Capítulo 101. Júpiter Óptimo Máximo

Sobre una montaña más antigua que la actual raza de los hombres, Caronte cavilaba sobre los últimos acontecimientos. Sabiendo un hecho la alianza entre Poseidón y el Santuario y lo que eso implicaba en los más que probables designios del Hijo, había decidido declarar la guerra a todos los santos. Bronce, plata y oro, negro y azul, hierro. Todos habrían de morir, para castigar la arrogancia de aquella muchacha. Habiendo jurado por Estigia que haría tal cosa, no había vuelta atrás. Y a pesar de todo allí estaba.

Varios miles de metros más abajo, tras el mar de nubes que rodeaba el monte, lluvia y rayos caían sin descanso día y noche, con suficiente intensidad como para que el sonido del trueno más lejano resonara en la cumbre. La madre de todas las tormentas terrenales, que ahogó la Tierra entera como respuesta al orgullo desmedido de la Raza de Bronce. Lluvias torrenciales e inagotables cooperando con ríos, lagos y mares desbordados, lanzas blancas de puro voltaje y fuego, y vientos sin par que arrancaban a los hombres del suelo junto a toda su obra. El diluvio universal, aún presente en la memoria de quienes descendieron de los supervivientes, así como en la de la renovada humanidad.

En la actualidad, nadie sensato apostaría por que aquel apocalipsis sucedió de verdad, al menos no del mismo modo que decían las leyendas. Sin embargo, todas las historias que se contaban y escribían como una predicción del fin del mundo eran la viva prueba del terror que los dioses habían insertado en el alma humana. Algunos podrían decir que los hombres eran conscientes de que obraban mal, y que merecían ser de nuevo castigados; otros, como el propio Caronte, consideraban que los humanos simplemente sobrestimaban su propia existencia, y no concebían un fin azaroso.

Avanzando con temerarios pasos en el mismo límite de la cumbre, Caronte volvió a hacerse la misma pregunta que había arrastrado por tanto tiempo: ¿por qué los dioses perdonaron a la humanidad? ¿Por qué permitieron que fuera creada una nueva, si sabían que tarde o temprano volvería a cometer los pecados de la anterior? Enseguida recordó que, más o menos, alguien pudo responder a aquellas cuestiones tiempo atrás. Ío, quizá el hombre más sabio al que había conocido.

«Al permitir que los humanos cometamos errores, Zeus busca que nuestros logros brillen más que si solo fueran el producto de seguir a ciegas la dirección del Olimpo. Y ese brillo es mayor cuanto más terribles pueden ser esos errores. Esta es la diferencia entre el rey de los dioses y una niña mortal al mando de una casa de muñecas; quien todo lo sabe, espera ser sorprendido.»

Aquel día no fue la primera ni la última vez que Caronte escuchó palabras semejantes. Sin embargo, recordaba esa explicación con mayor claridad que cualquier otra, aun las más elaboradas. Podría ser el hecho de que venían del más viejo campeón del Olimpo, o la primera impresión que tuvo de Ío, tan seguro de sí mismo y de lo que pensaba como tranquilo a la hora de lidiar con quienes discrepaban con él, al menos hasta que llegaba el momento de terminar con la farsa en la que los demás siquiera hablaban con sensatez. Había malicia detrás de la serenidad con la que aquel hombre se tomaba cualquier conversación, como un pequeño vistazo a la oscuridad que uno de los más apreciados héroes del Olimpo albergaba dentro de sí. Oscuridad que Zeus no condenaba.

«Nuestro rey siempre ha apreciado la fuerza con la que los hombres se anteponen a los males del mundo, sobreviviéndoles. ¿Seguirá siendo así cuando se levanten en armas ante las puertas del Olimpo? Nosotros no podremos permitirnos ese lujo.»

