Capítulo 100. Caronte de Plutón
El Cielo Lunar estaba en llamas.
Rescatado por Narciso durante la Guerra del Hijo, aquel sector de la morada de los dioses se dirigía a su destino inevitable: la destrucción. Por igual, bosques, montañas, ríos y lagos creados para ser imperecederos habían sido arrasados por una tempestad de dimensiones imposibles, solo comparable a las de la Gran Mancha Roja de Júpiter.
En toda la extensión de ese debacle cósmico, todo ardía, ya fuera por el fuego, ya por el hielo. Poca importancia tenía cuando ambos quemaban con la mística intensidad que solo podía encontrarse en el Hades, donde hasta las almas pueden hallar su fin. La única vida que se resistía a su extinción era la de los hombres mortales que luchaban en el epicentro contra la fuente de aquel poder destructor de mundos. Sí, todos lo hacían. Hyoga de Cisne rodeaba de Anillos los torrentes de fuego que el astral denominaba Phlegéthôn, para luego repeler el fulgor con su Ejecución de la Aurora; Ikki de Fénix, aun deseoso de cruzar los puños una vez más con su oponente, entendía la situación en la que se encontraba y desplegaba las Alas del Fénix contra la otra técnica de este, Kôkutos, tan letal como para apagar incluso el calor que representaba la sangre de Atenea latente en sus mantos sagrados. Entre esos remolinos de frío desgarrador y murallas y columnas de fuego viviente, Seiya de Pegaso y Shiryu de Dragón volaban con endiablada velocidad y milagrosa coordinación, llegando ambos al mismo punto sin la más remota diferencia de tiempo. Así, juntos, eran capaces de llevar a Caronte de Plutón a un cuerpo a cuerpo en el que el escudo más sólido y los puños más rápidos adquirían una importancia capital. Ninguno era, por sí solo, rival para ese enemigo, y los dos tampoco bastaban, pero tenían que apañárselas, no darle ni un respiro.
Caronte bloqueaba todos los ataques sin apenas sudar, sorprendiendo incluso a Seiya, quien pese a no claudicar, reconocía la fuerza de aquel terrible enemigo.
«No es que esté a años luz de nosotros —decidió el santo de Pegaso—. Su poder aumenta conforme combate. ¡Y no parece tener fin!»
Mientras detenía el Dragón Naciente con la rodilla y los Meteoros con el antebrazo, Caronte chasqueó los dedos. Cuatro lanzas negras como la muerte aparecieron, impulsadas a toda velocidad sobre cada uno de los santos de bronce. Tres pudieron esquivarlas, pero Shiryu, demasiado cerca, tuvo que cortar el proyectil con Excálibur para poder tener tiempo de retroceder. En ese instante fugaz, el brazo del santo de Dragón cortó el metal infernal en diez mil astillas que, a pesar de su tamaño, seguían siendo un riesgo a considerar en manos de Caronte de Plutón. Este, empleando telequinesis, arrojó la mitad de los restos contra Shiryu.
Todos y cada uno fueron detenidos por el escudo de Dragón, mas en ese tiempo el astral había avanzado hacia el santo y pateó su rostro, mandándolo directo a la tempestad.
Seiya, el que más cerca estaba de su compañero, hizo un notable esfuerzo por alcanzarlo mientras Hyoga trataba de contener por igual el fuego y el hielo del inframundo, dando espacio a Ikki para mantener a Caronte ocupado. El santo de Fénix no tardó en arrojarse sobre el regente de Plutón, y ambos intercambiaron puñetazos de tremendo poder, haciendo cimbrar todo el cielo con ondas de choque a cual más grande. Pero los guanteletes de Ikki se agrietaron al poco tiempo, como era de esperar, mientras que los nudillos del astral, faltos de toda protección, ni tan siquiera lucían rasguños.
—¡Debemos ser más fuertes! —gritó Seiya una vez detuvo la caída de Shiryu.
—Él nunca se quedará atrás —repuso Shiryu—. No podemos vencer a los Astra Planeta en cuestión de fuerza bruta, Seiya. Ellos llevan una eternidad siendo como nosotros.
A pesar de tan duras palabras, Shiryu invocó de nuevo a Excálibur, desplegando una gran hoja de pura energía vertical que bien habría podido separar el cielo de la tierra, como en un antiguo mito. Y lo que hizo no distaba demasiado de eso, al partir en dos la ola de llamas infernales que llenaba el horizonte. El propio Caronte esquivó la técnica por poco, todavía enfrascado en su combate con el santo de Fénix.
—No vas a preguntarme cómo podemos derrotar a un oponente invencible —apuntó Shiryu. No pretendía cuestionarle nada, solo hacía una afirmación.
—No existe tal oponente invencible —dijo Seiya, sin faltar a las expectativas de su amigo—. Encontraremos la manera.
Como un verdadero dragón de China y el legendario Pegaso, ambos santos de bronce llegaron hasta Caronte en menos de un parpadeo, sumando sus fuerzas al último de los ataques de Ikki. En esta ocasión, fue el astral quien se vio empujado por esa fuerza prodigiosa. La sangre manó de la herida en el pecho que Seiya le había causado antes de la llegada al Cielo Lunar, y no era del rojo mortal ni de cualquiera que fuese el color del icor divino, sino oscura. Una sombra que manaba desde una noche eterna.
—Lo sabía —dijo Shiryu—. Estigia te protege.
—Sigues teniendo una gran imaginación, Dragón —comentó Caronte—. ¿Tan extraña te resulta la idea de que no sois más que débiles mortales?
—¡Mejor un simple humano que un demonio! —dijo Seiya, siendo el primero en atacar.
Tan numerosos fueron los Meteoros que el santo de Pegaso proyectó sobre Caronte, que lució como un auténtico muro de luz. Sin embargo, al astral le bastó con mover su mano, con los dedos adoptando la forma de unas garras bestiales, para abrir una brecha por la que pudo colarse, de un salto impulsado sobre un techo imaginario. Si Seiya no hubiese alzado sus defensas a tiempo, formando una barrera de cosmos entre él y su adversario, quizás estaría ahora tapándose a duras penas un buen corte en el cuello.
Entretanto, Ikki debía apartarse de nuevo de la liza y ocuparse de los peligros del lugar. Era cierto que Hyoga, como maestro en el arte de la congelación, podía lidiar aun con Phlegéthôn, en una mezcla admirable habilidad y poder, pero en cuanto quería ir más allá, cuando trataba de controlar Kôkutos, el lado gélido de los poderes de Caronte, este lo rechazaba con la mayor brusquedad posible. No por primera vez en el enfrentamiento entre el astral y los llamados héroes legendarios, colosales montañas de puro hielo emergieron de los pozos ardientes a los que había sido reducida la superficie y todas fueron propulsadas contra el santo de Cisne, todavía concentrado en que nadie acabara calcinado hasta los huesos. Era ese el turno de Ikki, y esta vez incluso Seiya y Shiryu, con una idea en mente, se sumaron, despedazando una a una los Montes de la Lamentación como tres estelas de puro poder, más que los hombres que en eran.
