Capítulo 111. Peones en el tablero
La propuesta de Orestes no era nueva para Akasha.
Caronte de Plutón, Tritos de Neptuno, Titania de Urano, Altar Negro, Julian Solo. Todos habían ofrecido una alianza, ya fuera por propia voluntad, ya porque el Santuario así lo buscó. No importaba el daño que hubiesen provocado. Todo podía arreglarse con ofrecer más soldados, más batallas, más guerra.
Ninguno comprendía lo que ella quería en realidad. Lo que la humanidad necesitaba. Quizá el que estaba más cerca de ello era el antiguo avatar de Poseidón.
Se esforzó en evitar que los caballeros negros y los siervos del Hijo percibieran su malestar. Sin el yelmo papal, nada podía protegerla de un hábil telépata como Asterión de Lebreles; ella tenía que cuidar sus pensamientos.
«¿Cuándo, Atenea? ¿Cuándo obtendrá paz el Santuario? ¿Estoy errada al pretender justicia? ¿Debería apartarme de este término medio, escoger entre destruir a Caronte como desea el Hijo, y entregarlo a los suyos, acaso tan malvados como él?»
Shun, el santo que mejor comprendía el parecer de la Suma Sacerdotisa, el único que podía hablar por ella, hacía preguntas al respecto. Orestes respondía con franqueza, a veces impulsado por emociones demasiado explosivas para el serio príncipe que Akasha recordaba. Él decía hablar con la verdad; Akasha creía oír engaños.
Casi agradeció la risa de Hipólita ante la propuesta de Orestes..
—¿Qué os parece tan gracioso, mujer?
—Había oído maravillas de las Alas del Rey —dijo Hipólita—. ¿Cómo no respetar una orden en la que todos conocen más sobre el cosmos que los orgullosos santos de oro? Pensaba que el día en que intervendríais en esta historia tendríamos que aprender de vosotros, y en cambio os veo pidiendo ayuda a Akasha, ¡río por no llorar!
Cansado de las burlas gratuitas de Águila Negra, Orestes se abalanzó sobre ella apresándole el cuello y empujándola contra una pared.
Pero la risa no se detuvo, de hecho se fortalecía.
—Lo admito. Al ver a Caronte de Plutón en ese recuerdo, sin límites, supe que estaba mirando a la muerte. Algo en mí supo que no serviría de nada luchar.
—¡Nosotros combatimos! —gritó Orestes fuera de sí, alzando a la mujer, rechazando el tacto con el brazo y pierna falsos que esta había fabricado con magia.
—Fingisteis luchar —corrigió Hipólita con una pérfida sonrisa—. Os daba miedo, lo creíais invencible, y está bien. Tal vez lo es. Tal vez no poseíais la fuerza para vengaros. Tal vez lo único que os podíais permitir era usarnos como carnada.
—Callad, mujer —bramó Orestes, tensando la mandíbula y apretando más el cuello. Solo necesitaba quererlo de verdad para quebrárselo, pero algo venía a su mente. El recuerdo fugaz de una guerrera a la que apresó de la misma forma.
—Si no tengo la fuerza para vengarme, merezco sufrir la impotencia del débil. No rogaré porque otros resuelvan mis problemas —aseguró Hipólita, aferrándose al brazo de Orestes con su única mano; de tratarse de un manto de plata, el brazal del caballero ya se habría quebrado—. Solo quédate ahí y laméntate como un perro.
Orestes soltó a la mujer de repente, actuando como si lo hubiesen abofeteado. Retrocedió algunos pasos viendo cómo la mujer ni se molestaba en recuperar el aire. El ojo rosado fijo en él, o quizá más allá, donde Akasha y Shun permanecían en silencio.
«No merece la pena. Nada queda de humano en vos.»
—Tenéis razón —admitió Orestes—. No poseo la fuerza para vencer a Caronte. No, ni siquiera yo y mis compañeros bastaron. Él… introduce en el enemigo la idea de que es invencible… Pueden moverse entre los distintos planos de la existencia como si caminaran por las calles de una ciudad… Quizás… No sé.
Cabeceó en sentido negativo, como tratando de alejar esa confusión que de pronto lo asolaba. Tras dar un último vistazo a Shun de Andrómeda, se dispuso a salir.
—Orestes de la Corona Boreal —dijo Akasha—. El Santuario quiere paz. Yo quiero paz. Una paz verdadera, no un descanso entre batallas sin sentido.