Le tentaba la idea de descender. Bajar los diez mil metros que separaban la cima de la montaña del cataclismo que se sucedía una y otra vez en la superficie de la Esfera de Júpiter. Quizás echar un vistazo a aquella representación del diluvio universal le permitiría comprender por qué los dioses toleraban la constante rebeldía de los humanos. ¿Y qué sentiría? ¿Lástima por el millón de desdichados viendo barridas todas sus esperanzas? ¿Interés por quienes aun así no se rendían y seguían luchando?

«Nada —decidió Caronte—. No sentiría nada.»

La última vez que había ido hasta aquellas profundidades, la muralla que protegía el corazón de la Esfera de Júpiter, no había tempestad ni un mundo inundado, sino todo un universo, una imagen semejante al Portal del Tiempo. En todo momento, millones de galaxias giraban de forma incesante mientras eran iluminadas por millones de estrellas. Incontables supernovas devoraban mundos igual de incontables, sin discriminar si contenían vida o no, o si esa vida era consciente. Debido a aquel infierno cósmico impulsado por lo pensamientos y emociones humanas, el espacio era rasgado por agujeros negros, versiones en miniatura de las puertas del Abismo, de los que nada tenía escapatoria. Toda materia era devorada, convertida en el alimento del vacío más allá del tiempo y el espacio, y lo que aún resistía debía padecer las explosiones y erupciones de radiación, nocivas para tantísimas formas de vida.

Y antes de aquella representación de la destrucción del universo, de la que Tebe solía presumir antes de ser aniquilada por el auto-proclamado Rey, estaba el invierno eterno de Calisto. Aquel sí se parecía al diluvio que ahora se desataba abajo, solo que con nieve y granizo en lugar de lluvia. Todo asentamiento humano, desde campamentos y poblados hasta las grandes ciudades, estaba enterrado bajo los mismos mantos blancos que cubrían los bosques y las montañas. La superficie entera era del mismo color, y todo el mar y las aguas de ríos y lagos estaban congelados. Si se miraba al cielo desde aquel mundo helado, no se vería un sol que diera luz durante el día, ni estrellas que sirvieran de guía por la noche. Todas las luces se habían apagado para siempre.

Calisto era más prudente y centrada que Tebe, y si bien eso no impidió que cayera en combate, sí que ayudó a que Caronte estuviera dispuesto a oírla a hablar cuando rememoraba la triste historia de las regentes de Júpiter. De Aedea, quien la instruyó desde un universo que se contraía hasta quedar reducido a un punto minúsculo, tal vez residuo de sus demenciales ambiciones; de Ananké, segunda portadora del alba que encarna las leyes del cosmos, dorada señora de una existencia fugaz, pues tan pronto alguien posaba la vista en ella, desaparecía sin más.

«La Esfera de Júpiter pertenece al señor Zeus —decía Calisto—. Si el Hijo quiere reinar en el Olimpo, lo primero que debe hacer es asegurarse de que nadie pueda controlarla.»

Caronte había sobrevivido a tres astrales de Júpiter, pero no porque fuera más poderoso que ellas. Era plenamente consciente de eso. Todas habían nacido para llegar a ser el mayor poder entre los mortales, desde Aedea, a quien nunca conoció, hasta Calisto y la habladora de Tebe, y así debía ser con todas las que portaban el alba de Júpiter. La quinta Esfera podía ser la diferencia entre la victoria y la más aplastante derrota, un poder inmenso unido a un riesgo equiparable. Cualquier enemigo del Olimpo —de la Creación— que conociera a los Astra Planeta concentraría sus esfuerzos en aniquilar a quien rigiera la Esfera de Júpiter antes de que aprendiera a controlarla.

«Somos vuestro Deus Ex Machina —afirmó Calisto la última vez que habló con Caronte—, uno que siempre ha escapado a nuestra comprensión. Lo que ves —dijo abarcando aquel mundo blanco— es solo la destrucción tal y como la concebimos.»