Fue sobre los restos de la última montaña que Caronte se les interpuso. Primero, con un barrido de frío desgarrador, obligando a Fénix a quedarse en la retaguardia, confrontándolo. Después, arrojando sendas esferas oscuras que al mero contacto encerraron a los santos de Pegaso y Dragón en un plano de tinieblas y fuego, acaso un infierno personal creado por el astral para ellos. Pero tanto Seiya como Shiryu habían salido con vida del auténtico inframundo, y con sus alas alzadas por la bendición del icor lograron escapar de ese también, justo a tiempo para caer sobre Caronte.
Este los esperaba, incluso si sus ojos estaban clavados en Cisne. Cruzó los brazos y resistió a quemarropa Excálibur. Corriendo en zigzag, evitó los Meteoros, prediciendo incluso la trayectoria de los que iban más rápido, y al llegar a donde estaban desató Kôkutos. Cual fuera su sorpresa cuando en medio del torrente helado que conjuró apareció el Polvo de Diamantes de Hyoga, rodeándolo antes de que pudiera reaccionar y paralizándolo durante el momento que el santo de Cisne necesitó para desplegar la Ejecución de la Aurora. Tras tres segundos de fuego continuo, una eternidad para el tipo de combate que se libraba allí, un Ataúd de Hielo cubría a Caronte de Plutón.
—Seguís subestimándome —dijo enseguida el astral. Ninguno de los santos de bronce llegó a ver cómo se desintegraba la prisión de hielo, porque la flamígera explosión lo cubrió todo en el mismo instante, sin que nadie pudiera evitarlo.
La tempestad se desbocó, y Seiya, Shiryu, Hyoga e Ikki ya no pudieron permitirse seguir más estrategia que la de la supervivencia. Luchar en un escenario que por sí solo podía matarlos era una locura, por lo que enseguida buscaron un sitio que no estuviese siendo arrasado. Caronte, por supuesto, no se los iba a poner fácil, los persiguió como una sombra temible, librando cortos combates contra los cuatro más de un millar de veces en las que un nuevo vacío se creaba en la tempestad a lo largo de diez mil metros. En cada uno de esos momentos, los santos de bronce sintieron sus cuerpos temblar, pues hasta las partículas que formaban sus átomos fueron amenazadas por la fuerza sin parangón de Caronte, pero jamás claudicaron, y más aún, siempre respondieron con todo cuanto tenían, hasta que por fin alcanzaron suficiente altura. Más allá de la debacle cósmica que arrasaba el Cielo Lunar, sobre un mar de nubes de sorprendente estado impoluto, los oponentes tuvieron tiempo de contener el aliento.
La persecución les había pasado factura a todos. Hebras de oscuridad marcaban el cuerpo de Caronte, desde el pecho a los costados y los hombros. Marcas de garras llenaban el peto de Pegaso, así como los brazos de su portador, mientras que Shiryu veía buena parte de su manto sagrado cubierto por una escarcha que lo mataba poco a poco, al igual que le ocurría Ikki: el manto de Fénix, de una legendaria condición inmortal, parecía a las puertas de una auténtica muerte. Hyoga no estaba mejor que sus compañeros, con quemaduras en los dedos y una grieta del tamaño de un puño a la altura del corazón: Caronte había tratado de matarlo a él, más que a ningún otro.
—Aqueronte mata el cuerpo —dijo Caronte, invocando de nuevo las cuatro lanzas. Estas se propulsaron contra los santos de bronce y se detuvieron a medio metro de cada uno, donde se deshicieron por voluntad del astral—. Cocito cristaliza el alma —anunció, sonriendo al percibir temblores en quienes habían sido tocados por ese mal—. Yo no quiero vuestra muerte, ni daros eterno sufrimiento, sino borrar vuestra existencia para siempre. Sin reencarnación, sin un alma que pueda ser juzgada.
—Mientras yo esté aquí, las llamas del infierno jamás alcanzarán a mis compañeros —advirtió Hyoga de Cisne, llegando al extremo de rodear a Caronte con un nuevo Anillo.
—Es inútil —desechó el astral. Caminaba sobre el mismo cielo, por encima de las nubes, pero bien podría estar haciéndolo sobre los restos de las lanzas, por pequeños que estos fueran. El Anillo se redujo más y más con cada paso, hasta que en el momento en que empezó a cubrir de hielo su cintura, un fuego sobrenatural lo borró por completo—. Los poderes del inframundo son inútiles contra vosotros, salvo uno.
Tras esas palabras, pronunciadas con un tono lapidario desde una muy leve sonrisa, Caronte extendió el brazo con suma parsimonia. El dedo anular, también estirado hasta formar una línea recta, acababa de apuntar a los santos de bronce cuando Hyoga, determinado, voló a endiablada velocidad hasta ponerse al costado de Caronte.
—Sigues subestimándonos —repuso el santo del Cisne, descargando a quemarropa el Polvo de Diamantes. Durante un mísero instante, la mitad del cuerpo del astral se cubrió de una gruesa capa de hielo que, Hyoga sabía, no iba a durar. Raudo, el de rubios cabellos se apresuró a clavar los quemados dedos de su mano, donde todavía estaba presente el frío de su técnica, en los hombros del astral. Apuntó justo allá donde la oscuridad hacía las veces de sangre derramada, pues solo la parte herida del cuerpo de Caronte parecía ser vulnerable. Si llegaba a la clavícula, podría congelar su interior.
El primero en entender las intenciones de su compañero fue Ikki, quien tan pronto vio el fuego del infierno nacer desde Caronte y vaporizar el hielo que lo rodeaba, apareció a la espalda del astral y lo inmovilizó con toda la fuerza que poseían sus brazos.
—Olvidasteis —susurró Caronte, antes de dar un cabezazo hacia el santo de Fénix. La sangre de este manó de una nariz rota sobre los cabellos del astral, pero Ikki apretó los brazos y el cuerpo del astral con más violencia—. Olvidasteis, todo.
Un grito desgarrador salió de los pulmones de Hyoga, llenos de una ponzoña que hedía su misma alma. Los dedos del santo de Cisne se habían adentrado en la oscura sangre del regente de Plutón, sí, pero en lugar de extender en ella su poder, congelando los átomos que a toda materia componen, recibió en cambio la misma clase de malevolencia que truncó el destino de Kiki trece años atrás. Por un breve y decisivo instante, Hyoga apartó el brazo antes de que quedara inmovilizado, y aunque volvió a atacar enseguida, Caronte ya había roto la llave de Ikki con su fuerza sobrenatural.
El regente de Plutón giró hacia el santo de Fénix sin importarle que en ese momento Hyoga, Shiryu y Seiya estuviesen ejecutando sus más rápidas técnicas.
