Capítulo 107. La caída del Santuario

A lo largo del mundo entero, el flujo del tiempo estaba por detenerse.

—¡Pirra, huye! —pidió Gestahl, a la vez que tras los cabellos brillaba el símbolo de Géminis. Por sobre el Gran Salón, el cual había adoptado ya una apariencia espectral, como reflejos de un mundo lejano, se extendió de pronto un espacio negro punteado de estrellas, semejante a la Otra Dimensión del antiguo Sumo Sacerdote.

Akasha no supo reaccionar a tiempo, descolocada por el modo en que Altar Negro se había dirigido a ella y por la forma en que el espacio parecía bullir como un ente vivo.

Desde la lejanía, a una velocidad imposible, diversos cuerpos celestes chocaron entre sí muy cerca de Asterión, la Suma Sacerdotisa y Altar Negro, quien maldecía entre dientes. Asteroides de entre cien y trescientos metros de largo quedaron enseguida reducidos a miles de fragmentos de todos los tamaños, los cuales se desperdigaron por el infinito antes de que en la zona del impacto los restos empezaran a adquirir forma.

Al principio era un gran pedazo de metal ambarino, de un brillo que destacaba aun en medio del espacio exterior. Y también despedía calor, la clase de calor que llegaba al alma. Antes de empezar a cambiar, Akasha habría jurado que ningún herrero sería capaz de moldearlo, ni siquiera Kiki. Entonces notó una fuerza sin parangón en el interior de aquello, y parte del mineral dorado empezó a licuarse, extendiéndose en cuatro partes que se convirtieron en extremidades humanas una vez se apartaron del conjunto.

Una cabeza ambarina surgió de aquella masa metálica de irregulares bordes, pero antes de que el resto del cuerpo se despegara, un sinfín de luces y sombras la cubrieron. El espacio mismo se plegó sobre el cuerpo dorado, y a la vez que el metal pasaba a ser piel, carne y hueso, y la complejidad interna del ser humano, las estrellas y el vacío interestelar se convirtieron en una larga toga y manto.

«Buenos fuegos artificiales.»

Lo lamento —dijo la criatura, directa a la mente de Akasha—. Hacía mucho que no necesitaba de un cuerpo para comunicarme.

Y sin más dio la vuelta, fijándose en el metal del que había surgido. Quedaba suficiente material para hacer grandes cosas, siempre que acabara en las manos adecuadas. Con un giro de la mano derecha, varios pedazos venidos de la nada —tal vez los mismos restos del choque de asteroides— empezaron a adherirse al metal dorado hasta ahogar su brillo por completo. Otro giro provocó que aquella suma de minerales se uniera entre sí hasta formar un cuerpo compacto, que desapareció de inmediato.

El oricalco es un don divino —dijo la criatura con forma de mujer—. Desperdiciarlo es blasfemar contra los dioses. Yo misma habré de pedir perdón por esto.

La mujer giró con poética lentitud, mostrando la forma que había decidido tener. Alta y de complexión firme, pero esbelta y proporcionada. Vestía una túnica hecha del universo mismo, la dimensión abierta por Gestahl Noah para protegerlos. En la prenda podían distinguirse estrellas y planetas en movimiento. Los límites se confundían con el espacio que la rodeaba, hasta tal punto que la cabeza, los brazos y los pies descalzos lucían a veces como pedazos arrancados de su cuerpo.

Titania de Urano, de los Astra Planeta. Para serviros a vos, Suma Sacerdotisa, y a los dioses, incluida aquella a la que representáis.

La astral le dedicó una ligera reverencia, aunque Akasha sentía que debía ser al revés. El dorado del oricalco había pasado directamente a sus ojos, que relampagueaban con una fuerza ajena a la calma que expresaba Titania. La astral era toda serenidad, tanto al hablar como al moverse, siempre que se obviara el crujir de sus huesos tras cada movimiento, como si su cuerpo fuera un mecanismo que hacía mucho que no se usaba. Tenía forma y rasgos humanos, pero no los de alguien que hubiese tenido que crecer y pasar por cualquier herida y los cambios temporales que trae consigo la adolescencia. Había nacido tal y como deseaba nacer, eso era todo. Pensando en ello, Akasha no se dio cuenta de un detalle hasta el final.

Es azul, sí —dijo Titania, refiriéndose al cabello.

¿Eres una diosa? —pensó Akasha, ya acostumbrada a que su mente fuera un libro abierto para aquella mujer.

