Interludio

Sobre la mano de niebla del Rey de la Magia, un círculo perfecto flotaba transmitiendo imágenes de una vieja adversaria. En otro tiempo tenía otro nombre, no tan pomposo como aquel con el que sus compañeros se dirigían a ella, mas esa persona había muerto con la era mitológica. Al inicio de esta guerra entre vivos y muertos que terminaba de tan abrupta forma, Damon se había dispuesto revivirla, a ella y a los otro once que se hacían llamar los dioses, longevos y poderosos señores del Santuario durante la Guerra de la Magia. Solo tenía que hacer tiempo y arrancarlos de las profundidades de Cocito, algo que habría ocurrido con toda seguridad si el conflicto hubiese durado los trece días prometidos, si el rey Bolverk hubiese estado a la altura de su discurso.

Bien, Bolverk había sido derrotado a manos del más fuerte entre los santos de oro. De su corte, solo quedaban él y el cobarde Terra, ninguno de los cuales tenía intención de vengarlo. Las legiones del inframundo, a pesar de la intervención de Damon, estaban demasiado mermadas para una guerra abierta contra el Santuario y sus aliados. Al Rey de la Magia le salía más rentable dejar que estos cazaran a los monstruos que todavía campaban por la ancha Tierra, y la verdad, ya no necesitaba hacer la guerra con ellos. No era ese su deseo, pues la mitad de cuanto esperaba lograr con el conflicto lo había conseguido. La Máquina de Rodas estaba henchida por los sueños de los héroes, y aquella que lo ayudaría a ponerla en marcha estaba viva. No tenía que sacarla del infierno, Pirra de Virgo, diosa proclamada por un grupo de necios, había reencarnado en esa era en la que Hades ya no gobernaba el reino de los muertos.

—Qué bonita es —dijo una voz un poco ruidosa, de una mujer de piel azulada que sonreía de oreja a oreja a la derecha de Damon. Vestida con las ropas de un empresario y con los pies sobre la hoja de una espada dorada, Sephiria de Libra flotaba sobre el aire con la misma facilidad con la que lo hacían los telquines con los que compartía su sangre—. ¿Verdad que es bonita, abuelo? Nuestra jefa, nuestra diosa.

Damon no giró la cabeza hacia aquella criatura, nieta de Éxodo de Libra, el héroe de la Guerra de las Estrellas, y acaso de él mismo, pues salvo los Nueve de Rodas y el necio Oribarkon, el resto de la extinta raza de los telquines descendía de él. Sephiria podía tener en sus venas la sangre de los antiguos magos, pero esta estaba mezclada con la de un ser capaz de encandilarse con la belleza física como cualquier mortal. Desde su perspectiva, sí, las formas que de manera temporal había adoptado la Suma Sacerdotisa debían ser bonitas, desde el largo cabello plateado hasta la piel sin mácula.

Para él eso eran minucias. Lo que le interesaba era el velo de divinidad que la recubría. Robado a Atenea, sí, pero, ¿podía esperarse otra cosa de quien usurpó su nombre?

Ensimismado como estaba en planes a futuro, tardó en prestar atención al último de sus hermanos que quedaba en el mundo: un pequeño telquín que daba bastonazos a Sephiria y luego saltaba hasta su espalda y costados, esquivando contraataques que no llegaban.

—¿Estabais todos vivos, todo este tiempo? —cuestionó Damon a Sephiria, mirándola por fin. No se molestó en decirle a su hermano que parara la travesura.

—Ay, abuelo, tienes que revisar esas cataratas místicas —dijo la última santa de Libra de la era mitológica, al tiempo que su rostro empezaba a difuminarse. El eco de sus siguientes palabras acabó pronunciada por su propia voz en los labios de un hombre—. No estoy viva, soy solo un recuerdo conservado por nuestra diosa.

Donde estuvo aquella criatura, ahora se hallaba el Segundo Hombre, conocido en la actualidad como Gestahl Noah, líder de Hybris.

—Veo que ella sigue destacando más que yo —dijo este en tono jocoso, para luego ponerse serio—. La mayoría sobrevivió, durante y después de la guerra que terminó la era mitológica. Hoy en día, ya por reencarnación, ya por cualquier otra razón, solo tres estamos vivos en este mundo, incluyendo al traidor Hashmal de Leo. No obstante —acotó, acariciándose la barbilla—, sospecho de otros dos.

—Para mis planes, ella basta —dijo Damon, devolviendo su atención a la Suma Sacerdotisa. Aun habiendo vuelto a las formas de una simple mortal, lo hacía después de derrotar a uno de los Astra Planeta—. Un mundo no necesita demasiados dioses.

—Solo uno —repuso Gestahl Noah, carraspeando—. El Hijo se ha interesado en vos, Rey de la Magia. Desea tenderos la mano.

La niebla bajo el yelmo de Damon vibró, los orbes dorados que hacían las veces de ojos se entrecerraron con cautela. ¿Pensaba el Segundo Hombre reclutarlo?

—¿El Hijo?

—El que pudo ser el primer hijo varón de Zeus. Es normal que no tengas noticia de él, luchó y cayó mucho después de la Guerra de la Magia, causando tal daño en mortales y dioses que su mero recuerdo fue eliminado por los inmortales.

—No me aliaré con otro rey fracasado. Crearé un nuevo mundo donde todo será posible, lejos de los dioses y los mortales. Así se lo he prometido a mis hermanos, y a los Mu.