—Durante siete años —decía, sereno, mientras su espalda descubierta recibía incontables Meteoros acompañados por ráfagas del más intenso frío. Cuando el puño dragontino del más hábil luchador entre los héroes acertó en esta, él se limitó a reír—, ¡durante siete años soñasteis con otra vida! ¡Vosotros que acompañasteis a una diosa en la conquista de los mares y el inframundo! ¡Vosotros que acaso estáis destinados a morir intentando asaltar los cielos, soñasteis con una vida mediocre!
—No hay nada de malo en la paz —dijo Shiryu, al tiempo que con un gesto indicaba a Ikki que lo acompañara en un ataque combinado—, incluso si a nosotros no se nos permite, el hombre no nació para vivir inmerso en una guerra eterna.
—Sois hombres débiles para una época débil —espetó Caronte.
Ese fue el momento escogido por los dos santos de bronce para atacar. Primero fue Ikki, aprovechando que Caronte giraba la cabeza hacia Shiryu para golpear su mejilla descubierta; no logró que la cabeza se moviera más allá de dos centímetros, pero eso era todo lo que su compañero necesitaba. El santo de Dragón, rememorando los fracasos anteriores, puso todo su cosmos en el brazo derecho y se dispuso a degollar al astral.
Pero este había visto el juego de sus oponentes, por mucho que se hubiese desarrollado tan rápido como la teletransportación de un experto en la telequinesis, y en el momento justo tomó Excálibur por los extremos de la hoja cortadora de hombres. Agarró el brazo de Shirryu tan rápido y con tanta violencia que sus dedos se hundieron en el metal y arrancaron sangre de la piel del santo de Dragón al momento de arrojarlo contra Ikki.
No se quedó a ver cómo se recuperaba, sino que corriendo a través de la Ejecución de la Aurora, ignoró a Hyoga de Cisne y saltó sobre Seiya, con las manos listas para desgarrarlo como una manada de lobos destrozaría a un corcel indefenso. El santo de Pegaso, empero, reaccionó a tiempo y esquivó los Colmillos de Cancerbero a la par que conectaba un Cometa en el hombro del astral, quien lejos de retroceder, contraatacó con una patada directa al estómago de su rival.
Durante el poco tiempo que Seiya necesitó para recuperar el aliento, Caronte se dispuso a cegar a aquel desafiante héroe de los tiempos actuales. Pero sus manos no respondieron bien. Los dedos, Colmillos de Cancerbero, rasgaron la frente del santo de Pegaso en desagradables cortes hasta llegar a las cejas. Sin embargo, ni siquiera llegaron a tocar los ojos y el herido pudo lanzar un nuevo y más brioso Cometa.
La oscuridad manó en abundancia desde el hombro derecho de Caronte, aquel que este había usado para detener el ataque. Por su semblante, era obvio que esta vez le había dolido, pero sus ojos no miraban a Seiya, sino al brazo que había más allá de la sangre oscura. Un brazo que no le respondía bien, un brazo congelado que no podía despertar.
—Toda materia se detiene a Cero Absoluto, eso es lo que me enseñaron —dijo Hyoga, a espaldas de Caronte—. Mi maestro Camus era conocido como el Mago del Agua y el Hielo, nadie como él para formular una verdad compartida por la comunidad científica. Sin embargo, tanto mi maestro como nuestros científicos viven en el mundo de los hombres, nada saben de otros planos de la existencia como para esperar que trascender las leyes de la física sea posible. Superar la velocidad de la luz, un frío más bajo que el Cero Absoluto, capaz de afectar la materia divina de los Astra Planeta.
—Te has tardado tu tiempo en usar ese truco, Hyoga —reclamó Seiya. Aun si su voz sonaba molesta, pues los Colmillos de Cancerbero debían haberle enturbiado la mente, sonreía. Con la sangre bajando por todo su rostro, aquel héroe sonreía, satisfecho.
—Te lo dije —prosiguió Hyoga, correspondiendo el gesto de su compañero con una media sonrisa, mas clavando ambos ojos en Caronte—: mientras yo esté aquí, las llamas del infierno jamás alcanzarán a mis compañeros. Apagaré el fuego de tu cólera, demonio, y también a ti, para que no vuelvas a hacer más daño.
Como para dar fuerza a sus palabras, apuntó al brazo de Caronte con la palma abierta. El hielo empezó a extenderse, de modo continuo a pesar de su lentitud.
—Se acabó, Caronte —sentenció Shiryu, mientras Ikki se colocaba a la diestra de Hyoga. El perspicaz santo de Fénix había visto el rostro de Caronte en el momento en que fue herido por Seiya, y más que dolor, lo que creyó ver en él fue ira, odio.
Así miraba a los cuatro santos de bronce. Sin fruncir el ceño, apretar las mandíbulas o cualquier otro gesto esperable de un joven imprudente que mostrara sin tapujos su desprecio por quienes mira, Caronte lucía de pronto impasible. Los miraba con fijeza y una tranquilidad más fría que las partes cristalizadas de su brazo. Era tal la falta de cualquier muestra de cólera, que solo el aviso de Ikki mediante telepatía alertó a todos de alzar sus defensas, en el preciso instante en que Phlegéthôn fue liberado.
Como un sol que en su final quisiese llevarse consigo a todos los mundos que un día orbitaron en torno a él, las llamas se extendieron por toda la longitud del Cielo Lunar, si bien a esa altura tan solo cuatro hombres sintieron su ardor. No sin esfuerzo, con las manos extendidas, el cosmos alzado en forma de barrera y la inestimable ayuda de Hyoga, que hacía todo lo posible para hacer descender la temperatura, los santos de bronce sobrevivieron también a aquel ataque, esta vez sin daños, durante sesenta segundos de fuego continuo y una mudez imposible.
Sí, en verdad sintieron haber estado conteniendo la muerte de un sol, porque solo en el espacio aquella falta de sonidos habría tenido algún sentido.
—Esto es… —quiso decir Seiya, callando al ver que las palabras no llegaban a sus oídos. Miró a Caronte, decidido a detener lo que fuera que hubiese hecho, y entonces, lo entendió en un solo vistazo: el astral, sin siquiera mirarlos, estaba terminando de desgarrar con los dedos de la mano buena el brazo que había demostrado su inutilidad. Arrancaba por igual la piel sana y la cristalizada, con una mezcla de precisión y barbarie que terminó revelando una extremidad tan oscura como la noche. El sonido regresó en el preciso momento en que rozaba dos de sus dedos, filosos como cuchillas.
Un tremendo dolor llegó de forma simultánea a los corazones de los santos de bronce. Todos, sin excepción, gritaron y llevaron las manos a sus oídos, pues caía sobre ellos el sufrimiento de cuantos flotaban sin esperanza en el Aqueronte.
—Si tan peligroso eres —murmuró Caronte—. Tendrás que morir primero, ¿no?
En un salto más veloz que cuantos había dado a lo largo de la batalla, el astral alcanzó al santo de Cisne y atravesó su cuerpo con aquel oscuro mal. Todo el manto se agrietó alrededor de la herida, y los diminutos pedazos se alzaron para ser cubiertos por la sangre que Hyoga escupía vibraron por el aullido de aquel, herido en cuerpo, mente y alma a un tiempo, por el brevísimo instante en que se pudo oír cualquier sonido.
