Capítulo 94. Juramento quebrado
Shizuma Aoi había estado en el interior de la mente de Ofión de Aries en el momento en que descendió al Hades para desafiar a Leteo. Por eso ya nadie en el frente del Pacífico, si no es que en el mundo entero, recordaba a la Dama Blanca, con su máscara sin rasgos y sedosos vestidos bajo el áureo manto de Piscis. Sin embargo, ella seguía existiendo, porque estaba en todas partes y ahora estaba allí.
Era un recuerdo entre un billón de pensamientos, un hilo colgando de un telar joven entre otros muchos viejos, demasiados como para poder contarlos. Tenía la forma de un largo pasillo lleno de puertas cerradas. Entre cada uno de estas colgaban cuadros representando hazañas de jóvenes héroes, todos nacidos bajo la misma constelación a lo largo de las eras. Una larga alfombra roja cubría el suelo de extremo a extremo, apenas iluminada por las antorchas que colgaban de las paredes de piedra maciza. Por mucho que se avanzara en una dirección u otra, era imposible ver otra fuente de luz, si bien la santa de Piscis no se molestó en buscarla. No lo necesitaba. Sabía que en el marco de cada puerta había un nombre grabado y sabía también que ninguno de ellos era el que buscaba. Tenía que seguir avanzando, siempre al frente.
El silencio de aquel viaje se rompió sin previo aviso. Una puerta se abrió de par en par con tal violencia que la antorcha cercana se apagó por los vientos generados.
—Me alegro de volver a verte, Aoi —dijo la voz de su maestro, Shun.
El ser que surgió de la puerta también tenía la apariencia de Shun, vistiendo ropas mundanas que hedían a aceite de motor. Sin embargo, no podía ser él.
—¿Quién eres? —cuestionó Shizuma.
—Un viejo amigo —respondió el ser.
—La sangre de Atenea protege a mi maestro, ninguna fuerza del inframundo podría poseerlo, ni siquiera el mismo Hades.
—Tal regalo serviría para rechazar a mis hermanos, mas yo no soy como ellos. Nada añado al corazón de los mortales, ni ira, ni lamento, ni sufrimiento ni odio. Soy la ausencia del recuerdo y el hombre al que llamas maestro olvidó toda una vida.
A Shizuma no le costó entender a qué se estaba refiriendo aquel ser. Como todos en el Santuario, estaba al tanto de la maldición de Hipnos sobre los héroes legendarios.
—Esa vida no era más que un sueño.
—El sueño de un mortal, la vida de un mortal. Ambos tienen el mismo valor. Ambos acaban siendo olvidados.
—Leteo.
—Has tardado en reconocerme, Aoi.
La santa de Piscis corrió hacia aquel ser, tomando las manos con las que acababa de cerrar aquellas puertas bajo un marco ilegible.
—Gracias —dijo Shizuma en un impulso.
—No fui yo quien te salvó, Aoi, sino Atenea —dijo Leteo, cuya mera presencia llenaba el pasillo de una luz azulada—. En el Santuario, la niña enfermiza que fuiste obtuvo fuerzas para andar y vivir, cuando ya tenía los días contados. Yo solo fui el precio.
Era cierto. Shizuma Aoi, más que buscada por el Santuario, se sintió llamada por Atenea durante los que creía sus últimos días, aquellos que deseaba pasar con sus padres antes que en hospitales donde estos veían una y otra vez sus esperanzas rotas. Ella no lo comprendió entonces, por supuesto, era una niña incapaz de siquiera ponerse de pie para ir a recoger un libro que había llamado su atención tras un escaparate. Todavía recordaba ese libro, una guía turística que la conmovió de tal forma que su padre terminó venciendo las reservas que tenía de hacer un viaje en avión. Lo que ocurrió desde entonces hasta que se perdieran en las montañas más allá de Atenas, atravesando caminos que ninguna persona corriente debería ver siquiera, era difuso. Sus padres estaban con ella, se encontraron con Marin de Águila en la frontera entre el Santuario y el resto del mundo y entonces… No, antes de eso pudo andar, se levantó de la silla de ruedas para asombro de su padre y caminó los primeros pasos en mucho tiempo, siempre hacia adelante, persiguiendo algo que no podía comprender, sino sentir. El destino que la había marcado desde el día que nació.