El regente de Plutón aún podía saborear la ansiedad que aquella revelación le produjo. De repente todas sus esperanzas en la victoria estaban depositadas en el arma que la Esfera de Júpiter escondía. Estaba convencido de que se trataba de un poder capaz de destruir cualquier cosa, incluso al Hijo, un dios. Entonces Caronte no era muy distinto a Tebe, seducida por la vulgar destrucción que otorgaban unas cuantas estrellas muertas.

«Te gusta, ¿verdad? —insistió una vez la astral, empleando aquella voz zalamera que ansiaba conquistar el corazón de algún dios—. Te gusta imaginar que hay gente ahí abajo. Humanos como yo, muriendo. ¿Los cuentas? ¡Confiésalo, perro sádico!»

Con toda probabilidad Tebe nunca fue consciente de lo cerca que había estado de comprender a Caronte. Pudo haber contestado de muchas formas, empezando por recordar a la astral que ella tenía tanto de humana como él y el resto de makhai. Sin embargo él no sentía deseos de humillarla, al contrario: apreciaba la llamada de atención, y supo agradecérselo manteniéndola con vida. Ambos respetaban el poder más que cualquier otra cosa, pero solo Tebe podía permitirse vivir del orgullo, en lo alto.

Ella era Júpiter, el rayo que convierte la noche en día y la batalla en muerte; él era Plutón, el asesino oculto en las tinieblas donde no caen los rayos ni suenan los truenos.

Poder. Eso es lo único que vería en la tragedia llamada diluvio universal. La representación de lo que el actual regente de Júpiter entendía por el fin de todas las cosas, porque él siempre fue más humano —más terrestre— que sus sucesoras. Y detrás de esa imagen, el secreto de la Esfera de los Héroes.

«Cerauno, la esencia misma de la destrucción —pensó. Era la conclusión a la que había llegado antes de que Tebe le hiciera ver lo ridículo que era su empeño—, enmascarada por la idea que cada astral de Júpiter tiene sobre…»

—Un castigo terrible —dijo una voz—. De verdad terrible. Ahora lo sé.

Algunos metros por encima de Caronte, Tritos había aparecido. Un viejo compañero cubierto por las ropas de otro camarada, ya muerto. Las hombreras —dos espirales semejantes a conchas marinas, unidas al cuello por una pieza decorativa con un tridente en relieve— habían cambiado de forma drástica, pero la capa que de estas colgaba y la holgada túnica hecha de agua eran idénticas a las que un día cubrieron a Proteo.

A Caronte aún le costaba asimilar que Tritos fuera el nuevo astral de Neptuno. Durante la Guerra del Hijo, cada uno de los Astra Planeta era el mejor guerrero al servicio de uno de los dioses del Olimpo, un auténtico campeón por encima de la élite. El Tritos que él había conocido, en cambio, ni siquiera podía ser llamado aprendiz; era solo el erudito atlante, prisionero del Santuario, por milenios alejado del agua y de cualquier fuente de conocimiento que pudiera usar en contra del ejército ateniense, lo que incluía desde los libros hasta la compañía humana. Según recordaba Caronte, el día que se lo encontró era indistinguible de los soldados del Aqueronte que ahora comandaba: pálido, flaco, mudo, siguiendo sus pasos y órdenes como si no pudiera hacer otra cosa.

«En este grupo hay un sirviente, lo sé —admitió Tritos en más de una ocasión—. ¿Quién es? Eso no lo tengo tan claro. Pero me gustan los retos, lo averiguaré»

Aquello era a medias broma y a medias verdad; el lenguaje favorito de Tritos, que Caronte no tardaría en aprender. Como Ilión de los makhai, ya intuía que lo acompañaba un manipulador nato, un sabio que destacaba en un reino lleno de hombres sabios. Como el noveno astral siguió siendo acompañado por la misma persona, preguntándose cuáles eran sus ambiciones y cuándo las llevaría a cabo. La Guerra del Hijo curtió al erudito, como hacía con todos aquellos que luchaban en ella y lograban conservar la cordura, pero no tanto como para convertirlo en el regente de Neptuno.