El micénico asintió, meditabundo, y luego salió de la habitación.
—Es correcto pedir ayuda cuando la necesitas —murmuró antes de cerrar la puerta.
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Ajenos a tales revelaciones, Emil y Hugin habían iniciado una suerte de competencia en la que el santo de Cuervo creaba un eidolon demasiado rápido como para que el santo de Flecha lo alcanzara. Tan enfrascado estaba en ese asunto Emil, arrojando sobre Hugin tantas maldiciones como flechas erraba por el cielo infinito, al ver que este seguía pendiente del sol, que no se percató de la llegada de un iracundo Orestes.
—Al menos finge que te cuesta —exigió Emil tras el último fallo. ¿Cómo era posible que él, tirador diestro en acertar blancos lejanos y móviles, fallara por milímetros y milésimas de segundo en acertar a un maldito cuervo, que para colmo parecía burlarse de él a graznidos? Harto, tornó el carcaj en el Arco Solar y empezó a cargar.
—No seas mal perdedor —dijo Hugin, divertido, mientras llamaba al eidolon.
El veloz cuervo no llegó a posarse sobre la mano de su amo y creador, pues antes incluso de que Emil disparara, un rayo de luz lo incineró por completo
—¿Qué sois, insensatos? ¿Marineros borrachos y pendencieros que nada saben de la disciplina? —preguntó Orestes, responsable del ataque. Los contendientes se daban cuenta apenas ahora de que estaba allí: Emil se disculpó, mientras que Hugin no dijo nada sobre cómo el haz luminoso estuvo a punto de dejarlo sin cabeza—. ¡El Santuario acaba de desaparecer y vosotros perdéis el tiempo en juegos de niños!
Para Makoto era del todo evidente que el micénico descargaba sobre aquellos dos una frustración ajena, pero aprobaba la llamada de atención desde lejos. ¿No les bastó la pantomima de su pelea con Soma, quien justo ahora despertaba rodeado por las flechas erradas de Emil? Le sorprendería que solo él sintiera esa angustia asfixiándolo desde que el tal Asterión de Lebreles agrió los ánimos del Argo Navis con historias de un nuevo enemigo imbatible al que para colmo podrían estar dirigiéndose de frente.
«Es la forma que tienen de lidiar con eso —se había dicho, sin reunir fuerzas para reprenderlos—. Tienen tanto miedo como yo y ninguno queremos reconocerlo.»
Todavía podía recordar las lúgubres caras que todos ostentaban antes, como espectros del Hades que no hubiesen sido ni lo bastante buenos ni lo bastante malvados como para tener un destino final. Luego de los gritos, las burlas, las baladronadas y los golpes, solo quedó una brutal incertidumbre que al principio ni la propia Suma Sacerdotisa supo tratar. ¿Cómo se le ocurría nombrar a Adremmelech santo de Capricornio justo en ese momento y después actuar como si Hugin de Cuervo, su mayor detractor, tuviera la razón? Pensar que ni siquiera la Tejedora de Planes estaba segura de sí misma despertó en Makoto un pesimismo que lo consumió por largo rato, hasta que la misma Akasha que inclinó humilde la cabeza a amigos y rivales volvió a reunirles para hablarles con toda franqueza de las pérdidas del pasado y los obstáculos del futuro, arengándolos a dejarse de lamentos y luchar por quienes los esperaban al otro lado del mar.
A partir de ahí, Emil empezó a ser arrogante y Hugin recordó viejas rencillas con él, llevando a una competición que aislaba a Makoto de toda posible conversación.
—No es cierto —dijo el santo de Mosca, asombrado. A parte de Emil y Hugin, había alguien más en la cubierta. No June, invisible vigilante de todos, ni Orestes con su humor de perros, sino Adremmelech de Capricornio, cubierto por el décimo manto zodiacal con el beneplácito de la Suma Sacerdotisa.
Empezó a andar hacia el Caballero sin Rostro antes de estar seguro de que quería hacerlo. Su mente divagó mil veces, hasta se le ocurrió justo ahora que Munin de Cuervo Negro habría sido un excelente conversador, considerando que era el segundo, tras Hipólita, en romper el tabú de que ningún caballero negro podía superar en fuerza al santo legítimo del que era sombra. La técnica que empleó para ello, Hijos de Mnemosine, se le antojaba más interesante que esperar a ver si la poderosa voz de Adremmelech no le reventaba los oídos desde el saludo.