Todo era difuso, en verdad, tal y como lo sería su existencia desde ese momento en adelante. Shizuma Aoi dejó de existir para el mundo exterior, ni siquiera pudo volver a ver a sus padres desde ese día, pero no lo lamentaba.
—Ellos me olvidaron —dedujo Shizuma—. Por ti.
—Por supuesto —dijo Leteo, acariciando la mano que la santa de Piscis le ofrendaba—. Al final, todo es olvidado. La muerte no es el último paso, yo lo soy.
Sin el menor atisbo de violencia, Shizuma se apartó del ser.
—No caeremos en esta guerra.
—Ofión de Aries lo ha hecho. Lo he derrotado, por eso estoy aquí.
—¿Hablando con el enemigo? —apuntó Shizuma, perspicaz.
—Es que me he dado cuenta de un detalle —confesó Leteo, cruzando los brazos. No deseaba combatir—. Hay muchos recuerdos en este hombre, demasiados, diría que el testamento del pueblo de Mu se halla en algún lugar de su mente, entero.
—¿El testamento de Mu?
—¿Nunca estuviste aquí antes, Aoi?
—No como ahora, no hubo necesidad.
—Aun así, el tiempo escasea, por lo que te resumiré nuestra situación. Piensa en las memorias de Ofión de Aries como una máquina que Damon ha puesto en movimiento, ¿puedes? Bien, esa máquina fue diseñada por Belial, un superviviente del continente de Mu, para un día reconstruirlo. No pudo hacerlo en vida, así que dejó sus memorias impresas en el manto de Aries antes de morir. ¿Sabes lo que eso significa?
—Hoy en día, los Mu no lo son por la sangre, sino por la mente —contestó Shizuma—. Legan su poder a la siguiente generación mediante una unión psíquica que despierta los sentidos de quienes tienen el potencial para ello, convirtiéndolos en sus hijos. ¿Acaso todos los portadores del manto de Aries a lo largo de milenios eran hijos de Belial?
—No —dijo Leteo, sacudiendo la cabeza—. Todos fueron del pueblo de Mu, después de todo, hasta el legítimo candidato al manto de Aries lo era.
—Todos menos Ofión.
—Exacto. El primero en diez mil años, justo en el momento que Belial esperaba.
Pasaron unos segundos tras la declaración de Leteo sin que nada se dijera. Al final, Shizuma siguió andando, pues corría prisa. No le sorprendió que el ser se le uniera.
—Shion de Aries, Sumo Sacerdote por 243 años —anunció Leteo, apuntando el marco de la puerta a la que se acercaban. Estaba rodeada de fotografías de distintas épocas entre los siglos XVIII y XX en los que tal personalidad se vio envuelta.
—Me estoy acercando —murmuró Shizuma, acelerando el paso.
También lo hizo Leteo, bien fuera por puro capricho, bien porque le servía como guía. Allí, en el plano astral, la mente podía convertirse en el más intrincado de los laberintos, solo la confianza que Ofión de Aries sentía hacia ella impedía que aquel simple pasillo se convirtiera en un auténtico caos, lleno de senderos alternativos y callejones sin salida. Miró al ser con la desconfianza bien cubierta por la máscara blanca.
—Mu de Aries, muerto ante el Muro de los Lamentos a la edad de veinte años —dijo Leteo mientras dejaban atrás esa puerta—. Ellos lo empezaron todo.
—¿No son los héroes legendarios quienes mataron a tu rey? —preguntó Shizuma.
—Porque otros se sacrificaron para abrirles el camino.
—Hades invadió la Tierra.
—Porque la promesa de Atenea no se cumplió. La hija de Zeus no ha hecho el menor intento por redimir a la raza de los hombres.
—Ofión de Aries.
Esta vez fue Shizuma quien dijo el nombre en voz alta, pero lo hizo confundida, pues en el marco de la puerta no había más que tachaduras. ¿Era Ofión un nombre falso?
La santa de Piscis miró a ambas direcciones, percibiendo un cambio en el escenario. El pasillo, hasta ahora recto, empezó curvarse en los extremos. La niebla más allá del punto en el que se encontraban se disipó, dejando ver otra puerta.