—Esta es tu última oportunidad —murmuró Caronte—. Si te presentas en una reunión oficial de los Astra Planeta sin merecerlo, caerás fulminado por Cerauno. No quedará de ti ni la más pequeña partícula, y tu ser no conocerá infierno, paraíso o reencarnación. Tal vez ni siquiera permanezcas en nuestro recuerdo.

Tritos descendió con lentitud. La capa se cerró hasta ocultar el constante flujo de la túnica, así como los pies que aún no tocaban el frío suelo de la montaña. Levitando de esa forma, Tritos parecía tener la misma altura que Caronte.

—Me has permitido la entrada a la Isla de los Bienaventurados, has compartido conmigo los planes y las órdenes de los dioses del Olimpo, y llegaste a encomendarme que te ayudara en tu misión. Después de todo eso, ¿todavía crees que no soy el astral de Neptuno? No sé quién quedaría peor si fuera así. Y te recuerdo que ya estuve presente el día en que nos contaste a todos cómo cayeron el Hijo y la anterior generación de Astra Planeta. Puedo asegurarte que no me ha caído ningún rayo desde entonces.

A la vez que sonreía, divertido ante la paranoia de Caronte, Tritos señaló la pieza de metal que ceñía sus sienes. Tenía la forma de una corona de laurel, con cada hoja de un distinto tono de azul, los mismos que podían verse en las hombreras o en el octavo planeta del Sistema Solar, si se observaba desde el espacio.

—Podría ser una ilusión —apuntó Caronte—. ¿No es esa tu especialidad?

—Quiero creer que soy experto en todas las artes de la Raza de Plata —dijo Tritos, como sin entender que no estaba ayudando mucho a no verse culpable—. ¿Quién mejor para custodiar la Esfera de Neptuno?

—Podría hacer una lista —propuso Caronte.

—Podría —repitió Tritos—. Es la segunda vez que escucho eso. Siempre posibilidad, nunca hecho. —Por un momento, el astral de Neptuno amplió la sonrisa. Luego el rostro se ensombreció, acentuando la palidez que el atlante aún conservaba—. Estoy conectado con lo que ocurre allá abajo. Cada gota de lluvia es muerte, cada ola del mar es destrucción. Mil millones de almas me hacen la gran pregunta: ¿por qué?

—Nunca fuiste empático —convino Caronte. Siguiendo la mirada de su compañero de armas, volvió a fijarse en las nubes en torno a la montaña, pensando en lo que estas escondían—. No es más que una ilusión —aseguró—. Un reflejo del diluvio.

—Ojalá fuera así. —Tritos suspiró—. Eso no es un reflejo del diluvio, sino el diluvio mismo. Antes de que el primer billón de billones de gotas cayera sobre la Tierra, la vieja humanidad ya había muerto aquí, en la Esfera de Júpiter. ¿Te acuerdas de Tebe?

—¿No estabas a favor de respetar la privacidad del propio pensamiento?

—¿Pensabas en ella? ¡Enternecedor! —bromeó Tritos, tratando de quebrar el muro de hielo que era el sentido del humor de Caronte. No lo consiguió—. Me refiero a su particular visión del fin del universo. ¿Crees que eso también era una ilusión?

—Sí.

—Te equivocas por segunda vez. Fue real, así como lo es el diluvio que se desata bajo esta montaña. La cuestión es: ¿qué fue primero, el huevo o la gallina?

—¿Me estás diciendo que alguna vez todas las estrellas del universo decidieron explotar al mismo tiempo? —preguntó un perplejo Caronte. La idea de que la hecatombe de Tebe hubiese sucedido le resultaba descabellada. Ningún dios que conociese operaba de ese modo, ni siquiera el Hijo. Era algo demasiado caótico, estúpido e impráctico.

—¿Cómo crees que cayó la Raza de Plata? Me considero un experto en sus artes, claro, pero en comparación al más grande de los reinos que la humanidad ha levantado, no soy más que un hombre. Aun la Atlántida y Mu apenas son sombras a la luz de ese sol.