Sin que el brazo de pura oscuridad dejara de atravesar al santo de Cisne, Caronte prosiguió su acometida, despejando el mar de nubes por la onda de choque generada al moverse. En esta ocasión, se internó en la tempestad a la misma velocidad con la que intercambiaba golpes y contragolpes con los santos de bronce, y estos hicieron lo mismo cuando, a medias recuperados en un mundo de nuevo insonoro, se apresuraron a rescatar a su compañero. Volaron como si el mismo Hermes bendijese sus botas de sagrado metal; en relación a ellos, la tormenta estaba tan estática como una fotografía y cedía a ellos como si fuera aire y no la implacable fuerza destructora que sintieron en su anterior incursión. Montañas de fuego y hielo fueron borradas por los Cien Dragones del Monte Lu, cuyas fauces buscaron sin éxito atravesar al esquivo Caronte; rayos colosales se partían ante el vuelo de Pegaso y el Ave Inmortal, sin que ningún trueno y estallido se escuchase en un viaje demasiado largo para no llegar a ninguna parte.
Durante esos sesenta segundos de vueltas, lances y esquives a través de un infierno cósmico, a buen seguro que fue Hyoga de Cisne quien más dolores padeció. El brazo de Caronte, de una sustancia oscura a medio camino entre lo espiritual y lo físico, se removía en las entrañas del santo de bronce hiriéndole en todos los planos existenciales que al hombre incumbe. Gritó de rabia y dolor, derramó lágrimas ensangrentadas y tragó también la vida que se le escurría por la boca y la nariz, al apretar los dientes y mirar a su enemigo a la cara. Porque aun en ese sufrimiento único él seguía siendo Hyoga, hijo de Natassia, y adalid, como sus hermanos, de Atenea, siguió luchando. Con una recién descubierta obcecación volvió a su última estrategia y, arrastrándose a través de aquel brazo de tormentos, clavó sus puños en los hombros de Caronte, los hundió en una oscuridad que se deslizó a través de sus brazos hasta darle la sensación de que se romperían en cualquier momento. Ni aun así cedió el oriundo de Siberia, luchó mientras los ojos se le blanqueaban y el dolor se hacía tan grande que ya no recordaba lo que tal palabra significaba. En todo momento, en cada segundo eterno, dedicó hasta la última chispa de sus fuerzas a congelar al astral, así debiera hacerlo molécula por molécula.
—Míralos —dijo Caronte cuando se hallaron de nuevo sobre las nubes, con el Templo de Artemisa alzándose a sus espaldas. Tanto esa palabra, como las que siguieron no fueron oídas por nadie; si Hyoga todavía estuviese consciente, podría leer los labios—, siempre vienen a mí igual. Juntos. Vulnerables.
Esta vez sin florituras, Caronte apuntó a los tres santos que recién salían desde las nubes y disparó de su dedo una nueva técnica en el preciso momento en que todo el dolor sufrido por Hyoga se transmitió a sus compañeros.
—Lethe —pronunció Caronte, por pura cortesía. La fuerza del olvido ya había sido disparada, llenando el horizonte de un color al que nadie cuerdo querría dirigir la mirada. A través de una distancia aún mayor de la que había recorrido luchando, Lethe borró todo, hasta llegar al astro que daba luz a todo ese mundo—. Si este fuera en verdad el Cielo Lunar de la señora Artemisa, esto no ocurriría, ¿verdad?
Él percibió su resistencia, imaginó al santo de Fénix interponiendo las llamas de la vida mientras el santo de Dragón, de una defensa tan sólida como inquebrantable era su lealtad, interponía su escudo entre el santo de Pegaso y el adversario al que sin duda seguía queriendo enfrentar, mientras la existencia de todos llegaba a su fin.
Y es que, cuando el efecto de la técnica dejó de ser visible, no quedaba nada salvo un enorme vacío y los restos de la luna cayendo cual meteoritos sobre el Templo de Artemisa. Satisfecho, Caronte dejó a Hyoga caer, más muerto que vivo, al infierno.
—Yo nunca caeré ante un santo de Atenea —le dijo mientras se hundía en las nubes—. Jamás. —Con esa sentencia, extendió el dedo; no dejaría nada al azar.
Entonces, venido de la nada, quien debía estar muerto llegó como un sustituto para el astro destruido por Caronte, pues tal era el brillo del Cometa que era su puño, el mismo que encajó en el estómago del astral hasta que se oyó la fractura de varias costillas.
—Es imposible —espetó Caronte, con los ojos más abiertos por la sorpresa que por el dolor—. ¿¡Vosotros que cedisteis al sueño de una vida mediocre, pretendéis igualar las hazañas de los héroes de antaño!? ¿Quién crees ser? ¿Aquiles? ¿Heracles?
—Seiya —respondió el santo de Pegaso, llenando su otro puño de energía cósmica.
El nuevo Cometa fue despedazado por el brazo oscuro de Caronte, que en ese mismo movimiento buscó arrancar la cabeza de tan tenaz oponente.
No pudo hacerlo. Un dragón esmeralda se lo impidió, clavando esta vez con éxito las fauces sobre la extraña piel del astral, al tiempo que dos cosmos más, tan distintos como el día y la noche, cayeron sobre él y lo propulsaron directo a donde los restos de la luna seguían descendiendo. Seiya, con una sola ala y la mitad del manto sagrado desintegrado como pálido reflejo de cómo se sentía por dentro, acometió de todas formas sobre un enemigo que, sabía, no iba a caer con tanta facilidad. Que tal vez no caería de ninguna forma, pues la palabra rendición estaba tan ausente en el vocabulario de Caronte como en el de Seiya. Por más veces que cayera, se volvería a levantar.
Caronte, entretanto, tenía una opinión similar del santo de Pegaso. Si ya había intuido la razón por la que los dioses le ordenaron poner fin a esa vida, ahora lo comprendía más. Ese mortal, tan simple e inferior en todo a sus más entrenados compañeros, que aprendieron los secretos del cosmos de los ángeles del Olimpo, cubrió todas y cada una de sus falencias en aquel combate. No era que le hubiesen dado ninguna lección profunda; había luchado junto a sus camaradas, sus hermanos, eso era todo. La sinergia entre cuatro cosmos que trascendían el limitado conocimiento sobre el Séptimo Sentido de los humanos en la actualidad, había llevado el poder de cada uno a un punto en el que hasta la suma de las partes no era más que una gota en medio del océano.
Ahora todo ese poder había sido confiado a Seiya de Pegaso, era esa la batalla final, en opinión de Caronte. El momento en que cumpliría su misión.
—Una vez acabe contigo y con ese traidor de Narciso, mi deber estará cumplido —aseguró Caronte mientras ambos intercambiaban golpes y contragolpes en aquel último viaje—. ¡Acompañad a vuestro señor en el reino del olvido!