—Belial de Aries —dijo Leteo, dando un aplauso—. Ofión. Por supuesto, tenía que ser una serpiente, pues ese hombre es el principio y el final de esta historia.
—Explícate —exigió Shizuma, interponiéndose entre el ser y la puerta tras la cual esperaba encontrar a su compañero.
—Belial nunca podría devolver el continente Mu a este mundo, necesita una ayuda muy especial para eso. Así que se limitó a esperar el día en que esa persona resucitara.
—Los hombres no reviven con el tiempo, a menos que… ¡No es posible!
—Eres muy lista, Aoi. Belial conocía los planes que Atenea tenía para el inframundo, por eso pudo preparar esa máquina de la que te hablaba antes para que empezara a funcionar el día exacto en que resucitara quien pudiera ayudarlo a cumplir su sueño. Fue una noche de otoño, en 1991, el año en que terminó la Guerra Santa, cuando mi hermana entró en el mundo de los vivos.
—¿Tu hermana? ¿Te refieres a Estigia, el río del odio?
—Sí, ella tiene un trato especial, no necesita permiso para ir a donde lo desee, mas solo viaja cuando hay un juramento de por medio, como el que hizo Belial de Aries.
Una voz ominosa se oyó en ese momento, ecos de las palabras de aquel hombre muerto hacía miles de años. Juraba eterna lealtad a alguien, no solo en vida, sino también en la muerte y el seguro renacimiento. Las puertas se abrieron de par en par, como si tal juramento hecho en nombre de Estigia fuera un llamado al que no pudiera negarse.
—Los eventos de esa noche están más allá —afirmó Leteo, apareciendo al lado de la puerta y, sin embargo, todavía cediendo el paso a la santa de Piscis, quien rauda había girado hacia él—. ¿Quieres verlo por ti misma?
—Recordar el pasado para conocer nuestro futuro —recitó Shizuma, antes de sacudir la cabeza—. No es eso a lo que he venido. Estoy aquí para ayudarle.
—Yo también, ¿puedo acompañarte?
—¿Qué clase de dios hace tal pregunta a un mortal?
A Shizuma le extrañaba, de verdad. No obstante, accedió a la petición de Leteo. Juntos, humana y deidad se adentraron en la puerta, la cual no tardó en cerrarse.
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La armadura de Odín superaba todas las expectativas que Baldr alguna vez había albergado. Los ataques del santo de Aries, puro poder psíquico enfocado en borrar hasta el último de sus átomos, no hacían mella en él. Las espadas y lanzas en que Belial concretaba sus pensamientos no aparecían ya sobre el cuerpo, sino que eran arrojadas como armas comunes movidas mediante telequinesis, perdiendo de esa forma toda su relevancia en la batalla. Tampoco la habilidad de Belial para controlar a los hombres tenía efecto; en una ocasión, habló con soberbia al puño que Baldr estaba por encajar en su estómago, demandando que los dedos se torcieran hasta partirse. La mano solo tembló una fracción de segundo antes de seguir su avance y chocar contra el manto zodiacal, por mucho inferior a la protección del Sumo Sacerdote de Asgard.
Y nada ocurrió. Si Baldr poseía una considerable ventaja en lo defensivo, en la ofensiva era justo al contrario. Todavía resentía el contraataque del santo de Aries: un puñetazo en la mejilla que lo hizo hundirse en el asfalto, a diez metros de uno de los espejos en que se mostraba el devenir de la guerra. Las cosas iban bien, por lo menos en esa batalla y en ese momento. Faetón dirigía a un batallón de tiradores contra la legión de Aqueronte mientras tres sirenas adormecían con sus cantos al fantasma que los lideraba. Baldr no volvió a mirar, sino que raudo saltó del cráter y cargó a toda velocidad contra el santo de Aries, desgarrando las barreras que este levantaba a fin de llegar hasta su adversario y encajarle un nuevo golpe, esta vez directo al cuello. Belial desapareció antes de que tal cosa ocurriera, solo para aparecer a una distancia prudente.
—Como una bestia vives, como una bestia luchas.
—Creía que ibas a doblegar mi mente y usarme para matar a mi propia gente.
