiera Hades pensó alguna vez en revivirlos, aun si eso le hubiera asegurado la victoria! ¡Mas vos, vos Damon, Rey de la Magia y maestro de todos los telquines, una vez más os creísteis demasiado inteligente, demasiado poderoso, como para acatar las leyes del sentido común! ¡Insensato! ¡Demente! ¡Nos has condenado a todos con tus vanas ambiciones!
Una risa seca se oyó por el lugar. El santo de Aries, lejos de verse atosigado, se libró de todos los ataques con una ola de poder invisible. Sorrento y Baldr pudieron evitar daños mayores saltando hacia atrás, pero los cuervos fueron destruidos por completo.
—Mi regreso estaba preparado, telquín —aseguró el santo de Aries, caminando hacia Oribarkon con total tranquilidad. En tal andar, giró la muñeca y Beta apareció a su lado, intacto—. Desde el último de mis días, mi consciencia quedó unida al manto de Aries, en espera del momento en que nuestra diosa regrese.
—¿De qué está hablando este loco ahora? —dijo Munin, más para dar tiempo a los demás para recuperarse que porque creyera que fueran a decirle algo con sentido.
—Es muy simple —contestó el santo de Aries—. Ya no soy aquel al que llamáis Ofión, el último santo de Aries, sino el primero, Belial de Aries, consejero de la única y verdadera diosa, aquella que llevará a los hombres la Eternidad y el Infinito.
—¿Consejero? ¿Diosa? —Oribarkon, enfurecido, escupió a los pies del autoproclamado Belias—. Solo eras el escribano de una mujerzuela, nada más, nada menos.
La tierra entera cimbró. Las emociones que no reflejaba el semblante del santo de Aries se transmitieron a través del suelo en forma de grietas, todas apuntando al mago.
Este, sin el más mínimo interés en disculparse, saltó hacia el cofre y lo golpeó con su báculo. Nadie sabía lo que ocurriría, por lo que los demás decidieron ayudar a Oribarkon, seguros de que Belial acometería contra él. Munin, en sintonía con Sorrento, buscó atacar la mente del santo de Aries mientras Baldr y Katyusha cargaban contra el cuerpo, el primero con violentas ráfagas de energía carmesí, la segunda cubierta de un fuego abrasador y acelerándose hasta alcanzar la velocidad de la luz, quizá para compensar el haber bajado la guardia antes. Los golpes de ambos, empero, no causaban mella alguna en el manto zodiacal y su portador siempre avanzaba tres pasos por cada uno que le hacían retroceder, caminando como si no estuviese sufriendo ningún ataque, siempre en dirección a Oribarkon. Tal era la enormidad de su fuerza, lo suficiente como para que ni Beta ni las legiones de Leteo y Flegetonte se molestaran en ayudarlo.
La bota de Aries chocó contra el cofre justo cuando este se abrió. Llenando de luz toda el área que Belial pensaba arrasar con su puño.
—¡Demonios de Hel! —gritó Baldr, también cegado por la luz repentina—. ¿Qué ha ocurrido? ¿Qué son esas armaduras?
—Se parecen a las escamas de Poseidón. —Katyusha miraba asombrada las cinco armaduras que flotaban alrededor de Oribarkon, protegiéndolo—. ¿Acaso son…?
Ese fue el turno de Oribarkon para sonreír.
—Hipocampo, Escila, Limnades, Kraken, Dragón del Mar —enumeraba el eufórico telquín dando golpecitos con el bastón a cada una de las armaduras, evocadoras de tan magníficas criaturas marinas. Cada que lo hacía, un cosmos aguamarina brillaba desde el interior de las corazas y se extendía a lo largo de las extremidades y los cascos, como delimitando la figura humana de antiguos portadores—. Mi carta del triunfo.
El santo de Aries torció el gesto y desapareció, manifestándose al lado de Beta.
Las legiones del inframundo empezaron a moverse.