—¡Solo a una acompañamos entre los inmortales! —exclamó Seiya en un momento de ventaja—. ¡Solo a Atenea! ¡A Saori Kido!
Entonces, mientras inmensos pedazos de un astro mágico terminaban de caer sobre el Templo de Artemisa, liberando una inmensa montaña de polvo estelar, Seiya descargó una infinidad de Meteoros contra el rostro de Caronte. No pudo hacer más, fue incapaz de concentrar toda esa energía en un solo golpe, pues el astral había tenido tiempo de emplear los Colmillos de Cancerbero con su mano descarnada: el ala de Pegaso, lo que quedaba del peto y un sector del torso fueron cortados con una saña bestial, inhumana. Falto de fuerzas, Seiya estuvo a poco de perder la consciencia.
—¿Acaso hemos terminado? —preguntó Hyoga, severo.
—Yo diría que no —aclaró Shiryu.
—Como experto en salir del infierno —comentó Ikki, el último en aparecer—, diría que no podemos darle por muerto mientras le quede un solo átomo.
Caronte tensó la mandíbula de un rostro que ya solo se asemejaba a medias al de los hombres. Los santos de Cisne, Dragón y Fénix estaban allí. Podían ser los mismos que él había matado, podían ser almas e incluso meras proyecciones, no importaba; seguían estando allí, seguían existiendo aunque fuera un rastro de unas existencias que él había borrado. No podía permitirlo. Tenía que acabar con ellos.
El sentimiento era mutuo. Fuesen lo que fuesen, los santos de Dragón, Cisne y Fénix se enzarzaron en un combate marcial con el astral mientras Seiya reunía todo el cosmos que le quedaba en un último y decisivo ataque. Era una estrategia arriesgada, pues era Seiya el que mejor luchaba en el aire, pero terminaría demostrándose que solo así la posibilidad de la victoria podía darse. Caronte nunca había lucido tantas de aquellas heridas oscuras, y del mismo modo nunca había sido dominado por una ira tan ardiente; su piernas se movían tan rápido que Ikki y Hyoga solo daban muestras de sentirlo cuando ya estaban siendo empujados hacia atrás, y del manto de Dragón solo quedó intacto el escudo tras Lethe y la mordedura de los Colmillos de Cancerbero.
—Qué desperdicio —lamentó Shiryu, dragón de cien cabezas que atacaba a Caronte desde todas las direcciones. Era la última técnica de su maestro, el punto culminante del estilo combativo del monte Lu—. Tienes una fuerza prodigiosa, Caronte. En nombre de la justicia, habrías hecho mucho bien.
—¡Cuán arrogante eres, Dragón! —espetó Caronte, frenando al tiempo los puños de Ikki y Hyoga—. ¿Qué te hace pensar que tú luchas por la justicia?
Sangre, oscuridad y restos apenas perceptibles de metal sagrado flotaban en torno a los cuatro combatientes cuando Seiya cayó desde las alturas. Su puño era un sol destellante, la energía del origen del universo lo recorría por completo, lista para expandirse.
—¡No soy un traidor! —gritó Caronte, apartando a Shiryu, Hyoga e Ikki con una onda de furibunda energía invisible. Apuntó a Seiya con el dedo extendido—. ¡Vosotros sois los traidores, sois la amenaza que yo debo destruir!
Seiya dejó que su puño hablara por él, confiando a esa última técnica todo lo que le quedaba. En el último momento, un dragón esmeralda, un ave de fuego y el cisne de níveas alas se fundieron en esa luz esperanzadora.
Lethe y aquel magnificado Cometa se encontraron enseguida. El choque duró solo el breve instante que tardaron en distorsionar el mismo tejido de aquella realidad.
xxx
La balanza de aquella batalla se invirtió en el preciso momento en el que el inframundo fue sellado tanto por fuera como por dentro, un instante escogido por Akasha para hacer un movimiento que nadie le había sugerido. Ofión de Aries, desconocedor de la voluntad de la Suma Sacerdotisa, veía tranquilo y en paz el nuevo Muro de las Lamentaciones cuando se percató de que alguien lo observaba desde hacía rato.
Shizuma Aoi no le dio explicaciones, como no hizo con los santos de Géminis y Tauro. Se limitó a sacarlo de un mundo que no le correspondía aún, el de los muertos.
Aunque gran parte del ejército del Santuario seguía luchando a lo largo del mundo, aquellos cuatro no se reunieron en ninguno de los frentes, como Ofión descubrió nada más respirar de nuevo el fresco aire de la Tierra. Se hallaban en el Santuario.
Dado el estado de Shaula y Sneyder, así como las misiones de Adremmelech, Akasha y Lucile, a nadie le extrañó que aquellos cinco no estuviesen. Más bien, se sorprendieron de que Triela los esperara, lista para explicarles, con el tosco lenguaje de señas que había logrado aprender, el curso de la guerra. Lo hizo sin aspavientos y con tanta paciencia como era de esperar, excepto en la ocasión en que habló Garland:
—Debisteis dejarme allí. Sí, no me miréis así, ha sido más duro luchar con ese río infernal. Aunque mis heridas sanan ahora que me hallo fuera de los dominios de Hades, la maldición del dios de las lamentaciones sigue ahí, en lo profundo de mi alma, esperando a que de nuevo expulse toda mi fuerza para cristalizar por la eternidad la chispa de la Gran Voluntad que esta contiene. ¿Qué sentido tiene, pues, que regresara al mundo de los vivos? Yo, que he sido tocado por Cocito y no por lo que el Pacificador aprendió de las heridas del alma, no estoy en la misma posición en la que estuvo Su Santidad, ¡mi mal no es algo que el tiempo pueda curar!
Diríase que Garland de Tauro estaba harto de estar vivo, y Triela se lo hizo saber con violentos gestos, puñetazos en la frente y tirones de orejas. Así, la Silente le arrancó alguna risa; incluso pronunció, con un tono más bien jovial, unas palabras de agradecimiento cuando Triela logró darle a entender que el Lamento de Cocito había sido purgado por una de sus flechas, la Muerte. Para tan magna hazaña, para todo lo que habían logrado, el santo de Tauro no tenía sino alabanzas que encantado dedicó por igual a la arquera y los demás, pero su rostro seguía sombrío al final.
Porque habían tenido que pagar el precio. Nimrod de Cáncer no había regresado.
—¿No pudiste salvarlo? —le preguntó Ofión a Shizuma Aoi en cuanto entendió lo que pensaba Garland. No tardó en arrepentirse de lo que dijo. Sin duda el esfuerzo que la joven empleó para salvar a los otros tres ya era demasiado grande—. Lo lamento.
Shizuma inclinó la cabeza hacia el compungido griego, parecía querer decir algo. Sin embargo, el santo de Tauro se le adelantó, de modo que las palabras de la Dama Blanca se quedarían tras un velo de silencio y misterio, como solía ocurrir.