Llegó hasta él, de todas formas. Y habló.
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Aun cuando Akasha de Virgo dejó claro que pretendía atender antes a Munin e Hipólita, el ex-santo de Lebreles, ahora caballero, no acompañó a Orestes de Corona Boreal. Se limitó a recostarse en una columna apartada, como un perro guardián.
—Lamento el golpe —murmuró Hipólita mientras avanzaba.
—Tu puñetazo es lo más agradable que sentí en ese lugar —dijo Munin, con la imagen de un mundo muerto anclada en su mente, imborrable.
Ambos se detuvieron frente a Akasha, aunque sin arrodillarse ni dar cualquier muestra de respeto. Munin, caballero negro de Cuervo, parecía ido. Hipólita, en apariencia más muerta que viva, lucía como si siguiera siendo la más fuerte en aquella cámara.
—No he visto a Azrael por ninguna parte —comentó, divertida.
—Las terribles circunstancias en las que nos hemos visto envueltos exigen una fuerza de la que mi leal asistente carece, lamentablemente. —Akasha no tenía nada que temer de Hipólita, y sentía que había cosas que merecía escuchar del Santuario mismo, sin más intermediario que su representante.
—¿La fuerza de un santo de bronce?
—Sabes que algunos en esa casta podrían darte alguna lección. Hipólita, puedo ver más allá de tu farsa. En tu última batalla perdiste un brazo y una pierna.
—¿Te preguntas cómo puedo caminar?
La sombra de Águila rio a la vez que dos de sus extremidades desaparecían, dando paso a un brazo y una pierna que tenían más en común con una bestia que con un humano; cubiertos por completo de un pelaje del color de las profundidades oceánicas, terminaban en garras muy capaces de cubrir el cráneo de un hombre.
Un parpadeo después, volvió a parecer que Hipólita conservaba ambas extremidades.
—¿Regeneración? —sugirió Akasha.
—Magia —dijo Hipólita—. Entregué un recuerdo al dios del olvido y obtuve esto.
—¿Un recuerdo?
—Al perder una parte de ti, puedes creer durante un tiempo que sigue ahí, que te duele. Síndrome del miembro fantasma, le dicen. Sacrifiqué eso a cambio de un brazo y una pierna que no obedecen las leyes de la física. ¿Sabes lo que eso significa?
—Velocidad de la luz —interpretó Akasha.
—Solo al atacar e impulsarme —dijo Hipólita.
—Sigues estando lejos de ser tan fuerte como crees. No. —Akasha cabeceó en sentido negativo—. No es eso de lo que quiero hablar.
Tras un encogimiento de hombros, Hipólita dijo, toda sarcasmo:
—Pregunta y responderé, Suma Sacerdotisa
—¿Qué sabes de Ethel?
—Es mi hija. Lesath la mató.
—¿El padre es…?
—Jaki.
—¿Cómo?
—Fui débil.
—No eres muy habladora.
—Lo soy, es solo que no me gusta el lenguaje de las palabras. Es un picor molesto. —tronando el puño, Hipólita sonrió—. El lenguaje de los huesos, por otra parte…
—Quiero saber qué ocurrió —exigió Akasha, a un paso del grito.
—También yo. No estuve allí.
—Había dos aspirantes al manto de Hércules, Ethel y Tiresias. Ethel podía leer la mente, leyó algo que no le gustó e inició una rebelión pasiva que el Santuario aplastó —contó Munin—. Todos los que venimos del Cisma Negro sabemos la historia, como también sabemos que tú estuviste en el Santuario ese día.
—Ya había muerto cuando regresé —murmuró Akasha.
—Asunto zanjado entonces —dijo Hipólita.
—Era mi amiga.
—Es mi hija.
Munin, más conversador que su compañera, añadió al respecto:
—¿Te alías con tus enemigos y dejas morir a tus amigos?
—Esa determinación es lo que la convirtió en Suma Sacerdotisa —terció Shun—. Saber velar por el mundo antes que el interés personal o las enemistades pasadas.
—¿El interés del mundo? —dijo Munin con una amplia sonrisa—. Orestes trajo a Caronte al Santuario, y el Santuario en consecuencia entrenó a más jóvenes de lo que dispusieron las estrellas, aun sabiendo que la mayoría no llegaría a santo. Fue por eso que Hybris llegó tan lejos, fue por eso que ocurrió el Cisma Negro y quién sabe si la Rebelión de Ethel. ¿El interés del mundo es envolverse en guerras ajenas?
