Capítulo 104. Remordimientos

La mitad de la tripulación que Kiki pensó para viajar al Jardín de las Hespérides había rechazado formar parte, arguyendo que ocupaban puestos de importancia y no podían abandonarlos bajo ningún concepto. ¿Qué ocurriría si una nueva amenaza atacaba la Torre de los Espectros? Bluegrad perdió un buen número de guerreros azules en la guerra, ¿y si alguien aprovechara eso para invadir la ciudad? Por no hablar de la cacería de los monstruos del Flegetonte que sobrevivieron. El último fracaso fue cuando intentó convencer a Triela de Sagitario de que ocupara el puesto de Garland de Tauro y esta le preguntó, mediante señas, por qué no podía ir ella al viaje. La ausencia de su séquito de Arqueros Ciegos debía haberla afectado, aunque Kiki no era capaz de entender cómo podía compadecerse de quienes ella misma había torturado, cegándolos.

—Tampoco quiero —le dijo a Shun de Andrómeda hacía solo un momento. El bueno de Shun no le dio ningún problema, más bien se le iluminó el rostro ante la posibilidad de reencontrarse con sus hermanos. Además, si la percepción de Kiki no había mermado con el paso de los años, aquel héroe de leyenda sentía remordimientos por no haber participado en la batalla—. ¡Se suponía que tenía que ser así! —exclamó el pelirrojo, sobresaltándole, mientras lo apuntaba con el bastón—. Era el resto del Santuario el que lucharía esa guerra, en nombre de Atenea y no de los planes del Hijo. ¿Qué sentido tiene arrepentirse a estas alturas? Si Ikki te viera, te daría un puñetazo.

—Te creo —contestó Shun, parpadeando varias veces. Atrás, June de Camaleón reía, un sonido agradable que daba cierta vida a la cubierta—. No me arrepiento de nuestra decisión, es solo que… —No terminó la frase.

No era necesario. Kiki podía intuir en lo que el santo de Andrómeda pensaba.

De repente, como por inspiración divina, el pelirrojo tuvo una idea sobre quién podría completar la tripulación y se teletransportó a Rodorio, agradecido de que el Argo Navis todavía no se hubiese adentrado en los inaccesibles mares olvidados.

Era bien entrada la noche, pero la villa más cercana al Santuario era tranquila y Kiki conocía hasta el último de sus recovecos. Anduvo muy contento, tarareando al ritmo de golpes de bastón y saludando a los guardias con los que se encontraba, sobre todo a los que estaban medio dormidos, hasta que llegó al humilde ayuntamiento.

Acababa de salir la alcaldesa de un duro día de trabajo, disimulando el cansancio con maquillaje y una sonrisa llena de confianza. Seika, como buena hermana del santo de Pegaso, había puesto toda su energía en ayudar del modo que podía: medio pueblo, bajo su dirección, había ayudado a Minwu de Copa a tratar a los santos de Atenea durante la guerra, y después de esta también habían atendido a otros, desde guardias y marinos hasta caballeros negros. Fue Seika, antes de que el Santuario comprendiese hasta qué punto los miembros de Hybris se habían convertido en sus aliados, el principal apoyo de la Suma Sacerdotisa en lo que refería a enterrar, por primera vez en la historia, caballeros negros en el mismo cementerio en el que descansaban los fieles a la diosa. No es que eso significara demasiado en la práctica, porque la alcaldía de Rodorio no tenía ninguna influencia en el gobierno del Santuario, pero Seika era tan querida en la guardia que su opinión despejó las dudas del sector de la Guardia de Acero que no se había forjado en la Fundación. Así, los santos de hierro no solo enterraron a los caídos de Hybris, sino que acompañaron gustosos a los supervivientes para llorar a sus muertos en tierra sagrada, tierra que ninguno de ellos esperaba volver a pisar.

Por si eso fuera poco, también había tenido que encargarse de los damnificados por Caronte. Miles de hombres de armas, lisiados de por vida para dar un mensaje.