—Descuida, Ermitaño. El Pequeño Abuelo no caerá tan fácilmente, ¿qué clase de final sería ese para nuestra competición sobre quién vivirá más en este mundo? Ya sé que no hay forma de que me gane, pero ni los dioses son tan crueles como para no darle una oportunidad —decidió, cruzado de brazos y forzando una sonrisa espeluznante.
Lo único que pudo hacer el santo de Aries frente a tan seguras palabras fue quedarse mirando, boquiabierto. No recordaba haber conocido a un hombre tan reacio a aceptar que alguien pudiese morir de forma inesperada como el Gran Abuelo, Garland de Tauro. Akasha podría ser una excepción, pero a decir verdad, nunca se había interesado demasiado en conocer a la persona detrás del título Tejedora de Planes.
—También yo desconozco la situación de Nimrod —intervino Kanon, tras permitirse un tiempo de reflexión—. En realidad, no esperaba que ninguno sobreviviéramos a esto, el sello que hemos puesto debería haber separado la Tierra y el inframundo por lo menos durante los próximos doscientos años.
El antiguo Sumo Sacerdote no tenía que aclarar que una fecha tan desalentadora aplicaba solo en el caso de que Hades no siguiese con vida.
—Su Santidad me encargó esta tarea —aclaró Shizuma Aoi, respondiendo a la duda mantenía en vilo a todos los presentes—. Los santos no mueren
—Nos salvaste de lugares que debían haberse vuelto inaccesibles —objetó Kanon, para consternación de Ofión. A diferencia de Garland, el Ermitaño estaba más que agradecido de seguir con vida. Una cosa era estar dispuestos a sacrificarse y otra perseguir alegremente la muerte—. Yo no pude haber abierto una salida.
—Tampoco… —empezó a decir Ofión, callando a media frase—. ¿Qué importancia tiene? Los poderes de Shizuma siempre han superado todas nuestras expectativas.
—Calma, calma —pidió Garland, interponiéndose entre Ofión y el hombre al que hacía tres días debía dirigirse con obediencia plena—. Creo que es más importante ponernos de acuerdo en nuestro próximo movimiento. Seguimos estando en guerra, ¿recordáis?
—Respecto a eso, tengo algo que decirles —reconoció el santo de Aries, acordándose por fin de aquel misterioso suceso—. Leteo me advirtió de Damon. Es posible que el líder de los telquines se haya apoderado de la legión de fantasmas.
A excepción de Shizuma, todos se sobresaltaron ante aquella revelación. Por medio minuto, la silenciosa Triela desapareció del lugar, dando un viaje rápido por entre las brumas del continente Mu. Cuando regresó y Kanon le increpó con la mirada, la única respuesta que pudo dar Triela fue un desanimado cabeceo en sentido afirmativo: la mayor parte de la legión de Leteo había desaparecido, y entre las victoriosas fuerzas de la Alianza del Pacífico se comentaba que habían ido a parar a donde estaba Damon. La guerra no había acabado, no del todo.
—¿Puedes llevarnos hasta él? —cuestionó enseguida el santo de Géminis.
—Él se dirigió a mí —aclaró Shizuma, despertando por un segundo la desconfianza de Kanon, a pesar de los años de servicio—. Desea una audiencia con nuestra Suma Sacerdotisa para hacer la paz dentro de tres días. Si no lo molestamos…
—Qué pesados son con los puñeteros tres días —cortó Garland, sorprendiendo a todos—. ¿No es verdad? Caronte, Bolverk y ahora Damon. Deberíamos acabar con nuestros enemigos de una maldita vez. Una tregua no cambiará la mentalidad de quienes quieren destruirnos, solo alargará los conflictos, os lo digo por experiencia.
—Hasta ahora hemos sido nosotros quienes las hemos roto —le recordó Shizuma.
—Tú siempre tan misteriosa —gruñó Garland, frunciendo el ceño—. A veces me pregunto si sirves a la misma voluntad que todos nosotros. A Atenea.
—Pues claro que lo hace —terció Ofión, sorprendido de que la paranoia del santo de Géminis hubiese contagiado a uno de los más nobles entre el ejército del Santuario, aun si ahora no estaba de humor—. Y seguimos siendo necesarios para derrotar a Caronte.
Tan pronto habló el santo de Aries, las palabras parecieron trastocar la realidad del mismo modo que cuando Belial lo posesionaba.
En el monte Estrellado, Caronte había aparecido.
xxx
Con el poder de Almagesto había obrado grandes milagros. Desde detener las legiones del inframundo y sellar el Hades hasta reparar la Torre de los Espectros, reduciendo a la nada todos los esfuerzos de las huestes de Cocito en menos de lo que dura un suspiro. Por esa razón, la Suma Sacerdotisa creyó tener poder suficiente para destruir a la mayor amenaza del Santuario. Centró en él todos sus pensamientos, deseando más que cualquier otra cosa la aniquilación de cada porción de su existencia.
Eso tan solo sirvió para llamar la atención del astral, quien raudo viajó desde la más alta montaña al templo papal. Apenas había echado abajo las puertas, que cayeron ruidosas anunciando su llegada, y la Esfera de Plutón ya cubría una vez más tierra sagrada, negando cualquier ayuda del exterior. El mundo obedecía ahora las leyes de Caronte, cuyas heridas no tardaron en empezar a sanar, incluso si era con tal lentitud que este se cubrió con una larga túnica de sombras, ceñido en la cintura por un río de sangre.
—Al fin te muestras tal y como eres —dijo Akasha sin titubear—. ¡Demonio!
La sonrisa que Caronte exhibió ante ese saludo no podía pertenecer a cualquier otra clase de criatura, pues de un lado reflejaba la crueldad humana, y del otro era una línea incolora en medio de una piel hecha de sombras. El último ataque de Seiya le había herido la mitad del rostro, de modo que ya allí no tenía más que un remolino de oscuridad orbitando alrededor de una esfera color violeta.
—Esa es una declaración interesante —observó Caronte con doble voz, la suya y un eco de otra tan lejana como si proviniera del sellado Hades—, para una cría de pecho que inicia una guerra por un vulgar capricho.
—Contén tu lengua —exigió Akasha, alzándose del trono. Tras su aura magnánima, alzó con dos dedos el talismán que pensaba colocar sobre la Torre de los Espectros, uno que ella misma había escrito con la sangre de la antigua reencarnación de Atenea—, esta guerra la empezaste tú. Mi causa es justa.
—Tu causa se resume en querer vengar a unos soldados mediocres que murieron en una guerra innecesaria. ¿Esas cosas nunca pasan en el mundo de los hombres, verdad?
—Ni siquiera te arrepientes. Bien, lo harás allí donde te mandaré.
Un poder sin precedentes iluminó la estancia, para sorpresa de Caronte.
—Es impresionante —dijo el astral, con el ojo muy abierto—. Infinito, sin límites, ¿acaso es esto el dunamis? ¿¡Has obtenido el poder de un dios!?