—Con el debido respeto, Munin de Cuervo Negro —dijo Asterión, subrayando con cierto aire de superioridad el título del caballero negro—. Tu orden y la armada de Poseidón han ofrecido una alianza provisional al Santuario que bien podría acabar en cualquier momento. Nosotros, quienes hemos perdido a nuestro dios y nuestro mundo, estamos dispuestos a servir a Atenea y su representante como subordinados, una vez el demonio muera. No estás en posición de juzgar nuestras acciones.
—El Santuario ya es la mayor fuerza de este mundo sin vosotros —le recordó Munin.
—Aun así, no dudo que estén interesados en las identidades de todos y cada uno de los caballeros negros —replicó Asterión, esbozando una sonrisa triunfante.
—Paz y justicia —proclamó Akasha, con un tono autoritario que incluso sorprendió a Shun—. Que haya paz en cada rincón de nuestro mundo y que todo hombre sea tratado con justicia. Eso es lo que el Santuario entiende por el interés del mundo, así lo veo yo, como representante de Atenea en la Tierra. Por el bien de ese ideal, no, para hacerlo realidad, es necesario olvidar el pasado y asegurar que haya un futuro.
—Supervivencia —entendió Munin.
En aquello, tanto él como Asterión no podían estar más de acuerdo. Ambos asintieron.
—Aplica la teoría entonces. Olvida el pasado. Deja descansar a los muertos.
Akasha contempló un instante a Hipólita. Las cicatrices que tenía eran tantas que ni siquiera podía distinguirse si la maldición de la armadura negra funcionaba en ella. Vendas allá donde la piel no era cubierta por el metal —incluso en el brazo y la pierna falsos—, un único ojo que ni siquiera era del todo suyo, algunas hebras de cabello con sangre seca, los labios heridos… El precio de una vida dedicada a pelear sin una buena razón para ello, incluso sin el simple deseo de pelear. ¿Estaba ella, que a tantos deseaba dar muerte en nombre de la justicia, a salvo de tal destino?
—Eres una mujer —dijo al fin.
—Me descubriste.
—Sabes a qué me refiero —insistió, disfrutando a su pesar de las poco disimuladas sonrisas de Asterión, Munin y hasta Shun. Con la palma extendida hacia arriba, hizo aparecer una máscara—. Si una mujer quiere servir a Atenea, debe ocultar su rostro. Esta es una ley divina, así que poco importa si eres solo la sombra de Águila.
El desconcierto era palpable, pero también el interés. La parte superior de la máscara era plateada, como la cabeza y el pico de un águila, mientras que el resto era tan oscuro como las armaduras de Hipólita y Munin. Akasha intuía que aun si la mujer que tenía enfrente había renegado del Santuario, no por ello podía renegaría del orgullo que un día significó pertenecer al ejército más poderoso de la Tierra.
Acertó.
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—¿No tienes la sensación de que cometemos un error? —se atrevió por fin a decir Makoto—. Dejando la Tierra desprotegida. ¿Qué pasa si alguien decide atacar ahora?
—Será aplastado —contestó Adremmelech sin voltear.
—¿Por quién? Solo el Ermitaño y la Silente siguen en activo.
Kanon de Géminis y Nimrod de Cáncer cayeron durante la guerra. Garland de Tauro, Lucile de Leo, Arthur de Libra, Shaula de Escorpio, Sneyder de Acuario y Shizuma de Piscis desaparecieron junto al Santuario y el cabo de Sunión. Por último, Akasha de Virgo y Adremmelech de Capricornio, con quien hablaba, emprendían un viaje para rescatarlos, contando además con Shun de Andrómeda, el único de los héroes legendarios que no se había marchado todavía. Estaban desprotegidos.
—Olvidas a Ícaro de Sagitario Negro. Al rey Alexer y su familia. A las nereidas y el Gran General Sorrento. Ellos siguen allí, al mando de cientos de hombres que conocen el cosmos y otros miles que sin haberlo sentido han vencido a la legión de Aqueronte.
—Me estaba refiriendo al Santuario.
—Yo también.
—¿Tú no distingues entre Hybris, Bluegrad, la armada de Poseidón y el ejército de Atenea? Creía que solo Akasha pensaba de ese modo.