Tras restregarse los ojos en un gesto instintivo, Seika saludó a alguien calle abajo. Kiki, entre las sombras por puro azar, giró la cabeza y descubrió a quien venía a buscar. Rin de Caballo Menor, acompañada de su padre, Arthur de Libra.

«¡Vamos allá! —se dijo el pelirrojo, levantando la pierna.»

—Rin —dijo Seika, sorprendida—. ¿Qué haces…?

Veloz como una gacela, la santa de Caballo Menor se arrojó a los brazos de su madre, quien no tardó en corresponderla. Le dio unas palmadas mientras lanzaba a Arthur la misma mirada interrogativa que tenía el oculto Kiki.

—Hemos estado ocupados —dijo Arthur—. Demasiado. Los tres.

—No te voy a reprochar que seas un santo de Atenea a estas alturas —dijo Seika con amabilidad, para luego susurrarle a Rin—: Te he extrañado mucho.

—Tuve miedo —confesó la santa de Caballo Menor, avergonzada—. Lo tuve.

Sin demasiado equilibrio, Kiki decidió bajar el pie y escuchar. Por cómo estaban organizados los frentes de la guerra y por cómo acabaron variando según esta avanzaba, esperaba de sobra que Rin se sintiese fracasada. Ella y las otras cuatro expertas en combate aéreo de la casta de bronce se volvieron innecesarias en Alemania debido a la presencia de Aqua de Cefeo, en teoría una recién ascendida, como ellas. La había imaginando quejándose de eso todavía, mientras Arthur, siempre demasiado racional como para ponerse de parte de un ser querido, le recordaría que los refuerzos que Aqua garantizó para Naraka desde Alemania salvaron al Santuario de una derrota total.

No la pensaba juzgar si fuera así. La máscara de Rin no ocultaba bajo ningún velo mágico la edad que tenía, una en la que el orgullo del guerrero no era nada raro. Sin embargo, no vio nada de eso en la conversación que sucedió al reencuentro familiar. Tras unas palabras comprensivas de parte de Seika, ninguno de los tres volvió a hablar de la guerra ya concluida, sino de cosas más mundanas, como darse un buen festín.

—¿A estas horas? —preguntó Seika, boquiabierta—. ¡Estáis locos!

—Hambrienta —corrigió Rin—. Muy hambrienta.

—Yo tengo sueño —intercedió un comprensivo Arthur, ganándose un codazo. El choque del broncíneo brazal contra el peto dorado resonó en la calle, como sustituto de la expresión de Rin, oculta tras la máscara.

—Seguro que encontraremos algo —insistió Rin—. No recuerdo la última vez que tuvimos un momento para nosotros. Sé el camino que escogí, ¡no me arrepiento! —tuvo que apuntar, creyendo inquisitiva la forma en la que Arthur y Seika la miraban—. Mas la guerra ha terminado, ¿es malo que los santos de Atenea tengamos un día de paz? ¿No pueden las gentes de Rodorio dispensarte de un día de trabajo?

—Si he terminado de trabajar, por eso tengo sueño —dijo Seika sin piedad, dejando a Rin muda—. ¡Solo te estoy molestando! Todavía tengo fuerzas para una cena ligera.

Como para dar fe de eso, se arremangó el abrigo y alzó los brazos. Rin no pudo contener la risa, y hasta Arthur sonrió bajo el cobijo de las sombras.

«De eso tuvo miedo —pensaba Kiki, mudo observador—. De no ver más a su familia. No puedo llevármela conmigo —decidió enseguida, aun si consideraba importante tener a más gente hábil en el combate aéreo—. Bueno, si cuento a Shun como uno, ya hay tres santos de bronce de todas formas, solo necesito uno de…»

Alguien le tocó el hombro, interrumpiendo sus pensamientos.