Tanto como lo son los makhai, las aurai o los anemoi —dijo Titania—. Solo que nosotros no encarnamos ningún elemento o suceso del mundo, sino que representamos cada uno de los nueve aspectos de la Creación.

Se acercó a Akasha sin dar la menor señal de hostilidad, y era justo eso lo que preocupaba a la Suma Sacerdotisa, quien se sobresaltó al ver que Asterión de Lebreles se disponía a enfrentar a semejante criatura de los cielos. Cubierto por un destellante cosmos, el caballero se convirtió en un auténtico batallón que al unísono cargó contra la astral. Esta ni tan siquiera lo miró, caminó a través de él mientras todos los cuerpos eran reducidos a polvo estelar salvo uno, el cual quedó paralizado como un insecto en ámbar.

Gestahl no tuvo mejor suerte al interponerse entre la astral y la Suma Sacerdotisa. La recién llegada miró hacia arriba y Altar Negro ya estaba sometido en el techo del Gran Salón. Ya no les rodeaba aquel espacio extraño, por lo que la Suma Sacerdotisa se sintió ridícula al retroceder. Titania sonrió como solía hacer Caronte, aunque sin su crueldad.

Seguís pensando en mi presentación. ¿No eran fuegos artificiales? Las historias que mi padre me contaba sobre vosotros eran mejores que esto. ¡Santos de oro! ¡Defendiendo el planeta Tierra con armas que despedazan las estrellas!

La astral de Urano pretendía aligerar la situación, pero Akasha era incapaz de ver a cualquiera relacionado con Caronte de Plutón como un amigo, y siendo esto así, ella era una prisionera. En el mejor de los casos.

No lo sois —dijo Titania—. Disculpad, Fobos puede ser muy persuasivo, sobre todo cuando no lo respalda la razón. Es hijo de su padre, después de todo.

¿Fobos?

Fobos de Marte. El único de los Astra Planeta al que no podría llamar hermano, pues no pertenece a nuestra orden. Vuestro asistente y él se encontraron en la Esfera de Marte, aunque desconozco de qué hablaron. El plano astral tiene secretos incluso para quien guarda todas las puertas.

Fobos de Marte hirió a Azrael —recordó Akasha; Titania asintió—. Y Caronte ha matado a muchos… a muchos compañeros, hombres buenos, fieles a Atenea. Le hice pagar por eso. ¡Obré con justicia, no podéis negármelo!

Imaginad que sois un espíritu nacido de una gran guerra, una masacre perpetrada por la ambición y codicia de unos hombres que fueron llamados héroes y la soberbia de quienes se creyeron dioses. ¿Podéis hacerlo? Bien. Os diré que sois incontrolable, imposible de doblegar o manipular, pues esa es la naturaleza de las criaturas del caos. ¿Qué pasa cuando semejante ser recibe un mandato divino? Un mensaje iluminando cada átomo de vuestro cuerpo, todo vuestro ser, en lo físico y en lo psíquico, dirigiendolo a una misión que sois incapaz de realizar, pues está en juego un vínculo tan poderoso como el que une a todo ser consciente con los dioses. ¿Llegáis hasta aquí? Ahora pensad que ese tormento se ha extendido a lo largo de trece años, una prórroga que disteis a hombres que debíais matar, una oportunidad para la paz y la supervivencia. ¿Y qué recibís a cambio? Traición. Una traición fruto de la ignorancia y temeridad tan propia de los humanos, héroes o no, mas traición al fin y al cabo. Decidme, ¿no os herviría la sangre? Vos, que os molestáis cuando leo vuestra mente.

¿A qué has venido, Titania de Urano? ¿A abogar por él?

A dar las explicaciones que mi hermano olvidó daros debido a la furia que sentía. Soy la última esperanza que os queda, Suma Sacerdotisa del Santuario. Más allá de mí, solo hay una guerra que no podréis ganar.

Los santos buscamos la paz —convino Akasha—. Es por eso que nos dirigimos al Jardín de las Hespérides, transportando a Shun de Andrómeda para que se reúna con sus hermanos. Allí esperamos reunirnos con los Astra Planeta y llegar a un acuerdo.

Yo podría detener esta guerra, si en verdad es lo que deseáis. Por eso estoy aquí.

No os entregaré el Ánfora de Atenea. Caronte debe pagar lo que hizo.