—Un sol plateado. Muy poético —espetó Caronte—. La Raza de Plata cayó debido al despertar de Tifón, el más terrible de los hijos de la Madre Tierra.

—Exacto. ¿Qué puede hacer la civilización cuando todo en la existencia que conoce y desconoce tiende a la destrucción? Huir. Escapar, hacia mundos florecientes en lo que ahora el hombre llama universo observable. Claro que en condiciones normales no habrían sobrevivido. Contaron con los dioses para protegerles durante ese éxodo, y con Zeus para que evitara que toda la Creación se derrumbara en un instante.

—Los humanos aseguran que los dioses huyeron —apuntó Caronte.

—También suelen decir que los caminos del dios en el que creen son inescrutables —replicó Tritos—. Eso no es importante, desde luego no para Tebe, o en nuestra estancia dentro de la Esfera de Júpiter habríamos visto la llegada de los ancestros de los Mu a la Tierra, en vez de la destrucción de los confines del universo. Eso me interesaría más. ¿Cuándo llegaron? ¿Antes, o después del Gran Impacto? ¿Antes, o después de la división de Pangea? Lo único que tengo claro es que fueron ellos, y no nosotros, el Pueblo del Mar, los auténticos invasores. Eso me satisfacía como atlante, mas habría estado bien saber más. Sí, es una verdadera lástima no poder ver ese momento, la visión ni siquiera mostraba a Tifón, solo lo que hizo, la destrucción que trajo al universo.

—Recuérdame por qué elegiste ser el octavo astral, en lugar de dedicarte a la enseñanza —dijo Caronte, en tal tono que no se podía determinar si estaba hastiado o bromeaba.

—Está bien, pensemos en tu búsqueda. La verdad, también estoy interesado en el secreto de la Esfera de Júpiter, solo que no creo que sea solo destrucción o el fin de todas las cosas. ¿Dónde quedan las otras facetas de la divinidad? Crear, preservar. —Esperó unos segundos a que Caronte respondiera, pero no lo hizo, así que continuó—. Eso es lo que está oculto detrás del cataclismo que vemos en la Esfera de Júpiter. ¿Explotaron un millón de millones de estrellas consumiendo incontables mundos llenos de vida? Sí. ¿Las aguas cubrieron el mundo entero? Sí. ¿La humanidad ha desaparecido por ello? No. La Raza de Oro sigue al servicio del Olimpo custodiando los antiguos sellos y vigilando el universo, los Mu representan el legado de la Raza de Plata, y en cuanto a la Raza de Bronce, limpia sus pecados a través de las Guerras Santas, aunque ahora se les conozca como la Raza de los Héroes. No ha habido un final definitivo desde que Zeus se sentó en el trono del Olimpo, aún tenemos esperanza.

—¿Esperanza? —cuestionó Caronte—. ¿Ese es el secreto de la Esfera de Júpiter?

—¿Sería decepcionante, no? —Tritos rio—. Puedes tranquilizarte. No sé cuál es ese secreto en el que ambos estamos tan interesados, solo te hablo de lo que creo que esconden esos atisbos del fin que nos muestran quienes rigen la Esfera de Júpiter.

—Antes dijiste…

—… Respeto la privacidad del propio pensamiento, lo que sea que eso signifique —se adelantó Tritos—. Pero en tiempos de guerra no existen ni la privacidad, ni el pensamiento individual en un soldado. Somos masas enfrentadas por intereses opuestos.

—La gallina y el huevo, ¿qué fue primero?