La última palabra fue pronunciada con un tono de burla, dejando tras de sí una sonrisa. El brazo que el mismo Caronte había despellejado se extendió como un proyectil hasta alcanzar a la papisa y empujarla de nuevo hacia el trono. Tres de los cinco dedos llegaron a clavarse en su vientre y se removieron, haciéndola vomitar sangre.
—Ah, creo que no —susurró Caronte—. Y tú quédate quieta.
Lucile de Leo se había escabullido hasta lo que creía el lado ciego del astral, pero el orbe violáceo que flotaba entre sombras percibía todo con más claridad que el más humano. A más de tres metros de Caronte, la leona de oro fue apresada por un tercer brazo de oscuridad que le surgió del hombro: largo y flexible como un látigo, los dedos tenían hasta tres articulaciones y bastaron dos de ellos para paralizar a la enmascarada y empujarla hasta el techo. Allí, mientras la piedra se agrietaba y llenaba de polvo la alfombra roja del salón, Caronte jugó con la idea de matar a su segunda presa. Solo tenía que mover un poco la yema del dedo que tenía contra su mejilla y la cabeza se despegaría del resto del cuerpo. Eso era en sus manos: una simple muñeca.
—Eso sois todos —clamó Caronte, siendo una voz que hizo temblar todo el templo y que se oyó a lo largo del Santuario entero—. ¡Quedaos quietos!
Garland, Kanon, Triela y Ofión estaban en el Santuario para cuando se activó la Esfera de Plutón, y por supuesto que todos ellos se apresuraron a ayudar a la Suma Sacerdotisa, pero nuevos brazos surgieron de la túnica de Caronte y se extendieron para frenar el avance de los santos de oro. No lo hacían recorriendo cualquier clase de distancia, sino rasgando el espacio-tiempo y apareciendo allá donde debían.
Tres de los santos de oro se vieron en la misma situación que Lucile. Kanon, en cambio, logró librarse, primero apoyándose en la habilidad de Shizuma y después valiéndose de sus propias artes. Así llegó al Gran Salón que tan bien recordaba, y no dudó un solo segundo en liberar el poder con el que estuvo a punto de enfrentar a las Erinias.
Un universo en miniatura nació y murió alrededor de Caronte. Este, desdeñando la técnica, ni se molestó en ver aquel espacio que evocaba la Otra Dimensión, lleno de mundos que surgían solo para ser destruidos por una energía atronadora. Todo el templo papal sufrió estragos y la montaña entera tembló mientras la Explosión de Galaxias era ejecutada, luego vino el silencio, y después un nuevo estallido. A la tercera vez que fue víctima de la misma técnica, Caronte se dignó a mirar a Kanon de Géminis, quien ya no le prestaba atención. De algún modo, el santo de oro había causado tal distorsión al tejido espacio-temporal que el mismo evento era experimentado por el regente de Plutón una y otra vez, mientras que el antiguo Sumo Sacerdote buscaba la manera de rescatar a Lucile de Leo y Akasha de Virgo de sus garras.
—Hekatonkheires. —Caronte no quiso correr riesgos. Aun si uno de aquellos brazos sombríos le bastaba para someter a un santo de oro, empleó cinco para el que tenía enfrente, uno por cada extremidad y el último para su cabeza. Como viajaban más allá del espacio y el tiempo, ninguno se vio afectado por el bucle en el que el astral se veía inmerso, y sin embargo, el Sumo Sacerdote pudo esquivarlos. Todos y cada uno.
A decir verdad, los santos de Aries, Tauro y Sagitario hacía tiempo que se habían librado de los tres que envió contra ellos, merced de un escurridizo pez dorado.
Caronte no hizo ningún movimiento más, ni siquiera se defendió. Una y otra vez, la Explosión de Galaxias castigó el mismo Gran Salón, cuyo suelo se abría y cerraba como una flor ante la satisfecha mirada de Kanon. Al final, empero, el antiguo Sumo Sacerdote debió maldecir en silencio, pues lo que quedó tras todo esto era absurdo.
—Un bucle espacio-temporal, ¿eh? Nada mal para un santo de Atenea —aprobó un Caronte todavía más sano que el que vio Kanon al entrar en el trono papal. Su boca ya había sido restaurada, y también su brazo, que ya no atravesaba el vientre de una malherida Akasha. Una docena de extremidades oscuras emergían de su espalda, incluyendo aquella que mantenía presa a Lucile de Leo. No menos del doble debían estar persiguiendo a los otros santos de oro en la Esfera de Plutón, para impedirles intervenir—. Permíteme advertírtelo, Géminis, todo esto es inútil.
Desoyendo toda advertencia, Kanon apareció a la diestra de Caronte y quiso golpearlo, pero este bloqueaba sus puños con pasmosa facilidad.
—¿Qué importa que hayáis cerrado el Hades? Yo sigo bastándome para todos vosotros. Soy el fuego que arrasa los mundos, soy el frío que trae la muerte a las más viejas estrellas y el olvido que devorará todo un día. Soy el campeón de los dioses y he dado muerte a los vuestros hace tan solo un momento, ¿qué esperas lograr tú?
—¡Hablas demasiado!
—Y tú haces tan poco —se burló Caronte, golpeando el estómago del santo de Géminis con tal fuerza que este tuvo que retroceder. El regente de Plutón miró el puño, antes descarnado y ahora manchado solo por la sangre de su rival; pedacitos de metal dorado se deslizaron entre los nudillos, para su satisfacción—. Solo el poder combinado de un dios y su ejército puede acabar con uno de nosotros.
—V-vaya —dijo Kanon, incorporándose—, ¿lo habéis oído bien, Suma Sacerdotisa?
Caronte, extrañado de la repentina sonrisa del santo de Géminis, giró hacia la líder del Santuario. Esta también sonreía, lo hacía como un astuto demonio, más que una santa.
—Sí, parece que todavía no se ha dado cuenta de con quién está peleando —dijo Akasha, dolorida, mientras clavaba en el astral unos ojos brillantes de determinación.
—Con un puñado de mortales —espetó Caronte.
—Con el ejército de mortales especializado en guerrear contra los dioses —repuso Akasha, alzando con la fuerza de su mente algo que estaba oculto bajo el trono papal. Un ánfora—. ¿Por qué hemos de temerte a ti, que no lo eres?
—¿Qué esperas lograr con eso? —cuestionó Caronte, divertido.
—Cometiste dos errores al desafiarnos —advirtió Akasha, sin que los gemidos de dolor de Lucile ni el sonido del manto de Leo al agrietarse por la oscura mano de Caronte minase su determinación—. El primero fue creer que solo tenías que preocuparte de cinco santos de Atenea, cuando enfrentabas a todo el ejército. El segundo, fue suponer que me había aliado con Poseidón para que este te matara.