—Ah… —soltó Gestahl Noah con fingida sorpresa, el brazo extendido esperando una alianza que acaso nunca llegaría—. ¿Y quién la convencerá de que os ayude?

—Yo —respondió Damon sin más.

—¿De qué forma? Tras miles de años en el inframundo, su alma sigue amando esta Tierra más que ninguna otra. Puedes mostrarle las maravillas del multiverso y su corazón siempre volverá aquí, como ocurrió en el pasado. Ese camino ya fue recorrido y terminó en tragedia por una razón.

—Di cual, Segundo Hombre.

—Porque yo no estaba a su lado. Rey de la Magia, permitidme interceder por vos en esto, comunicarle vuestras sinceras intenciones y convencerla de que ayudaros es lo mejor para el mundo que tanto ama.

—Ella os odia.

—Puedo amarla aun si es así. Después de todo, es mi esposa.

Con tan arrogantes palabras concluyó Gestahl Noah su discurso, sin poder engañar a Damon. Si el Segundo Hombre estaba relacionado con un enemigo del Olimpo, a buen seguro que esperaba reclutarlo como un magnífico peón para una nueva guerra.

Los hombres y sus guerras, ¿cómo podían ser tan necios? ¿Solo él veía más allá? No, Pirra también le ofrendó la paz, cuando era demasiado arrogante para aceptarla.

—Tráela ante mí, si tanto te place ayudarme, Segundo Hombre.

Gestahl Noah asintió en un gesto más bien exagerado, pues justo entonces el telquín que había estado atosigándolo sintió deseos de darle un bastonazo en la cabeza. Damon le ordenó dejarlo estar mediante el mismo ademán con el que atravesó el círculo, reduciendo las imágenes a brumas perecederas. Acto seguido, se internó con lentitud en lo que el bando de los vivos llamaba Abominación, la única pizca de las aguas de Leteo que había logrado conservar en el mundo de los vivos. Su Máquina de Rodas.

Damon desapareció así del radar del Santuario y las fuerzas de los vivos regresaron a las costas del continente perdido, cantando con orgullo la victoria alcanzada. Cuál sería sorpresa de los caballeros negros de encontrarse allí a su Padre, listo para felicitarlos uno por uno. Tan solo Munin, de los primeros de llegar acompañando a la agotada Katyusha, sospechó que había otra razón para que ese hombre estuviese allí.

xxx

La tempestad que había arrasado el Cielo Lunar perdió fuerza poco a poco conforme los ríos del inframundo y el propio Caronte fueron sellados, mas no dejó tras de sí las maravillas de esas tierras infinitas, repletas de bosques silvestres, elevadas montañas y ríos y lagos del agua más clara. Todo lo que quedaba del paraíso eran polvo y cenizas que se extendían por doquier, bajo un cielo abominable rasgado por el más terrible de los demonios. Así podía verlo Kiki, quien con mudo horror contemplaba el punto donde debería estar una luna y en cambio había un colosal agujero de bordes toscos y puntiagudos, como si el firmamento fuera en verdad la bóveda broncínea que imaginaban los antiguos y esta se hubiese caído a la tierra.

La realidad, empero, era más cruda. Un ser de suficiente poder como para destruir el espacio-tiempo luchó en el Cielo Lunar, y tanto era fácil deducir quién podía ser cuanto adivinar quiénes le hicieron frente. Kiki miró desesperanzado la única montaña que se erguía por sobre el polvo liberado: una serie de escombros colosales, restos de la luna en los que bien podrían asentarse ciudades enteras, se amontonaban encima de lo que intuía era uno de los templos de los que sus discípulos le hablaron antes de partir. Trató de ver más allá de ese peso inconmensurable, temiendo en su corazón que más que un templo se hubiese convertido en la tumba de los más grandes héroes que conocía. Entonces, como un regalo divino tuvo una sensación hacia su espalda y giró.

Él no volaba con la misma habilidad de la que se afamaban Seiya, Marin y toda la cadena de plata y bronce que habían seguido su particular estilo de combate aéreo. Más bien, flotaba como solía hacerlo desde que era un niño, controlando su propio cuerpo mediante poder mental. Así se había salvado de aspirar un polvo tan abundante como para llenarle los pulmones con cada bocanada, pero al tiempo, se había negado el horadar lo que tanta ruina debía estar ocultando. Siguiendo lo que su instinto dictaba, se rodeó de una Esfera de Cristal y descendió a toda velocidad, teniendo la montaña de escombros y el cielo desgarrado a su espalda. En un abrir y cerrar de ojos ya no podía verse nada más allá de la barrera, pero siguió internándose entre la polvareda hasta llegar a un escenario imposible: el único lago intachable del Cielo Lunar.

Allí estaban aquellos por los que tanto había temido, charlando sobre el pasado y el futuro con serio semblante. Una barrera había protegido el lago entero de la destrucción, y si bien era evidente que todos habían luchado, pues eran numerosas las heridas de los cuerpos y los mantos sagrados que portaban, en el último momento, después de expulsar a Caronte del paraíso, debieron haberse cobijado allí para recuperar fuerzas.

—¿Ese es…? —Shiryu fue el primero en reconocerlo. Raudo, se levantó y caminó hacia el maestro herrero de Jamir con la misma alegría que este exhibía.

—Vaya, vaya —dijo este, forzando una sonrisa taimada—. ¿Qué portento estoy viendo ahora mismo? ¿Tú con el escudo de Dragón intacto?