—Tienes una protección de lo más interesante, creo que te la quitaré primero.
—Un dios ladrón, ¿eh? Qué mezquino.
Desde ese intercambio había pasado un buen rato en el que Baldr no se había permitido ni respirar más de lo necesario. Los puños, como en el pasado, no funcionaban como los de un hombre, sino como las garras de un tigre ansioso por alcanzar a una presa escurridiza. En comparación, los ataques de Belial, invisibles a ojos mortales, eran como las herramientas de un gigante empecinado en moldear la obra de los dioses según sus propios intereses. Si las cosas no avanzaban en la dirección correcta, era porque el santo de Aries seguía subestimándolo, por eso estaba convencido de poder robarle la armadura y convertirlo en su marioneta antes de ofrecerlo en sacrificio a su ama.
Para Baldr eso estaba bien. Mientras no fuera analizado como una amenaza real, podía tomarse un tiempo para hacer él sus propios cálculos. El problema era, claro, el no luchar por una causa que él mismo puso en movimiento. Era un soldado en medio de una guerra que no era suya, donde cada cual tenía un papel que cumplir. Ofión de Aries era una de esas personas, una de las importantes, podía intuir, gracias a una mente que entrenó primero que el cuerpo, la misma que lo había llevado a donde estaba. Debía liberarlo de su yugo, del modo que fuera, así que atacó con todo.
La armadura de Odín, tan magnífica, resistió cada intento de Belial por frenarlo, al menos los directos. Él mismo debió ocuparse de cerrar con sus propias manos los portales que el santo de Aries abría en el espacio de un pensamiento para derramar sobre él la maldición de alguno de los ríos del infierno. Fuego y hielo, podredumbre y olvido, ya estaba acostumbrado a todos esos tormentos desde antes de vestir el más sólido manto del Reino, así que siguió adelante sin siquiera interponer los brazos, se arrojó a la perdición y hasta en el último momento escogió un ataque a la desesperada en vez de la defensa que mandaba la prudencia: su mano izquierda liberó una tempestad de cosmos sanguinario, paralizando a Belial el tiempo suficiente como para que la derecha se colocara encima de sus muy abiertos ojos.
—Serás tú quien me sirva —aseveró Baldr.
—¿Tú? ¿Pretendes doblegar mi mente? —preguntó el santo de Aries, con una sonrisa incrédula. Los ojos perdieron la pupila por un breve instante en que pareció derrotado.
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Un buen día, alguien llamó a la puerta del alcalde. Nadie le abrió la puerta.
El siguiente, la misma persona volvió a intentarlo. Era una mujer que había ido de visita a la pequeña ciudad portuaria de Caribdis en busca de un niño. Nadie quiso ayudarla.
En el tercer día, la mujer llegó hasta la oficina del alcalde y pronunció el nombre del niño. Era un chico solitario, residente en una mansión alejada del pueblo con el servicio como única compañía. También era hijo natural del alcalde. Nadie le permitió verle.
Tres veces quiso ver cumplido el juramento y tres veces le fue negado. Así pues, esa misma noche, la legión de Estigia fue convocada para arrasar con la ciudad.
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En los restos de esa ciudad combatían Baldr y el santo de Aries, en el recuerdo de tales restos, además, caminaba Shizuma acompañada del dios del olvido.
Porque el río del odio era de todos los hijos de Océano y Tetis el más fuerte, los soldados de su legión gozaban de un poder terrible, el de aplastar la misma existencia de las cosas. Todo lo destruido esa noche pasó al olvido, no quedó ningún superviviente, o al menos, no debía quedar. De la legión de Estigia, un solo soldado fue desplegado para exterminar a los mortales uno a uno durante toda la noche, dejando al que había rehuido su juramento para el final. Este, un chico amigo de las aventuras y seguro de su fuerza, al haber ganado algunas batallas callejeras en el pasado, cuidaba de una pareja proveniente de Rodorio, el hombre poco amigo de la violencia, la mujer recién salida de un parto, con una bebé en brazos. Las primeras horas las pasaron en la casa, de la que el propio servicio tuvo que ayudarles a salir al saberse todos en peligro. Después, entre callejuelas oscuras y una lluvia torrencial que acompañaba el llanto del bebé, creyeron escapar de un peligro que tan solo los estaba dejando para el final.