—Es impresionante, Oribarkon —admitió Sorrento, el más conmovido por aquel prodigio—, ¿cómo lo has hecho?
—Ja, secreto del oficio, Gran General —dijo el mago antes de dirigirse al boquiabierto Munin—. Si ya te has terminado tu ración diaria de moscas, creo que tienes trabajo pendiente. ¿Estás seguro de que podrás solo con la Abominación?
El caballero negro de Cuervo miró a la montaña que habían dejado atrás. Hacerlo lo obligó a recordar que estaban rodeados por todas partes. Los primeros santos de Atenea, para empezar, los cercaban sin dejar un solo hueco libre.
—No irá solo —afirmó Katyusha, palmeando el hombro de Munin. La negra protección se hizo añicos por el contacto y el caballero negro dio un chillido, al sentir el fuego que todavía rodeaba a la siberiana—. Lo siento.
—¿Podréis con todo esto, de verdad? —dijo Munin, ya despegándose de la tierra. No parecía que al santo de Aries le importara en lo más mínimo si se quedaba o no.
Baldr, Sorrento y Oribarkon asintieron uno tras otro. El mago incluso le guiñó el ojo.
Eso tenía que ser buena señal. Munin se preparó para cumplir la misión por la que estaba allí, pero al girar, vio que tres colosos estaban por atacarle, llenos de una energía nueva. En esa ocasión, de nuevo, fue ayudado por Katyusha, una línea de ardor estelar que cercenaba a los gigantes de bronce con la misma facilidad que el cuchillo caliente corta la mantequilla. Ni siquiera los robustos escudos aguantaban la temperatura que alcanzaba su cuerpo, sin embargo, había algo que ningún fuego, salvo el de Flegetonte, podía quemar: almas. Munin recordó la orden que Belial había dado a Beta y reaccionó en el momento preciso, destruyendo las máscaras de tres fantasmas que recién se estaban manifestando entre los escasos restos de los colosos.
—Hacemos un buen equipo, ¿eh? —dijo Katyusha.
—Ya lo creo —convino Munin—. Cerebro y músculo.
No dijeron nada más, porque en ese momento el espacio se curvó alrededor de ambos. De un momento para otro, el caballero negro y la guerrera azul se vieron transportados a un par de kilómetros de distancia, justo donde debían estar.
—Señor Belial, solicito permiso para ir en su búsqueda —dijo Beta enseguida.
—Ve a la montaña, considera a las Keres tus aves de presa y los legionarios tus sabuesos —dijo el santo de Aries—. Usa también a los catoblepas. El aliento de esas bestias con cabeza de cerdo puede convertir en piedra al mejor de los héroes.
El autómata asintió, mirando después a Oribarkon, Sorrento y Baldr, como esperando que alguno de ellos intentara detenerlo. En cuanto supo que no era esa su intención, saltó a los cielos acompañado de todas las Keres presentes. Solo los fantasmas de los Mu permanecían en el firmamento, suficientes, eso sí, para ser una amenaza por sí solos. La marcha de los legionarios y los catoblepas fue un alivio, aunque poco cambiaba de la situación. El verdadero problema era la élite de la legión de Leteo, las sombras del recuerdo de los primeros santos de Atenea.
—Esta vez nos toca a nosotros ganar —dijo Oribarkon, dando una vuelta completa mientras apuntaba a cada uno de aquellos jóvenes con su bastón.
—Eran mucho más fuertes en esa época —advirtió Sorrento—. No dependían tanto del poder de los santos de oro y los límites entre cada rango no estaban establecidos.
—¡Qué importa! —gritó Oribarkon, airado—. Ataquemos de una vez.
Sorrento, tal vez contagiado por el entusiasmo del mago, alzó su cosmos a modo de desafío. Todo el ejército enemigo se movilizó entonces desde todas direcciones, así como las escamas de Poseidón, vivas por las artes de Oribarkon.