Shiryu abrió los ojos, sorprendido, después sonrió y terminó riendo. Para entonces Kiki ya le había dado un emotivo abrazo. Hacía más de tres años que el santo de Dragón había abandonado el mundo para alguna misión secreta, que apenas ahora conocía.

También a los otros santos de bronce, ya levantados, saludó Kiki con gran ánimo. Incluso a Seiya, con quien no hacía tanto compartía bromas y pullas.

—Te veo serio —apuntó Kiki—. Muy serio.

—Es que el médico de almas no está al teléfono —repuso Seiya, palpándose los cortes en la frente. Sonrió solo medio segundo, antes de preguntar—: ¿Caronte…?

—Por una vez en doscientos años, el Sumo Sacerdote salvó el día —contestó Kiki—. Por partida doble, de hecho. Aunque me gustaría decir que mis hijas hicieron todo el trabajo, Su Santidad ha hecho correr la voz de que la ayuda de Kanon de Géminis fue indispensable —apuntilló en un tono que no dejaba lugar a dudas sobre el destino de tal personaje—. Podéis estar tranquilos. Hemos ganado.

—No del todo —dijo Ikki.

—Me alegro de verte, te aseguro que sí, pero, ¿cómo has llegado aquí? —añadió Hyoga, ceñudo. En él sí que no se asomaba ni la sombra de una sonrisa.

Kiki lo comprendía. Con un solo vistazo, ya sabía que el estado del guerrero oriundo de Siberia era similar al suyo durante la Noche de la Podredumbre. Un mal que corroía por igual el alma de un modo tan íntimo, que ni la Fuente de Atenea podía disiparlo.

—Insistí a mis hijos… —empezó a explicar, carraspeando a media frase—. Mis hijos me confesaron sus actividades en mi lecho de muerte. Después me reanimé, por supuesto, aunque Fjalar me dio tan tremendo golpe en la cabeza que necesité horas para despertarme. ¡Cómo ha crecido, mi muchacho! —Todavía fulminado por los ojos acerados de Hyoga, cerró la boca un momento y desechó el humor con un cabeceo—. Quiero ir al Templo de Hefesto. Quiero ser parte de lo que están haciendo allí.

Para ese momento, Seiya ya sabía más de los cielos que cuando llegó a estos arrastrando consigo a Caronte. Tras hallar de nuevo a salvo a sus compañeros y permitirse los cuatro el descanso que necesitaban, conversaron largo y tendido sobre los acontecimientos más importantes. Uno de ellos se daba en el Templo de Hefesto, que ahora intuían era la forja del dios orfebre rescatada por Narciso de Venus, si las palabras de Caronte de Plutón eran verdaderas. Allí habían accedido cinco santos de Atenea, tres de paso —Dragón, Cisne y Fénix—, dos con relativa permanencia —Escultor y Cincel—. Seiya dudaba que Kiki hubiese sonsacado a estos últimos lo que hacían con tan sucios ardides, veía más probable que el maestro herrero de Jamir, antiguo candidato al manto de Aries, se hubiese ganado el derecho a saberlo.

Hyoga debió pensar lo mismo, porque suavizó el rostro a la vez que invitaba a aquel viejo amigo a ser partícipe de su conversación. Le explicaron que el lugar en el que se hallaban no era el cielo de los dioses, sino la Esfera de Venus, y que tanto ellos como sus discípulos bien podrían estar obrando según los designios de otro de los Astra Planeta, y acaso del Hijo, en lugar de Atenea.

—Y yo que pensaba ultimar los detalles de su trabajo de fin de curso… —comentó Kiki, apesadumbrado—. ¿Por qué me miras así, Seiya? ¿Acaso…?

—¿…pienso hacer uso de un regalo, aun si quien me lo ofrece no es trigo limpio? —completó el santo de Pegaso, sonriente—. Eso pregúntaselo a la Suma Sacerdotisa, si te place, aunque estoy seguro de que estará de acuerdo.

—Déjanos a nosotros a Narciso de Venus —dijo Shiryu—. Tú has venido aquí por una razón, ¿no es cierto? Quieres verlo.

—Ni siquiera está completo —apuntó Hyoga—. Por alguna razón.

—Es que me estaba esperando —aseguró Kiki con gran orgullo. Infló el pecho mientras se ponía de pie y miraba el polvo omnipresente más allá de la barrera; para él, la polvareda no existía, sino un horizonte radiante, lleno de posibilidades—. Un momento —dijo de pronto, cambiando la expresión—. ¿No pensáis volver? ¡Shunrei te está esperando, Shiryu! ¡Desde hace tres años!

—Por eso fue él quien tomó la decisión —intervino Ikki, mirando de reojo al santo de Dragón. Si él también hubiera tenido a alguien a quien amar, ¿podría tomar la misma decisión de Shiryu, no una, sino dos veces? Marcharse a los cielos, permanecer en ellos frente a un futuro incierto. Kiki no necesitaba leer aquella mente torturada para entender lo mucho que el santo de Fénix admiraba la resolución de su compañero—. No podemos dejar nada al azar. Más allá de esta ruina hay cien ángeles y un astral; en comparación a esa amenaza, la guerra que hemos ganado es un juego de niños.

—¿Cien ángeles…? Tenéis mucho que contarme —dijo Kiki.

—El camino al Templo de Hefesto es largo, por lo que me han dicho —observó Seiya, dándole una palmada—. Y nos pilla de camino. Podemos seguir hablando hasta entonces, a menos que alguien no esté de acuerdo.