—Si tú me sorprendes ahora es que me he hecho muy, muy viejo —susurró Kiki mientras la feliz familia se marchaba—. Makoto, ¿dónde has dejado tu manto sagrado?

—Está siendo reparado —respondió el santo de Mosca, muy emocionado—. Para el viaje. No esperaba que contaran conmigo después de… bueno… Ya sabes…

«¿Después de que fueras derrotado en los primeros combates del frente más peligroso para quienes emplean el cosmos? —completó Kiki en su mente—. Mejor que no te diga que ni se me pasó por la cabeza incluirte. Causarás muchos problemas con el único santo de hierro que irá en el barco. Aun así…»

En el Santuario, solo tres personas sabían del viaje. Solo Arthur, si no es que la misma Suma Sacerdotisa, podría incluir a Makoto en el grupo.

—Sí, eres mejor espía que luchador, perfecto para el trabajo —soltó Kiki al fin.

—No has cambiado ni un ápice —dijo Makoto, cruzado de brazos—. Diablo pelirrojo.

—Tú tienes un poquito más de paciencia —concedió Kiki—. Un momento, dijiste que te están reparando el manto de Mosca, ¿es que Su Santidad no conoce la piedad? Fjalar y Nenya llevan tres días trabajando sin parar, ¿qué le costaba escoger a…?

—La Suma Sacerdotisa ofreció su propia sangre para revivir el manto sagrado —interrumpió Makoto, en parte extrañado por la actitud de Kiki, en parte agradecido por la oportunidad—. Según me dijo serías tú quien se encargaría de repararlo.

A media frase, con la boca abierta y los ojos como platos, Kiki desapareció sin dar explicación alguna. Makoto ni tuvo tiempo de decir nada cuando volvió a aparecer, equipado con un zurrón sacado de Jamir, y lo teletransportó raudo a la cubierta, junto a Shun y June. Ni siquiera allí explicó nada, pues le urgía hacer algo en el Santuario.

Dar un coscorrón a una hija demasiado desprendida de su propia vida.

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Si bien Akasha había tenido esa conversación con Makoto una hora antes de que Kiki y él se encontraran, por un tiempo mantuvo el manto sagrado a su diestra, flotando por telequinesis. Habría sido una visión de lo más divertida, la de la Caja de Pandora siguiendo los pasos de la Suma Sacerdotisa, si alguien del Santuario lo hubiese visto.

Pero las personas con las que se reunió no eran de oro, plata, bronce o hierro, ni tampoco habitantes de Rodorio. De una belleza legendaria, tan eterna como imperecedero es su amor por la danza y los festejos, las ninfas del bosque de Dodona se aparecieron a la Suma Sacerdotisa con la forma en la que se sentían más cómodas. Figuras femeninas, sí, más delimitadas por el aire, las aguas y hojas mecidas por el viento. Voces alegres que no eran moduladas por cuerdas bocales ni ejecutadas por lengua alguna, sino que llegaban al alma para llenarla de una alegría sin fin.

Con ellas conversó como si tuviera todo el tiempo del mundo, incluso si el asunto a tratar llevaba tres días de retraso. El Hades había sido sellado, sí, pero los rincones en que se habían manifestado las huestes del inframundo seguían siendo páramos; hasta Bluegrad padecía un clima cada vez más frío, extendiéndose en la Ciudad Azul la idea de que la tormenta que arrasó la urbe siglos atrás volvería tarde o temprano. Por otra parte, Akasha consideraba que en dos ocasiones el Santuario había puesto en peligro a aquellas criaturas de paz sin darles nada a cambio: el nuevo hogar que les suministraron apenas bastaba para sustituir el que perdieron, y era el último bastión de la humanidad, un rincón del mundo que siempre estaría amenazado por toda clase de enemigos.