Shizuma atestiguó tan terrible encuentro. En el amanecer, un ser sin forma definida avanzaba hacia un chico que lo desafiaba a voces. El bebé, de ojos grises y pelo castaño, ya no lloraba, tampoco del cielo brotaba una sola gota, como si los dioses se hubiesen compadecido de los padres que con sus cuerpos habían protegido a su hija de la intemperie. Parecía todo perdido, hasta que, como dos estrellas que el sol no hubiese podido opacar con su resplandor, los santos de Escudo y Cruz del Sur descendieron al punto que separaba aquellos inocentes de aquel mal antiguo.
—¿La niña es…? —quiso preguntar la santa de Piscis.
—Quien imaginas —cortó Leteo, con una sonrisa cómplice.
El santo de Escudo, sin perder un solo segundo, encerró al engendro de Hades en una barrera gravitacional y gritó a los supervivientes que huyeran. Los padres así lo hicieron; la gratitud que sentían hacía el chico que tanto los había ayudado era grande, pero no mayor que el amor que sentían por su pequeña. En cuanto comprendieron que aquel niño no los acompañaría, encomendaron su vida a la diosa Atenea y corrieron.
Por un momento, Shizuma sopesó el acompañar a aquella familia, pero al igual que debió ocurrirle al chico, terminó observando la última batalla de aquellos dos santos de Atenea. Quien portaba el manto de la Cruz del Sur se hallaba en el interior de la barrera conjurada por su compañero. Como un gladiador luchando contra una bestia enjaulada, esquivaba los lances del engendro con gran velocidad y rapidez, liberando cada que era posible auténticos rayos de tormenta desde sus manos extendidas. De esa forma, pudo dar tiempo a los supervivientes a llegar a la población más cercana, eso era todo en lo que debía pensar cada vez que veía al engendro resistir un nuevo ataque y contraatacar con cada vez mayor brío, obligándolo a defenderse al ser imposible evadirlo.
Con el tiempo ocurrió lo inevitable. Una explosión de fuego, luz y rayos llenó la barrera en un último choque entre el santo de Cruz del Sur y el engendro. El asombro y las esperanzas del chico se sumaron al lamento del santo de Escudo, quien gritó el nombre de su compañero, Georg. La única respuesta fue el crujido de la barrera al romperse y el estruendo de una onda expansiva que arrasaría con todo lo que alcanzara.
—Soy el guardián del juramento realizado por Belial de Aries —dijo el engendro del Hades, cuyas formas eran ya visibles. Un héroe de tiempos pretéritos montado en un caballo alado y enarbolando la espada ensangrentada que había cobrado incluso la vida de un santo de plata—, ¿por qué os interponéis en nuestro camino, siervos de Atenea?
El santo de Escudo no respondió de inmediato. Acababa de recibir en su ser una buena parte del poder liberado, al interponerse entre el chico insensato que se negaba a irse y la explosión. A pesar de la protección en el brazal, sentía un dolor punzante en el cuerpo, la mente y el alma. Un manto sagrado de segundo rango no bastaba para protegerlo del poder de un guardián del Hades, según parecía.
—Es nuestro trabajo ponernos en el camino de los demonios, así sea para proteger un crío estúpido —espetó el santo de Escudo, guiñando empero al niño que lo observaba.
—Soy el guardián del juramento realizado por Belial de Aries, no un demonio —objetó el guardián, acometiendo contra el santo de Atenea. Este, de nuevo, interpuso el escudo que heredaba el poder defensivo de su constelación guardiana, pero no fue suficiente: fue cortado de par en par, junto al brazo entero. La sangre manchó el cuerpo del jinete del Hades, sin perturbable en lo más mínimo—. Mi señora, Estigia, es tan digna de fervor como la vuestra, pues ya luchaba al lado de Zeus cuando el rey era joven.
—¡Hijo de…! —empezó a gritar el santo de Escudo, callando a medias con una sonrisa. De repente, allá donde se había desatado la explosión, nacieron miles y miles de rayos que golpearon sin piedad alguna la espalda del guardián. Y en medio de tal poder estaba Georg de Cruz del Sur, malherido y con el manto de plata hecho un desastre, pero vivo—. ¡Bastardo, me habías asustado! —A pesar de las heridas, rio.