—Eso es un misterio que aún nadie ha… ¡Oh! Cierto. —De nuevo la expresión de Tritos se ensombreció, pasando del humor y el orgullo a una gran tristeza, extraña en el otrora erudito atlante—. Nuestras Esferas son tan viejas como el universo, como poco, quizá más, y siempre han contenido la misma fuerza e información. Lo único que ha variado en ellas, incluida Júpiter, es la apariencia, la parte de todo un aspecto de la realidad que se relaciona con los pensamientos y emociones del regente actual. Es decir, que aun antes del nacimiento de Tifón, la destrucción que produjo ya existía en este lugar. No, más bien, todo tipo de destrucción que haya ocurrido, ocurra u ocurrirá, desde el Big Bang hasta el fin del universo, se halla bajo nuestros pies. Un castigo terrible para nosotros, ¿verdad? Me refiero al determinismo.

—Así que de eso hemos estado hablando —entendió Caronte—. No del diluvio, sino del destino ineludible.

—Júpiter es la Esfera de los Héroes y la Ley, después de todo —dijo Tritos.

El silencio se adueñó de la cima de la montaña por algunos minutos. Durante ese lapso de tiempo Caronte y Tritos no mediaron palabra ni a través de la Lengua de Plata. Ambos estaban pendientes de una presencia lejana, un invasor que se desplazaba a través del laberinto espacio-tiempo que era la Esfera de Urano, cambiando de posición constantemente en un vano intento de que perdieran su rastro. El objetivo parecía claro: la Esfera de Júpiter; en concreto la parte en la que se encontraban los dos astrales. Era tan evidente que Caronte no tardó en plantearse que estaban siguiendo un señuelo. Se lo indicó a Tritos con un gesto; no fueron necesarias las palabras.

Al final no fue el doble ataque que Caronte esperaba, sino uno triple. La primera figura embistió al astral de Plutón de frente, esquivando por muy poco los Colmillos de Cancerbero al tiempo que le encajaba un puñetazo. La segunda fue detenida en el aire por un campo psíquico, pero en cuanto una tercera inmovilizó a Tritos, la prisión invisible fue quebrada. Rodeado por las dos mujeres, idénticas hasta en el más mínimo detalle, Tritos hizo que una proyección suya diera un sonoro aplauso.

—Excelente demostración de los dones divinos de Urano —dijo Tritos, tanto a través de su propia voz como la de la imagen de él que veía todo desde las alturas—. Ni siquiera yo puedo distinguir esa ilusión de la realidad.

Un sonido familiar puso fin a los aplausos del octavo astral. Mirando por encima del hombro de su captora, Tritos pudo ver que la camisa de Caronte se hundía en un hueco bastante grande. Todo el costado derecho del regente de Plutón había sido destruido por el golpe, y ahora volvía a crecer. Cerca, la responsable de aquello tenía un par de cortes cubriendo su rostro en diagonal; enseguida desaparecieron sin siquiera dejar cicatrices.

—Ninguna ilusión puede superar tus sentidos, hermano —dijo la mujer—. Así como ninguna ilusión puede herir a un astral, incluso uno fuera de su Esfera, sin alba que lo proteja y limitado por la maldición de Campe y un juramento. Tu regeneración se ha alentado. —Hizo ademán de lanzar un nuevo puñetazo, pero acabó por presionar la camisa de Caronte con un dedo. Pudo hacerlo hasta siete centímetros sin encontrar resistencia, tan profunda era la herida que le había causado.

—Los años pesan, sobre todo sin ambrosía —se defendió Caronte—. Urano es la Esfera del Espacio, Tritos, no tiene nada que ver con las ilusiones. Todas son ella.

—Eso parece —dijo el astral de Neptuno. Una vez más se fijó en las tres mujeres, todas del mismo cabello azul ceñido por una corona de laurel metálica que apenas podía distinguirse. Entre la amplia capa blanca que las tres portaban, podía vislumbrarse una túnica semejante a la suya, pero con vistas al espacio estrellado en lugar del mar—. ¿Así que puedes estar en tres lugares a la vez al mismo tiempo? Has crecido, Titania.