—El Santuario ejercerá sus derechos sobre Naraka y el abismo de Heinstein —explicó Akasha, omitiendo el papel de la Fundación en todo esto—. Pasarán de ser tierra de nadie a extensiones del territorio sagrado. Allí, quien así lo desee podrá vivir a su manera, sé que muchas, sobre todo las más jóvenes, deseáis aventuras propias del remoto pasado, mas teméis las amenazas de este nuevo mundo tan extraño. Os garantizo la protección del Santuario en esas tierras y la de Bluegrad en el lejano norte…

… A cambio de ayudarlos por tercera vez. Akasha no podía mentirles en eso, necesitaba de las ninfas para restaurar las tierras de Naraka, Heinstein e incluso Bluegrad. Dependiendo de lo que sucediera con el continente Mu una vez se resolviera el problema con Damon, también pensaría qué hacer con eso, aunque reclamar tamaña extensión de Tierra al mundo entero no podría pasar desapercibido. No era como la Ciudad Azul, respaldada por su trato con Rusia, ni el territorio de una familia noble desaparecida de la faz de la Tierra, ni un país que aterraba a sus vecinos hasta el punto en que negaban su existencia, siendo un páramo sin vida y con un solo edificio, la Torre de los Espectros, alzada sobre la nada. En estos sí que podría intervenir Akasha, razón por la que los campamentos de la Guardia de Acero en el frente sur se habían extendido en lugar de levantarse, por ejemplo. Esa tierra tenía que pertenecer a la Fundación —por tanto, al Santuario— antes de que reverdeciera.

Las hijas del bosque pudieron haberse negado. Podrían entender de una vez que gozaban de un poder para el que los hombres comunes no estaban preparados, a pesar de los milenios, y decidirse a errar por los rincones del mundo sin barreras. Ellas, empero, aceptaron la oferta de Akasha, porque no había imposición alguna. No les exigía irse a esos lugares, sino que les ofrecía nuevos sitios que visitar mientras eran protegidas de la necesidad de defenderse como sus aterradoras hermanas, las ninfas de los fresnos. En cuanto al precio, era como si la Suma Sacerdotisa le pidiera a una sirena nadar y a un hombre respirar, revitalizar a la Madre Tierra era para todas las ninfas una forma de vida, placentera incluso. Estaban encantadas con la idea de convertir los valles de Naraka y Bluegrad, fruto de las batallas entre vivos y muertos, en maravillas de la naturaleza, así como tornar el tapón del abismo de Heinstein en un jardín inmenso capaz de albergar algún magnífico castillo en el futuro lejano

En el final del encuentro, algunas confesaron preferir quedarse en el Santuario, rodeando aquel precioso lago que habían creado. Akasha no dudó en dar su aprobación. Prefería que no corrieran peligro, pero no por ello iba a negar a nadie que con buena voluntad visitara tierra sagrada la protección de los santos de Atenea.

Además, conocía la secreta segunda intención de las ninfas. La compasión que sentían por todos los hombres valientes a los que Caronte de Plutón marcó. Deseaban servir de apoyo a aquellos valientes, algunos de los cuales consideraban amigos cercanos.

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Cumplida esa misión, marchó a su última visita con paso rápido, pues ni un solo día quería dejar de dar las gracias a quienes murieron por cada minuto de paz que disfrutaba. Frente a dos monolitos en la frontera del cementerio, uno negro como el ébano y otro de una piedra bien pulida, inclinó la cabeza.

Todos los nombres de los que cayeron por las armas del Aqueronte estaban grabados allí, al no existir un cuerpo que pudieran enterrar. A Akasha siempre le dolía, en especial, ver el nombre de Tiresias, el primero de todos por decisión unánime de la Guardia de Acero y del responsable de grabar los nombres, nadie menos que el diligente Fjalar de Escultor. Parecía que fuera ayer cuando festejaba con el ciego capitán y sus hombres. Todo eran risas entonces. A pesar de la guerra venidera, estaban vivos.

Sus ojos bajaron poco a poco. La primera vez que hizo aquello, terminó quebrándole la voz. Ahora se limitaba a evocarlos dentro de su mente, lo cual también dolía.