—No es propio de ti ser tan deslenguado, Juan —aseveró Georg, colocándose en menos de un parpadeo a la diestra de su amigo. Unidos protegían al chico, tan mudo y admirado—. ¿Puedes llevártelo?
Juan miró de reojo el muñón al que había sido reducido su brazo.
Georg asintió. Huir no era una opción. Unidos, los santos de plata miraron al chico una última vez, como pidiéndole disculpas por el posible fracaso, y cargaron contra el guardián de Estigia henchidos de cosmos, valor y orgullo. Todo el poder de uno iba destinado a la defensa, mientras que el del otro se enfocaba por completo al ataque.
—¿Estás seguro? —preguntó Juan—. Es el ojito derecho de Estigia.
—Ja —espetó Georg, las manos cargadas con el poder del trueno—. ¡Mi cosmos desgarrará hasta el alma de un dios, por poderoso que sea!
Esas palabras quedaron grabadas en los oídos del chico. Serían las últimas que oiría en mucho tiempo. Al golpear al guardián con todo su poder, Georg hizo estremecer la ciudad entera, llenándola de luz y sonido, sobre todo eso último. Tan sonoro fue el estallido que el chico acabó inconsciente y con los oídos sangrantes.
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—¿Qué piensas, Aoi? —preguntó Leteo, de pie en el mismo punto donde se dio la batalla, en una calle secundaria muy cercana a la salida de la ciudad—. ¿Culpas al chico por la muerte de tus compañeros?
—No lo hago —contestó Shizuma, sin dudar—. Él no huyó porque había entendido que el guardián lo buscaba a él. No quería poner en riesgo a más gente inocente.
—Deberías pensar mejor las cosas, Aoi. Tus compañeros no murieron, fueron olvidados. ¿Alguna vez has visto lápidas con sus nombres en vuestro cementerio?
—Jamás.
—Es un alivio. Lo contrario significaría que no estoy cumpliendo mi papel.
—Aun así, culpar al chico sería insultar el sacrificio de Juan y Georg.
—¡No repitas esos nombres, por favor! Se siente como si me robaras algo muy querido.
—Es posible que así sea.
—¿Pretendes robarme algo, Aoi?
Con genuina sorpresa iluminando su rostro, idéntico al de Shun en todo detalle, Leteo parpadeó tres veces. Tal era la curiosidad que sentía por los pensamientos de Shizuma.
—Es posible que los santos de Atenea, los generales marinos de Poseidón y las legiones del Hades, estemos destinados a ser parte de ti —aventuró la santa de Piscis—. Ser mitos y leyendas, como lo son nuestros dioses para Grecia y el resto del mundo.
—Eso es asunto de Zeus —dijo Leteo, como de casualidad. Sintiéndose observado por la enmascarada, añadió—: El volvernos mitos y leyendas para la raza humana fue decidido por él. Solo Poseidón y Hades, por ser sus iguales, osan contradecirlo.
—¿Dónde está? —preguntó Shizuma.
—Recuperándose —respondió Leteo—. ¿No puedes estar en todas partes?
—Sabes que algo me afecta aquí.
—¿A pesar de que te estoy ayudando?
—Me sorprendería que fuera así.
—¿De qué otra forma explicas que no pierdas el sentido de ti misma en un mundo tan lleno de pensamientos como este? No es solo el chico al que llamas Ofión, Mu y Shion, sino también otros muchos portadores del primer manto zodiacal, como Neoptólemo, Theseus, Gateguard, Avenir…
—Está bien —cortó Shizuma—. Te creo.
—Ten fe, Aoi —dijo Leteo—. Los dioses ayudamos a quienes tienen fe. A veces.
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Fiel a su palabra, Leteo acompañó a Shizuma Aoi hasta donde se hallaba el muchacho, pero fue un viaje largo en extremo, lleno de paradas frustrantes donde la Dama Blanca solo acariciaba la sombra de un recuerdo ocurrido hace mucho.