—Como piense la Suma Sacerdotisa, debemos pensar todos los santos de Atenea.
Solo mientras daba esa última declaración miró Adremmelech a Makoto, quien retrocedió tres pasos. Había parecido furioso por un momento, hasta la cara sin facciones cambió, simulando un remolino de arena.
Justo en ese momento, Hipólita subió a cubierta.
—¿Dónde dejaste tus huevos, Adremmelech?
El interpelado miró a Águila Negra, calmándose poco a poco.
—Los que vamos a rescatar son más importantes que los que navegamos aquí.
—¿Ves? Eso está mejor, porque usas la cabeza antes de responder.
Makoto asintió por instinto. Desde luego, si uno lo pensaba con frialdad, no porque él, Hugin y Emil dieran media vuelta iban a ayudar más a la humanidad que si regresaban todos los que habían desaparecido. Del mismo modo, Hybris necesitaba más de la presencia de Gestahl Noah que de Hipólita, por mucho que esta fuera un símbolo de su fuerza antes de que Ícaro de Sagitario Negro se diera a conocer.
Ajena a las elucubraciones del santo de Mosca, Hipólita se abalanzó como el rayo sobre Emil, agarrando el brazal que este miraba con el ceño fruncido. El rosado poder de Ethel llenó la argéntea extremidad del santo de Flecha, arrancando de su interior una masa oscura que al punto reveló la forma de un cuervo, un eidolon.
—Cada vez eres más sutil, Hugin —aprobó Hipólita antes de hacer estallar a la criatura. Para cuando algunos de los presentes se habían empezado a preocupar, la mujer ya había soltado a Emil sin causarle mal alguno.
—Gracias… —empezó a decir el santo de Flecha, hasta que entendió las implicaciones de lo sucedido—. ¡Hey! ¡Hugin! ¡Estabas controlando mi brazo, tramposo!
—Nunca dijiste que hubiera reglas, je, je. Para alguien como tú, que pudo resistirse a mi manipulación de los músculos y nervios al punto de fallar por tan poco, es indigno que no te hayas dado cuenta. ¡Y ahora deja de molestarme!
Emil quiso replicar, hasta estaba por invocar de nuevo el Arco Solar, pero entonces vio en Hugin una palidez tan repentina como cuando descubrieron que no había Santuario.
Hipólita, también dándose cuenta, trató de otear el horizonte.
—No puedo ver más allá —terminó confesando, entre dientes.
—Mi Hilo de Ariadna tampoco puede atravesarlo —advirtió Orestes.
Una niebla densa y repentina rodeaba ahora el Argo Navis, bloqueando cualquier percepción extrasensorial. Incluso un eidolon que Hugin había enviado como avanzadilla había desaparecido, aunque el santo de Cuervo prefirió no comentarlo.
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Los mares olvidados son una representación del tiempo, y como tal incluso quienes poseen notables habilidades mentales y la capacidad viajar a través de las dimensiones tienen vedado siquiera ver sus secretos por anticipado.
Por fortuna para Gestahl Noath, toda regla tenía excepciones.
—Han conjurado el Laberinto de los Dioses —supuso el líder de Hybris, por largo rato único caminante vivo en medio de una ciudad fantasma. Un eidolon de Munin descansaba en su hombro, bastante difícil de percibir por compartir el blanco del uniforme que vestía Altar Negro, pero no era ese el medio que usaba para vigilar el Argo Navis—. Ese recurso no debería estar en manos de ellos, salvo que hayan abierto la Esfera de Saturno. ¿Tan en serio te tomas a mi querida esposa, Titania?
De un momento para otro, Gestahl Noah empezó a plantearse si cuanto lo rodeaba no era una réplica del limbo perdido en la oscuridad que unía el refugio de Hybris con el mundo lleno de luz donde los hombres nacen y mueren. Miró los edificios, descoloridos como siempre, analizó a los transeúntes que lo rehuían, probables víctimas de sus muchachos que habían decidido atormentarlo a él por saberlo el único culpable. Todo parecía en orden. Se hallaba en el mismo cascarón vacío que pendió durante la guerra sobre el sub-espacio empleado por las fuerzas aliadas para ir de un sitio a otro. Si ese agujero de gusano, obra de Kanon de Géminis, siguiera en pie, todo sería más fácil, regresar a casa habría sido coser y cantar. Como no era el caso, él tenía que encontrar el edificio que conectaba con el único sitio al que de verdad podía llamar hogar.