—Os fallé —susurró la Suma Sacerdotisa, extendiendo el brazo vendado—. Os fallé a todos. Ahora solo me queda esto… —Mientras las vendas se desenroscaban, Akasha giró hacia la Caja de Pandora, permitiendo que cayera con suavidad y se abriese de par en par. El tótem de Mosca quedó al descubierto, al igual que la muñeca de la joven líder del Santuario. Esta, sin un momento de duda, cortó por sobre la herida que ya había empezado a cicatrizar, derramando su sangre sobre el manto sagrado.

No se sobresaltó cuando Kiki se le apareció a su espalda, un minuto después. Estuvo al tanto de dónde estaba el pelirrojo en todo momento.

—¿Qué hacéis? No —cortó Kiki—, ¿qué haces?

—Nada tan dramático como lo que piensas —respondió Akasha, alzando el brazo mientras la herida se cerraba como por arte de magia.

Kiki, maestro en la telequinesis, debía poder verlo con claridad aun si estaba fundida con el viento. Una ninfa de lo más curiosa había acompañado a Akasha para ver qué había en la Caja de Pandora. No era una recién nacida, porque no se horrorizó cuando la líder del Santuario empezó a perder sangre sobre un pedazo de metal; sabía lo importante que era ese rito y no actuó hasta que lo supo terminado. Ahora la sanaba con su toque milagroso, a aquella que había abierto las puertas de ella y sus hermanas hacia nuevos futuros, aun si estos no se comparaban a la libertad ilimitada de antaño.

—Hay muchos santos de Atenea —advirtió Kiki.

—Y solo una Suma Sacerdotisa —repuso Akasha—. Puedo dirigir el Santuario con dos tercios de sangre en mis venas. ¿No me decías siempre que en su juventud Shiryu de Dragón combatió junto a sus hermanos después de perder…?

—Porque no había otro remedio —cortó Kiki, sacudiendo la cabeza—. Seiya habría muerto entonces si Shiryu no hubiese hecho ese viaje a Jamir, ¿puedes decirme que todos los que he reunido morirán si Makoto de Mosca no se monta en ese barco?

—Hablas como si fuera yo quien lo escogió —dijo Akasha, con una tranquilidad que en realidad no sentía. Claro que no podía decirle a Kiki, desesperado como estaba por su bienestar, que ella necesitaba, más que ninguna otra cosa, hacer todo lo posible por el Santuario. Ayudar, del modo que fuera—. Mas desde que reclutaste a Azrael, de entre todos los que podías haber escogido, sabías que acabarías llevándote a Makoto también.

—¡Oye! ¡No pongas cara de Tejedora de Planes conmigo!

—No he puesto ninguna cara.

—Pudiste escoger a cualquier santo de plata.

—¿Cómo Aqua, quien prefiere fingir que está ayudando a las gentes de Bluegrad mientras busca junto a Terra a un viejo amigo, enemigo del Santuario?

—A mí me dijo otra cosa… —soltó Kiki sin querer.

—Estás pensando igual que la gente que no esperaba nada de Seiya y los demás —observó Akasha—. Escogiste al Rey por su poder y despreciaste a la Mosca a pesar de su valor. No es así como pensabas antes, Kiki, no tienes que cambiar ahora.

—Makoto y Azrael se pelearán todo el tiempo.

—Eso no les ha impedido acometer misiones en el pasado.

—No se llevan bien.

—Son buenos amigos, aun si ellos no lo saben.

—Como sea —dijo Kiki, concediendo la victoria a la Suma Sacerdotisa—, si sabes que Aqua es una traidora, ¿por qué no has tomado medidas?

—No hay traidores en el Santuario —repuso Akasha, severa por un momento. Miraba al monolito negro, repasó la lista de los caídos y añadió—: Aqua realiza una tarea necesaria al buscar una potencial amenaza. Si al encontrarlo logra hacerlo cambiar de parecer, el Santuario estará dispuesto a dejar en manos del rey Alexer el juicio del Portador del Dolor, si no, lo eliminaremos antes de que sea un problema.