Kraken e Hipocampo corrieron hacia las fuerzas de la retaguardia, bloqueando con murallas de aire las espadas de hierro, cristalizando la roca con vientos invernales. Limnades, solitario en su malevolencia, anduvo entre los héroes olvidados y les dio lo que hasta una sombra puede llegar a poseer: el dulce recuerdo, previo a una muerte sin dolor. Pero no todos caían en su embrujo y el poder de aquellas escamas no era demasiado, por lo que el Dragón de los Mares y Escila debían lidiar con la gran mayoría, el primero torciendo el espacio-tiempo hasta el punto en que, átomo a átomo, los fantasmas de élite eran desintegrados. Los Mu y los monstruos caían entonces desde los cielos y la tierra, siendo confrontados por la magia de Oribarkon y la habilidad de Sorrento, quien tocaba una melodía dichosa para los espíritus que allí combatían a la vez que usaba la flauta como un arma más vulgar, entre tonada y tonada, destrozando las máscaras de los fantasmas que se le aparecían sin perder nunca el ritmo.
—Destruid a los invasores atlantes, eliminad al blasfemo —ordenó el santo de Aries, dando inicio a una batalla a la que no pensaba asistir.
Tan pronto Belial desapareció, Baldr lo hizo también, imaginando a dónde se dirigiría.
Un portal se abrió sobre la calle principal de lo que en su tiempo fuera una ciudad moderna. A izquierda y derecha solo había ruina, los restos de antiguos edificios inclinados sobre un asfalto lleno de grietas, con desperdicios y huesos llenando cada agujero. Al salir del portal, cerrándolo sin siquiera voltearse, Baldr dedicó solo algunos segundos en preguntarse si eran de hombres o animales. El santo de Aries estaba en medio de la carretera, mirando al horizonte. Cuarenta y dos círculos flotaban allí, uno por cada batalla relevante que se estaba dando a lo largo del continente.
Para Baldr, una cobraba especial importancia. Sobre un muro a punto de caerse, un círculo tan perfecto como los demás contenía imágenes del periplo de Munin y Katyusha. El par ya se hallaba en la cima de la montaña, pero la siberiana estaba envuelta en un intercambio de golpes y contragolpes con Beta que no parecía acabar pronto, de modo que el caballero negro debía enfrentar solo a la Abominación y las Keres que el autómata había traído consigo. Todo un problema, para una sombra destinada a nunca superar a la original, el sentido común dictaba que Munin debería haber muerto desde un principio, decapitado por aquellas valkirias demoníacas. Sin embargo, él resistía, lanzando sobre la Abominación plumas veloces como rayos y proyectando empujones psíquicos contra las Keres, ¿cómo era posible?
—¿Quién ha permitido que los caballeros negros y los guerreros azules crezcan tanto? —cuestionó Belial—. ¿Qué necio gobierna ahora a los santos de Atenea?
—Ellos son especiales —repuso Baldr, pasando la atención de Munin a Katyusha. Aquella mujer se adaptaba muy bien al estilo Merak: cambiaba del frío glaciar al fuego de los soles en tan solo un nanosegundo, saturando la capacidad de adaptación de Beta y obligándolo a retroceder. Ella tenía un gran potencial como guerrera, y el chico que protegía no era menos—. Cuervo Negro ha creado una red psíquica a lo largo de todo el ejército, aun si los capitanes se han negado a formar parte de ella. Lo hizo para protegerlos del domino mental de los Mu, mas parece que…
—Tiene un buen mecenas, eso es todo —interrumpió Belial, girándose por fin a Baldr—. Sé quién es el que lo respalda, su presencia en este mundo facilita las cosas.
—Tú ya te has presentado —admitió Baldr, avanzando hacia su oponente—. Permíteme que lo haga yo también. Baldr de Alcor, Lord del Reino de Midgard.
La imagen del santo de Aries parpadeó, alertando al norteño, pero no pudo girar antes de que una mano se posara sobre su hombro.