El muchacho sobrevivió a la caída de Caribdis. Tres días después de la lucha, despertó y erró por las cercanías sin recordar siquiera cuál era su identidad. Tuvo la suerte de ser encontrado por una pareja de médicos que lo alimentaron y ayudaron a recuperarse de las heridas, sin embargo, cuando estuvo repuesto y la idea de arreglar los papeles para que se convirtiera en su hijo con todas las de la ley empezó a surgir durante las comidas, el chico tuvo un miedo atroz y huyó. Nadie en la ciudad volvió a acordarse de él, como tampoco podrían recordarlo los habitantes de las pequeñas poblaciones en las que mendigó hasta encontrar la paz. Sencillamente, allá donde iba, el pequeño llevaba consigo su recuerdo, como una extensión de la maldición lanzada sobre Caribdis.
Fue en las ruinas de la ciudad portuaria donde empezó a hallar respuestas. Pisó la urbe por casualidad, algo que ningún otro mortal podría hacer, e imágenes inentendibles le vinieron a la cabeza, guiándolo hasta dos cajas metálicas abandonadas en medio de la calle. Las reconoció al instante por un cuento que alguna vez le contaron, la leyenda de los santos de Atenea y del Santuario consagrado a la diosa, cerca de Atenas. Persiguiendo aquel sueño, el chico cargó como pudo con las cajas metálicas e inició la última etapa de aquel viaje dos años después de su inicio, aquella noche de otoño.
En Rodorio fue recibido como un héroe. Recibió manjares y buenos cuidados en la posada regentada por la pareja a la que salvó, contento con verlos tan bien a ellos y a su hija, aun si ninguno lo recordaba. De hecho, nadie podía decirle que hubiese habido un portador para cualquiera de los mantos sagrados que traía consigo, ni que existiese una ciudad llamada Caribdis. Al principio, pensó que hasta entre los creyentes de Atenea podía haber gente normal, pero los enviados del Santuario, un gigante y una amazona que respondían a los nombres de Jaki e Hipólita, tampoco tenían respuesta.
De todas formas, se quedó allí un tiempo, inspirado por las palabras del santo de Cruz del Sur. Entrenó día y noche, seguro de que despertaría alguna fuerza desconocida que dormitaba en su interior, hasta que la frágil paz que reinaba en el Santuario se rompió. Hipólita abandonó la orden de Atenea y Jaki fue cazado por el resto de amazonas. Eso le horrorizó: ¿no eran los santos de Atenea los garantes de la paz y la justicia en la Tierra? ¿Cómo podían ser tan imperfectos? En su mente, todavía inmadura, apareció la idea de poner a prueba a tan afamado ejército. Si al abandonarlos lo olvidaban, no eran tan fuertes como se decía de ellos, no eran mejores que nadie y no merecían ser los defensores de la humanidad. Con tan pesimista visión de las cosas huyó el chico del Santuario, llevándose consigo su recuerdo. Nada había cambiado.
Erró por el mundo durante diez largos años antes de volver a Grecia, de familia en familia todo el tiempo, hasta llegó a visitar Jamir, si bien Kiki y sus hijas lo terminaron olvidando, como era natural. Pero la paz no volvía, necesitaba regresar a su ciudad, esa que no figuraba para ningún gobierno en el mundo, esa de la que ni siquiera se escribían historias. Si quería reconciliarse consigo mismo, tenía que ir a Caribdis.
—¿Cansada? —preguntó Leteo, invisible acompañante del chico.
—Puedo seguir. —Shizuma Aoi, al igual que el dios del olvido, siguió la pista del chico por su propio pie, no del modo que lo habría hecho en mejores circunstancias. Eso era agotador hasta para una santa de oro: llevaba trece años de viaje alrededor de Grecia y el mundo entero—. Debo hacer que recuerde.
—Esa palabra duele.
—No podemos huir del dolor.
—¿Quién escribió esa norma?
—Creía que querías ayudar.
—Por eso estoy aquí, Aoi —dijo Leteo, mirando la espalda del chico, ya todo un hombre caminando hacia su destino—. Para ayudarlo a él. Quiere olvidar.
—No se trata de lo que queremos —repuso Shizuma—, sino lo que necesita el mundo.