Cerró el puño con fuerza a la vez que dictaba esa sentencia, dejando a Kiki sin palabras. El silencio se hizo entre ambos, y la Suma Sacerdotisa, hizo amago de marcharse.

—¿El resto de la tripulación…?

—Confío en tu buen hacer, Kiki. Apruebo cada decisión que tomaste.

—Akasha.

—¿Sí?

—No tienes por qué ser como Kanon —le dijo Kiki—. No tienes por qué ser distinta a cómo eras, porque eres tú, Akasha de Virgo, quien ganó la toga papal.

—Gracias —susurró la Suma Sacerdotisa tras un instante de reflexión.

El maestro herrero de Jamir dio un repaso a los monolitos gemelos en cuanto Akasha se internó más en el cementerio, pasando por el sector destinado a la guardia. No fue tan minucioso como su hija, desde luego, pero sí que no le quitó un ojo de encima mientras sacaba del zurrón las herramientas celestes y maldecía a Makoto por la ruina en la que quedó reducido el manto de Mosca aun antes de que Almagesto fuera ejecutado.

Mientras daba un uso a lo que quedaba del argénteo metal, bañado por la sangre de Akasha, Kiki notó una ausencia en el monolito negro, y apenas entonces pensó que tan afamada combatiente ni siquiera llegó a luchar en la guerra, al igual que Gestahl Noah.

La sombra de Águila, Hipólita.

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La noche del primer día después de la guerra, Arthur, Mera y Akasha coincidieron en el Santuario. El primero se sentó frente a la lápida que rezaba «Yu de Auriga. Santo de plata» y permaneció en silencio hasta que los rayos de sol arrancaron destellos de su manto dorado, mientras que la santa de Lebreles, de intachable estoicismo, habló más aquella noche que en los pasados años, de pie frente a la tumba de Icario de Boyero. Santo de bronce. Solo la Suma Sacerdotisa visitó la tumba de Nimrod de Cáncer, mientras que en las de Ishmael de Ballena y Kanon de Géminis coincidió con Margaret de Lagarto, Triela de Sagitario y otros muchos que apreciaban y admiraban al antiguo Sumo Sacerdote; solo el Juez se negaba a visitarla, por considerar que no era seguro de que hubiese muerto, aun si ellos jamás lo verían de nuevo. La segunda noche, Margaret se animó a honrar a su compañero de aventuras, Yu, pues antes no se había atrevido a importunar al temido Arthur de Libra. Las palabras susurradas por el Lagarto de Plata fueron toda la compañía que tuvo Akasha aquel día, pues los vivos no podían pasar sus días llorando a los muertos y todos los demás ya miraban hacia el futuro.

Ella no era capaz. Los hombros, pesados como el proverbial yunque que mide la distancia entre el cielo y la tierra, y luego entre la tierra y el Tártaro, arrastraban consigo su cabeza hacia los que moraban en el lóbrego Hades que ella misma cerró por siempre. Ahora volvía a andar entre las tumbas con el mismo pensamiento de la primera vez: mil veces había dicho que los santos no morían; por tanto, mil veces había fallado a todos. No era capaz de mirar por mucho tiempo las lápidas de los caballeros negros, mezcladas sin orden ni concierto con las de la Guardia de Acero, porque le asqueaba la idea de que ese acto sin precedentes era la forma de lavar su conciencia. ¿No era ella la que permitió que el Cisma Negro ocurriese? ¿No había apartado la mirada por cinco años de la brutal cacería que el Santuario realizaba, mediante la división Fénix, contra los caballeros negros? Ahora que estaban muertos, ahora que nada podía enmendarse, les permitía entrar en la tierra sagrada que los rechazó. Y era celebrada por ello.

—Soy una hipócrita —dijo Akasha, quizás demasiado alto.