—No —dijo Belial, a su lado. Donde estaba hacía tan solo un momento, ahora había un espejo en el que Baldr se veía reflejado. Solo—. Baldr de Mizar era tu hermano, el mejor Lord al servicio del rey de Midgard. Tus manos están manchadas con la sangre de ambos. Cuán despreciable eres, humano.
Baldr apretó los dientes, asqueado de aquella cosa creada por Leteo estuviera en su mente. En un rápido movimiento, apartó la mano de Belial con el brazo y descargó contra su dorado abdomen una ráfaga de cosmos.
—También eres débil —aseveró Belial. El ataque no lo había alcanzado, sino que permanecía como una estrella de energía roja contra una pared invisible—. ¡Débil y despreciable! —exclamó, furioso, antes de redirigir aquel poder contenido contra su oponente. Baldr tuvo que hacer uso de toda su velocidad para evitarlo a tan poca distancia, pero en medio del salto, el notable poder mental del santo de Aries lo paralizó por completo una vez más—. Me repugnas, humano.
—Eres tú el que lee mi mente, yo no te invité.
—Ya la he leído, ya sé todo sobre tu vida, por gente como tú fue ordenado el diluvio.
—El diluvio ocurrió en este mundo, el que fue creado por auténticos dioses.
—¡Ingrato! ¡Si existes es gracias a nosotros!
Aquel clamor resonó más alto que ningún otro. Baldr se vio liberado de la parálisis por un momento que no dudó en aprovechar. Ni siquiera había terminado de caer al suelo cuando su cosmos lo recubrió por completo, del mismo tono que una gigante roja.
—Para ser exactos, existo gracias a una entre vosotros.
—Si te refieres a quien conocéis como la Reina del Invierno, ella solo dio forma a un mundo que ya había sido creado con anterioridad, no era una diosa creadora.
—Ni siquiera quien creó nuestro mundo era una diosa —corrigió Baldr. Toda la ciudad tembló, azotada por la furia del santo de Aries. Entre el estruendo de los edificios, muros y torres cayendo, el norteño gritó—: ¿¡Negaréis que digo la verdad!?
—Creo que no comprendes tu situación —dijo Belial tras un tiempo de silencio—. Permíteme cambiar tu perspectiva. Destrucción —susurró. La armadura de Baldr desapareció en cuanto tal palabra terminó de pronunciarse—. Reconstrucción.
A la espalda del santo de Aries apareció el tótem de un tigre, formado por los mismos átomos en que aquel había dividido la armadura de Alcor. La bestia metálica, cobrando vida por algún poder superior, saltó hacia un sorprendido Baldr, rápida como la luz.
En el momento crucial, empero, Baldr entendió que aquello no podía ser real. Descargó una tempestad de energía carmesí sobre la bestia que aparentaba ser su armadura y, en ese mismo instante, recurrió al viaje entre dimensiones para atacar al santo de Aries desde arriba. Grande fue su sorpresa entonces, porque su enemigo ni siquiera necesitó moverse para frenarlo. ¡Una espada atravesaba el manto de Alcor hasta llegar a su costado! Una corriente de dolor lo obligó a teletransportarse hasta una prudente distancia del enemigo, pero tan pronto pisó tierra, dos lanzas le desgarraron las piernas y lo clavaron al ruinoso asfalto. La sangre manó, habiendo terminado ese largo instante.
—Te felicito por haber visto detrás de mi ilusión —dijo Belial—. Mas, como ya has debido notar, tengo otros medios para lidiar con una criatura tan débil, despreciable e ingrata como tú. Escudo —susurró a media conversación. Un muro invisible se levantó a tiempo de resistir los proyectiles de cosmos que surgieron del cuerpo aprisionado de Baldr. El santo de Aries prosiguió después, como si nada hubiera pasado—: ¿Cómo osaste renombrar el Reino de Midgard, siendo apenas una bestia que mataría a sus padres por unas tierras? Solo un mundo merece el nombre de Asgard, aquel que Ella observaba desde las alturas, donde todos decidíamos el destino de las Otras Tierras. Mas tú, nada más de un hermano celoso de su propia sangre, te atreviste a dar ese nombre a las tierras que desde un principio pretendías gobernar.