En la túnica de de Titania, una estrella brilló más que todas las demás, llenando buena parte de la prenda con el fulgor de una supernova. El rostro de la astral no era tan expresivo: seguía en calma, relajado, aunque sin la sonrisa de antes. Al verla cerrar los ojos e inclinar la cabeza, como a punto de suspirar, Akasha creyó por un momento que se parecían. Titania podía poseer la belleza de un cuerpo esculpido, y la seguridad que a ella le faltaba en ocasiones, pero expresaba la misma tristeza de quien quiere arreglar lo que ya está roto. Cuanto más pensaba en eso, más similitudes encontraba entre las dos.

Todos los santos de Atenea —empezó a decir Titania—, de oro, de plata y de bronce. De hierro y de negro. De azul. ¿Los apreciáis?

Así es.

A mí me importa mi hermano. Vos lo conocéis como Caronte, un enemigo. Los santos de Atenea son tan humanos como la Raza de Hierro, inmersa en un sinfín de nacimientos y muertes. Os resulta fácil hacer aliados y enemigos, sin deteneros a pensar en las consecuencias, o en lo valioso que es contar con alguien.

¿Defenderías a un asesino para no sentirte sola?

Caronte es un soldado —replicó Titania—. Como vos, como yo, como todos lo que están en este mundo y en el barco que surca las aguas del Egeo con la bandera de una supuesta paz. No siento nada por ellos, Su Santidad, ni por los que les precedieron, ni por la próxima generación. Soléis decir que los santos no mueren, mas en la guerra que acaba de terminar se ha demostrado lo contrario: los santos, más que ningún otro hombre, nacen para morir, de una u otra forma. Lo sé porque el día en que deba despedirme de mi padre, el más longevo de los que lucharon por Atenea, el único santo al que respeto, está cerca. Un castigo milenario enmascarado de heroísmo —espetó con cierta amargura—, solo aceptaré ese cuento una vez.

No sé quien es vuestro padre, pero un verdadero santo de Atenea no lucharía junto a un monstruo como Caronte —objetó Akasha—. Jamás.

Vosotros tenéis un alma. No importa si morís en combate sin haber redimido vuestros pecados, tendréis más oportunidades, porque el alma es aliento divino, inmortal, indestructible, imperecedero. Para los Astra Planeta no hay vida y muerte, sino existencia y olvido. Sin un futuro, solo tenemos nuestro pasado y el presente que vivimos, solos, pues no somos una raza que ha crecido más de lo que podía permitirse.

¿Quieres que compadezca a Caronte, a ese demonio?

No. Solo espero que entendáis por qué vuestro viaje ha fracasado antes de comenzar. Quienes de verdad buscan la paz están dispuestos a hacer sacrificios. Y no os equivoquéis, Suma Sacerdotisa, los Astra Planeta nacemos para combatir, no para morir. No somos una anotación más en la sombra de la Historia, no somos santos.

Claro que no. Ya lo habéis dicho, los santos somos arrojados a la muerte sin misericordia. Caronte no, él vivirá a pesar de sus faltas, mas, Titania, os juro que por mi mano jamás hallará la libertad. No volverá a hacer daño a nadie. Jamás.

Todavía queda tiempo. Reflexionad sobre esto, Suma Sacerdotisa. ¿Es correcto arrebatar a todo un mundo la paz por satisfacer simples deseos de venganza?

Esa es la justicia que he escogido —afirmó Akasha.

Caronte lo intentó con la violencia, Tritos con la diplomacia. A ninguno le fue bien —observó Titania—. ¿Qué es lo que queda, entonces, salvo el miedo a los dioses? Terror, para que el necio aparte la mano del fuego divino.

El Gran Salón empezó a temblar, anunciando un terremoto que agitó el Santuario por completo. Akasha invocó entonces su cosmos, corpórea armadura del alma, decidida a no caer sin lucha frente a la regente de Urano..

«No es la tierra lo que tiembla —decidió la Suma Sacerdotisa—. ¡Es el espacio!»

Neutralizaré vuestro ejército para aclararos la mente. Eso es inútil. —El puño de Akasha, rodeado de cosmos dorado, se había detenido en seco frente al rostro de Titania—. Lo que veis no es más que un cuerpo creado para dialogar con vos en igualdad de condiciones, así como el que habéis visto usar a mi hermano. Nuestro verdadero ser son las Esferas de Crono, y la mía, Urano, encarna el espacio y todas sus dimensiones. Esta túnica que llevo no es diferente a una capa de piel.

¡Tu hermano cayó! —gritó Akasha, desechando de una vez toda formalidad—. ¡Tú también caerás! ¡No dejaré que causéis más daño!