—¿Quién dijo que solo estoy en tres lugares? —cuestionó una cuarta figura apareciendo de la nada—. Tus reflejos están bien, hermano —dijo dirigiéndose a Caronte—, pero si un golpe en la nuca basta para que tus Colmillos de Cancerbero fallen, será mejor que no descuides tu espalda. —Tras realizar una leve sonrisa, Titania alzó la mano derecha, los dedos juntos como dando forma a la punta de una espada.

—¿No podrían saludarse como los amigos normales? —preguntó Tritos, forzándose a sonreír—. Un apretón de manos, o un abrazo antes de las preguntas de rigor como: ¿Qué tal? ¿Cómo va todo?

—Eso sería… —empezó a decir Titania, alzando el brazo sobre Caronte como la guillotina sobre el condenado. Al dejarla caer, sin embargo, no fue más que una mano amiga sobre el hombro de un camarada—. Aburrido, sí. Demasiado convencional.

—Es tarde para preferir ser un maestro, Tritos —dijo Caronte, empleando el tono serio que solía usar cuando parecía estar bromeando.

—Y luego se preguntan por qué fue necesario el diluvio —murmuró Tritos—. ¿Cuándo llegará el día en que los humanos de la Raza de Bronce superen su sino de barbarie? Bueno, en lo personal me conformaría con que me liberarais… liberaras… ¡Esto es incómodo, Titania! —Hizo algunos movimientos nada convincentes para soltarse de la presa de su captora, que era Titania en una de las cuatro posiciones que ocupaba.

Los astrales de Plutón y Urano sonrieron a la par mientras la proyección de Tritos de Neptuno, poco más que un fantasma en el aire, los miraba ofuscado.

—Titania —dijo una voz lejana, de fuerza y firmeza únicas, proveniente de un templo cercano—. Los dones divinos de Neptuno no deben ser subestimados.

Lo que aparentaba ser un consejo, o una advertencia como mucho, fue tomada por todos como una orden. Titania solo ocupó la posición más cercana a Caronte, y en el resto de la cima ya no quedó rastro de ella. Inmediatamente después de ser liberado, Tritos deshizo el cuerpo que había creado por puro capricho, como si lo que había escuchado fuera una reprimenda y no una alabanza a su favor. Ambos astrales se colocaron a los costados de Caronte, firmes y erguidos como lanzas.

Enfrente se abrieron las puertas de un templo que, tras el diluvio, fue consagrado al Sumo Sacerdote de Atenea y su tarea de prevenir futuros acontecimientos, de estar un paso por delante de los dioses que tendría que enfrentar. De la oscuridad que había más allá emergió un hombre cubierto por prendas similares a las de Tritos y Titania: una amplia capa blanca colgando de hombreras doradas, semejantes a dos águilas que con sus garras sostenían una placa con el símbolo del rayo en relieve. Sus cabellos estaban ceñidos por una corona de laurel metálica de distintos tonos de verde.

Como un mar proveniente de otra dimensión, el cosmos del recién llegado inundó el lugar, rodeando aquella montaña que inspiró la creación del monte Estrellado. Por primera vez desde que fueron ungidos como Astra Planeta, Tritos y Titania recordaron el significado de la fuerza de gravedad, y se inclinaron en señal de sumisión. Caronte los acompañó en ese gesto luego de un echar vistazo al primer regente de Júpiter, Ío.

Se trataba de un hombre de unos cincuenta años, de facciones duras castigadas por la guerra, aunque aún firmes. En torno al parche que cubría su ojo derecho destacaban los extremos de tres cicatrices, quizá provocadas por las garras de una bestia. Otra similar, con forma de media luna, cruzaba el lado izquierdo del labio hasta el mentón, donde se confundía con la barba. En la frente, despejada más allá de algunos mechones rebeldes, eran claros los restos de quemaduras que por poco no llegaron a cegarle el otro ojo. Aquellos y otros signos menores de pasadas batallas eran la prueba de que Ío jamás había tomado la ambrosía, y sin embargo lucía más joven.