—Esa gente se habría muerto de otra forma. —Belial se había acercado hasta él conforme lo hablaba, pero no parecía tener intención de rematarlo. No lo veía como una amenaza—. ¿De qué sirve un rey en una tierra fría e inhóspita, sin levantar nuevas ciudades ni conquistar nuevos territorios? Yo solo convertí en verdad las leyendas que ya iban de boca en boca, que todo el sufrimiento que padecían era una prueba para el más valioso de los pueblos, Asgard. La fe es el arma más poderosa que existe.
—Por eso hace falta un Sumo Sacerdote que la guíe en la dirección correcta, ¿verdad? —dijo Belial, a las claras juzgándolo—. De verdad te crees un héroe.
—Un dios. Un dios guerrero.
—¡Qué arrogante!
—Sin la arrogancia, ¿qué sería de la humanidad? Fuerza, sabiduría y valor, ¿para qué? ¿Para servir a hombres inferiores, como hacía mi hermano? Sí, era el mejor Lord del Reino, ni siquiera Folkell podía ganarle en combate singular. Pero era como los espectros de Niflheim, satisfecho con solo ver cómo las cosas mueren. En mi corazón, en cambio, ardían los fuegos de Muspelheim, que quema el mundo para su renacimiento. Tú me recuerdas a mi hermano.
Las lanzas y las espadas se resquebrajaron. La sangre derramada brilló con la intensidad de un cosmos carmesí, pero ni siquiera entonces Belial tomó precauciones.
—¿En qué me parezco a tu hermano? ¿En lo superior que soy a ti?
—En que ambos sois unos sirvientes glorificados.
Una mueca de decepción se formó en la faz del santo de Aries. Alzó el brazo, formando siete espadas de la nada, cristalización de sus pensamientos. Al bajarlo, todas las armas cayeron a gran velocidad, pero ninguna llegó a su destino, siendo bloqueadas por una barrera de cosmos que nacía desde el área manchada por la sangre de Baldr.
—Espada —susurró Belial.
—Es inútil —dijo Baldr tras la barrera, sin preocuparle el que nuevos filos chocaran contra ella, haciéndola ceder poco a poco. Su mano pasó a través del aire, rasgando el tejido del espacio para regresar después como un puño. Solo cuando la grieta se cerró se decidió el norteño a mostrar lo que había sacado, seis zafiros idénticos al que destacaba en el centro de su cintura—. Por esto murió mi hermano y muchos otros. No por tierras ni por mentiras, sino por el poder para salvarnos de nuestra propia debilidad.
El zafiro del manto de Alcor se desligó de la cintura, uniéndose a los demás en una figura que evocaba a la Osa Mayor. La luz, destellante, borró por igual la barrera y las armas de Belial que trataban de atravesarla; un velo azulado lo cubrió todo alrededor del santo de Aries, quien no apartó en ningún momento la mirada de donde Baldr estaba. Porque él era, en verdad, parte de Muspelheim, un fuego que ardería hasta en el peor de los inviernos, una llama que no sería saciada ni aun después de consumir el mundo. Así emergió el norteño de aquel destello de zafiros, como un fulgor hecho carne, cubierto sin embargo por una armadura que bien podría provenir de los hielos de Niflheim.
—La armadura de Odín —dijo Baldr, extasiado. Las heridas sufridas habían sanado por completo, la espada en el costado y las dos lanzas que lo anclaban a la tierra habían sido destruidas en el momento de la invocación—. Es tan magnífica como imaginaba.