—Pirra siempre tuvo sentido del humor —murmuró a un grupo de jóvenes traslúcidos, satisfaciéndole el terror en las caras de los cinco—. En comparación a mí, el anciano al que asaltasteis es un mozalbete, ¿dónde quedó todo vuestro valor?
Los muchachos huyeron despavoridos. Él rio por un período muy corto, porque no los odiaba. Sentía por ellos una enorme decepción, pero no odio, lo que hacía más interesante que en ese limbo los fantasmas solo reaccionaran a él.
Que en la ciudad se cumpliera hasta ese detalle que solo sabía Altar Negro no bastaba para descartar que fuera una réplica. La Esfera de Saturno ganó durante la Guerra del Hijo el bien merecido título de Fábrica de Eventos. Todo lo que forma parte del tiempo puede ser replicado allí, desde un hombre hasta un mundo entero. ¿Por qué no el limbo humano, estancado en sus vicios y defectos? La falta de ataques por parte de los Astra Planeta parecía indicar lo contrario, más aún, si la ciudad fantasma era una réplica perfecta, tendría una entrada a su refugio en el mismo lugar que el original, ¿no?
Todo era cuestión de perspectiva. Por ejemplo, si uno era estricto con el recto Orestes de la Corona Boreal, podría acusarlo de mentiroso. Sin embargo, analizando su relato parte por parte la verdad se revelaba: si Orestes no tenía noticia de que alguien sobreviviera a la Esfera de Plutón antes de la Noche de la Podredumbre, era porque él mismo no estuvo presente cuando esta se manifestó y consumió aquel mundo ruinoso. Gestahl Noah podía ir más allá, porque conocía a todos los que libraron esa supuesta batalla final contra Caronte: Asterión de Lebreles, Orfeo de Lira, Ionia de Capricornio, Atlas de Carina, Retsu de Lince, Mei de la Cabellera de Berenice y Kyoko de Caballo Menor. Algunos de ellos provenían de épocas dispares, como Orestes y Asterión, mientras que otros ni siquiera pertenecían a la misma línea de tiempo, como Retsu de Lince y Mei de la Cabellera de Berenice. El primero no tenía nada que ver con el que servía en la división Dragón, a pesar de que tenía por maestro también a un hombre llamado Noesis de Triángulo, mientras que en el mundo que Gestahl conocía, Mei Kido ni siquiera había soñado con convertirse en un santo de Atenea.
En eso radicaba el primer engaño de Orestes, en darles a entender que había sido un enfrentamiento entre los habitantes de una Tierra paralela y los invasores provenientes de la que todos creían única. El segundo ya era más complejo de deducir, exigía conocer a los ocho caballeros, sobre todo a Ionia, quien con aires de suficiencia no dudaba en alegar todo el tiempo que habían sido escogidos. A partir de allí, Gestahl hilaba, entretenido con esa distracción mientras buscaba por el laberinto urbano: ¿por qué fueron escogidos? Cualquier razón distinta a que fueron los únicos supervivientes. ¿Por qué estaban en una supuesta batalla final, si fueron elegidos antes de convertirse en todo lo que al Hijo le quedaba? No estuvieron. ¿El enfrentamiento con Caronte de Plutón era entonces una ilusión, una mentira? No. Orestes no engañaba faltando a la verdad, sino omitiéndola. La batalla entre los caballeros y el astral sucedió.
—Sucedieron —se corrigió Gestahl, a los pies de la más alta torre—. Cada caballero sobrevivió a Caronte de Plutón de un modo u otro.
De Crono se decía que tenía una mente retorcida, de Zeus que no era sino Urano retomando su legítima autoridad. El Hijo podría ser el único entre la descendencia del Olímpico que había asemejado del mismo modo la mente del rey de los Titanes, solo así la idea que Gestahl Noah había tenido sería posible: salvar a sus caballeros de manos del astral que más odios sembraría en el Santuario, juntar los recuerdos de los ocho en una muy elocuente muestra de la amenaza que suponen los Astra Planeta y depositarlos en el más recto de todos, acaso asegurándole que con ello simplificaría las cosas. En todo eso pensó el Hijo mientras sabía próxima su derrota; no era de extrañar que el resto de caballeros en los otros mundos estuvieran cayendo uno tras otro a manos de Titania de Urano, empezando por el que se creía líder de todos, Ionia de Capricornio.