Con una media sonrisa, Seiya echó un vistazo a Hyoga. El santo de Cisne no pudo devolvérsela, mas sacudió la cabeza; por supuesto que no iba desconfiar de quien, ya siendo un niño, tanto les había ayudado en el pasado.

—No podría pedir una escolta mejor, aunque… —Con escasa sutileza, Kiki repasó las heridas de sus amigos. No eran mortales, no en lo que refería al cuerpo, al menos—. Puedo reparar vuestros mantos sagrados —aseguró, palpando el zurrón que llegaba colgado a su espalda—, lo que me preocupa es lo demás. ¿Cómo podéis seguir en pie?

Esta vez, nadie quiso responder a Kiki con bromas, pues era ese un asunto extraño. Si bien desconocían la razón, todos tenían claro que una fuerza de ese mundo en el que estaban los había ayudado sanando los cuerpos, mas no las almas, desde que se acercaron a aquel lago. Shiryu e Ikki habían sido los primeros en ser tocados por ese poder, tras agotar todas sus energías al mantenerse con vida frente a la temible técnica de Caronte de Plutón, capaz de condenar todo al olvido, y apoyar a Seiya en el último choque con el astral. Después llegó Hyoga, arrastrándose a través de un infierno con un gran esfuerzo mil veces alabado, y más tarde Seiya, con el puño que enfrentó Lethe en carne viva y la cara ensangrentada. Poco de eso veía a Kiki en el rostro del santo de Pegaso, quien le contaba la experiencia con tanta confusión como la que él sentía. Debido a la dura batalla contra Caronte de Plutón, Shiryu, Ikki y Hyoga acusaban algunas lagunas de memoria, conocimientos que habían obtenido en el cielo ya no estaban, dejando un hueco en medio de recuerdos que no terminaban de conectarse entre sí de forma coherente, sin embargo, en términos físicos todos estaban sanos.

—Narciso de Venus pudo haberlo hecho —observó Shiryu.

—También un dios —repuso Hyoga.

—En este lugar —intervino Kiki—, falta algo, ¿no? Debería haber algo.

—Todas las eras confluían en este lugar —apuntó Ikki, a lo que los otros tres santos asintieron—. Los ángeles cuentan que en tiempos pretéritos la diosa Artemisa cuidaba de guiar el correcto flujo del tiempo junto a su hermano Apolo, mas cuando los olímpicos se retiraron ese deber quedó en manos de los Astra Planeta.

—Todo acaba relacionándose con ellos —exclamó Seiya, dando voz a un pensamiento que llevaba tiempo rumiando—. ¿De verdad tenemos que hacer la paz con ellos?

Fue esa pregunta, más que todas las que hizo Kiki durante el viaje de los cinco hasta el Templo de Hefesto, la que más vueltas dio en la cabeza del maestro herrero de Jamir. Y la respuesta que encontró fue lo primero que trajo al Santuario en su regreso a casa.

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Quisieron los dioses que Kiki regresara en el momento más inoportuno, tres días después de su encuentro con los héroes legendarios y la derrota de Caronte. No fue capaz de teletransportarse al templo papal, desde luego, pero tampoco se molestó en anunciarse y seguía habiendo muy poco personal en el sendero zodiacal. La única que resguardaba su templo, de hecho, era Lucile, tan encantada con haber recuperado la voz que ni se había dado cuenta de que Kiki había estado fuera un tiempo.

—Yo también te quiero —dijo el pelirrojo en la puerta de salida.

—¡Estoy ensayando! —gritó Lucile, melodiosa hasta en un arranque de cólera.

Por un momento, Kiki abrió mucho los ojos. La última vez que Lucile estuvo «ensayando», acabó convirtiendo una encarnizada guerra en la paz más insólita que el mundo hubiese visto, tornándola después en una carnicería cuando el Santuario decidió que forzar las mentes de hombres comunes no era la voluntad de Atenea.

Lleno de curiosidad, soltó el bastón en las escaleras que conducían al sexto templo y recorrió toda montaña como si todavía fue un jovenzuelo. Las puertas del Gran Salón, destrozadas por Caronte, no habían sido reparadas y así pudo entrar en él resoplando.

El cuerpo le recordaba cómo no se había permitido ni un buen descanso desde que le dio por combatir en Naraka contra las legiones de Cocito y Aquerote.

«Porque no estoy tan viejo como para que reparar mantos sagrados me canse —se dijo, sosteniendo el aire con las manos como si todavía tuviera las herramientas celestes y las usara para reparar los más exquisitos mantos de su generación—. Creo que es la segunda vez que un alquimista pone sus manos en el manto de Fénix —reflexionó con vulgar orgullo un momento antes de oír la de quien heredó tal vicio de él.»

—Soy la Suma Sacerdotisa del Santuario, ¿cómo no va a ser de mi incumbencia si los hombres están más preocupados por sus guerras que por reparar el mundo?

—El estado del mundo se debe a nosotros, no a ellos. Si no lo devolvemos a su estado natural, somos tan culpables como los Señores del Hades por los daños sufridos en Europa, Asia y el Pacífico. Desde su perspectiva, de hecho, seremos los únicos…

—¡Buenos días! —interrumpió Kiki, inoportuno con toda intención—. Llevo un rato perdido por los caminos del mundo, ¿me podríais poner al día?