—¿Compartes los delirios de Bolverk, el juguete de la Reina de Invierno? —se burló Belial, en absoluto impresionado. Trece espadas aparecieron a su alrededor en un solo parpadeo y de inmediato llovieron sobre quien debía considerar como el mismo mortal de siempre con una armadura mejorada, sin embargo, debió cambiar de impresión cuando un vago ademán del norteño bastó para partir todas las armas en medio del trayecto. Como meros pensamientos cristalizados que eran, desaparecieron sin más antes de llegar al suelo, para molestia del santo de Aries.
—Esa es tu mejor expresión —dijo Baldr—. Sentir ira nos mueve hacia adelante, para hacer cosas buenas y terribles. No importa, mientras se haga algo.
—Pondré fin a tus delirios de grandeza, humano.
—En eso no podría compararme a vosotros, los dioses del Zodiaco, hacedores de mundos, enemigos declarados del Olimpo, perpetradores de la Guerra del Hijo —enumeró Baldr, sorprendiéndole el que Belial no entendiera esa última declaración—. Porque yo soy el Sumo Sacerdote del pueblo de Asgard, heredero de Lif y Lifthrasir.
—¿Esa es tu presentación? —exclamó Belial—. ¡Delirante! ¡Necio demente!
—Las almas son divinas, la tuya y la mía, la de mi hermano y ese rey necio al que arranqué el corazón. ¿Tanto te sorprendería saber que los mundos que creó tu ama fueron habitados por la creación de dioses auténticos, chispas de la Gran Voluntad? ¡Tal vez así sea! ¡Quizás los guerreros del Reino de Asgard deban ser llamados einherjar!
—Estás loco. Ni siquiera tienes todo el poder que robaste.
Baldr de Alcor, dios guerrero de Asgard, cerró el puño sobre el aire, extrañando algo que debía poseer. Sonrió, a pesar de todo, al no encontrarlo.
—Ya te lo he dicho, soy hijo de Muspelheim como mi hermano lo fue de Niflheim. Para no quemar por igual a aliados y enemigos, necesito gente a mi lado con valor para decirme dónde detenerme. Balmung está bien en manos de Folkell, no la necesito para ti, ¡un rey no necesita de nada más que sí mismo para acabar con un sirviente!
Baldr no dudó un segundo en acometer contra su oponente, chocando sus garras contra el puño dorado de aquel. Nada ocurrió en tal intercambio, sus fuerzas estaban igualadas, al menos por aquel largo segundo.
El santo de Aries sonrió.
—El dios guerrero pasa a ser rey, ¿cuánto crees que tardaré en devolverte a tu lugar, monstruo? Cuando el juicio divino caiga sobre ti, serás uno más en la legión de Flegetonte, ¡a mis órdenes, destruirás el objeto de tus viles deseos, como la bestia que eres! ¡Ese será mi regalo para mi Señora, el presente por su pronta resurrección!
Notas del autor:
Seph Girl. Posiblemente uno de los títulos de capítulos más acertados. Como dices, el santo de Aries es de los que no han hecho mucho en cámara, lo que no sería algo malo si no fuera porque nos aproximamos al capítulo 100. ¿Ya le toca lucirse no, no?
Pues no, porque justo le tocó enfrentarse a Damon. Ya desde su presentación el Papá Telquín apuntaba maneras como un enemigo problemático y aquí lo sigue demostrando.
Me acabo de imaginar a Leteo y el manto de Aries tomando café. ¡Qué gracioso!
Uf, a como soy yo, la extensión de esta historia sería infinita si contara todas las batallas. Sí, pelear con las legiones del inframundo no podía ser cosa de pin, pan, pun, como en los viejos tiempos, siempre debe haber trampas, planes y contra-planes. Así es, Sorrento mató al cuarto Beta, el Beta Dragón, hurra por él. Ahora veamos si Baldr y Katyusha siguen su ejemplo y demuestran de qué pasta están hechos.
Típico, te derrotan en tu primera batalla frente a las cámaras y decides pasarte al lado oscuro. ¿Será así de simple? Esperemos que no, por el bien de la misión de rescate, y más importante, la campaña del Pacífico en sí.