Palabras vanas, lo sabía. Lo sentía. El Santuario estaba siendo rasgado por un poder infinito. En ese momento creyó en verdad que Caronte habría podido detener la guerra entre los vivos y los muertos por sí solo, en tanto superaban los Astra Planeta al resto de mortales. Aun así, siguió luchando en medio de una grieta abierta en el tejido ínter-dimensional como un sol en medio de nubes de tormenta.

Cuán rápido cedéis a la violencia, Suma Sacerdotisa —acusó Titania sin alterarse—. Ha sido culpa nuestra dejar que Fobos campe por la ancha Tierra a pesar del exilio al que sus actos lo condenaron, por lo que no castigaré vuestra insolencia con la muerte. Sois demasiado pequeña todavía, niña, para llevaros a mis dominios e invocar el alba que los dioses me otorgaron. No, no materializaré la Esfera de Urano por vos.

Como si las palabras tuvieran el peso mismo de la gravedad, Akasha sintió que sus rodillas pugnaban por hincarse. En el más fugaz de los instantes el yelmo papal fue desintegrado y su piel vibró bajo las prendas sacerdotales. Sintió que iba a morir, a pesar de las palabras de Titania, y gritó, gritó aunque fuera inútil hacerlo.

—Yo nunca dejaría que te ahogaras —oyó Akasha entonces, aclarando sus sentidos. De pronto se daba cuenta de que seis alas de oro prístino la rodeaban, protegiéndola del deseo de Titania por arrojarla al maremágnum dimensional. Miró hacia atrás, donde en el origen de tal maravilla halló dos personas: Gestahl Noah, aquel que le había hablado, y una mujer rodeada por el aura magnánima de la divinidad, sosteniendo Niké—. ¿A qué esperas, carcelero? —hablaron los dos al tiempo—. Ninguna fuerza te causará daño alguno, tus pies recorrerán toda distancia que te propongas. Cumple con tu deber.

Era Asterión a quien se dirigían, pero el caballero de Lebreles no dio un solo paso hasta sobrevivir, de un modo que ni él se explicaba, a un ataque invisible de Titania que amenazó con aplastar cada uno de sus átomos. La realidad misma parecía haberse inclinado para favorecerlo, de modo que Asterión apartó las dudas con un cabeceo y corrió para servir de apoyo a una Akasha apenas consciente de sí misma.

«Shizuma —pedía la Suma Sacerdotisa, horrorizada de sentir cómo tantos desaparecían, incluida la Dama Blanca—. No puede ser que tú también.»

La regente de Urano alzó la mano hacia la Suma Sacerdotisa y el caballero, curvando el espacio de tal forma que cada metro se tornaba en mil años luz, pero Gestahl Noah y el ángel de seis alas se le interpusieron, garantizando su huida.

—Apártate —ordenó Titania.

—Solo si me lo pides de rodillas —dijo el ángel.

—Estás cavando tu propia tumba, Segundo Hombre —acusó Titania, a lo que Gestahl Noah se encogió de hombros—. Bien, perdeos vosotros en el limbo. Akasha —añadió, sabiendo que su voz se extendería a través del infinito que la Suma Sacerdotisa y el caballero recorrían—, tu ejército será dispersado a través de los dominios de los Astra Planeta. Neptuno, Saturno, Júpiter, Marte, la Tierra y Venus, arrastra ante todos ellos tu justicia y ruega por ser aceptada, mas a mí, témeme. De mí no conocerás el perdón.

Después de tan temible sentencia, Titania devolvió la atención a Altar Negro y el ángel, pero esta desapareció de improviso y Gestahl Noah, con una sonrisa en los labios, saltó sin pensarlo hacia la grieta en el tejido del espacio. La astral chistó, desechando la idea de perseguir a quien no podía matar. Con un gesto de su mano le cerró al menos esa salida y terminó de realizar la amenaza que acababa de pronunciar.

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Gracias al Octavo Sentido, Arthur había podido moverse con relativa libertad en medio de aquel mundo con tiempo detenido, por lo que prudente alzó en torno a la villa Rodorio la más sólida barrera que su poder y conocimientos podían levantar. Sin embargo, cuando los cielos y la tierra empezaron a temblar al sacudirse los mismos cimientos del espacio, el santo de Libra entendió que el humilde pueblo no sería objetivo del ataque. Miró a su familia, semejantes a dos estatuas esculpidas en plena conversación, y casi creyó ver a Seika y Rin ordenándole que no fuera un necio y se pusiera en marcha de una vez. Entonces flexionó las piernas y se impulsó para alcanzar el Santuario de un único salto, a la vez que se oponía a la fuerza que estaba afectando la práctica totalidad de tierra sagrada. Ni siquiera había llegado a pisar el suelo cuando ya se daba cuenta de que sería inútil, él solo no podía detener lo que ocurriría.