El santo de oro que discutía con Akasha, quien no era otro más que Arthur, giró hacia él con un semblante más tranquilo del que esperaba. Su hija también lo saludó con un gesto efusivo. ¿No los había interrumpido en medio de una discusión?

—Primero debes decirme dónde has estado —exigió la Suma Sacerdotisa—. No tengo noticias de ti desde hace tres días. Y las horas en las que no he estado pendiente de «los caminos del mundo» —pronunció con énfasis—, lo ha estado Arthur.

—Ah, no. Yo pregunté primero —les recordó Kiki, pues el santo de Libra parecía estar a la espera de su relato. Con un gesto malicioso que ya no destacaba nada en su barbilla afeitada, el maestro herrero de Jamir insistió—: ¿me podéis poner al día?

No tardaría en arrepentirse de esa insistencia, pues le tocó oír todos los problemas con los que el Santuario tenía que lidiar hasta que la tarde estaba por dar paso a la noche, primero de parte de Akasha y después de Arthur, quien completaba la visión de la Suma Sacerdotisa con una más profunda y detallista. Eso alargó todo.

Todos los mantos sagrados habían muerto. Algunos, como Auriga, fueron destruidos por completo y tendrían que ser reconstruidos de nuevo, si es que eso era posible; otros sufrieron demasiados daños en batalla, y el resto pereció doce horas después de la activación de Almagesto. Akasha había reunido dentro de sí el poder de todas las constelaciones; algo así tenía que suponer un precio como para que el recurso no fuera utilizado con frecuencia en el pasado. La solución al problema había variado en esos tres días: primero, los caballeros negros supervivientes de la campaña del Pacífico ofrecieron sus brazos llenos de vida. Se habló por todos los rincones del mundo de la Sangre Negra, no con desprecio, sino con admiración de parte de los santos de Atenea, pero los mantos que estos últimos portaban exigían el sacrificio de un igual. La sangre de un auténtico santo, llena de cosmos, era un requisito indispensable para resucitar un manto sagrado. Así que muchos de los que estaban en condiciones de luchar pasaron a ser pacientes de Minwu durante unos días; todos los que donaron su sangre exigieron verter no menos de dos tercios de la misma, aun si en ello ponían en juego su vida.

Mientras Akasha hablaba de ese asunto, Kiki dedicó una mirada indiscreta a su brazo. Estaba vendado bajo las amplias mangas, cosa que no le extrañaba para nada.

El precario estado del ejército de Atenea no tendría que ser un problema ahora que la guerra había acabado, pero Kiki no tardó en entender por qué la Suma Sacerdotisa aceptó tantos riesgos: dos Astra Planeta habían intervenido en el conflicto aparte de Caronte. El primero fue Tritos de Neptuno, quien fue pillado en el salón del trono de Bluegrad a punto de entregar a Aqueronte el sitial del invierno, un acto que sin duda alguna habría puesto las cosas a favor del bando de los muertos. En principio, él no causaría problemas; por orden de nadie menos que Poseidón, el regente de Neptuno estaba encerrado en el cabo de Sunión bajo vigilancia de la nereida Tetis, su captora, el santo de Tauro y, desde hacía unas horas, un recuperado santo de Acuario.

—No permanecerá encerrado mucho tiempo —dijo Arthur—. La guerra ha acabado, estamos en la obligación de soltarlo una vez cacemos los restos de la legión de Flegetonte —tuvo que admitir, para después dar un somero repaso a los avistamientos de monstruos mitológicos por todo el globo.

Además de ese asunto, que ya era preocupante de por sí, estaba el otro miembro de los Astra Planeta. Esa parte la explicó con detalle el santo de Libra, manteniendo siempre un cierto temor reverencial que a Kiki ponía los pelos de punta. ¿Quién podría generar miedo en el corazón de Arthur, así fuera una pizca? Solo un astral, o una, en este caso. Por lo que el Juez sabía, quien lo mantuvo cautivo el tiempo que medió entre la caída de Bolverk y el último enfrentamiento con Caronte no había actuado hasta ahora. Lo sabía con seguridad porque un poder así lo sentiría en cualquier rincón del mundo. Solo intervino en ese momento preciso, para evitar que luchara contra Caronte.

—Para lo que sirvió —dijo Kiki, encogiéndose de hombros—. Le vencimos de todas maneras. Esa astral debe de estar rabiando ahora mismo.

Y ese era el problema. Arthur se reservó explicar la razón por la que la misteriosa astral lo retuvo, para eso tendría que contar cómo y por qué el manto de Libra recibió el icor de Atenea, siendo el único cuya vida no se extinguió tras Almagesto. Sin ese detalle, Kiki solo captaba a medias que por lo menos una astral estaba tramando venganza contra ellos, y era posible que se le sumase Tritos de Neptuno en cuanto lo liberasen.

Otras cuestiones debían ser consideradas. Si bien Shaula terminaba de recuperarse en la Fuente de Atenea, ya había transmitido a la Suma Sacerdotisa las historias que descubrió sobre los dioses del zodiaco, un misterio que se sumaba al del dios al que obedecía Orestes de la Corona Boreal, el Hijo. Sabedora de que este podía conocer muchas verdades del tiempo antes del Santuario, Akasha convocó al micénico para una audiencia el día de mañana. Para el mismo día, esperaba reunirse con Munin de Cuervo Negro, Adremmelech de Capricornio e Ícaro de Sagitario Negro y desmantelar Hybris de una vez por todas. No podían confiar en Gestahl Noah.