—Perdona a estos jóvenes, Tritos —dijo con voz serena—. No han vivido lo suficiente como para apreciar los breves momentos de paz como nosotros. —Esperó unos segundos a que el regente de Neptuno dijera algo; Tritos se limitó a asentir—. Aunque a decir verdad, ya ha pasado bastante tiempo desde Troya. ¿No opinas igual, Caronte?

—Así es, comandante.

—Es difícil saberlo, no has cambiado nada. Tritos ha ganado peso y músculo, mi hija ha crecido, y tú sigues igual que cuando los cuatro nos reunimos en Hiperbórea. —Sonrió.

—Usted ha cambiado, comandante. Parece más joven —apuntó, aún extrañado por aquel detalle—. Pero no siento que la presencia de la ambrosía, como de costumbre.

—Crees que he rejuvenecido de algún modo —interpretó Ío, asintiendo—. No ha ocurrido tal cosa, el tiempo fluye a través de mí desde el día en que decidí volver a ser humano. Si no lo ves, es que necesitas abrir más los ojos, Caronte. Por cierto, ¿soy el rey o el dios de los Astra Planeta?

—No, comandante —dijeron los tres al unísono.

—Entonces no hay razón para que hinquéis la rodilla ante mí. Levantaos, pues es largo el camino que debemos recorrer. —Los tres obedecieron en el acto—. Seguidme hasta los tiempos que vendrán, hacia mi última Guerra Santa.

Así, el cuarteto se adentró en las tinieblas del templo que por voluntad de quien los lideraba hacía las veces de entrada a la Esfera de Júpiter.

Notas del autor:

¡Saludos, estimados lectores! Como prometí, tras un descanso de un mes, aquí regresamos con fuerza a esta historia. El cuarto volumen, Saturno, comienza con un vistazo al misterioso grupo antagonista, los Astra Planeta. ¿Qué nos depararán? Solo lo podremos descubrir leyendo. Espero poder seguir contando con todos vosotros.

Ulti_SG. Siempre es mejor ahorrarse el paso de sacar a alguien de la tumba. Muchos villanos se pasan una historia entera para lograrlo solo para que, bien se lo impidan en el último momento, bien el resucitado acabe muerto a los cinco minutos. (Minutero de Freezer.). Aun así, Damon parece tener mucho por delante.

I want you for The Son Army! Gestahl Noah no pierde el tiempo, no, por suerte la propuesta nos sirve para ir descubriendo más sobre este misterioso dios.

La guerra entre los vivos y los muertos: 11 bajas con nombre.

La batalla final más batalla y más final: Cero bajas.

El currículo de Caronte ha sufrido un fuerte golpe. De seguro le bajarán el sueldo el día que venza el sello. ¡Esos Save Point son una bendición de los dioses! También los pequeños saltos temporales, mis respetos a los autores que no los usan.

Si de algo no se puede culpar a los protagonistas de Saint Seiya, entre los que incluyo a los cinco santos de bronce y a Saori Kido, es de ser pesimistas. En la serie y las películas clásicas, ya podía quedar todo destrozado, que ellos siempre mantenían la esperanza de poder vencer al enemigo que fuera después. Me gustó haber podido tener la oportunidad de ahondar en cómo lidian los héroes con el mundo después de una guerra (¿La última Guerra Santa? No hubo enfrentamiento entre dioses, así que…), no solo por los enemigos que quedan por vencer sino por las consecuencias del conflicto.

¡Es el Kira Style! Los caballeros negros medio insinuado en aquella reunión que tuvieron, con pizza y refresco. Estoy seguro de que ese sería un Juicio Divino. Ba dum tss. La estructura original del arco cuarto justificaba que no pudieran ir por ese camino, pero eso generaba ciertas incoherencias y tuve que escoger el mal menor. Asumamos todos que no tienen mucha confianza en quien le abre el paso a los discípulos de Kiki y prefieren ir por una senda alternativa que no está bajos u control. Sí, eso es.