—Te odio y te admiro, dios sin nombre —confesó Gestahl, mientras las puertas se abrían ante él como por arte de magia—. El caballero que sobrevivió a Caronte de Plutón y el rencor que la Suma Sacerdotisa siente por él son ambos obra vuestra. Jugáis con ambos aun si eso pone en riesgo vuestros planes, pues, ¿no es vuestro deseo que muera aquel que descendió con vos al Tártaro, el único astral en sobreviviros?
De momento, ese juego peligroso había dejado el asunto en tablas. Ni los Astra Planeta ni las Alas del Rey tenían a su alcance el destino de Caronte de Plutón. Akasha no se decidiría por ninguno, buscaba tener paz y justicia a un tiempo. Así la había modelado el Hijo y así la amaba él. Por eso pensaba ayudarla, esta vez no la dejaría sola.
Tan pronto entró en la torre, un nuevo espacio se abrió ante él, más familiar. Las estrellas titilaron en ese universo de bolsillo, saludándole y alumbrando los signos que en tres círculos concéntricos adoraban a la diosa de la guerra y la sabiduría. El cuervo blanco graznó y levantó el vuelo, picoteándole primero la frente y luego el párpado del ojo derecho. Divertido por la actitud del eidolon, reflejo sin duda de las preocupaciones de Munin al creerlo muerto, Gestahl abrió el ojo, que brillaba con el mágico tono rosado del poder de Ethel, el único lazo que lo había mantenido unido al Argo Navis mientras viajaba entre las sombras, el limbo humano y aquel espacio hogareño.
Por medio de Hipólita pudo ver la historia que Orestes y Asterión tenían grabadas en sus mentes a fuego, aunque estaba seguro de que otros asuntos de gran interés se revelaron antes dentro de aquel camarote que emulaba el Gran Salón del templo papal. Ya fuera el lebrel, ya el micénico, uno de los dos debió relatar la historia de un mundo tan pacífico que necesitó traer guerreros de otro universo para defenderse, uno que evocaba a las historias que se cuentan sobre la Edad de Oro. Ninguno de ellos habría mencionado que el Hijo, si bien hablaba de esa Tierra como suya y aseveraba desear protegerla del Olimpo y los Astra Planeta, jamás les dijo que la había creado. Eso solo lo dieron por sentado, ya que no había en los cielos más dios que él.
«La tercera omisión —pensaba Gestahl, estremeciéndose por un pensamiento más inquietante que su ocioso juego de detective—. Sois digno hijo de vuestros padres.»
Estuvo a punto de revelar sus nombres, así fuera de pensamiento, pero entonces el cuervo volvió a graznar y un escozor molesto le llenó el ojo conectado con Hipólita.
Primero vio a través de Águila Negra. Un viejo aliado, el Caballero sin Rostro, se había esfumado en un abrir y cerrar de ojos, aunque en cubierta el resto estaba más preocupado por Orestes de la Corona Boreal, preso de un repentino sopor. En busca de respuestas, Gestahl revivió la conexión con Munin de Cuervo, alarmándolo todavía más de lo que estaba. A través de él comprobó sus temores: Shun de Andrómeda y Asterión de Lebreles habían caído también en un profundo sueño; Akasha debía compartir su estado, porque no reaccionaba a las llamadas desesperadas de Ban de León Menor.
Por cada una de las doce constelaciones zodiacales, un símbolo dorado se formó sobre la plataforma. Gestahl Noah esbozó una sonrisa triste.
—Los Astra Planeta han movido ficha.
Notas del autor:
Shadir. Sí que hay menos esperanzas de lo uno que de lo otro, porque con Zeus y Hera al menos tenemos la película de Disney.
¡Lo sabremos en el próximo episodio!
Trataré de encontrarlo y verlo.
Ulti_SG. ¡Y eso que no los ha oído discutir!
Así es. Me gusta tomarme mi tiempo para desarrollar a los personajes secundarios, pero (a veces) sé evitar escenas innecesarias. Como otra batalla con Hipólita.
¡Es tiempo de Flashback, muchachos!
Cerrar la puerta es de gente maleducada. Por eso el guion no les deja hacerlo.
Veamos qué opina nuestra estimada Suma Sacerdotisa de esta nueva propuesta.