¿Cómo no reconocer el poder que había detenido el tiempo y ahora se adueñaba del Santuario por entero? Jamás en su vida se sintió tan impotente como aquella vez en los restos de la Sala del Veredicto, ni siquiera cuando era un huérfano jugándoselo todo día tras días en la hundida Londres. En la mente se le apareció el recuerdo del ojo que lo paralizó tras la derrota de Bolverk, rememoró las palabras de la astral y cómo fue incapaz de ir en auxilio de Akasha. Todavía creía que de haber estado en el Santuario la derrota de Caronte de Plutón pudo haber ocurrido sin víctimas, pero del mismo modo entendía que ni sabiéndolo de antemano habría podido oponerse a una voluntad tan ominosa y terrible. El universo lo miraba, ¿qué habría podido hacer él?

«Este no eres tú, Arthur —se dijo, molesto—. ¡Este no eres tú!»

Llamó a todos los santos de oro presentes. Shaula de Escorpio en la Fuente de Atenea, Lucile de Leo en el quinto templo zodiacal y Shizuma de Piscis en todas partes, como de costumbre. Maldijo entre dientes al ver que no obtenía respuesta del templo papal y las voces de las demás parecían llegarle a destiempo, con un retraso inexplicable.

De un paso llegó al templo de Aries, donde recordó los inconvenientes que había en cruzar la montaña sin pasar por cada templo.

—Atenea —rezó, abriendo un agujero en el aire con un brusco ademán. Un agujero de gusano que con el permiso de la diosa le conduciría hasta la Casa de Libra.

Entró en aquel espacio entre espacios, herencia de la Otra Dimensión de Kanon de Géminis, su maestro. No volvió a salir.

Lo que sucedió después transcurrió en un instante tan pequeño que bien pudo no ocurrir para el resto del mundo. Las tierras del Santuario, incluyendo el lejano cabo de Sunión, se fragmentaron de inmediato. Pedazos arrancados de la superficie de la Tierra, elevándose hacia las alturas por una fuerza extraña. Solo la montaña pudo aguantar un poco, una isla inmersa en un mar de caos y locura que perduraba gracias a la canción que Lucile entonaba a viva voz y a los cosmos que Shizuma y Shaula enviaban desde algún lugar cercano, la segunda apoyada por sus inseparables compañeros. Ya para ese momento ni siquiera estaban conectados al espacio-tiempo convencional.

El aire calmo se tornó en tempestad, rodeando cada pedazo de tierra hasta acallar la divina melodía. El cosmos de Arthur, tan lejano que parecía provenir de los confines del universo, se sumó a los demás. Enfrentó la tormenta, reconociendo en ella no los vientos del mundo, sino la fuerza cósmica que le dio forma hacía millones de años.

Los cielos estaban cubiertos de nubes. Dos mares blancos de gran extensión, separados por una línea recta. El centro brilló con luz solar, descendiendo sobre el templo papal como un rayo. La montaña se fragmentó desde la cima hasta el templo de Libra, pero el resto permanecía intacto, aunque a duras penas. Avalanchas rocosas caían desde cada uno de los templos, mientras la mitad de la montaña ya había desaparecido.

El cúmulo blanco empezó a girar en torno a la columna de energía, cayendo hacia el Santuario como una enorme gota derramándose. Dejó de descender en el mismo punto en que solía estar el templo del Sumo Sacerdote. Solo Lucile de Leo quedaba para verlo: un inmenso globo de nubes con un gran punto dorado en el centro. Observada por lo que parecía ser el ojo de un dios, respondió de la mejor forma que podía, y en eso recibió una última ayuda de Arthur, sostén final del reino de Atenea.

La música y la ley del cosmos contra la condenación del Santuario. Un choque descomunal que desgarró los cielos, despejándolos de aquel titánico ojo. Lograron aquello a costa del agotamiento, de tal modo que no pudieron seguir protegiendo los restos de la montaña, propulsados por todos los rincones del infinito. Tras el velo ilusorio de vientos fortísimos, surgió la realidad de una tormenta de pura energía cósmica multicolor. Un fenómeno semejante a las maravillas de la naturaleza engullía todo suelo al servicio de la diosa, sin que sus fieles pudieran hacer algo por evitarlo.