—¿A estas alturas vamos a preocuparnos por ese hombre? —preguntó Kiki, alzando ambas cejas—. Por lo que sé, no luchó en ningún frente, el muy cobarde.

—Tenía una cita más importante —espetó Arthur, seco.

Akasha asintió, pesarosa. Se notaba que había intentado negar una verdad que Arthur vio desde un principio y ahora relataba a profundidad. Puesto que solo eran suposiciones del Santuario, el santo de Libra habló de ello caso por caso. Políticos, empresarios, banqueros, jueces, abogados y otras personalidades ilustres de los cinco continentes habían muerto a lo largo de la guerra. Gestahl Noah había explicado por carta la situación: el Hades no luchó solo de frente allá donde el Santuario dispuso sus fuerzas, sino que llevaba tiempo introduciendo amenazas más sutiles que debieron ser cazadas por sus caballeros negros al igual que la armada de Poseidón cazaba monstruos por los siete mares. Ambos ejércitos cumplieron su cometido, pero no a tiempo, lo que había costado un buen número de vidas. Si la excusa de Gestahl Noah no sonara lo bastante barata, Arthur puso la cereza en el pastel al apuntar que después de que Caronte fuera sellado siguió muriendo un tipo de persona muy concreta, la de hombres viles y corruptos bien asentados en una posición de poder, en medio de presuntos accidentes naturales. La mayoría de los países de occidente, por ejemplo, ya no eran gobernados por su presidente electo, a veces ni siquiera por el inmediato sucesor.

—¿Cómo no visteis venir esto? —preguntó Kiki, extrañado.

—Estuvimos enterrando a nuestros muertos —explicó Arthur, pues Akasha no parecía tener fuerzas para hablar. Hasta el neutro Juez habló con un hilo de voz al decir—: Yu de Auriga, Ishmael de Ballena, Icario de Boyero, Nimrod de Cáncer, Kanon de Géminis… Diez mil hombres, entre marinos, caballeros negros, guerreros azules y guardias del Santuario. Todo mientras el enemigo seguía al acecho.

No solo hablaba ahí de Tritos de Neptuno y la misteriosa astral, sino de los Campeones del Hades. Terra no causaría problemas, según juró sin dudar ante el escrutinio del Juez, allá en Rodorio, pero el cuerpo de Ignis no había sido hallado en ninguna parte, y el Portador de la Memoria, Damon, seguía vivo y con un ejército. Garland de Tauro insistió en una ofensiva total contra el continente Mu hasta que Akasha, por sugerencia de Arthur, lo destinó a vigilar a Tritos en el cabo de Sunion. El resto del Santuario estaba más en sus cabales: no había certezas en guerrear contra el más poderoso mago de la Antigüedad, y tampoco beneficiaba a nadie si se tenía en cuenta que este había alzado la bandera de la paz, al solicitar parlamento con la Suma Sacerdotisa. Si atajaban ese problema y el de Hybris sin derramamiento de sangre, podrían resistir lo que fuera que los Astra Planeta les tuviesen reservado, de algún modo. Si no, se destruirían desde dentro y los compañeros de Caronte podrían disfrutar del espectáculo desde las alturas.

—¿Y tú? —dijo Akasha, retomando la batuta, ya más calmada—. ¿Qué tienes que decirnos de tus desventuras? ¿Están bien Seiya, Shiryu, Ikki y Hyoga?

—¡Qué bien me conoces! ¡Se nota que eres hija mía! —exclamó Kiki, orgulloso—. Sí, están bien. Bastante bien para haber combatido solos a cierto astral que no mencionaré por si le da por salir del Ánfora de Atenea como el genio de Aladino. Por cierto, ¿dónde está? No la habéis mencionado para nada.

—Yo he preguntado primero —dijo Akasha, evocando el argumento que el maestro herrero de Jamir había empleado antes—. Cuéntanoslo todo.

Con fingida reticencia, Kiki accedió al deseo de la Suma Sacerdotisa. Tuvo que ser una explicación somera, pues de pronto las rodillas le pedían aunque fuera unas horas de descanso. ¿Dónde habían estado los santos de bronce? En una réplica del Olimpo dentro de la Esfera de Venus. ¿Qué habían estado haciendo? Deshilachando un plan orquestado por Fobos que incluía la invasión de la Tierra por un ejército de cien ángeles. ¿Por qué no habían regresado? Porque aun si convencieron a los guerreros del cielo del engaño, ellos mismos no estaban convencidos de que no hubiesen sido engañados también por Narciso de Venus. Aun si no podían fiarse de Caronte de Plutón a esas alturas, el mayor enemigo del Santuario lo había señalado como traidor en todo momento.

De lo que Fjalar y Nenya estaban llevando a cabo, puesto que seguía sin completarse, prefirió no decir nada. Ya descubrirían la sorpresa en el momento propicio.

—Debemos mandar a alguien allí —terció Arthur. Por cómo lo dijo, era claro que seguiría desconfiando de los héroes legendarios aun después de saber por qué desaparecieron—. Una embajada, yo mismo puedo liderarla.

—No —cortó Kiki—. Será Shun de Andrómeda quien la liderará.

Esa fue la petición personal de Seiya. Desde un principio, los cinco esperaban encontrarse en el Olimpo un día para garantizar la paz entre la tierra de los mortales y el cielo de los dioses. Akasha, por descontado, estuvo de acuerdo.