Entonces, alguien empezó a reír.

La Suma Sacerdotisa ubicaba el lugar desde el que provenía la voz, así como de quien se trataba. Durante algunos segundos, en los que oyó con demasiada claridad cómo un líquido bajaba por la garganta de Bianca, Akasha se vio en la misma posición que Margaret. ¿Estaba bien que ella importunara a quien, por fin en soledad, podía llorar a un viejo amigo? Sus pies se movieron antes de que hallara una respuesta en su mente, tal vez obedeciendo órdenes de un corazón que podía comprender la pérdida.

«No tienes por qué ser como Kanon —recordaba en su andar—. Puedes ser solo tú.»

Tan pronto terminó ese pensamiento ya estaba a la vista de Nico de Can Menor, quien guardaba un respetuoso silencio. Cerca del joven, frente a la tumba que rezaba «Ishmael de Ballena. Santo de Plata.», estaba su hermana terminando una botella de cerveza. O quizás sería mejor decir que de algún modo la compartía con el finado, pues entre trago y trago derramaba medio vaso sobre la lápida. Así lo entendió Akasha al verla verter lo que quedaba en el fondo mientras miraba hacia atrás.

—¡Hey! ¡Su Santidad vino a verte! ¿No vas a saludar? —preguntó la joven, arqueándose en ese momento como si estuviera a punto de vomitar. La botella se le resbaló de los dedos y quedó al pie de la lápida—. Por supuesto que no, te moriste ante de las celebraciones, idiota —dijo la santa de Can Mayor, poniéndose de pie. No llevaba máscara, de modo que Nico apartaba la mirada, a diferencia de Akasha—. ¿Cómo es el asunto de la Ley de las Máscaras entre mujeres, Su Santidad?

—Lo desconozco —dijo Akasha, caminando hacia ella con suma cautela.

—Lástima —quiso murmurar Bianca, terminando por sonar demasiado fuerte al mezclarse con un eructo. Lo siguiente que dijo, en cambio, fue como el suave rumor del viento que invocaba la ninfa que la acompañó hasta los monolitos—: Nunca he besado a una chica, ¿sabes? A mí lo que me gustaban eran los chicos —aclaró, pasando los dedos por la única cicatriz que marcaba su pálido rostro: una línea que recordaba a un cuarto creciente, hundiendo la piel a lo largo de la mejilla hasta rozar el ojo—. Me gustaban demasiado. Ahora que lo pienso, me siguen gustando mucho.

—Bianca… —quiso decir Akasha.

—No os preocupéis —cortó la santa de Can Mayor—. Mi pasado fue un poco loco, allá en Italia, pero nada tan trágico como Hipólita y Ethel. No tengo arrepentimientos, no tenía arrepentimientos —gruñó, enseñando los dientes, para luego acortar ella misma la distancia que la separaba de la Suma Sacerdotisa. Tras agachar la cabeza y apoyarse en la toga papal, sollozó—: Me enteré mientras luchaba, de algún modo lo supe y perdí la razón. Porque no lo entendía. Él era un héroe y yo… Yo solo soy yo, ¿cierto? ¿Por qué debía morir? ¿Por qué tenía que sobrevivir yo?

Akasha evitó mirar hacia Nico. En realidad, por el momento, no se movió en absoluto.

—Puede que no haya ninguna razón.

—Nunca vio mi rostro. Sé las historias que se cuentan sobre mí, pero yo no dejo que nadie vea detrás de esa estúpida máscara. Aunque la odie, aunque me desagraden las leyes del Santuario, las cumplo a rajatabla. Por la señora Lucile y por vos.

—Lo sé —susurró Akasha, comprendiendo que Bianca no podía escucharla. Solo se estaba desahogando—. Eres como todos los que servimos a Atenea, como Ishmael.

