Prólogo.
Podía apreciar el vaho de mi respiración, un gélido ambiente lo envolvía todo, sin embargo, ya había estado muchas veces en aquel lugar por lo que el frio no me afectaba. Caminaba descalzo, con lentos pasos por los húmedos y rugosos tablones del viejo embarcadero, apreciando la espesa niebla que se desplazaba elegantemente sobre las negras aguas de la laguna.
Mis ojos vagaban sin ánimo por la zona, observando nuevamente las grandes y desiertas montañas que rodeaban la zona hasta caer a los pequeños bosques de grandes coníferas que se adentraban hasta la orilla. Un profundo silencio gobernaba todo, ni el cantar de los pájaros, ni el viento o el movimiento del agua era audible.
Para cuando me encontraba a la mitad del recorrido, como tantas otras veces la niebla comenzaba a engullir el embarcadero, la densa y blanca imposibilitaba la visión más allá de dos palmos, pero tantas veces en este sitio habían conseguido que me aprendiese el recorrido. Casi me sabía ya el número de tablones que debía recorrer para salir.
Por lo que sin ánimo y con la misma velocidad seguí caminando.
De pronto el silencio se rompía, como tantas otras veces atrás me detenía por unos instantes, sintiendo como se me ponía la piel de gallina y mis manos comenzaban a temblar. Aun así, no me acobardaba y como otras tantas veces seguía aquel llanto que proveía del otro lado.
Cuando conseguía abandonar la barrera, una suave brisa me recibía, meciendo mis cabellos y un nudo se formaba en mi garganta cuando mis ojos descubrían lo que tenía delante. Al final del embarcadero a unos cuantos metros de mí, estaba la figura de un pequeño niño de espaldas, sentado en el borde, meciendo sus pequeños pies sin posibilidad de alcanzar la superficie del agua.
Este estaba encorvado, ocultaba sus rostros entre sus pequeñas manos mientras lloraba desconsolado, intentando inútilmente ocultar sus lágrimas, su dolor, su tristeza.
Aquí era cuando mi cuerpo finalmente se paralizaba y por mucho que quisiese acércame a consolarlo no podía, me quedaba inmóvil, incapaz de emitir respuesta alguna, para pasar a ser un simple espectador de aquella triste escena. Que sólo podía limitarse a observar mientras una presión comprimía su pecho dolorosamente hasta que finalmente el malestar se volvía tan insoportable y ardiente que acababa colapsándome.
{...}
De pequeño soñaba con alcanzar las estrellas, por ello pasaba largas horas observándolas a través de mi ventana, detallando todas y cada uno de los diminutos puntos brillantes que manchaban aquel oscuro lienzo.
Deseaba profundamente conocer qué había más allá de las luces que veía. Sumergirme cual buzo en aquel profundo océano y descubrir cada palmo de aquella misteriosa y desconocida inmensidad.
Por ello luché con la intención de lograr ese sueño. De hacer sentir orgulloso al niño que una vez fui. A aquel que tenía sueños e ilusión.
Sin embargo, a medida que fui creciendo descubrí que el camino se iba tornando oscuro, doloroso y asfixiante. Cuando te ves en la obligación de abrir verdaderamente los ojos, de observar la realidad, descubres que si de verdad quieres lograr aquello que deseas deberás no atravesar un camino, sino un océano abismal. Que está esperando a engullirte.
Aun así, luché.
Me levanté y afronté cada prueba que se me había preparado, siempre lleno de ilusión, siempre lleno de alegría, siempre lleno de esperanza. Siempre con una sonrisa. Incluso cuando las cosas se torcieron, el dolor me consumía y la oscuridad engullía la luz de mis días. Aun así, mantuve una sonrisa, esperanzado, optimista.
Sin embargo, todos acabamos opacándonos.
Ahora con el rumbo perdido, dejó que el océano me arrastre, hundiéndome más y más, incapaz de ver ni el fondo ni la luz de la superficie, cayendo mientras todo aquello que construí se diluye amargamente.
Mis ilusiones, sueños y deseos, mis posesiones más preciadas, se escurren entre mis dedos, dejándome vacío, insensible.
Por lo que ya sólo me quedaba dejarme arrastrar hacia las tinieblas, rogar por misericordia, dado que el dolor es insoportable.