—Siempre y cuando le acompañen dos representantes de cada casta del ejército —condicionó la Suma Sacerdotisa, conciliando las peticiones de Kiki y Arthur.

—¿Quiénes serían?

—Estoy segura de que si Seiya te dio esta misión sabrás escoger a los adecuados entre los que puedan hacer un viaje largo —contestó Akasha.

—Ni la Suma Sacerdotisa ni Lucile de Leo pueden marcharse —terció Arthur—. El mundo está convulso en estos momentos, necesita ser reparado.

—Si a esas vamos, el mundo te necesita a ti también. Yo necesito tu guía, como no la tuve hace tres años —pidió Akasha.

Ya que Kiki les miraba muy extrañado, la Suma Sacerdotisa y quien a todas luces era su principal consejero le explicaron la posibilidad de usar los dones de Lucile en un concilio que estaba por darse entre líderes mundiales para que el daño causado por Hybris fuera borrado. Nada dijo el maestro herrero de Jamir sobre lo irónico que resultaba eso, considerando que Akasha y Lucile habían sido exiliadas por mucho menos. Era evidente que Arthur preferiría otra vía, la de llevar a Gestahl Noah ante la justicia de los hombres y dirigir la ira de las naciones contra una organización que ya habría sido desmantelada. Sin embargo, todos los santos de oro que llegaron a reunirse, descontando a Akasha, Arthur y Sneyder, consideraron que era mejor ahorrarse problemas. Había un precedente: el antiguo Sumo Sacerdote ordenó a Lucile deshacer su alteración del orden natural en una guerra humana; la razón por la que después la leona de oro fue apresada por la Silente, el Pacificador y el Juez fue su exceso.

No es que todo eso tuviese alguna importancia. Por cómo le explicaron el plan, a Kiki le quedó muy claro que estando esos dos en el poder, jamás sería llevado a cabo. Encontrarían otra forma de arreglar el entuerto.

—Sois unos blandengues incorregibles —les dijo a ambos, guiñando el ojo—. Si vais a llevar a juicio a Gestahl Noah, más os vale reservarme una butaca.

—No deberías ocultar tus sentimientos con tanto empeño, eso te delata —dijo Akasha, sonriente—. Sé que te alegra que no envíe a Lucile fuera.

—Las dos sois mis hijas —repuso Kiki—. No tengo favoritos.

—Volviendo a lo de antes —intervino Arthur—, ya sea que participe o no en el viaje, quisiera saber cómo piensas enviar gente a la Esfera de Venus. Yo mismo he tratado de seguir el rastro de Seiya y este termina en el monte Estrellado.

—Antes de que me preguntes —dijo Kiki, cohibido por la mirada escrutadora del Juez—: Yo he usado una puerta de solo dos usos, entrada y salida.

—No obstante, sabes cómo llevar a Shun de Andrómeda junto a sus hermanos.

—Siempre tan perspicaz, Juez.

Existía un lugar, el Jardín de las Hespérides, en el que el crepúsculo era eterno. Sin día y sin noche, allí residieron en tiempos pretéritos los dioses gemelos, Apolo y Artemisa. Según la información que los héroes legendarios habían reunido, al menos la parte que le transmitieron a Kiki, era el mellizo de la diosa de la luna quien creó la orden de los Astra Planeta para que esta sirviera al Olimpo en su conjunto, otorgándoles el extremo occidental del mundo como base. Fue allí donde Shiryu, Hyoga e Ikki se encontraron con Narciso de Venus, el líder de los ángeles según coincidían todos los guerreros del cielo. Si tenían la intención de hacer la paz con el Olimpo, fuera negociando con su emisario o descubriendo un traidor ante el resto de Astra Planeta, tenían que viajar allí.

—Argo Navis —dijo Akasha, leyendo entre líneas—. ¿A través de los mares olvidados?

—Siempre al oeste —respondió Kiki—. Siguiendo la trayectoria del sol.

Porque el extremo oeste del mundo eran en realidad los confines del universo, un lugar más allá del tiempo y el espacio, inaccesible para los simples mortales. Ni la teletransportación ni el viaje ínter-dimensional eran aconsejables, pues si era posible llegar tan lejos con esos medios, los mortales aún no lo sabían y bien podrían despertar la cólera de los dioses dando un mal paso sin pretenderlo.

—Reúne una tripulación de inmediato —dijo Akasha—. Zarparán mañana, al alba.

—En eso estaba pensando —aprobó Kiki.

Sin embargo, Arthur seguía teniendo algo que decir.

—Damon es demasiado peligroso. ¿De verdad debemos prescindir de Shun? Aun sin Nimrod y mi maestro quedan buenos hombres entre los santos de oro.

Aun siendo igual de retorcido cuando tenía un mal día, Kiki frunció el entrecejo ante aquella petición. ¿Desconfiaba de los santos de bronces, salvadores del mundo en tantas ocasiones, y luego le incomodaba no poder contar con ellos para barrer las calles? Por desgracia, tenía que concordar con él. Damon era un problema muy serio; entre todos los Campeones del Hades de los que tenían noticia, era sin lugar a dudas el más peligroso, además de lo bastante inteligente como para salir con vida donde tantos cayeron derrotados. También mostraba una insólita comprensión por el deseo del Santuario por devolver al mundo el orden natural previo a la guerra entre vivos y muertos. El plazo de tres días había vencido y aun así no había dado la menor muestra de querer iniciar hostilidades, lo que no quería decir que no fuera a hacerlo.