Al final, incluso el bastión del Zodiaco fue arrancado de la tierra que la engendró.

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De algún modo que no podría explicar jamás, Asterión llegó hasta la barrera alzada por Arthur llevando consigo a la Suma Sacerdotisa, apenas consciente, y la Caja de Pandora donde residía el manto de Virgo. Todavía sorprendido por la insólita magia que le permitió superar los más duros obstáculos, el caballero de Lebreles decidió asumir que la astral no había querido que salvaran a uno solo de los santos de Atenea, mas no le importaba que la líder del Santuario volviera a vestir como uno de los santos de oro que había perdido como pago por su desafío.

—He… he… —trataba de decir Akasha, llevándose las manos a la cabeza.

—Suma Sacerdotisa, el poder de los Astra Planeta es demasiado para los mortales. Cualquiera habría sucumbido, vos, en cambio seguís viva —apuntó Asterión.

Ningún caso le hizo Akasha. Ella se limitaba a dar la vuelta y notar, como pronto podrían hacerlo los habitantes de Rodorio, que ya no había montañas en el horizonte. Ni la fortaleza de Atenea ni las elevaciones que la ocultaban del mundo de los hombres comunes seguían ya allí, Titania lo había arrasado todo. Por completo.

Dos estrellas fugaces aterrizaron entonces. Uno era un hombre sin rostro cargando la Caja de Pandora de Capricornio a las espaldas, el otro era el único aliado que tenía.

—¿Qué demontre ha ocurrido, Asterión? —dijo Orestes a pesar de todo, condenándolo con la mirada y la dura voz—. Fuiste enviado a poner una correa a un perro desobediente, ¿cómo eso ha acabado en esto? ¿¡Cómo!?

—Astra Planeta —fue todo lo que tuvo que decir Asterión.

El silencio se adueñó del lugar. Adremmelech, aun tras mirar a la Suma Sacerdotisa, con quien esperaba reunirse esa misma mañana, no dijo nada. Tampoco se acercó a ella, sino que en cambio procedió a atar la Caja de Pandora de Virgo sobre la que él cargaba.

Ni la propia Akasha comprendió el nuevo rumbo que debía tomar hasta que oyó de nuevo la voz de Titania, insertada en su cabeza como un mal del que no podía librarse.

Nos veremos otra vez, Akasha. En los mares olvidados, donde se cruzan las eras.

«¿Por qué me dejas vivir? ¿Por qué si tan fuerte eres, no tomas lo que deseas?»

Quién sabe. He visto muchos mundos, muchísimos, y en todos he visto a Atenea y sus santos triunfar de un modo u otro. Siempre encontráis la manera de ganar, y si no, siempre os queda viajar en el tiempo. No recibirás mi perdón, Suma Sacerdotisa, mas con la suficiente paciencia y humildad, tal vez consigas mi ayuda.

Aun después de que Titania terminara de hablar, Akasha siguió creyéndola cerca. Y ni siquiera con el Ojo de las Greas pudo probar o desmentir tal posibilidad.

Notas del autor:

Shadir. O eso, o agradece ser el protagonista más seguido. Como seres humanos que somos no podemos entender lo que siente un milenario reloj de fuego, ¿verdad?

Lo que es seguro es que esta historia no deja descansar a nadie.

Ulti_SG. Estoy seguro de que Hipnos estaría encantado de reservarles una habitación.

El dilema es qué hacer con el mundo imperfecto cuando tienes un poder sobrehumano y los demás no. El Kira Style (matar criminales), era más sencillo de exponer que si me hubiese metido en geopolítica y cosas por el estilo, pero como ves, hasta en eso hay un debate intenso. Me gustan estos pequeños oasis de la trama principal, de Guerras Santas y gente todopoderosa asiendo los destinos del mundo, aunque no sea muy Saint Seiya.

Pobre Akasha, todo hombre con el que se lleva mal es un barco más para ella. A buen seguro que Asterión se sintió parte del decorado en todo el capítulo.

Solo falta que digan que Caronte es hijo de Gestahl e Hipólita. Time paradox!

Y hablando de Hipólita, vuelve al ruedo, después de quedarse dormida durante el arco más largo hasta el momento. Como puedes ver, sigue siendo bastante fuerte en comparación a los santos de plata.

¿Qué es una montaña ante la pasión de un hombre y una mujer? R.I.P. Asterión.