—¿Ahora te puede el orgullo? —cuestionó Caronte. Ya para ese momento eran cincuenta los brazos que salían de su túnica. La mitad de ellos se deslizaba hacia la Suma Sacerdotisa desde todas las direcciones—. Sin la ayuda de un dios…
—¡Tengo la ayuda de una diosa! —cortó Akasha, sin poder más contener su ira—. ¡En cada piedra de este Santuario reposa la voluntad de Atenea, a cuyos fieles diste muerte! ¡Esta es la justicia de la que te hablo, Caronte, llámala venganza si te place! —gritó, perdiendo entonces toda humanidad. Las pupilas se dilataron adoptando un tono gris, sus heridas dejaron de sangrar y su voz llenó la estancia al dirigirse a Lucile—: ¡Canta, amiga mía! ¡Canta a la justicia y la venganza, canta como nunca antes lo has hecho!
La leona de oro obedeció, reticente al principio por creer la orden una burla de la Suma Sacerdotisa. Abrió los labios tras la máscara y cantó una tonada simple, para luego tornarla en una canción llena de una deliciosa tristeza.
Todos los brazos se retorcieron a la vez sobre sí mismos, pues el poder de Lucile provenía también de la Esfera de Plutón y era, por ende, divino hasta cierto punto.
Caronte, fuente de ese extraño don, no fue sometido con tanta facilidad. Sin prestar atención a cómo la leona de oro se liberaba de la presa y caía al suelo, pensó en correr hasta la Suma Sacerdotisa y destrozarla a golpes, pero apenas dado el primer paso, alguien lo agarró con la hercúlea fuerza de unos brazos dorados.
—¿Esto es…? —trató de preguntar Caronte antes de que las heridas de su cuerpo se abrieran de nuevo. Salvo el rostro, donde lo único que quedaba por sanar era la zona del ojo, el cuerpo de Caronte volvió a ser el que había caído del Cielo Lunar.
—Olvidas que los santos de Atenea nos especializamos en destruir los átomos que forman la materia —observó Kanon, mientras un halo místico, muy superior al cosmos de los doce del zodiaco, lo cubría, transformando el manto sagrado—. Debiste esperar a recuperarte si es que en verdad has matado a quienes sobrevivieron a Poseidón. ¡Ninguno de ellos habría dado su vida sin lucha!
—Maestro —musitó una sorprendida Akasha. El manto de Géminis se había restaurado del daño causado por Caronte y lucía ahora una apariencia que evocaba a las historias de Seiya y los demás. De sus vagos recuerdos de su batalla en el Elíseo.
—Debías saberlo —dijo Kanon, poniendo un gran esfuerzo en que Caronte no se librara de su presa. El astral ejercía cada vez más presión en contra de él, su fuerza crecía por momentos y no tardaría en ser imposible el contenerlo, incluso con ayuda de Lucile—. Si los talismanes fueron hechos por Saori Kido, ¿qué uso dimos a los viales que nos dejó? Arthur y yo pensamos que debíamos tener un seguro por si cualquier cosa salía mal cuando Shiryu se marchó. He cometido muchas faltas, Akasha, pero solo por esta me disculparé contigo. Perdona a este hombre que fue incapaz de confiar en su propio ejército, perdóname por haber desconfiado de ti.
—Maestro —dijo Akasha—. Nada hay que deba perdonarte a ti.
—En ese caso, al menos hazme un favor. ¡Manda a este bastardo al infierno!
—¡El ánfora solo puede contener almas, ¿qué alma ves en mí, Suma Sacerdotisa? ¡Soy una existencia mayor de lo que jamás podrías imaginar. Materia y espíritu solo se diferencian entre los meros mortales. ¡Yo soy…!
La voz de Lucile se elevó hasta ahogar la de Caronte, paralizándolo por un único y significativo instante. Akasha, recurriendo a todo el poder que le quedaba, envolvió a Kanon y Caronte en una ley cósmica escrita sobre el mismo tejido de la realidad. No de aquella en la que viven los hombres, sino la de la Esfera de Plutón. Toda la oscuridad de ese reino de muerte que tanto dolor le trajo trece años atrás fue atraída hacia el Ánfora de Atenea, como si en conjunto no fuera más que un alma que ocupaba un espacio muy grande. Por la voluntad de la Suma Sacerdotisa, quien se hallaba en un estado en que no había diferencia entre palabra y hecho, el resto de los que se hallaban encerrados en la Esfera de Plutón se salvaron de esa orden. Solo a Kanon no pudo salvar, tal y como no pudo salvar a Nimrod, y es que era necesario que alguien impidiese escapar a Caronte.
—¡Arrepiéntete de tus faltas junto a mí, demonio! —gritó el santo de Géminis en el último momento, la última hora de oscuridad en el Santuario.
El ojo siempre abierto de Caronte fue lo último que quedó en el interior del recipiente, el cual se agitaba con violencia, pues ningún dios había participado todavía en el sello. Akasha cayó de rodillas al intentar avanzar hacia él y tuvo que ser Lucile quien tomara el talismán y concluyera el hechizo tapando con él el Ánfora de Atenea.
Despojada del manto de la divinidad, Akasha lloró frente a aquel logro. Derramó lágrimas aun cuando los santos de Aries, Tauro, Piscis y Sagitario llegaron al salón vivos, porque, una vez más, entre viejos conocidos había una insustituible ausencia.
—Su Santidad —dijo la más inesperada voz. Ofión de Aries tomaba su mano con delicadeza, ayudándola a levantarse—. Hemos vencido. La guerra ha acabado.
Miró a Ofión, sorprendida. Después se secó las lágrimas con la mano y curvó los labios en una muy suave sonrisa. «Todo está bien —pretendía decirle al santo de Aries.»
—La guerra ha acabado —repitió la Suma Sacerdotisa—. Ha terminado, por fin.
Notas del autor:
Si esta historia fuese adaptada a la animación, pienso que este sería justo el punto de inflexión que separaría la primera temporada de la que sigue, pues no solo asistimos al desenlace de la guerra contra el Hades sino a la derrota del villano principal.
Para honrar este fin de temporada, dejo una pequeña encuesta para quien guste participar, con cinco preguntas sobre su contenido:
Héroes favoritos. De entre los ejércitos de Atenea, Poseidón y otros (Bluegrad, Midgard, Fundación Graad...)
Antagonistas favoritos. De entre los Astra Planeta, Campeones del Hades y caballeros negros y otros.
Dioses favoritos.
Arco favorito. Preludio, Plutón, Neptuno y Urano.
Batalla favorita.
Dicho esto, queridos lectores, tras dos años de publicación (casi) ininterrumpida, me tomaré un mes de descanso. Si todo va bien, el volumen cuarto, Saturno, comenzará a publicarse en la última semana de noviembre. Esto significa que cuando se retome la publicación no habrá capítulo doble como en otras ocasiones. No obstante, a mediados de noviembre liberaré el interludio entre el tercer y cuarto volumen. Considero mejor hacerlo así, y no la semana que viene, para que la espera no sea tan larga.
Sin nada más que decir, os doy las gracias a todos (los que comentan y los que me siguen en silencio), por haber leído hasta aquí. ¡Espero seguir contando con vosotros y que sigáis disfrutando de lo que esta historia tiene que ofrecer!