«Si lo hiciera, Shun es nuestra mejor carta —hubo de reconocer Kiki, que acariciaba el aire bajo el mentón al no haber ya una barba allí. La extrañaba.»

De verdad que le disgustaba concordar con Arthur en esto. Aun así, tuvo que decirlo:

—Pienso que Shun de Andrómeda…

—Shun de Andrómeda tiene mi entera confianza —aseguró Akasha, como adelantándosele—, pues él lo recuerda. «Solo a una debemos lealtad, entre los inmortales.» —La frase, acuñada por el antiguo Sumo Sacerdote, tuvo en esa conversación un peso considerable. No quedó lugar a réplica.

—Si no hay más preguntas, supongo que puedo ponerme en marcha —dijo Kiki, con una sonrisa de satisfacción marcando su rostro de duende. Le habría disgustado no poder cumplir lo acordado con Seiya, incluso si era por motivos racionales.

Con un gesto de aquiescencia, Arthur de Libra dejó claro que estaba de acuerdo. Todo quedaba, por orden de la Suma Sacerdotisa, en manos de Kiki.

Este no tardó en irse, organizando en su mente la última odisea de los santos.

Notas del autor:

Como prometí, aquí dejo el interludio entre el Volumen III, Urano, y el Volumen IV, Saturno. ¡Nos vemos en dos semanas! (Si todo va bien.).

Shadir. Es lo emocionante de estas historias. Cuando parece que todo está solucionado, aparece un problema nuevo. O viejo, como en este caso.

Ulti_SG. Yo mismo me quedé sorprendido con todo lo que Shiva dio de sí. Quizá no tanto para quien en el Anime Clásico era uno de los discípulos de Shaka (¿Santo de plata? ¿Santo sin constelación?), pero fue un gran miembro de la Guardia de Acero.

¡De verdad que es complicado llevar una guerra en varios frentes! Termino incurriendo en vicios que critico en otras historias, como que los guerreros se tomen a broma los riesgos de la guerra, pero como se suele decir: «Hay de todo en la viña del Señor.» ¿Conseguí lo que busqué, una Guerra Santa que de verdad pareciera una guerra? Eso solo lo pueden decidir los lectores. Yo, en cualquier caso, me quedo satisfecho viéndolo publicado, después de todos los desvelos que tuve que pasar para que todo cuadrase. Y con un plan de por medio, porque si el fin del mundo se resuelve porque un único personaje mata in extremis al rey de los zombis y todos los demás caen como fichas de dominó, como que nunca fue tan peligroso el fin del mundo, ¿verdad?

Siempre es bueno ser precavidos. Heredé el mal de la obra original de que parezca que un personaje ha muerto (Aldebarán decapitado por Sorrento, por ejemplo), solo para que al final resulte que no, que no estaba muerto, sino de parranda.

Decisiones que hay que tomar. Están los villanos que salen en todos lados haciendo maldades y están los que están cómodos en su trono hasta la batalla final. Bolverk encaja en el segundo grupo, más o menos, porque estuvo peleando todo el rato. Un enemigo muy poderoso, con una barrera a prueba de santos de oro que requirió un poder mucho mayor. ¡Solo para que vinieran los Astra Planeta a darle el WARN a Arthur de Libra! ¿Dónde estaban ellos cuando Aqueronte y familia hacían trampas, eh?

Sabemos cómo va la cosa con estas historias. Nada ha acabado hasta que llega el jefe final a tener la batalla final más batalla y más final… La cuál tenemos en el capítulo 100 de esta historia, que, ojo, no es un buen capítulo, sino un capítulo excelente. ¡Ojo al dato, que es importante! ¡Muchas gracias por llegar hasta aquí!

«Sangre negra como su torcida alma.» Yo no lo habría dicho mejor.

No estaba seguro de usar ese recurso que Masami Kurumada dejó implícito en el arco de Elíseos, porque a como me han explicado quienes saben del tema, eso de una temperatura inferior al Cero Absoluto es un disparate. Como superar la velocidad de la luz, como alcanzar la velocidad de la luz. Al final Saint Seiya es otra historia de fantasía así que fui hacia adelante. ¡Entendí la referencia doble! Así es, no hay que alertar al enemigo de que eres un peligro hasta que le estás llevando flores a la tumba. Sentí que los mantos celestiales de los protagonistas era un recurso para más adelante, les tengo mucho respeto aunque ahora la franquicia haya llegado hasta el Décimo Sentido.

La Bruja del Mar estaría orgullosa. Siempre, siempre tres días.

No lo dudo. Dicen que del odio al amor hay un solo paso, sobretodo en la mente del fandom. ¡Qué divertido sería leer las teorías aquí y allá!

Otra cosa que no me deja buen sabor de boca es cuando una historia te vende que el enemigo final es muy poderoso y luego lo derrotan con un bonito discurso y algo de esfuerzo. Quizá me tomo demasiado en serio los niveles de poder, pero en todo momento quise ser consecuente con el tipo de amenaza que estaba ofreciendo con los Astra Planeta. Ni los santos de oro podían con ellos, así que, ¿qué cosa podía ser? Cosas que se habían ido mostrando a lo largo de la historia, empezando por el ánfora de Atenea, tan problemática en el arco pasado. ¡Bien hecho, Akasha, Tejedora de Planes!

Y yo encantado con que lo vieras así, como un episodio de una serie animada. ¡El episodio número 100! Es increíble que hayamos llegado tan lejos.

¡Muchas gracias por responder la encuesta!