—Ese idiota —gruñó de nuevo la santa de Can Mayor—. Jugué con él, lo seduje y le hice las más escandalosas promesas. Todo fue por un bien mayor —aseguró, cabeceando en sentido afirmativo—, pero él no lo sabía, tendría que haberme odiado más. Pero cuando no me buscaba, me esperaba. ¿Ahora me toca a mí buscarlo a él? Soy un perro, después de todo. Una perra de presa.

—No —dijo Akasha, cubriéndola con un cálido abrazo—. Tú eres una santa de Atenea.

—¿Soy…? —trató de decir Bianca, siendo enseguida interrumpida.

—Perdóname. Soy yo y solo yo la culpable de que nuestros hermanos hayan muerto.

—No hay nada que perdonar, Suma Sacerdotisa —dijo Bianca, sonriendo—. Porque la señora Lucile me lo ha dicho. Que por vuestra mano, nunca más este sufrimiento azotará a nadie. Vos traeréis al mundo una paz verdadera y eterna.

Conmovida por la fe que Bianca le profesaba, Akasha asintió, convenciéndose al tiempo de que estaría a la altura de sus esperanzas. Protegería el mundo, a cualquier precio.

Notas del autor:

Primero que nada, espero que todos los lectores de esta historia halláis pasado una agradable Nochebuena y una muy Feliz Navidad llena de risas, empacho y alegría. Con este capítulo, ¡el 104, nada menos!, despedimos el año 2021. Espero que lo disfruten. Muchas gracias a todos por vuestra fidelidad, por seguir aquí degustando las aventuras de la Suma Sacerdotisa Akasha, su asistente Azrael y los personajes que la pueblan. ¡Felices fiestas para todos y próspero 2022, os deseo la mejor de las suertes!

Shadir. Un comentario muy asertivo, pues como muchos conflictos a lo largo de la historia humana, acaso este pudo haberse resuelto con un poco más de comprensión entre los bandos. Un genuino esfuerzo diplomático que no pasara por llenar el Santuario de muerte y terror. La ignorancia puede ser algo en verdad terrible.

También lo es no haber contado con el apoyo y la cercanía de Atenea, la diosa dispuesta a encarnar y vivir como los hombres a los que protege y por los que vela. ¿En qué desembocará este nuevo intento de los Astra Planeta?

Esas y otras preguntas, por lo que parece, no se responderán en este año. ¡Felices fiestas para ti y los tuyos, Shadir! ¡Y próspero año 2022!

Ulti_SG. Uf, sí que se alarga esta fiesta, ¿no?

Bastante, el diluvio universal del que nos habló Oribarkon ocurrió unos diez mil años antes del presente. Por eso las cosas están mal, porque los Astra Planeta no respetan siquiera la reunión anual de toda institución sana. Cuando menos sí que saben de etiqueta por la conveniencia del… Oh, Wifi Universal, sí, eso debe ser.

Nueve planetas, nueve astrales. Aunque los Astra Planeta originales, los de la mitología griega, tan solo eran cinco (Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno).

Nombre imponente donde los haya, Titán. Si el último hizo tal desmadre teniendo el nombre del simpático espectro que Seiya despachó, de qué no será capaz alguien llamado Titán. (En realidad, lo saca del más carismático barquero que vimos, pero todo es por un bien mayor, el de tratar de hacer un buen chiste.).

Es buena cosa cuando uno imagina el mejor curso de acción para una historia y justo así pasa. En este caso, no pasó, pero lo tuvieron en cuenta. No son tan, tan brutos. Al final la culpa es de Caronte por presumir tanto de que es inmortal. Kiki la imagina cabreada, eso es seguro, ¿será que es así? Ah, me retracto, sí que son brutos, brutos y tercos que no entienden, como bien señalas. Aunque como se suele decir, a la tercera va la vencida. Tal vez triunfen donde Tritos y Caronte fracasaron. Solo tal vez.

¡Igualmente! ¡Feliz Navidad y próspero 2022! ¡Pásalo muy bien en estas fiestas!